Pequé gravemente al referirme a su calvario cotidiano, porque traté de asesinar su recuerdo. Yo entonces era joven, pero ahora siento que el mundo se ha identificado con su corazón. Me duelen sus ojos, me duelen sus lágrimas, me duelen los vestidos que se ponía y los que dejó de ponerse, me duele su mirada arrugada, me duele el arco de sus cejas, me duele la caja de música de su confianza quebrantada. Y ahora, ¿dónde me recogeré? ¿Ante quién debo disculparme, si yo no tengo otras alas que las de mi reflexión muda? Díganlo los capiteles corintios del Tiempo, que nos vieron pasar por su puente, que nos vieron caminar por las calles atestadas de cucarachas de miseria, que nos vieron besarnos al borde del puente sobre la roca viva del agua. A estas horas, los capiteles se habrán desprendido en el aire como golondrinas naufragadas en un abismo de duda azul zafiro. Si no fuera porque mi pensamiento es ella, diría que las amapolas me dan miedo porque tienen el color de mi sangre.
Como mi debilidad es un libro de páginas blancas, voy a hacer el esfuerzo de escribir su nombre en ellas, sucesivamente, porque resulta imposible pronunciar ese nombre con un único soplo de voz. Ella no era nada más que lo que he visto. Había muchas mariposas en el estuco del día y el ante-yo – todavía era una presunción- deambulaba con levita de nubes cerca de las tres menos cuarto. En el día del Carnaval – que quiere decir la fiesta de la carne, la orgía de lo visible-, el Colegio de los Elementos llenaba las calles de algarabía. Unos imitaban payasos coloreados de teoremas matemáticos, otros parecían príncipes con diadema de estrellas y gregüescos electrónicos, y los más eran mujeres con el colorete de la lujuria en las mejillas. Se paseaba mi premonición por entre aquellos fantasmas de apariencia radiante cuando- siempre hay un cuando, aún cuando resulta imposible decirlo- vi a aquel Perro Pobre entre los carruajes, los automóviles y los caballos. Se acercó a mí con la lengua colgando y la mirada de yeso, porque se asomaba a mi mano como un busto de silencio. Reconocí en su acento el de un amigo. Su cabeza se colocó debajo de las yemas de mis dedos. Tenía llagas de brasa por todo el cuerpo, desde el hocico a la cola, llagas de un tono apagado, a punto de extinguirse en la mirada. Pero, no obstante, movía la cola como la aguja de un reloj, a cuyo compás bailaban sin tregua las máscaras. Y, lo más desconcertante, no se le oía respirar.
Una bomba explotó cerca de las Candilejas, en el barrio pequeño de arriba, y una llamarada incesante hecha de soledad purpúrea ascendió como el cuchillo de una herejía para espolear al gallo de la aurora. Era la cavatina de la costumbre, que salía al balcón a aquellas horas. Et in Arcadia ego. El Perro Pobre ladraba al humo proceloso del mármol informe que definía aquel espectáculo. Las farolas del sueño argumental de la hora se estiraban para comprobar que el acontecimiento tenía una linda cara. Y los ociosos elementos, asociados en corrillos moleculares aburridos como esferas de un ballet, hacían anfiteatro y exigían trompetas.
¡ Que traigan al dragón! ¡Que lo traigan!- decía un Diagrama con raya en medio.
¡Que traigan el dragón, que traigan el dragón!- coreaba un Isótopo con Barba Postiza, bastardo y expulsado de la Corte sin pensión.
Y como las frases de la multitud son todas iguales, en la revolución del tumulto y el redoble de las declaraciones de derechos no se oía más que la bohemia de un grito unánime con lenguas y con espiritrompas. El instante empezaba a tomar cuerpo de niño recién nacido. ¡Qué de ovaciones, qué de calumnias festoneaban el evento! Se le cayeron los anillos al Dolor, que ya estaba achacoso y anciano en una silla rococó hecha de refranes, y levantó el bejuco como para poner orden, aunque ni el gato de raso le prestó atención, con la prisa que llevaba.
El Perro Pobre ladraba, y yo me saqué el sombrero de fieltro sarcástico para enjugarme la frente, que la llevo siempre anegaba de todos los océanos. El sol hacía su papel en el cielo, sin despeinarse. En todas las caras había una letra escrita con tinta china, aunque podrían desollarme con cuidado si sé cuál era. Estaban los álamos tomándose el té del deseo cuando llegó su carroza como una nave de oro y piedras preciosas –yo creí que era un espejo- y un colibrí de plata anunció el piano de su caminar. Descendió así- y presten atención, si no tienen dinero- así como un trasatlántico de transparencia. Llevaba encima de la cabeza una petunia con los brazos abiertos que cantaba ópera o, por lo menos, ponía los pétalos en do mayor, o en do de pecho; calzaba chapines de carey y fumaba un cigarro del tamaño de un rascacielos con muchos humos en figura de saltamontes de gozo que hacían piruetas en el corazón. Yo solo le vi aquellos ojos que eran como atolones con corales y anémonas y me quedé petrificado por tal disparate de belleza. Estaba siempre sonriente hasta que me vio con el frac de la esperanza, bien aspergido de colonia en las axilas del alma. Saqué un pañuelo del bolsillo –un pañuelo de batista con las iniciales D.H. ( «Disculpe, hermano/a»), emblema de la cortesía- y me soné con todas mis fuerzas, expulsando por las fosas del averno de la nariz una petaca de ámbar y un ramito de hierbabuena. Ella comprendió mi señal y, sacando del bolso el abanico galáctico, se puso a enseñarme el zodiaco salvaje con las posturas insinuantes de sus sienes de nácar. Mientras estábamos en este ejercicio- el Perro Pobre seguía a mi lado con la sonrisa entre las piernas-, la cintura de una paloma desteñida colocó suavemente una cagada esférica en la hombrera de mi traje que bendijo aquel encuentro. Ella no cesaba de liberar de la cárcel de su pecho suspiros tuberculosos que salían en camilla a la plaza del mundo y que afilaban o ponían de punta los cabellos de las entrañas. Aquel detalle fue la ráfaga de granizo que deshizo el muro decapitado de nuestra separación. Ella hizo descender el abanico que se posó en el asfalto de terciopelo del suelo sibarita –siempre estirado y con el orgullo de la gravedad de su centro ardiente de avaricia que se apropia de todo lo que cae- y se posó en la punta de mi arrobamiento. Había que iniciar un diálogo, pero en el instante en el que la vi desapareció encantado todo el paisaje y me quedé en la nada con ella, en la nada que es la más astuta de las alcahuetas. Quería señalar aquello o lo otro pero no había qué señalar, porque todo se había ido sin despedirse. Entonces hice mi papel de caballero y me monté en el caballo para que ella se cayese del burro. El caballo es un decir y dicho queda. El burro apenas sabe parecerlo. Y lo demás es un actor.
No he visto unos ojos del mismo tamaño que los suyos- confesé con un hilo de voz.
Nadie me había dicho jamás algo parecido- sonrió la dama, mostrando una empalizada de dientes finísimos, casi etéreos.
Y entonces comenzaron a ponerse las cosas en su sitio. Soborné al viento para que me permitiese subir en sus lomos de dragón, cuyas erizadas vértebras habían permitido el inicio de este romance. Le dije a mi dama que me aguardase al borde de una fuente con taza de lapislázuli leyendo los Versos del Día. Yo- pues ahora ya puedo decir que era yo, después de conocerla- me fui al Jardín de las Horas, que estaba justo detrás del Ayuntamiento, donde acuden a orinar las ilusiones, y pedí un simón aunque no se llamaba Pedro. Después, en llegando a un parterre colonizado por una plaga de rosas, saqué del bolsillo de la solapa unas enormes tijeras de podar con las que Goliat podría cortarse las uñas, y tonsuré el parterre rapando los rosales, que quedaron mondos y lirondos, despojados de sus tafetanes y despejados de sus florituras. Comenzó a llover. Las alas del sombrero de fieltro se me cayeron hacia abajo, chorreando un río lleno de peces y moluscos, y, entrándome por el cuello de la camisa, se almacenaron en un embalse a la altura del tiro del pantalón y derribaron con su plomada mi apuesta elegancia. Volví a saltos hacia donde estaba mi dama, como un canguro de bronce –tal era mi resolución- y con un millón quinientas mil rosas en un ramo que con sus espinas podría coronar la desmesurada cabeza del destino. La calle estaba sucia de tanta limpieza. Las estrellas se habían caído como calcetines fláccidos y relumbraban de una manera imprudente agrupadas en constelaciones – la Osa, Orión, los Dioscuros, el Boyero, la Estrella Polar, las Pléyades, las Híadas y sus familiares- que no me dejaban ver con tanto resplandor en dónde ponía los dichosos pies. Pero como sabía que ella me estaba esperando, aceleré la marcha como un motor de explosión a unos 1111 km/h, o tal vez un poco menos, teniendo en cuenta que no quería deshacerme la raya tan bien trazada en mi engominada cabeza. Fue entonces – o creo que fue en otro momento- cuando me salió al paso el fantasma, que por ser chulo e incorpóreo, no pude verlo a pesar de mi interés por encontrarlo. Estaban apagando la luz en el cielo paulatinamente, para evitar que el pueblo de los elementos protestase o escribiese un artículo en la Mañana, el diario de cada día. Salían a pacer los murciélagos y los ornitorrincos, a quienes les encanta hacer de las suyas y no de las de los demás, cuando he aquí que me encontré con el enano Basilio, pero solo llegué a verle los pies de muselina, porque tenía la cabeza perdida en el pasillo azul del cielo. Sabía que había llegado el momento, pero ignoraba cuál. Para romper el hielo, tomé piqueta y punterola y me puse a deshacerle la paciencia a preguntas de un interrogatorio salomónico, tan dividido que no tenía principios y se entiende que no podía tener tampoco fines, porque un final razonable no puede carecer de principios.
– Buenas indigestiones tenga usted- comencé- ¿Es usted sueco o tal vez se lo hace?
– …
– Desde luego- respondí- Aparenta usted muchos más años de los que tiene, por esa genuina estupidez que lo caracteriza. ¡Está usted hecho un Solón! ¿ O tal vez vive acompañado?
– …
– ¿Y la familia? ¿Qué tal está su madre? ¿Sigue en activo?
– …
– Sí, todos estamos orgullosos de nuestros hijos – confesé- Yo tengo un bebé de ochenta y nueve años. Le voy a poner de nombre Matusalén, si le cabe. Ahora estoy criando dos cuervos para que me saquen los ojos, a ver si se me parecen.
– …
– Su hijita es una preciosidad. La veo poco, porque no existe, pero si no fuera por eso, no la vería tampoco, para no comérmela. Es que soy un poquito antropófago, ¿sabe?. En mi casa me han enseñado a comer de todo.
– …
– ¡ Y ahora me pide eso! Haberlo pensado antes, cuando le disparó. Si lo ha matado, ¿cómo quiere reconciliarse con él? Yo no puedo decirle nada a su suegro, porque a estas alturas ya debe de haber bajado al cielo, si no ha subido al infierno, porque a él siempre le ha gustado hacerse notar en los gallineros, y la ausencia de gloria debe de parecerle una gloria.
– …
– Don Basilio, no se haga ilusiones, no son para usted. Esta tonelada de rosas no son para su futura lápida. Es que… – y cuando dije esto, me hinché como un pavo desbordante de plomizo plumaje- estoy enamorado. Sí. Al fin he decidido no pagar impuestos a solas y amar a mi señora con el intestino, para digerir todo lo que ella diga.
– …
– ¡Si tiene usted una retórica que parece un asianista! Yo siempre pensé que era de aquí, del universo. Pero me inclino a pensar sin encorvarme que usted es como Cicerón, de Atenas, o como Demóstenes, de Roma, si estuviesen casados por gananciales. ¡Usted es de todas partes! No hay pueblo que no lo apadrine, ni nación que no lo reconozca como hijo suyo, según todos los probables padres que lo engendraron.
– …
– Desde luego que lo haré. Déle un saludo a su madre de mi parte, dígale que conserve su grandeza, que tiene en usted su prueba, señor eminentísimo enano Basilio, y que conserve también su horario de visitas para que los interesados puedan, como siempre, entrar cuando quieran y satisfacer en ella sus esperanzas.
– Señor, usted se está burlando de mí – confesó el enano con estentórea y eólica voz- ¿No cae en la cuenta de que soy mudo, y no puedo hablar?
– ¡Caramba! ¿Y como no me lo dijo usted antes así, calamo currente? ¿Cómo no me lo dijo? Hablando se entiende la gente, y los mudos tienen el deber de expresarse en la sociedad civilizada, para que los poderes públicos les oigan.
– Pues ya lo sabe. Por cierto – y el enano se quitó la chistera y descubrió un impúdico cráneo en pelota, como si acabase de abrirlo- estoy encinto.
– ¿Cómo así?- me sorprendí escondiendo las manos en la cara- ¿ Usted también? ¿ Y su mujer qué dice? No me imagino que ambas consecuencias provengan de la misma causa.
– Padezco un horrible embarazo que no me deja vivir- repuso el enano como un gigante- Y todo se debe a que los dos pretendemos a la misma mujer.
– Pues eso tiene fácil remedio – declaré- Deje usted de pretenderla y el problema estará resuelto.
– Prefiero seguir una solución más razonable, más caritativa – sonrió mi microscópico rival- Lo reto a usted en duelo.
– Me parece muy asequible – reflexioné- ¿A muerte?
– A muerte.
– Pues deje que lo apunte en la agenda – dije sacando un rollo de papel higiénico- Todos estos apuntes y misceláneas tengo que pasarlos después por el ojo, para ponerlos en limpio. ¿ Le viene bien dentro de cien años? ¡Pero que no sea el martes! ¡Ese día tengo cita con el pediatra!
– No será el martes – bramó el corpulento enano como un ruiseñor- Será hoy mismo. Aquí mismo. In hoc loco.
– Hay que estarlo, sin duda – reconocí- Pero antes dígame con quien tengo el gusto de retarme, para que si abandono este mundillo, pueda avisar después a la policía.
– ¿ No dijo que me llamaba Basilio?- preguntó el gran microbio.
– Sí, pero ese nombre en griego quiere decir Rey – objeté sin objeto- y yo soy liberal, y prefiero llamarle Napoleón. Creo que tal personaje está a su altura.
– Sea Napoleón- consintió esa fiera de hombre- ¡En guardia!
– ¡ Pero qué hace, Tifeo belicoso!- exclamé- Cierre la petrina del pantalón. Las espadas son por ley más pequeñas.
– No uso espada, sino pistola.
– Ya veo, ya.
– Y me ayudo de una granada de mano. Hace tiempo que le quité el seguro a una, y no sé dónde la dejé.
– Pues cuando la encuentre cómasela, o visítela si tiene tiempo- comenté- Por cierto, ¿para este rito es necesario ser armados caballeros o solamente ser armados?
– Ah, disculpe- y el jayán concentrado extrajo un libro y leyó en voz alta- » Efemérides. Un avión cayó en el Líbano y tardó una hora en levantarse. La Bolsa sube tres puntos y conquista el cero. Roma ha sido saqueada por un ejército de bárbaros y por fin está habitada. En el estrecho de Bering un piojo muere asfixiado».
– Siga, siga – confesé- La última noticia no es verídica, ¿ o acaso es usted un impostor?
– Soy el que no soy, porque ser no depende de mí- dijo el enano con la teología en los cabellos invisibles de su cabeza monda- Pero en fin, dichos quedan los refranes y las fórmulas. Solo resta pelearse mutuamente, como buenos hermanos. ¿Qué arma escoge?
– Ninguna – repuse como buen proveedor- Con ella le venceré.
– Sea- dijo el enano- Yo emplearé mi revólver.
Y, contando doce leguas hacia atrás, se dio la vuelta como última dádiva. Después contó hasta tres empezando por el final para terminar antes. Acto seguido, se volvió estropeando su hazaña anterior como un relámpago sin brillo – dicho de otro modo, su conducta carece de comparación- y disparó una bala lentamente. Tuve que cuadrarme en el escenario de la disputa para que el proyectil me impactase a la altura del corazón. Si no llega a ser por mí, el acto hubiera sido inútil. Caí al suelo – es decir, mi cuerpo cayó al suelo, mi alma es imposible que lo haga- como ordenan los cánones, y procuré hacerlo del modo más estético posible, con la cara por delante, para que mis facciones se ensuciaran con el polvo. El enano saltaba de alegría, y yo apostaría en la ruleta de la Fortuna – que es, amigo, ninguna ( esta rima es intraducible, discúlpela, desprestigiado y necesario lector)- que en aquel momento creció más de dos palmos, aunque fuesen de narices. Estando en el suelo, me tenté la herida practicada por la bala a la altura del corazón, y esta empezó a manar sangre como una fuente que puso el suelo de gala, esto es, púrpura como las togas de los senadores romanos. Descubrí que mi músculo cardíaco había cesado de latir, por lo que dándole cuerda, lo puse en hora guiándome por el sol, que estaba hecho un ascua a consecuencia de su soberbia, que busca alturas siderales para no ver su humilde reflejo en el agua. El enano se acercó a mí y me preguntó qué me ocurría. Yo le dije que él me acababa de disparar y que yo intentaba agonizar con educación, porque las formas no deben perderse nunca, aún cuando no se tengan. Me puso un sudario mojado con agua templada en la frente, para que la herida continuase manando con tranquilidad, y me dio un rosario para que rezase por él, que me había dado muerte. Yo le agradecí aquellas muestras de preocupación y le aseguré que tenía muy buen fondo. Tanteando la herida con los dedos, sonsaqué la bala de mis costillas y la limpié con los dedos para volverla a colocar en su sitio, y en esto he aquí que se me cae el corazón al suelo rebotando como una pelota, y yo lo tomo sin bebérmelo y descubro que su fortaleza brillante está intacta, y que sigue en hora y amarrado a la leontina de las venas y arterias que lo encadenan al pecho.
– Ni un rasguño – dijo el enano- Está intacto. Habrá que dispararle varias veces. Yo no tengo la culpa. Usted no me avisó de nada.
– No hay remedio- dictaminé- Es oro puro, el material más duro del mundo.
– Pues déjelo estar- comentó el enano- Y de aquí en adelante avise a sus rivales para que lo tengan en cuenta. Yo no voy a vivir siempre.
– De este modo- dije- Habrá que aplazar la muerte.
– Sí- cabeceó el enano, con la chistera hecha un chiste de tanto bamboleo- Usted tiene mi teléfono. Cuando quiera avíseme, pero procure no pedírmelo mañana, porque tengo un entierro.
– Dispense – le dije al enano guapo- Es probable que no se lo pida nunca, a más tardar.
– Encantado de haberlo conocido, de haberlo tratado y de haberle disparado al pecho- me confesó tendiéndome la mano- Y ahora, si no le importa – porque a mí me importa bastante, se lo aseguro- me voy a mi imperio en Camelot, para despachar los asuntos de Estado. Solo se trata de firmar unos papeles y de cobrar unas pólizas. La gente necesita un verdugo. Compréndalo.
– ¿Pero no recuerda que lo de emperador me lo inventé yo, cuando decidí llamarle Napoleón?- pregunté sin responder.
– No importa cómo se ha llegado al poder- aseguró aquel pedazo de pan- Lo importante es mantenerse, porque yo leí en cuento chino que me contó un babilonio, hace tres o cuatro milenios, que no hay nada más difícil que conquistar el poder de una nación nacida, y nada más fácil que perderlo.
– ¿ Es usted luego el Rey Arturo, ese que vivía en las nubes y que veraneaba en la Bretaña Francesa?- me sorprendí en sorprenderme.
– No, yo no soy ese- aseguró el enano- Yo no veraneo en la Bretaña Francesa. Pero soy vecino de las nubes. Una urbanización preciosa, aunque bastante barroca. Tiene una torre casi tan alta como yo, donde viven alquilados una pareja de ángeles.
– De ese modo, será como la torre de Babel –sugerí- Con vistas al infierno.
– Se llama Eiffel, no Babel, pero tanto da- se encogió de cuerpo el enano, a consecuencia de querer encogerse de hombros- Nos han quitado de allí el infierno para instalar un coliseo. Ahora nos aburrimos como ostras.
– Bueno, amigo – quise decir y terminé diciendo- No podemos continuar dialogando, porque yo tengo que irme al Cuerno, con perdón de sus particulares, y usted debe marcharse ineludiblemente a freír espárragos. Ya nos veremos cuando seamos ciegos, y buen viaje sea el suyo, recomendablemente lejano.
– Igualmente, amigo. No se me ocurre una despedida más deseada. Y ya sabe, cuando quiera tomar un café o simplemente ansía que le pegue un tiro, avíseme por teléfono o por paloma mensajera, si desea que le conteste rápido.
– Hasta luego. Piérdase usted.
– Después de usted, estimado enemigo.
Y nos fuimos cada uno por su lado, como tortolitos.
Recogí del suelo mi tonelada de rosas, la metí en el bolsillo envuelta en el pañuelo que me regaló don Ovidio, que es una mortaja, y me encaminé a ver a mi amante, caminando como un húsar para pasar desapercibido entre los Gatos Europeos, que estaban celebrando un tratado de paz con los Ratones Africanos. A no ser por la corneta que tocaba y por el altavoz con el que me anuncié, aquello no hubiera salido de allí, del orbe. Iba caminando por la calle empedrada de basalto con alas en los pies, cuando vi un cometa que se había quedado enredado entre las ramas de unas escuálidas secuoyas. Me quité las alas y volé hacia la cúpula de hojas advenedizas, todavía verdes, y cogiendo al cometa por la cola, le pregunté su nombre. Me dijo que se llamaba César con estas palabras:
Me llamo César.
Me refirió también que su historia era tan larga como la del mundo y que necesitaba un momentito eterno para contarla, porque había nacido ayer. Contó que viajaba como grumete en un barco pirata muy honrado en compañía de dos notarios que no sabían escribir y de un loro con los dientes agudos como gubias que le caían muy bien, porque empezaban a envejecer. Estando en el barco descubrió un día un tesoro en un inodoro de topacio y lo extrajo para permitir que desaguara la cañería, la cual estaba llena de cadáveres de marineros que había asesinado para no enfrentarse a ellos, por decoro. Descubrió un enorme hipopótamo de yeso con estrabismo que le ofreció una mirada nueva y le sirvió para iluminar su vida, porque estaba lleno de aceite de ballena engrasado con el que encendió mil novecientas noventa y nueve bujías, que pudieran ser dos mil si no fuera porque se equivocara al contarlas. Con aquellas candilejas navegó por unos mares desérticos, llenos de olas que alcanzaban el cielo con las manos, vio a varios monstruos antediluvianos en los retratos de unos parientes suyos que estaban clavados en su camarote, de pie y en cuatro cuartos, porque no tenían mayores caudales para figurar en lienzo, y por último, vio una isla en forma de manzana, sola y suspendida sobre el aire, aunque aprobada por el océano. Creyó que aquella isla sería sin duda la misma Duda que se tropezaba en su camino, porque no tenía ni idea de cómo era ni cuáles eran sus intenciones. Creyó también – creer nunca está de más- que aquella isla en forma de manzana reineta era el famoso – no infame, que a menudo estos dos términos suelen confundirse y no son hermanos ni primos- Jardín de las Hespérides griego, el Edén Bíblico, el Avalón celta, el Valhala germano, el Dorado americano o la Casa de Tócame Roque- que había leído de chico en el catecismo, y descubrió que era todas esas cosas y a la vez ninguna, porque no tenía nombre ni perro que le ladrase, y apenas tenía unas quinientas yugadas de pulga, pegadas unas a las otras. «Sí, aquello mucho de paraíso no tenía», reconoció el cometa con nostalgia ardiente, «pero yo terminé queriéndole, porque siempre lo tenía debajo, y nunca protestaba de que yo estuviera encima, como buena cabalgadura. Sabía que me comprendía». Y de hecho tenía toda la razón. Lo comprendía porque él había vivido dentro de él. Así, siguió explicándose el cometa, habitó cincuenta y cinco años en una tierra que solo tenía arena y palmeras. «Con tantas palmas pudiera haber sido un mártir» confesó sin bendición el pícaro cometa, » solo que aquellas eran datileras, y no daban más que higos, amén de unos olmos que daban peras todo el año, de lo que me alimenté durante todo el tiempo que allí estuve, y aún me alimentara hoy de tales viandas si en lugar de estar aquí estuviera allí, se lo digo con el corazón en la mano». «Guárdeselo» le había dicho yo, » y procure que no se le ablande la piedra». Siguió contando que la isla Reineta – como las bautizó por su apariencia comestible- estaba llena de pájaros como su cabeza, que reptaban por el suelo y silbaban como serpientes y árbitros de fútbol, aunque no tenían veneno, a diferencia de estos últimos. También vivían en ella animales nunca conocidos, como unicornios y escolopendras, quimeras y concursos de acreedores. Pero con estos no podía hablar porque desconocían su lengua – o mejor dicho, » no la tenían», había testimoniado el cometa convencido, «no tenían lengua y desgraciadamente no podían comunicarse más que por correo, y tardaban al menos un mes en contestarle una pregunta sencilla, si no estaban excesivamente ocupados». «Esos animales podrían pasar por hombres, pero nunca por mujeres», aseveré, «porque es inverosímil pensar en una mujer sin lengua, ni siquiera es un farol de la mitología». Además de tales animales, con perdón, conoció el cometa a una tribu de funcionarios de la isla que se dedicaban desde tiempos inmemoriales al noble oficio de la antropofagia, que por tradición había ido pasando oralmente de padres a hijos. Eran funcionarios, dijo, porque trabajaban solo por las mañanas, y el resto del día lo pasaban jugando a los dados, ociosos y despreocupados. Tenían la piel de color azul celeste, y la mirada sin pintar. Los hombres llevaban largos cabellos y las mujeres largas faldas, y los caciques del pueblo largas por respuesta. Eran apenas unos miles de millones, cuatro gatos, concentrados en una aldea con rascacielos bajos. No bebían más que vino. Aborrecían el agua. Lo mejor que tenían eran los guisantes, grandes como calabazas, que se empleaban, al igual que estas, como atributos del desdén. Eran tan hermosos físicamente, tan agraciados y tan simpáticos, que avergonzaban a cualquiera. «Lo primero que se me ocurrió antes que lo segundo fue enviarles una embajada para conocerlos personalmente, así que, después de nombrarme embajador con plenos poderes – tuve que superar la oposición antes y vencer en examen público a todos mis contrincantes- pedí prestado un caduceo a una higuera y una corona de olivo a un abedul y acudí a ver a aquellos salvajes tan educados» comentó el cometa de mundo, y siguió hablando sin ayuda con un lenguaje idéntico al mío –por lo que deduje clínicamente que sabía hablar mi lenguaje-, » Los encontré reunidos en asamblea, los hombres a un lado y las mujeres con los hombres, comentando cuestiones de gobierno y censo de las poblaciones, reuniéndose todos a la vez a causa de una peregrina costumbre digna de mención, que mencionaré tanto si me lo permiten como si no, y que era esta: tenían la costumbre de contar con los dedos las cabezas existentes de individuos sin tener en cuenta los cuerpos, por lo que muchos de ellos no figuraban en el censo, y lo hacían de una forma peculiar, contando no por ábacos ni por calculadoras sino por los dedos, y como no había suficientes dedos en un individuo para contar a todos los miembros de la tribu, se reunían en asamblea para tener dedos suficientes para todos los individuos. Causaba admiración su forma de vida, tan diferente a otras distintas, su organización electoral tan compleja, donde no existían poderes públicos de ninguna clase, porque todos los poderes eran privados y de todas las clases. No existían tribunales, jueces, magistrados, fiscales, abogados, escribanos y otros males de nuestra sociedad, sino que un único individuo detentaba todo el poder político, cargando él solo, valientemente, con toda la responsabilidad y todo el beneficio, tratando a los demás como esclavos suyos, sin distinción de linaje, porque ninguno lo tenía y todos se llamaban unos a otros de la misma manera. A consecuencia de esta uniformidad nominal había bastantes malentendidos, porque cuando se les llamaba, acudían todos en masa como un sujeto homogéneo, y era imposible mantener una conversación sin que hablasen todos a la vez. Quise conocer en persona a tan humanitario monarca como tenía la tribu, a un individuo tan preocupado por el bien común que lo había tomado como propio, para que no se le escapase de entre las manos. Sin embargo – no soy yo una entidad de crédito- no pude cumplir mi deseo infinito de ver a aquel dulce tirano en persona, y no porque no me lo enseñasen con el dedo, sino porque no era una persona, era un mono macaco que se rascaba como los ángeles. Lo habían nombrado los dueños de la isla Emperador de la Inteligencia y Padre de la Patria, instituyéndolo primus inter pares y primate del pueblo.
Lo que ocurre – traté de convencer a los delicados antropófagos- es que su monarca es un mono, no un hombre, y por lo tanto, no pueden obedecer sus órdenes, porque no puede darlas por medio de la palabra.
Eso no es asunto nuestro – me dijo el pueblo con voz potente y nauseabunda, porque no tenían costumbre de lavarla después de usarla, ni de vender sus decibelios a una ideología política- Él no nos ha dicho nada.
Tras un mes de convivencia con aquellos hombres de la isla Reineta, comprendí que tenían toda la razón en ofrecer la Inteligencia al mono, al no saber a ciencia cierta qué hacer con ella. Estando en convivencia con la muy ilustre nación de Súbditos del Mono – sentían el don de la libertad con este apelativo- comencé a sentirme enfermo del estómago. Los médicos de la isla no sabían a qué achacar la súbita enfermedad, porque yo estaba vacunado contra casi todo y, aparte de un incidente en el cual, en una competición deportiva con navajas afiladas, me habían cortado por la mitad para provocar una inocente diversión, no se me conocían antecedentes patológicos. Empezaba a preocuparme porque pensaba ocuparme más adelante del asunto, sobre todo cuando me dijeron que cada año moría en la isla una persona de muerte natural. Me ofrecieron al chamán de la isla disfrazándome con un pellejo de piel de cabra, y poniéndome en la mano un tirso y en la cabeza una corona de plumas de guacamayo, me exhibieron por las aldeas de la población para invocar a los espíritus de los antepasados mi curación, y también para hacer reír a los curiosos, que eran la mayoría. Los espíritus enviaron un telegrama al chamán a cobro revertido, por lo que este permaneció más de una hora invocando a la madre de tales espíritus con palabras directas y significantes que no precisaban traducción, y después leyó delante de mí el documento que era a la vez el dictamen que contenía el quid de mi extraña patología. El documento lo remito a continuación y lo incorporo de puño y letra de los espíritus que lo escribieron, que debían ser demasiados según los descomunales errores ortográficos y gramaticales que tenía, que no podrían ser urdidos por una sola cabeza. Por pudor los he suprimido, por lo cual también he suprimido el documento, que no podría separarse de los inherentes y garrafales errores que lo caracterizan. Pero como no quiero dejarle a usted y a los testigos de esta historieta con una desazón metafísica a causa del supuesto documento suprimido, que es una loable catástrofe, la he reconstruido siguiendo los cánones griegos, que son similares a los persas y a los merovingios, y he aquí el resultado resultante:
Al chamán don Absoluto Papanato, pontífice de la isla Reineta y accionista de la Sociedad de Valores Vanidosos, e íntimo amigo de los suyos:
TELEGRAMA
Por la presente le informamos de que hemos estimado su solicitud de administrar la curación al primer turista de nuestro territorio. Se trata de un acto de soberanía porque así resulta ser y así lo hemos establecido nosotros a través de la consulta a todos aquellos que carecen del derecho de la existencia, y ellos lo han ratificado presencialmente. Nuestra asamblea reunida por separado ha llegado a esta conclusión después de haber llegado a otras anteriormente, y no de mayor, igual o menor importancia que las anteriores y posteriores, registradas en nuestro archivo actualmente extraviado. Los extranjeros que visitan nuestro país tienen la posibilidad de encontrarse enfermos o moribundos, y de curarse si así lo deciden. La Asamblea de los Muertos no se opone a la Ley de la Naturaleza ni tampoco la deroga por otra necesariamente idéntica aunque reformada en los circunloquios de su redacción. Lo único que demanda es cautela en lo que se refiere al procedimiento, cautela para evitar posibles conflictos entre los muertos y los vivos que podrían desembocar en una guerra civil produciéndose numerosas bajas en ambos bandos. Otra recomendación es que haga exactamente lo que usted le venga en gana cuando quiera y como quiera, siempre que su actuación no colisione con los intereses ajenos, para lo cual se recomienda prudencia, eliminando al titular de todo interés opuesto antes de que el conflicto pueda terminar violentamente. Por lo demás, cuídese con lo que tenga a mano y preocupe molestar lo menos posible a quienes trabajamos por la comunidad no haciendo nada por ella, permitiendo que sus iniciativas no colisionen con las nuestras, que son ningunas. El amor que nos une a nuestro pueblo, el interés por que progrese y se desarrolle, es completamente nulo, y esto nos permite escribir un comunicado tan tedioso, tan prolijo y tan cursi. De modo que, acongojado chamán, arréglese como pueda y como quiera, que nosotros haremos lo mismo por nuestra parte, manteniendo una relación constante de incomunicación entre los vivos y los muertos – aunque esta distinción en poco tiempo no resulta necesaria- mientras dure nuestro mandato, que será por siempre hasta nueva orden, que será por nunca.
Suyos hasta la muerte y después de ella,
LA ASAMBLEA DE SUS POSTRIMERÍAS
¡Qué contento me sentí después de que el chamán me leyera la carta! ¡Qué saltos de canguro daba, qué sonrisa de oreja a oreja se dibujó en mi halo! ¡Podía curarme cuando quisiese, según el comunicado, del modo y forma que prefiriese! ¡Qué sensibilidad tenían aquellos muertos, qué ardientes eran sus entrañas! Estaba como unas castañuelas, sabiendo que los muertos no se oponían a mi curación y que la aprobaban con fórmulas animosas. Con este remedio farmacológico me retiré a mi domicilio, me acosté en la cama y me puse a leer la Biblia, como los misioneros. Fue entonces –con estas piadosas costumbres- cuando descubrí de qué pie cojeaba mi enfermedad porque supe que estaba enfermo, cosa que antes desconocía, porque no me había parado a pensar en ello. También deduje que podría haber ayudado al desenlace de la sintomatología el hecho peregrino y cosmopolita de no haber comido a manteles ni de haber probado bocado en todo el tiempo que estuve en la isla, y para persuadirme de la veracidad de esta hipótesis, les pregunté a los habitantes de la tribu genuina de hombres y mujeres de pro o tal vez de contra si seguían la costumbre general de llenar el estómago, o si por el contrario lo dejaban vacío como una caja fuerte desvalijada. Me dijeron que no sabían lo que era comer. Cuando se lo expliqué se echaron a reír y tuve que recogerlos para que no se derramasen en el mar de la ironía, cuyas orillas están sumergidas, y también les dije que, por respeto a mí, que era extranjero, deberían mantener la compostura procurando al menos reírse solamente a mis espaldas.
Es que – se explicaron- comer es el ejercicio más estúpido del mundo, según nos lo describe, y solo puede compararse a arar en el mar o a esconder una vela encendida en un pozo y luego cerrarlo.
Díganme la causa- quise querer saber.
Pues la causa no precisa de excesivas consecuencias para hacerse notar- me explicaron los insulanos- porque si usted hace lo mismo que deshace, expulsando por un orificio lo que por otro introduce, actuará como Sísifo – no me dijeron exactamente Sísifo, aunque sin duda quisieron decírmelo- y echará a perder el trabajo realizado.
Es la ley de la naturaleza –argumenté- Nadie puede quebrantar la ley, exceptuando a la propia ley inquebrantable.
Pues esa ley no ha pasado por el parlamento de esta isla –me aseguraron- así que para nosotros no tiene aplicación.
¿Cómo no?- repliqué- ¿Acaso están ustedes fuera de la naturaleza?
No es eso- argumentaron con modestia los isleños- Es que la naturaleza está dentro de nosotros.
Son ustedes muy soberbios- volví a la carga por la rabia que sentí cuando me dieron una respuesta tan certera.
La soberbia está dentro de usted, no dentro de nosotros- me confesaron.
Desde entonces comprendí que hay que visitar muchas islas para comprenderse nítidamente a uno mismo. Y también comprendí lo que significa el verbo comprender, padre de todos los verbos, que consiste en asumir internamente a través de lo invisible – la ciudad sobrehumana y divina- la ironía perfecta y consumada de lo visible. Es decir, se necesitaba un sacrificio, y todos los espejos me acusaban. Aquellos isleños me trataban a cuerpo de rey, y aquello tendría que resultar sospechoso teniendo en cuenta que con tanta popularidad solo un mono era capaz de hacerme sombra. En la isla Reineta no hay oro ni plata, ni siquiera petróleo, sino solamente caucho y ambrosía. Lo demás es selva y arena, amén de algunas montañas y termiteros con vistas al mar amarillento, que algún profeta del Antiguo Testamento no dudaría en llamar con voz de quincallero mar de luz. Las más de las veces se disfrazaba de azul pero interiormente estoy seguro de que tenía este color, y la prueba de ello es que no hay nadie excepto yo mismo que pueda decir lo contrario.
Un día llovió bastante, aunque la lluvia caía sin mojarnos, pidiendo permiso y apartándose cuando se acercaba a nuestras ropas de gala. Determinamos todo el pueblo y yo excepto el mono, que a la sazón estaba entretenido con el periódico del día, como hacen los de su especie, de hacer una expedición al volcán del Ardiente Beso, que estaba domiciliado en el centro sur de la isla, para ir a recoger ambrosía y caucho, que como ya indicado, es lo que más abunda en esa región difícil de imaginar. Tomamos el Tren de los Troles – aunque los más de ellos eran Trolas, de sexo femenino-, unos seres mitológicos que calzan zapatos deportivos con una cámara de orgón y pueden desplazarse a muchísima velocidad, haciendo ondear sus cabellos largos y sucios, que se ponen de punta con el rozamiento del aire, dándole ese aspecto tan característico que hace que parezcan informales y feos, aunque yo los he visto quietos y doy fe de que son hermosos como cualquier entrañable alimaña. Gracias a su alta velocidad alcanzamos la cumbre del volcán antes de ver siquiera la base, y pusimos los pies en lo alto con mucho cuidado de no precipitarnos al lugar que habíamos sorteado. Vimos una enorme boca gigantesca que no nos dijo nada, pero que nos dejó estupefactos al mostrarnos una lengua de lava en su interior, una lengua muy larga, mucho más larga que la de un murmurador, y un poco más corta que la de una murmuradora, a la cual si le daba por echarse a conversar sería allí Troya para nosotros. Entonces sentimos miedo y comenzamos a arrimarnos unos a otros como para no coger frío, aunque de hecho, las nubes livianas se derretían en agua con el calor. Entonces, con unos prismáticos de noble plástico contemplamos la caverna incandescente del volcán y pudimos admirar la Morada de los Grifos, que construyen sus nidos con caucho y ambrosía – y un poco de betún de zapatos- y no cesan de escupir lava por sus picos de plomo, como grifos que son. Un grifo – para los naturalistas curiosos sea dicho- es un bichejo del tamaño de una cabra, cuadrúpedo y cubierto de plumas – actualmente, a causa de una modificación genética patentada por unos comerciantes europeos, tienen el cuerpo cubierto de billetes de dólar- y se dedican a construir nidos para sus polluelos, así como a acumular grandes sumas de dinero para concederse préstamos entre sí. En aquel momento estaban distraídos cotizando en Bolsa, que es un enorme pellejo de cuero de cabra lleno de excrementos de nácar que relumbran como una luna artificial – como esa luna de los astronautas-. Decidimos que yo bajaría a la lengua del volcán – la incandescencia de mi piel entre la incandescencia de la lava pasa desapercibida si no se mira demasiado- y que pondría una pica en las entrañas del desafiante beso de la tierra que estaba a punto de seducirme. Dicho y hecho. Veni, vidi, vici. Quiero decir, que me eché como un Empédocles al vacío de aquella sima de metal fundido que gemía como una parturienta para rescatar – ¡codicia humana, a dónde te precipitas!- oro podrido de bilis y ambición para llenar unos estómagos sin fondo. La codicia seduce incluso al más puro de los hombres, como sedujo a aquellos buenos moradores de la tenebrosa isla que flota en mitad del mar universal, sostenidos en la Divina Providencia. Vi a los grifos. Ellos me vieron a mí. Nos enfrentamos en una lucha sin cuartel, yo contra diez mil de ellos que gritaban y clamaban como un millón de demagogos. Los cogí a todos por la cola y los zarandeé en el aire hasta volverlos fuego puro que me hizo elevarme en la caverna volcánica como si estuviese en el ascensor de un misil. Me elevé por encima del dinero, por encima de los hombres de la isla, por encima de las ambiciones humanas, y pertenecí para siempre al territorio del cielo. Mi cabeza se metamorfoseó en una partícula de piedra durísima e indestructible, y cabalgué a lomos del palafrén del tiempo hecho sangre de fuego, esa misma sangre que somos, esa misma sangre de la verdad que se llama Espíritu, y que en una ocasión y para siempre se vertió sobre nosotros otorgándonos el don de la palabra. Ahora soy un héroe ejemplar que viaja por el cielo, más allá de los abismos volcánicos del pecado y la maldad humanos, hecho antorcha de santidad y libre y completamente feliz por consiguiente, como una forma que se hace materia en la mente de cada uno que la encuentra, comida y bebida de comprensión, de esa comprensión inaugurada por el que vino antes y está por venir ahora, por ese mar de luz en el que la isla se sostiene, y que no es otro que el vino de la alegría sobre el pan de lo imperecedero, fuente oscura nunca del todo conocida y perpetuamente sólida y manifiesta en el canto de toda forma».
Así concluyó el cometa el Cuento de la Historia, que siempre es la misma aunque narrada por generaciones diferentes. Aún así, no comprendí la causa por la que el cometa había quedado enzarzado entre las ramas de un árbol. «Fue un simulacro», me confesó, «como toda tu vida anterior. Ahora empieza tu verdadera vida, más allá de la isla de la tristeza, sobre las aguas del mar de la música». «Estoy enamorado», le dije, pero ya se había vaporizado en el espacio de rostro sin límites y de facciones emocionales.
Me quedé solo.
¿Dónde estaba la tonelada de rosas que le rendiría a mi amada en sacrificio?. No las veía por ninguna parte. Era de noche y el ballet de las estrellas relumbraba como un lejano espectáculo. ¿Qué tenía que hacer ahora cuando mi papel de ante-yo había terminado? Ni siquiera tenía nombre. «Necesito un nombre», pensé, «aunque sea conocido y vulgar». La calle estaba vacía y la plaza en la que me encontré con ella tenía la forma de una lágrima. Oí un ladrido. Era el Perro Pobre de mi última hora, cubierto de llagas, un tanto cansado de esperarme, famélico pero nunca rendido. Recordé el duelo con el enano de mi egoísmo, el disparo que había rebotado sobre el corazón, y luego el cometa que me había hecho comprender y despertar. «Solo falta ella», pensé. Intenté encontrar su mirada dibujada en alguna parte. Nada. Vacío sin intención de cambio. Y el Carnaval de los Elementos había desaparecido.
Ven – escuché una voz familiar.
No era el perro de mi Última Hora. No era el dragón del viento. Era su voz. Solo su voz de pie delante de mí, pero aún no la veía.
Mírame –escuché.
Miré de nuevo. El Perro Pobre estaba sentado a sus pies y ella me sonreía, me hablaba con un acento más antiguo que el tiempo, y con la suavidad de una caricia. El surtidor de la fuente había puesto fin a la noche cuando desperté en los brazos de mi madre con el nombre nuevo que me introducía en la vida: Amor.
De «Tríptico de la verdad»