TESTAMENTO DE UN CÍCLOPE DANDY. PRIMERA PARTE (NOVELA)

TESTAMENTO DE UN CÍCLOPE DANDY

1. DONDE SE PRESENTA AL LECTOR EL EXIMIO PERSONAJE, CON CURIOSIDADES ACERCA DE SU IDENTIDAD

– A la realidad nadie la ha visto.
Esto me respondió un abad suizo cuando le pregunté por vez primera si creía en el arte. Yo estaba saboreando un traslúcido vaso de ginebra ardiente. No puede sacarlo de su intransigente y perezosa frase, de modo que me vi obligado a cambiar de conversación. Como soy un devoto admirador de Cide Hamete Benengeli, el mayor historiador que produjo la colmena dorada del género humano, y como, además, no sé nada absolutamente, que es el secreto y la fórmula definitiva para empezar a hablar de algo, pues me propuse contar la historia más maravillosa de la que la imaginación puede tener noticia en los pasados, presentes y futuros siglos. Es tamn intensa, amena, culta, didáctica, y entretenida que o tiene parangón en todas las que contarse puedan, y además es tan verdadera como la mano que la está escribiendo. El terco abad del que hablaba hace un momento no cesa de hacerme todas las señas posibles para que no la cuente, pero había de hacerlo, pesiatal, aunque en ello me fuera la vida. Todavía recuerdo como si fuera hoy cuando vi por primera vez al personaje en persona. Era ancho de cuerpo, cetrino, amojamado de semblante, velludo, velludísimo, con una mirada única, pues miraba con un único ojo profundo y perfecto como el sol. Los labios eran gruesos como bisagras, y tenía una nariz, si no descomunal, algo o bastante fuera de lo común. Y lo más antipático o chocante de su extraña figura era que andaba desnudo, como su madre lo había parido, aunque no creo que hubiera mujer en el mundo que pudiese dara luz a un ciudadano tan peludo. Veinticuatro bebedores incondicionales vieron entrar su cuerpo en el café Europa, que está en la ciudad de Zürich, frente al lago de plata del mismo nombre. Los veinticuatro, incluido el fornido tabernero, hubieron de abrir la boca desmesuradamente tanto como se lo permitían las mandíbulas al verle entrar, y todavía las mantuvieron un cuarto de minuto en idéntica y ridícula posición, cuando vieron a un niño de una edad aproximada de doce años, vestido con jersey a cuadros y pantalón de pana que, curiosa e imprevisiblemente, lo acompañaba. El niño, rubio como paja incandescente y cuyos ojos azules relumbraban, marinos y distantes, en el óvalo ebúrneo de su delicado rostro, se acercó a una mesa del genuino local y se sentó en una silla antes de que los sorprendidos ayudas de cámara de esta increíble historia tuviesen tiempo de cerrar la boca. Su monstruoso acompañante acomodó sus seis codos de estatura, uno a uno iguales a los del gigante Goliat, en una silla pareja a la del niño.
– Disculpe- dijo con voz campanuda- Haga el favor, camarero, de servirnos a mí y a este niño un vaso de leche bien caliente.
Serían pocos los incondicionales clientes que no abandonaron súbitamente el local dejando unas monedas dispersas, como limosna de querubines, en las mesas y en la barra. Quedaron de los veinticuatro primeros, como los del Apocalipsis, solamente tres masculinos curiosos: un borracho escuálido con un diente y medio de oro, un jugador de naipes que bien pudo haber nacido en la misma taberna, y yo, que había de ser el historiador de este repentino milagro. El camarero o tabernero, que no había visto en todos sus años de vida nada semejante, no sabía si esconderse, si gritar pidiendo auxilio o si reír, y optó por esto último. Tomó con temblorosa mano lo que le pidieron y, con una sonrisa musulmana, por ser de media luna, puso el vaso lleno sobre la mesa donde estaba sentado el ogro sin despegar los labios.
– Muchas gracias, señor – dijo el monstruo cortésmente, y se bebió de un trago medio vaso, dejando el otro medio al niño, que lo terminó con otro trago.
Entonces yo, que soy por naturaleza admirador de lo raro y extravagante, me aproximé unos pasos a la mesa que estaba justo a unos dos metros de la barra y me senté, venciendo un atávico temor que me heló los músculos, junto a los dos inconciliables individuos.
– Disculpe, señor…
– Polifemo- completó el horrible homínido- Es mi nombre de pila, aunque me suelen llamar Megalonio, por el descomunal tamaño de mi cuerpo.
– Encantado, señor Megalonio – dije tendiendo mi mano derecha, que el monstruo estrechó con un solo dedo- Sería capaz de apostar mi cabeza, aunque poco apostaría, a que usted tiene o ha vivido la mejor historia que sobre papel de libro se ha escrito.
– No hay duda de que tiene toda la razón del mundo en afirmar lo que afirma, señor…
– Literano, licenciado en letras – declaré con orgullo- Creo que he nacido para hablar de usted.
– Me abruma, señor Literano- continuó diciendo el terrible capricho de a antropología- con sus dulces alabanzas, pero más prefiero ser comedido y humilde que soberbio y jactancioso, porque Dios suele premiar a los primeros y desprestigiar a los últimos. No soy más que uno de tantos que caminan por el mundo.
-¿Uno de tantos?- exclamé con asombro- ¿Pero usted, señor Megalonio, se ha visto alguna vez en un espejo?
El prodigio humano se rió con la carcajada más estridente y horrorosa que nunca he escuchado ni escucharé.
– Eso es materialmente imposible, señor Literano –confesó- porqueyo soy ciego de nacimiento, y no puedo ver de este infinito universo otra cosa que lo que imagino de lo que me cuentan.
– ¡Usted…ciego!- volví a exclamar, esta vez con las manos juntas como en actitud de sorprendida oración.
– Sí- continuó sonriente el atípico Megalonio- Solo tengo este ojo que no ve- dijo señalándose la frente- y para eso, de nada me sirve. Por suerte para mí, tengo a este niño que me acompaña. Lo he adoptado como hijo, y gracias a él puedo verlo todo, pues con tal precisión me cuenta las cosas como si pudiese palpar lo que observa, y como es niño, no hay engaño ni fraude en sus palabras, que el hombre es naturalmente bueno de nacimiento, aunque los intereses perniciosos lo vuelven ruin y malvado muchas veces, de modo que no hay bestia de todas las creadas en el reino animal que alcance el grado de peligrosidad del hombre, cuando los intereses,como guerreros que cercan una ciudad, consiguen incendiar con odio la torre de su inteligencia.
– De modo que- musité estupefacto- este niño que le acompaña está bajo su potestad.
– Así es- me confirmó don Megalonio- Hace dos años que me acompaña en mis continuos viajes por el mundo. Lo conocí en un pequeño poblado de Sicilia, cerca de Palermo, isla de la que soy natural. Sus padres habían muerto en el campo aquejados de malaria, antes de enterarse de que habían contraido la enfermedad. Yo lo recogí cuando él tenía cinco años de edad, y lo alimenté y le di educación. Ahora me guía como un lazarillo por donde voy, ¿no es así, Marcelo? – preguntó dirigiéndose al niño, que jugaba metiendo el puño en la boca- Dilñe a este señor cuántos años tienes.
El niño puso en mí sus intensos ojos azules y, con los dedos de las manos extendidos, me hizo entender que tenía siete años.
– ¿No sabe hablar nuestra lengua?- pregunté.
– Oh, sí la sabe- me dijo el monstruo- pero no le gusta hablar co desconocidos.
Mucho me reí para mis adentros de aquella respuesta, tan sencilla y natural que no creía que fuese verdadera. Pero mientras hablábamos, ya el tabernero y los dos descritos clientes se habían acercado a nosotros con la mirada fija y el mentón caído, intentando adivinar en qué paraba nuestra conversación. El monstruo, reparando en aquel detalle, no sé cómo, pues no veía, les invitó a que se sentaran junto a nosotros y a que escuchasen una historia que ninguno de sus antepasados había oído ni leído jamás. Ellos, temblando todavía, echaron mano a unas sillas y se sentaron, quizá por temor, un poco más lejos de donde estábamos. Entonces yo, sin poder contenerme, le pregunté al extraño huésped velludo:
– ¿Ha dicho usted que era de Sicilia?
– Exactamente- me respondió colocando su enorme mano en la mejilla- En Sicilia he nacido, de aquella raza de hombres que llaman los poetas cíclopes, caracterizados por ser tan diferentes de los hijos de Eva como puede usted ver y comprobar, cuyos miembros vivos y muertos no están inscritos en ningún registro civil, ni la ciencia sabe nada de ellos, porque todos vivimos en grutas cavadas en el interior del volcán Etna, ocultos a la investigación más exhaustiva del microscopio social.
– Por favor- dije con curiosidad infinita- cuéntenos su extraña vida.
– Con mucho gusto- asintió el cíclope
2. EL CÍCLOPE CUENTA COSAS INAUDITAS, QUE PONEN LOS PELOS DE PUNTA
– Pues es el caso- prosiguió el misterioso Megalonio, protagonista de esta increíble historia- que yo nací en el este de Sicilia, en las famosas y ardientes entrañas del volcán donde fue sepultado Tifeo, según describe el lúcido poeta Luis de Góngora, con estos o parecidos versos: “Donde espumoso el mar siciliano/pie argenta de plata al Lilibeo/bóveda o de las fraguas de Vulcano/ o tumba de los huesos de Tifeo…”, y es muy puntual al decir que allí residen las fraguas de Vulcano, porque en algunos periodos señalados el magma del manto terrestre aflora a la superficie en forma de lava que arrasa los campos como una bíblica maldición. Yo nací en unas cavernas al pie del conocido monte de una familia de cíclopes que vivían, como Caco, de robar ganado a los pastores de la región, que tienen fama de despreocupados porque dejan el ganado sin vigilancia, disperso por la isla. Aunque mis padres vivían de la rapiña, no por eso han de ser considerados como vulgares ladrones, que para los cíclopes no rigen las mismas leyes que para el resto del género humano, aunque no estén recogidas en ningún código escrito aprobado por los poderes públicos. Pues si me quisiera extender en esto, hay otros pueblos errantes como los judíos dispersos antes de 1948 o los gitanos, que tienen sus propias costumbres elevadas a leyes. Pero dejemos esta cuestión sociológica y centrémonos en el objeto de mi relato. De los seis hermanos que éramos, yo nací el más pequeño, y mis padres me destinaron, principalmente, al trabajo doméstico. Era yo, junto con mi hermana Dinela, los que nos ocupábamos de desollar bueyes, ovejas, vacas y cuanto caía en nuestras manos. Allí descuartizábamos los miembros, como hábiles carniceros, separábamos los órganos comestibles de los no comestibles, salábamos la carne que queríamos conservar como provisión para cubrir riesgos, que en eso imitamos a la mejor compañía de seguros. En fin, nos ocupábamos de la transformación de materias primas en productos elaborados. Resultó que yo padecía una enfermedad desde mi infancia que me impedía la caza al aire libre, que era la ceguera, y por esa causa mis padres me protegían especialmente entre mis hermanos, que todos eran sanos, fuertes y robustos, como cabe esperar de un cíclope. De este modo, gozaba de una posición privilegiada en mi familia, que se organizaba, todo hay que decirlo, siguiendo el modelo del derecho romano, perdido hoy en día en los países liberales, en el que el padre es el cabeza de familia y la madre es la encargada de criar a los hijos. Lo que más me gustaba desde mi más tierna infancia era escuchar los relatos que me contaban mis padres y los ancianos del pueblo, alrededor de una hoguera en la que asábamos churrasco y sardinas, y me apasionaban las historias fantásticas, que parece mentira que puedan ser contadas perteneciendo como pertenecen a otro mundo. Yo me sabía de memoria todas las escenas de la Ilíada y de la Odisea, de la Eneida, de los Nibelungos alemanes, de los Eddas escandinavos, de los romances españoles y franceses, del Ramayana y del Mahabharata indios, y me preguntaba cuándo sería mayor de edad para recorrer los mares como Ulises, blandir la espada como Sigfrido, desposarme con una bella mujer como Rama, descubrir una tierra nueva como Eneas, conquistar Roncesvalles como Roldán, o pelear como el Cid Campeador. Me quedaba hasta altas horas de la mañana escuchando aquellas historias que me regalaban el oído y me ocupaban la mente, y me olvidaba hasta de comer cuando escuchaba a alguien contar una anécdota nueva de algún personaje, como cuando un viejo cíclope de barba blanca me contó alguna noticia de última hora sobre el paradero de Oberón, enano que guardaba el oro del Rin, una premonición sobre la dinastía artúrica o un cuento en el que Pitágoras, que había sido en su primera vida un soldado en la guerra de Troya, se había reencarnado definitivamente en judía. Ni qué decir tiene que me creía todos aquellos cuentos mitológicos literalmente, de pe a pa, y no había quien me sacara de la mente que eran tan ciertos como el que los imaginaba. Mis padres, cuando les decía que de mayor quería ser aventurero e irme por esos mundos de Dios a lograr fama y renombre inmortales se echaban las manos a la cabeza y me decían que mi destino era ser un cíclope sedentario, que viviera de lo suyo y no codiciase lo ajeno, y que se mantuviese en los límites que la costumbre, tácito e incomprensible contrato, establecía para los miembros de nuestra raza. Cuando veían que yo iba creciendo y ellos, con todos sus argumentos, no podían torcer mi vocación primera, decidieron apartarme de los contadores de cuentos y ponerme a trabajar en el campo sembrando patatas, tomates y otras hortalizas. Yo me rebelé contra la tiranía de mis padres y, sin más patrimonio que un jamón de cerdo que hurté de nuestra despensa, me fui, solo y enfurecido, a vivir a los montes que se llaman de Nebrodi, a hacer protesta huelguista por mi injusta situación, dejándole a mi hermana recado de donde me encontraba, y apercibiéndola de que, si querían capitular, vinieran a buscarme cuanto antes. Al cabo de un día y medio llegaron mis padres a una covachuela de la falda de un monte donde yo me encontraba, porque a la cima no había querido subir por miedo a los lobos. Después de reprenderme por mi temeraria actitud, me confesaron que habían estado muy preocupados por mí, que yo había sido injusto al abandonar la familia que me había dado la vida y, mi madre, como todas las madres del mundo harían en idéntica situación, me abrazó llorando haciéndome prometer que nunca más la abandonaría. En cuanto a mi vocación, se dieron por vencidos y me dijeron que así como tuviera la mayoría de edad, podía hacer lo que me viniese en gana. Hecho el tratado de paz y firmado mentalmente por todos, volví a casa y allí me abrazaron mis hermanos, preguntándome qué tal me había ido aquella primera aventura. No me faltó imaginación para contarles que allí me había visto con un dragón con muchas escamas que echaba fuego por la boca y sangre por los ojos, y algunos hasta se lo creyeron. Ninguna noche dormí más contento que aquella noche, la noche de mi triunfo. Cuando alcancé la edad pactada les anuncié a mis padres que me iba de viaje a ver mundo. Ellos bajaron la cabeza y se resignaron a aceptar. Así pues, tomé el camino de Siracusa y, atravesando el llano de Catania, que está al sur del Etna, a pie y apoyado en un cayado de encina, en tres días llegué a Siracusa y me aparecí por primera vez a esta estirpe de hombres que llaman de Cromañón, que son ustedes, que como tienen en la frente un ojo más que nosotros piensan que el mundo es suyo. En Siracusa se me presentaron algunos hombres de mala profesión que llaman de la mafia italiana, y me preguntaron, al ver mi corpulencia y al escuchar el timbre de mi voz, si quería pertenecer a su banda. Pero cuando me enteré de a qué se dedicaban decliné su invitación, porque yo soy ante todo un cíclope honrado, y no me meto así como así en camisas de once varas. De modo que me quedé a vivir en un apartamento bien soleado y con vistas al mar que me cedió un buen hombre a cambio de trabajo por horas en sus trigales, segando la dorada espiga en hectáreas y hectáreas de tierras, que yo recorría como si fuese un campo de fútbol, manejando la hoz como si estuviese hecho de viento. Es de señalar el dato de que los cíclopes de alcurnia jamás usamos moneda ni billete, que eso es cosa plebeya y vulgar, y en todo caso manejamos cheques y tarjetas de crédito. En aquel pisito en el que tenía que agacharme para caber en sus escasos ochenta metros cuadrados, me leí de cabo a rabo el Gargantúa y el Pantagruel de Rabelais, pues ya conocía yo la historia por boca de mis antepasados, que se codearon con los gigantes del siglo XVII, y aunque no podía ver materialmente las letras de los libros que leía, me las imaginaba a medida que recordaba la historia. Pero creo que esos detalles les aburren…
– ¡No! ¡No! ¡Prosiga, prosiga!- dijimos todos a una, yo el primero, pues desde el principio de la narración ninguno de nosotros había pestañeado. Pero lo que se dijo a partir de aquí merece un capítulo por lo menos.

3. EL CÍCLOPE PROSIGUE CON LA HISTORIA DE SU VIDA, CON ESCENAS ERÓTICAS DE SU VIDA PRIVADA QUE PODRÍAN PONER MORADO A CATÓN

En efecto, el título de este capítulo no miente, y si por alguna circunstancia imprevisible alguno de estos Catones, digo en plural porque se hallan en la viña del Señor más de los que uno cree, tiene la tentación de leer de cabo a rabo este capítulo, le recomiendo que cierre el libro antes de que sea tarde, antes de que se vea obligado a renegar del autor que lo escribió. Hecha esta advertencia, prosigo, que el que avisa no es traidor, con el relato del cíclope, que es el siguiente:
– Así pues, estando viviendo en un apartamento en Siracusa ( yo lamentaba el no poder ver el mar con este ojo que se tragará la tierra) además de leer, me aficioné a escuchar ese trasto que llaman el ídolo de los tontos, es decir, para oídos castos, la televisión, y así me enteré de las simplicidades que tanto gustan a los hombres; principalmente advertí el impacto que hace en los irreflexivos una mentira bien contada, sobre todo si hay escenas picantes y sensuales de por medio, donde se mezcle un lío de faldas o una herencia indivisa que haya que dividir entre bastantes. Según la teoría que sonsaqué de aquellas veladas televisivas, la edad del hombre se puede dividir en dos periodos: desde el nacimiento hasta los cuarenta importa solo el sexo y el connubio, a partir de los cuarenta solo interesan los bienes y la riqueza. ¡Y para eso- decía entre mí- tantos descubrimientos científicos se tienen hecho, tanta historia natural, para acabar deduciendo que somos iguales a las cabras, y probablemente tan locos y majaderos como ellas! Pero quédese esto entre nosotros y no salga de aquí, porque la murmuración no es buena aunque tenga algo de verdad, y la ilustre estirpe de los cíclopes nunca ha sido murmuradora. Pues estando viendo yo estos programas inmorales sobre curiosidades de vidas ajenas, se me ocurrió que, aunque solo fuese para experimentar lo que siente un homo sapiens normal y corriente, me convenía practicar aquellas pornográficas sesiones y después reírme para mis adentros de lo necios que son los hombres con más de un ojo. Entonces salí a la calle a la hora en la que el sol se acuesta y me acerqué con sigilo, para que no me viera nadie, al puerto de Siracusa, que está enfrente de un promontorio que llaman Morro de Cerdo los italianos, que por algo deduzco que así lo llamarán. Y allí vi, ¡oh señores míos!, lo que nunca viera: un conjunto apelotonado de damas sin un solo pelo en las piernas, y vestidas como cuando de niñas iban al colegio, pues las ropas que llevaban no alcanzaban a taparles el pubis.
– Pero oiga- interrumpí al cíclope de pronto, pues mi deber como historiador puntual me lo exigía- ¿No ha dicho usted que era ciego de nacimiento, y entonces, cómo pudo ver a un grupo de prostitutas?
– Ya ha adelantado acontecimientos y datos, amigo – me dijo apuntándome con el índice como una estaca- El verbo ver no solo se aplica en sentido exacto, de apreciar una imagen, sino también en sentido alegórico o figurativo, de percibir algo. Parece usted integrante del Poder Judicial, o que tuvo algún antepasado en el Concilio de Trento, pues interpreta todo lo que se le dice de forma literal.
– Lo siento, señor Megalonio – me disculpé- pero yo solo pretendía velar por la verosimilitud de esta historia, no vaya a ser que algún crítico que la lea con lupa nos sorprenda en un error de coherencia tan garrafal como este, y se ría en nuestras barbas cuando se publique la monografía que pienso escribir de usted.
– Por eso no se preocupe- me tranquilizó el elegante cíclope- Yo cuando hablo lo hago lisa y llanamente, sin rodeos, de modo que se me entienda al dedillo y no se me malinterprete, por mucha malicia que haya de parte de quien lee o escucha. Así que con su venia, voy a proseguir, que a mí tanto me gustan las digresiones como el agua a un gato. Decía que vi, y lo sigo diciendo aunque no me crean, a una media docena de mujeres vestidas de aquel modo generosísimo que hace unos segundos describí, y lejos de parecerme atractivas, me parecieron más bien pobres en imaginación, porque cierto es que hay suficientes y curiosas modas para pasearse casi en cueros en una fresca noche del mes de octubre. Pero en fin, como me había propuesto lo que me había propuesto, después de peinar mis cabellos con raya en medio y echarme varios litros de colonia en el cráneo, que no hiciera falta tanta pulcritud en la cosmética para seducir a unas bravas concubinas de cualquiera al que le sonara el bolsillo, me hice el remolón y el despistado al aproximarme adonde se encontraban hasta que una de ellas, con los labios tan encarnados como si tuvieran una inflamación, me dijo estas o parecidas palabras:
– Hola guapo. ¿Te apetece que te acompañe?
¿Así que mi primera entrevista con un ejemplar femenino de homo sapiens había sido tan sumamente satisfactoria? La verdad es que yo siempre he creído que no soy feo, porque mi madre a menudo afirmaba concienzudamente que yo era más hermoso que todos los niños de las madres ajenas. Aún así, me sorprendió la falta de sorpresa de la moza por mi descomunal cuerpo, mi vello intenso y mi único ojo en la frente. Además, por si esto fuera poco, la chica, venciendo su gran timidez, me asió por uno de los extremos de la cintura, sin intentar rodearla, que esto fuera imposible, y después de besarme en el tórax, para lo cual no bastándole los tacones que levaba tuvo que ponerse de puntillas, ¡Oh, me avergüenzo tanto al decirlo que casi palidezco!, buscó en las partes de mi cuerpo que a partes llegan ese instrumento tan preciado con el que se resuelven todos los problemas de la vida, que siendo como soy descomunal, pueden imaginarse lo fuera de lo común que sería. Y no conforme con esto, después de aplicar calor con su inmaculada mano en un extremo de su incrementada longitud – no explico más porque no creo hablar para legos en esto- me dijo, eso sí, confidencialmente:
– Hijo mío, qué bien dotado estás.
Nunca me habían dicho nada tan bonito. Entonces comprendí que aquella extraña mujer que tanto ahorraba en su atuendo era exactamente lo que necesitaba para vivir una experiencia inolvidable. Con las gruesas yemas de mis dedos le acaricié el rostro de porcelana y le dije con voz tan dulce como pudo arrojar mi enamorado pecho:
– Estoy esperando cada décima de segundo como si fuese un siglo a que te decidas y me des la oportunidad de nacer en tu vientre de nuevo, como nací primero en el vientre de mi madre.
Ella sonrió mostrando una hilera de dientes perfectos que solo podrían empeorar con el tiempo.
– Ya estoy decidida- me susurró.
Aquello fue para mí como si se abriesen de repente las puertas del cielo y empezase a caer maná como algodón de azúcar sobre mis hombros. En menos que canta un gallo, ya veía a mi prometida de una noche en posición horizontal sobre el delicado colchón de la cama en la que dormía en mi apartamento, como un Adonis con su cariñosa Venus. Despejé todas las incógnitas y solo vi un punto en el espacio, una especie de agujero negro universal, florido y ardiente como un volcán, del que emanaban los aromas de todos los posibles paraísos. Pero, ¡ay!, que este sueño tuvo que romperse como el cristal de un vaso cuando me apercibí de que nuestra fisiología no estaba hecha la una para la otra. Más se lamentó ella que yo mismo al apercibirse del prodigio al que se veía obligada a renunciar, pues hay muchas mujeres en el pueblo de los cromañones que identifican longitud con placer. De este modo, no pude jactarme en mi primera aventura amorosa de labrar la finca que había adquirido, por ende, aparte de no ganar gloria en este combate, tuve que despedir a mi amada con un triste beso de buenas noches. Pero no me desanimé, porque me quedaba un mundo que rueda por recorrer, y de momento ni tan siquiera había salido de la isla que me viera nacer, allá en las entrañas de un volcán.
A la mañana siguiente, sin decir nada a nadie, partí para Agrigento, patria del filósofo Empédocles, atravesando los montes Ibleos, en los que además de cazar un corzo y comérmelo crudo, descubrí en la ladera de una de aquellas empinadas montañas un tesoro de joyas romanas que habían dejado enterradas unos expedicionarios cartagineses en las guerras púnicas, y cuya enumeración la dejo para después de beber un trago de mosto que voy a pedir inmediatamente al camarero, o que ya he pedido si mal no recuerdo.
– Con mucho gusto- dijo el fornido senescal- Le traeré no un vaso, sino un barril de mosto si me promete que seguirá contándonos su interesante vida.
-Sí prometo- dijo el gran cíclope- porque puedo hacerlo, no como otros que prometen lo que no pueden.

4. DE CÓMO POLIFEMO O MEGALONIO, QUE EN ESTO HAY OPINIONES DIVERSAS SOBRE SU NOMBRE ORIGINAL, NOS CONTÓ LO QUE SIGUE
Después de haberle servido cincuenta y siete pintas de mosto en varios vasos, el camarero, cuyo nombre no ha de quedar silenciado ni bajo el imperio de la carcoma del olvido, que todo linaje mina, precisando aquí que se llamaba Hans Hesse, natural de Renania y por ende buen bebedor y amante por igual de la cerveza rubia o morena y del vigorizante vino del Rin, se sentó en una silla y en alemán muy decoroso le pidió al elocuente cíclope que continuara el noble discurso de su disoluta vida, y él no se hizo esperar en proseguirlo. Mientras tanto y para que no se aburriese, le proporcionaron al niño de siete años que lo acompañaba, que el lector recordará que se llamaba Marcelo, un tablero de parchís y un ejército completo de soldados de plástico verde, con el que podría hacer la guerra a medio mundo. Hechas estas providencias, el sin igual Megalonio continuó de esta manera:
– Así que me vi en los montes Ibleos, lo primero que hice fue procurarme algo para comer, pues el estómago es el único órgano del cuerpo que nos demuestra tajantemente que estamos vivos, y no hay filosofía que pueda contradecirlo. Y como, aunque soy ciego, no soy tonto, inventé un sistema de caza que no tiene parangón ni émulo en los presentes ni pasados siglos, que consiste en llamar a los animales por su nombre y esperar en un cómodo lugar a que éstos vengan a uno por su propio pie. Ya estoy coligiendo que muchos de ustedes patentarían el sistema como un descubrimiento que cambiaría para siempre la faz del mundo, poniendo montañas en lugar de valles y valles en lugar de montañas, como han hecho los últimos adelantos de las casi divinizadas ciencias experimentales, cuyo precursor fue el terco Galileo, que por vergüenza a morir en la hoguera afirmó ante una concurrencia de doctos clérigos que el sol giraba alrededor de la tierra, pero se dice que, en lo profundo de su conciencia, nadie le podía sacar de los cascos que era al revés; de ahí el conocido aforismo: “eppuor si muove”. Pero yo no soy tan orgulloso para patentar una técnica que muy probablemente fuera usada por los avezados cazadores del paleolítico superior, o por Nemrod, el constructor de la Torre de Babel, que se dice que cazaba las respuestas en el aire, y por esa razón se hizo promotor inmobiliario de un proyecto que tuvo una quiebra muy sonada. Yo soy, en esto de los descubrimientos, un escéptico, porque creo que llevamos varios siglos descubriendo las mismas cosas. El caso es que me coloqué en la atalaya de una alta roca y me puse a llamar con voz maternal a los corzos, ciervos, jabalíes, muflones, cabras monteses y otras especies de herbívoros que constituyen las piezas de la caza mayor, y tuve el inteligente cuidado de ocultarme detrás de una mata de espliego para que no me vieran. Estaría aproximadamente una hora en esta controvertida posición sin que no se acercasen a mí más que algunos insectos como tábanos y moscas de todo tipo, atraídos tal vez por la profusión de mi pelaje, cuando empezó repentinamente a llover. Me molestó mucho que la lluvia llegara sin aviso, como siempre hace, y que me mojase sin contemplaciones de la cabeza a los pies. El dios pagano de la lluvia, al que llaman Júpiter, no puede ser el mismo que el que para los judíos separó las aguas, que para los musulmanes estableció un código de conducta y que para los cristianos se hizo hombre. No, el dios pagano de la lluvia es un entronizado cantamañanas que no sabe dónde tiene la mano derecha, y no hace otra cosa que estar sentado en medio de las nubes haciendo aguas. Aquella fue la primera ducha de mi vida, y tan intensa que me hizo estornudar al poco rato, y con el trueno de mi estornudo temblaron los montes y espantaron la poca caza que pude haber reunido. Pero no por eso me resigné a pasar hambre, sino que aprendí de mi error y me prometí a mí mismo no errar en el futuro, como sin duda se debió prometer el primer hombre que perdió una presa. “¡Válgame el diablo por hombre!” me dije con el humor de un perro rabioso, “No es la naturaleza en absoluto amiga del necesitado, sino tirana y ruin como un déspota sanguinario. Si un individuo con buena intención le pide educadamente una pieza para alimentarse, no solo no se la proporciona, lo que es ya falta grave de decoro y grandísimo atrevimiento, además, no conforme con su mala acción, le impone la pena de la burla de los elementos, los cuales, como malvados y ociosos bufones, lo flagelan con plagas y dificultades en la columna del tiempo, como lo hicieron con Cristo cuando liberalmente vino a salvar al mundo del dolor y de la muerte”. Así me quejaba contra la adversidad de mi fortuna, que me dejaba morir lentamente sin mover un dedo para remediarlo, cuando he aquí que la mofa de la desgreñada naturaleza llegó a su extremo en el momento en que, caminando por la ladera de un monte salpicado aquí y allá de retamas y cambrones, tropecé con un objeto semienterrado en la arenisca rojiza de la montaña que se mostraba parcialmente como una hoja de cuchillo recta y tan oxidada al tacto de las manos que deduje- pues recordarán ustedes que no gozo del privilegio de la vista y que todo lo tengo que imaginar- que debía de ser tan negra como mi suerte. Me puse a cavar con las manos y, ¡oh milagro!, además desenterrar la espada herrumbrosa me topé de manos a boca con un tesoro escondido, que contenía catorce vasos de cristal fenicio decorados con escenas de caza en relieve que tardé doce minutos en descubrir, una gargantilla de oro y coral que, por su peso y calidad podría pertenecer a la reina Salambó, treinta brazaletes de hechura preciosista, cuarenta anillos de esmeraldas, diamantes y zafiros como garbanzos, dos espejos de pirita para un tocador de doncella, nueve pares de pendientes de oro rojo y perlas en forma de lágrima, y una estela funeraria escrita en lengua púnica, con la letra tan gastada que no se podía leer, y hasta yo, que soy muy versado en cartaginés y fenicio, tuve que quedarme a buenas noches de lo que significaba. Entonces fue cuando, elevando mis velludas manos al cielo, clamé: “¡Oh nunca saciada de desgracias fortuna, fortuna, que ruedas continuamente y no te detienes más que en la muerte! No te pareció suficiente con burlarte de mí dejándome hambriento y melancólico, sino que además me agasajas con riquezas que de nada me sirven en la situación en la que me encuentro, como si jugando con mi esperanza te entretuvieses. ¿De qué me sirve ahora este inestimable patrimonio arqueológico, si estoy completamente aislado del género humano y no puedo intercambiarlo por un solo pedazo de pan? ¡Oh triste, triste destino el del aventurero, que camina por los más abruptos montes sin una mano amiga que estrechar y sin que nadie se conduela de sus esforzados trabajos!”. Así hablé, y decir esto y tenderme en el suelo cuan largo era, fue todo uno. Pero como si el cielo se enterneciese con mis artificiosas quejas, el sol salió de pronto detrás de una nube y vi –es decir, imaginé en mi mente a partir de los sonidos que escuchaba- la figura de un corzo que, apartándose de sus compañeros, cojo y herido de una mordedura de serpiente, se aproximó a las cercanías del lugar en que me encontraba. No tardé en alargar el brazo más de un segundo y, velozmente, como quien mata una mosca, así por los cuernos al infortunado animal y lo sacrifiqué aplastándolo contra el suelo, y tal era el hambre que tenía – no se asusten ustedes de lo que voy a decir- que lo devoré en tres bocados, incluidos la piel y los huesos, que se desmenuzaron entre mis molares como si de manteca fuesen hechos. Después de haber comido, regoldé unas cuantas veces y me acosté a dormir usando como almohada para mi cabeza una piedra dura que me pareció más blanda que la lana de un cojín. Creo que soñé con un reino en las nubes todo él fabricado de caramelo, algo semejante a la Jerusalén Celeste de San Juan Evangelista. Estaba mordisqueando las puertas de doble hoja, saboreando las murallas jaspeadas con sabor a regaliz, chupando los goznes de metal precioso que se derretían en la boca, lamiendo las gemas finas de las arcadas de medio punto, sorbiendo los tejados de las casas y succionando los campanarios de los templos, cuando he aquí que vino a romper mi sueño un sonido de gaita muy penetrante que me hizo despertar de improviso. Desperté y no pude ver absolutamente nada, porque ya saben ustedes que soy ciego de nacimiento, pero sí deduje que en un monte vecino al oeste de donde me encontraba, un solitario pastor que parecía haber salido de una égloga de Virgilio, tocaba la melodía más triste que jamás había escuchado. De modo que de un buen salto y de una sola zancada me puse donde se encontraba el pastor deprimido, que intentó huir cuando me vio todavía con la sangre del corzo devorado entre los dientes.
5. LA DOLOROSA HISTORIA DEL PASTOR ENAMORADO, PARA MÁS INRI DESCENDIENTE DE LOS DESTRONADOS REYES DE SABOYA

Lo que ahora me propongo contar es una historia lamentable sobre el estado de degradación al que puede llegar un hombre de treinta y dos años, pero se le puede perdonar a esta historia todo lo que tiene de truculenta por lo que también tiene de verdadera, ambas dosis distribuidas en ella a partes iguales. De modo que cuando el pastor me vio tal cual soy, lo primero que hizo fue pedir auxilio a voz en grito, porque creía que yo era una fiera que lo iba a devorar. Pero cuando me vio juntar las manos y suplicarle con voz humana que se estuviera quedo, porque yo era otro aventurero solitario como él, a pesar de mi monstruosa figura, que únicamente pedía un poco de compañía y comprensión, se serenó un tanto y me pidió que le contase quién era y qué hacía allí, y qué extraña madre me había engendrado. Yo le dije lo que ustedes saben, y entonces se tranquilizó completamente y me contó la epopeya de su vida.
– Yo, señor- me dijo- nací en Nápoles, y soy bisnieto del rey Víctor Manuel III de Saboya, descendiente de un hijo natural que tuvo con una campesina de Campania. No se deje impresionar por la nobleza de mi estirpe, porque aparte de que desde la Revolución Francesa y mucho más en la era presente de la bomba atómica, eso se estima menos que nada, las desgracias no me han abandonado en el devenir de mi existencia. Mi padre era pescador, así que imagínese qué grandes destinos me esperaban, que aunque pescadores fueron también los apóstoles, no saliero por eso de pobres, y mi madre era señora de su casa, y reina de su colada y propietaria de su tendedero que, por cierto, siempre tenía atiborrado de ropa blanca. Hasta los dieciséis años fui a la escuela en Nápoles y me gradué en ella, pero, en vez de proseguir estudiando el bachillerato, me puse a trabajar con mi padre en la marina mercante, una vida dura donde las haya, y allí estuve hasta los veinticuatro años, cuando conocí a alguien que ojalá no hubiera conocido nunca.
– No me diga más – lo interrumpí yo- Era una mujer.
– No sé si era una mujer o era el diablo en persona, pero eso sí, era linda como una amapola y era titular de los ojos de luto donde dice el poeta que empieza el país del sueño, y tan atractiva como una manzana para un hambriento. Me enamoré de ella cuando la vi pasar por la lonja a la edad mía de dieciocho años y me preguntó a qué precio vendía el pescado.
– ¿Y usted que le contestó?- le pregunté a mi vez con desmesurado interés.
– No recuerdo muy bien lo que en aquel momento le dije, pero supongo que sería algo así como una desgarbada simplicidad, por la que se podía entrever como a través de una celosía el avanzado estado de enfermedad amorosa que me aquejaba, de manera que la amarillez palúdica se me asomaba al rostro como una moza casadera se asoma al balcón de su casa.
– ¿Y su idolatrada Julieta – le pregunté con sorna cascabelera- no se daba cuenta de nada?
– Sí se daba cuenta de bastante, creo yo- me dijo el perseguidor de quimeras amorosas- pero lo disimulaba muy bien, que yo creo que para disimular han nacido las hembras. La muy atrevida me crucificó con una risa tan impertinente como seductora, que parecía como si rompiera la tiniebla en luz, o como si de repente amaneciera en el infierno. No acerté a decir esta boca es mía, porque me quedé en blanco, petrificado por su mirada como si fuese la de Medusa, y balbuceé como un niño que ha descubierto una mina de oro. Al día siguiente, que se me hizo tan eterno como un siglo, la busqué por toda la ciudad, y cuando una buena mujer de la calle me dijo dónde vivía, hice penitencia en su portal hasta que la vi y le declaré repentinamente mi amor.
– Mal hecho- le aconsejé a deshora- No es bueno decir lo que uno siente antes de cercionarse de que la otra persona siente lo mismo. Es el caso del general que entra en batalla sin avisar a sus soldados.
– Pues tendrá razón- prosiguió el pastor de sueños- pero yo hice lo que el alma me pedía en ese momento, y lo volvería a hacer si otra vez allí me encontrase.
– ¿Y qué ocurrió?- quise saber.
– Ocurrió lo que tenía que ocurrir- me confesó el pastor- para dar rienda suelta a mis desventuras, es decir, ella me despeñó desde el elevado vértice de mi romanticismo al agua helada de la piscina de la necesidad. Declaró que ya estaba prometida con un ingeniero naval que para mis males trabajaba en Nápoles, y que llevaban dos años saliendo juntos, y que se iban a casar el año próximo. “¡No!” grité, “¡No puedes casarte con otro! ¡Yo te amo!”. Me arrojé a sus pies y le hice una escena. La gente nos miraba. Ella insistía en que no podía ser, en que yo estaba confundido, no enamorado, porque no le cabía en la cabeza cómo podía haberme enamorado con una sola mirada. Entonces, como un Chateaubriand, le aseguré con resolución: “Si no te casas conmigo esto acabará en tragedia. Yo no soy tan rico como mi rival, pero te amo más. Me siento capaz de pegarme un tiro”. Ella se puso a gritar que me sacaran de allí para poder entrar en su casa. Yo gritaba más todavía que prometía tomar venganza en mí de su impía actitud, hasta que dos pescadores amigos de mi padre, que casualmente pasaban cerca, me cogieron de cada brazo y me arrastraron a la fuerza de allí, mientras yo seguía gritando a pleno pulmón que ella era mi enemiga y acababa de firmar mi sentencia de muerte. Los padres de la malvada Clarisa, que así se llama la que me condujo a este estado en el que usted me ve, dieron parte a la policía de lo ocurrido y el juez de instrucción dictó contra mí orden de alejamiento. Mis padres se echaron las manos a la cabeza cuando lo supieron, porque no podían desplazarse de nuestro barrio, próximo al barrio donde ella vivía, conmigo, a otro barrio más distante del mar, porque vivían de lo que pescaban. Entonces decidí sacrificarme yo mismo, puesto que era el culpable de todo, y despidiéndome de mis padres y de mis nueve hermanos, tomé oficio de pastor a jornal, pues no tengo ganado propio, y vivo de vigilar las cabras de varios ganaderos y de traerlas a estas montañas, donde se alimentan libremente sin invadir predios ajenos. Así que esto es todo lo que sé hasta ahora de esta sombra volátil que soy, sin fortuna económica ni amor, ni mucho deseo de seguir viviendo, pues cada cosa que veo, sea animal, vegetal o mineral, me recuerda a Clarisa, por la que suspira mi corazón eternamente.
– El dinero y el amor suelen ir aparejados en las relaciones humanas- le aconsejé al mísero amador de espejismos- y la juventud confunde a menudo el amor con la pasión, que son contrarios como el instinto y la inteligencia. A una mujer no solo hay que ofrecerle buenas intenciones, sino también posibilidades reales de fundar en el futuro una familia. Normalmente – así ocurre también en el reino animal- una mujer elige al hombre que le ofrece más, no solo de amor, asimismo de fortuna material, de la que depende la de sus hijos. Probablemente usted, jovencito, ha confundido el amor, que nace de la convivencia y del trato, con la pasión, que surge como una llama súbita de un deseo sexual y se apaga tan pronto como ese deseo ha sido satisfecho. Esa pasión le lleva a perder su vida y su dignidad como persona, que son uno y otro los bienes más importantes que ningún mortal puede poseer. De modo que no considere como verdadero amor lo que siente, sino como deseo instintivo de alcanzar las metas más altas que la naturaleza le ofrece, que son la mujer hermosa que usted ha escogido y una descendencia que perpetúe su linaje y mejore su primitiva fortuna. Lo mismo puedo decir de lo referente a su ascendencia dinástica, que de nada sirve cuando no se realizan obras que la merezcan, porque todos descendemos del más grande emperador que nunca tuvo el género humano, que es Adán, y no por eso somos más o menos dignos de la realeza. Usted, como cualquier joven de su edad, quiere conquistar el mundo en un día y someter a los que le rodean a su imperio, y el mundo, no voy a decir que no se conquiste, que sería mentira, pero se conquista despacio, paso a paso y con la mirada siempre puesta en el ideal al que queremos asemejarnos, que cuanto más se acerque a los principios que nos revela el amor, el Dios de todos los hombres, tanto más será factible y duradero su proyecto.
– Buenas palabras son esas- me increpó el joven pastor- pero también es cierto que la vida da muchos golpes, y algunos son tales que sobrecogen y, sobre todo, espantan. Porque nadie elige ser pobre o rico, y sin embargo las oportunidades no se distribuyen por igual entre los hombres. De ahí el enojo que deduzco que tendría Garibaldi al invadir Italia, Al Capone al robar y matar encubiertamente, y Napoleón, César, Mussolini y Hitler al hacer lo que hicieron, que fue hacerse temidos y someter así a sus enemigos.
– Pero apercíbase mejor de cómo terminaron todos ellos- apunté sonriendo- Polvo olvidado son los que antes eran azote de las naciones. En toda su vida no aprendieron a amar, que es lo único que puede dar felicidad a un ser humano, aunque sea como yo, y murieron sin memoria, porque solo son recordados como errores crasos del imperfecto gobierno humano. El odio solo conduce a la destrucción. Por amor fueron hechas las cosas, y solo por amor se mantienen. ¿No recuerda aquella frase de César Calígula, que afirmaba que si no lograba ser amado, al menos sería temido? ¿No es esa la divisa de los terroristas y de los tiranos? Como no saben amar, y quieren ser amados para ser felices, pretenden obligar a los demás a que los amen, y eso es de todo punto imposible, porque el amor es por naturaleza libre, y no se puede forzar sino alimentar con buenas obras, como el fuego con calor se alimenta. En lugar de componer sonetos a una pasión, trabaje por usted y por los demás, y ya verá como pronto será amado no solo de las mujeres, también de cualquiera que, como yo, tenga el placer de conocerlo.
– Acepto su consejo- me agradeció el pastor- pero en este momento estoy lo suficientemente deprimido como para no tener fuerzas para nada, porque tengo treinta y dos años y apenas dispongo de un salario que me permita comer y mantenerme, ni mi patrón me paga lo acordado en el contrato, y ni siquiera estoy asegurado. Así que, muy señor mío, aunque es usted el más extraño y bienhablado individuo que conozco, le conmino a que deje a los desventurados con su desventura, y que se vaya con Dios a predicar a las iglesias a otros que sean más felices que yo.
– Yo predico con el ejemplo- le dije- ¿Y qué opinaría si yo le asegurase ahora que es usted más rico que todos sus rivales presentes y futuros en el amor?
– Opinaría sin duda- habló el joven incrédulo- que se habrá vuelto usted loco.
– Pues si yo me he vuelto loco por decir lo que he dicho- insistí- venga usted a volverse loco conmigo, y prepárese para ver lo que la providencia tiene preparado a los buenos.
Como ustedes ya habrán deducido, llevé al desventurado joven al tesoro que había desenterrado casualmente antes de cobrar mi pieza, y el incrédulo y mísero pastor trashumante, al tocar con sus propias manos las joyas del tesoro, se convenció al fin de mis argumentos y el don de la alegría invadió su alma. No encontró palabras para agradecerme lo que había hecho por él y, venciendo una natural repugnancia, abrazó mi velluda cintura – porque al pecho no llegaba- y me besó en el vientre a la altura del ombligo. No describiré aquí, porque podría resultarles enojoso, las zalemas y excesos de agradecimiento que me hizo, tales que casi se parte la cintura inclinando hacia mí la mitad de su cuerpo, como si el acto de liberalidad que acababa de practicar con él le devolviese la vida, como el náufrago asido a una tabla de salvación o el hijo pródigo que ha dilapidado su herencia vuelve al padre que lo recibe, no como se merece, sino con los brazos abiertos en un inesperado rescate de clemencia.
– Le debo a usted la mitad de mi vida- me declaró con la mirada radiante- porque una mitad me la dieron mis padres, y otra mitad me la ha dado usted con este donativo, con cuya venta a particulares o donación a museos podré vivir feliz los años que me restan de vida.
– No me lo agradezca a mí, descendiente de reyes- le pedí- sino a Dios, que no está ciego como yo, y que todo lo ve y a todo pone remedio.
– Sí-me dijo el joven- yo soy devoto de la Virgen de Loreto, y prometo rezarle treinta y dos rosarios, tantos como años tengo, para agradecerle su bien.
– Récele otros tantos por mí- le conminé- que no sé a dónde me dirijo vagando por estas montañas.
Me vendría bien un lazarillo que me guiase, pero no tengo idea de donde encontrarlo.
-Si por eso es- me informó el joven- yo leí en el periódico hace una semana por lo menos, en las páginas de sucesos, que una pareja que vivía en Palermo murió, es decir, murieron ambos cónyuges, aquejados de cólera, y dejaron un niño de siete años huérfano, que huyó de casa para no ser llevado al hospicio. Si por casualidad encontrase a ese niño, bien podría servirle de lazarillo, aunque sé que las autoridades lo buscan en los alrededores de la ciudad y que podría meterse en un problema con la ley si lo sustrajese a la policía.
– Poco me importa a mí la ley de los hombres- declaré- porque los cíclopes somos una raza de mortales inteligente en extremo que, según atestigua el mismo Hesíodo y así yo lo corroboro, podemos fabricar con nuestras manos hasta el mismísimo trueno, conque poco nos intimidamos por menudencias de leguleyos.
– Si es así, vale- se despidió de mí el pastor- y después de besarle a usted las manos, me voy a recoger el ganado que en nuestra conversación he dejado desperdigado por esos montes.
Quiso el advenedizo joven darme su propio número de teléfono por si necesitaba algo de él, pero bien es sabido hasta de los ignorantes que los cíclopes no nos suscribimos a ningún servicio de telecomunicaciones, porque si nos da por gritar un poco, nuestra voz es capaz de dar la vuelta al mundo. El joven se fue con albricias y yo me quedé en penumbra, como siempre, con la firme resolución de tomar el camino de Palermo.
6. DE LO QUE LE SUCEDIÓ AL CÍCLOPE CAMINO DE PALERMO CON UN BURRO QUE HABLABA LATÍN, CON OTRAS NO MENOS GRACIOSAS ANÉCDOTAS

Atravesé varias sierras de un salto, porque Dios me ha concedido una zancada prodigiosa, mayor incluso que la del protagonista infinitesimal de aquel cuento, cuyas botas bien atadas podían atravesar de un solo paso al frente siete buenas leguas donde las hubiera. En las proximidades de la región siciliana que en el mapa aparece mencionada como Llano de Gela volví a sentir hambre y un tantico de sed, y aunque por las sinuosas carreteras que bordean la isla pasaban a toda velocidad numerosos automóviles como escarabajos pintados, no me pareció conveniente colocarme en mitad del asfalto y obligar a detenerse a los conductores para que me proporcionasen alguna vianda. “Lejos de mí ese pensamiento” me decía, “porque con solo levantar el pulgar de mi mano derecha para demandar la atención de los automovilistas, podría ensombrecer la carretera, y asustarlos tanto que ocasionaría una catástrofe de circulación que le costaría la vida a la mitad de la población isleña, y la otra mitad moriría de pánico espantada por lo ocurrido”. Bien sabía yo que los hombres de doble mirada son de natural cobarde, apocados ante cualquier dificultad por pequeña que sea, porque su carne es débil y su espíritu enclenque. Un ejemplo culterano de lo dicho, que ustedes me agradecerán porque son gente instruida, es el de aquel emperador romano, enfermizo y tartamudo, que se escondió detrás de una cortina de palacio por miedo a las represalias de los republicanos antes de ser caprichosamente nombrado César del mediterráneo. Ya he oído que se asomaba a sus labios el nombre de Claudio, que así se llamaba este célebre timorato. ¿No recuerdan por casualidad ustedes a John Adams, segundo presidente de los Estados Unidos de América, que cuando tenía miedo dicen que temblaba de pies a cabeza, como una caña bamboleada por el viento, aunque sabía mejor que ninguno plantarle cara a la madrastra Inglaterra, a cuyo parlamento acudía a menudo para poner los puntos sobre las íes en cuanto a independencia se refiere? ¿Y qué me dicen de aquel elocuente Demóstenes que arrojó el escudo en mitad de la batalla para proteger sabiamente su preciado pellejo mientras sus compañeros peleaban a brazo partido, arengados por él mismo unas horas antes? Gloriosa carrera es la del que huye el enemigo tanto como le permiten las piernas, porque en ello le va la vida, y noble cobardía es la del hombre y mujer pacíficos, que no se mezclan en dimes ni diretes ni en pullas vanas por la posesión de un recurso o por el trazado de una frontera, que eso es un quítame allá esas pajas en comparación con la vida de un solo ser humano, que vale más que todos los reinos juntos. Las guerras, como aseguraba el gran filósofo Kant, en individuos racionales deberían ser abolidas y sustituidas por una convivencia pacífica basada en la comprensión mutua, porque todos somos hechos de un mismo barro, y tan frágiles que nos desmenuzamos si el amoroso dedo de la divinidad nos toca, y nuestra unidad en el amor es el único bien que poseemos. Para establecer y proclamar derechos que nos protejan, primero debemos conocer a la persona que tenemos a nuestro lado, no sea que en lugar de beneficiarla la perjudiquemos al no conocer su manera de vivir y de pensar. La economía social no debe estar nunca encima de la persona, sometiéndola a su arbitrio, sino que el principal capital ha de ser el humano, del que depende la prosperidad y la riqueza. En esto pensaba haciendo bailar el racimo de mis neuronas cuando divisé de lejos los arrabales de la ciudad de Gela, y sin darme cuenta alguna de lo que hacía, iba pisando los campos de cereales de la región como una cosechadora humana, haciendo que hacia mí volasen bandadas de perdices, aguiluchos pardos y codornices manchadas en gran número que bonitamente tomaba con una mano y me llevaba a la boca como si de cerezas se tratasen, escupiendo después en pelotas de residuos, como hacen muchas aves rapaces, las pieles, huesos y plumas. No había labrador alguno en la zona, así que recorría a mis anchas las praderas doradas y bebía en los arroyos la plata derretida de sus aguas corrientes y murmuradoras como vecinas viudas. Me divertía sin ver lo que imaginaba, aunque yo lo veía con los ojos del alma, cuya mirada penetra el abismo de las sombras hasta la remota luz del corazón. Estando en esta tesitura oí cantar a un caminante que atravesaba por un sendero arenoso la mitad del campo en el que me encontraba. Iba montado en un burro gris sin silla ni freno, y la canción que cantaba era aquella famosa aria del Rigoletto de Verdi que comienza con los conocidos versos:
La donna é móbile
qual fiume al vento,
que ustedes habrán oído en las óperas y orfeones de todas las capitales del mundo. En cuanto el raquítico asno me vio, empezó a dar corvetas hasta dejar a su amo en el suelo. Me acerqué al caminante, que por su voz deduje que tendría una barba de varios días, los ojos hundidos y un cuerpo casi momificado como el de Tutankamon, y le pregunté en gracioso italiano:
– ¿Por aquí se va bien a Agrigento?
El caminante me miró con terror, y antes de que tuviese ocasión de ayudarlo a levantarse, dio un salto para subirse al asno, pero con tal mala suerte, que volvió a caer de nuevo vergonzosamente en el suelo.
– Oiga- le dije- No soy ningún salteador de caminos. Soy un cíclope ciego que viaja a pie hasta Palermo. No tengo intención de hacer daño a nadie, así que sosiéguese y caiga definitivamente del burro de su temor infundado que, aunque soy monstruoso, no por eso me dejan de amar las mujeres.
El caído se levantó como pudo y, después de mirarme de hito en hito, se hizo varias cruces y rezó una avemaría de cabo a rabo. Para demostrarle que yo también era cristiano, le acompañé en el rezo y le canté un Kirie eleison con la voz de tenor que Dios me dio, y después me hice la señal de la cruz con mucho cuidado delante de sus mismas narices. Estaríamos un cuarto de hora mirándonos el uno al otro sin decir nada, cuando decidí romper yo el silencio ridículo de nuestra absurda contemplación mutua, y le dije sotto voce, como se acostumbra decir en estos casos:
– Y bien, aunque a primera vista podemos parecer diferentes, es verdad que hablamos una misma lengua, así que humanos somos, porque ambos poseemos el don de la palabra, que diferencia al hombre de la fiera, de modo que, ¿por qué sorprendernos de nuestras diferencias? Si ambos somos hombres, como hombres hablemos, y no nos asustemos como fieras el uno del otro.
– ¿Quién es usted?- me preguntó aquel infeliz pergamino parlante con un débil hilo de voz.
– Ya le he dicho que soy un cíclope normal y corriente- insistí- Un caminante y hombre de paz como lo es usted.
Tardé media hora en explicarle una pequeña parte de mi historia, tras lo cual aquel nazareno despegó los labios, que los tenía azules como pinceladas de añil, los cuales contrastaban con las arrugas paralelas de su magro y curtido rostro, y exclamó:
– ¡Que me maten ahora mismo si en mi vida he visto nada semejante! Un ogro con un solo ojo en la frente que habla como un hombre. Si lo contase nadie me creería.
– Mayores cosas se han visto- apunté- como reptiles extintos de más de treinta metros de largo, serpientes voladoras y calamares gigantes. La naturaleza es caprichosa y, el universo, pese a los avances de la ciencia humana, siempre será un misterio sin resolver. Pero dígame, ¿quién es usted y a qué se dedica?
– Yo soy un triste buhonero de feria- me explicó el espantapájaros de los labios azules- y vivo de mostrar de feria en feria las raras habilidades de este burro que monto, pero apuesto a que ganaría más un solo día exponiéndolo a usted a los ojos de la gente que en toda mi vida con este viejo Aristóteles.
– ¿Aristóteles se llama el burro?- le pregunté- Nombre adecuado es ese para el jumento. ¿Y qué habilidad es la suya?
– Su habilidad no es otra- dijo el chamarilero- que hablar en la misma lengua que habló Cicerón, y Séneca, y tantos otros de cuyo nombre no me acuerdo ahora.
– Es decir- supuse estupefacto- que este dignísimo rucio habla la lengua latina, honra de la cultura universal, relegada hoy en día a los sabios que pueden contarse con los dedos y a la colina vaticana, sede de la Iglesia Católica.
– Exactamente- me comentó sonriendo el ingenuo maestre de espectáculos- Es un asno erudito, que podría darle vuelta y media a los estudiantes de la universidad de Bolonia.
– Y aún a los catedráticos de todas las universidades del mundo- le dije sin reflexionar demasiado- porque yo le digo que un toga le sienta bien a cualquiera, y un asno podría muy bien ser catedrático y hacer lo que ellos hacen, que es impartir docencia y dedicarse a la investigación. Porque aunque, entre todos los animales domésticos y salvajes, al burro le ha tocado el peor papel en la opinión pública, no por eso debe ser menos estimado para la entrada en Jerusalén del redentor del género humano, y los directores espirituales como Buda y Confucio lo debieron apreciar por su condición humilde, que antes debiera ser imitada que escarnecida.
– Estoy de acuerdo con usted- me confesó el buhonero- pero la mayoría de la gente antes prefiere la pompa y majestad del caballo, que haría triunfar hasta a un gañán, a la humildad del burro, que muestra lo que es sin engaños ni falsedades.
– La alianza entre el hombre y el caballo es muy antigua- declaré- pero el burro, el burro es el más antiguo animal de carga del universo, y la montura más digna de un mortal, porque no lo envanece con embelecos y vanidades artificiales, sino que le enseña a cada paso cuál es el camino correcto, que es la senda estrecha del trabajo humilde, y no la pantalla cinematográfica del poder y la gloria, la cual viene a terminarse en un estruendo final que se desvanece en la infinitud eterna del tiempo.
– Yo siempre digo eso de los que están en el gobierno- dijo el buen hombre- que empiezan con mucho ruido y terminan con mal olor, como los pedos.
– Así es- me reí- Solo las obras del amor duran para siempre. Pero por favor, estoy impaciente por saber cómo habla ese burro, qué timbre de voz tiene, si sabe declamar a Virgilio, a Horacio, a Lucano, a Juvenal y a Persio; con qué gracia se explayará en los anales de la historia de Roma, como se explayaron Tito Livio, Suetonio, Salustio y Dionisio de Halicarnaso.
– Pues si ese es su deseo- me dijo el buhonero bajando la cabeza- nada más fácil que cumplirlo.
Y, diciendo esto, dio una coz liviana en la pata trasera derecha del jumento y este empezó a rebuznar con voz estridente.
– ¿No oye?- me interpeló- Escuche bien lo que dice.
– Yo solo oigo rebuznar- confesé.
– Mal latinista es usted si no distingue esas palabras, que son adverbios de lugar- me increpó el buen vestiglo- ¿No oye que el burro dice hic-hoc, que significa en romance aquí, aquí? Pues es difícil no escucharlo, caramba, que si no es usted sordo además de ciego, debe oír las palabras como que mi padre está muerto.
– Ah, sí- aseveré- Bien oigo el rebuzno, que es un rebuzno latino, doy fe de ello. Pero yo me esperaba que declamase algunos versos de Lucano, o aunque fuese de Catulo o de Marcial.
– ¿Versos quería usted?- se escandalizó el charlatán- ¿No le parece bastante con esos dos adverbios, que revelan todo el quid de la filosofía, porque expresan la localización espacial, de la que parte cualquier forma de pensamiento?
– Pues sí- le dije sonriendo- Seguro que no hablaron con más propiedad ni la burra de Balaam ni la de Mahoma, ni tampoco lo hicieron mejor los dos caballos de Aquiles, los cuales, después de la muerte de su dueño, según atestigua Homero, se quedaron largo rato conversando sobre su amo, y tantas cosas trataron que podría escribirse un tratado sobre el relevante diálogo entre aquellas dos doctas cabalgaduras.
– No se burle usted- me caló el dicharachero charlatán- que, aunque tonto, bien sé percibir el tono de la burla, que no en vano soy siciliano. Si a usted no le parece prodigio, lo consiento, porque es usted un prodigio mismo de los pies a la cabeza y nada le debe parecer extraordinario, pero no hable mal de un hombre que gana la vida con su trabajo, y si puede ser, deposite una voluntad en las manos de este caminante.
– En lo de hablar mal no se preocupe- le dije- que no soy yo murmurador, pero en lo de depositar, le doy mis parabienes de palabra, como me los dio a mí el burro, pues estoy tan desnudo de dinero como de ropa, y voy de camino y no tengo saco ni alforja.
– Pues entonces- me dijo el buhonero dándose la vuelta- buen viaje.
Y se marchó de malos modos después de subirse al pollino. Por mi parte, me fui también después de hacerle una higa con los pulgares cuando ya no podía verme.

7. DE AGRIGENTO A PALERMO, EL CÍCLOPE SE DETIENE A AYUDAR A UNOS VIÑADORES A HACER LA VENDIMIA, A CAMBIO DE BUEN FALERNO
No me detuve en la bella ciudad de Agrigento cuando a ella llegué, ni me quedé a contemplar las ruinas del templo de los Dioscuros, los dos gemelos Cástor y Pólux, patronos de los navegantes, que nacen y mueren alternativamente durante el abstracto periodo de la eternidad. Tampoco recé ni una sola oración por Empédocles, quien en el delirio metafísico de su paganía, dicen que se arrojó de cabeza a las lavas del Etna, el volcán donde yo nací, para hacer inmortal su nombre. Las robustas columnas de la Grecia Clásica sobreviven a los destruidos templos, como testimonios de una época antediluviana que ha fijado para siempre los pilares de nuestra civilización. Los aciertos y errores de la ciencia, las maravillas y excentricidades del arte, y todas las costumbres y ritos de Europa, institutriz del mundo, parten de una época cuyos nostálgicos esqueletos calcinados se ven por todas partes a las que el ojo mira. En el sibarítico siglo dieciocho de la era cristiana, D’Alembert, Rousseau y otros ilustrados enciclopedistas se conmovían hasta las lágrimas al descubrir en los campos yermos una remota ruina. ¡Qué profundamente humano es el placer de recordar! No hay placer que a él se iguale, porque cuando excavamos en nuestra memoria para desenterrar los preciosos estratos del tiempo nos encontramos con fósiles bellísimos, que a la precisión del original añaden el inconfundible y dorado sello del paso de los años. Los sueños del futuro se erigen a partir de las ruinas del pasado, como las raíces elevan y alimentan a la planta verde. Sin pasado no hay presente, no hay futuro, no hay esperanza. El libro de la historia, que es el libro de la vida, se escribe despacio, en las geológicas hojas de la memoria. Hasta me atrevería a confesarles, señores, que en aquel preciso instante en el que atravesaba los alrededores de Agrigento no me atreví a visitar la ciudad por miedo a derramar una lágrima con la vista de las ruinas, porque aunque yo no veo, siento las cosas como si las viera, y de todos es sabido que los cíclopes no lloramos nunca, no lloramos con las frivolidades de los hombres, y si alguien nos sorprende limpiándonos el único ojo que poseemos sobre la frente nos avergonzamos mucho, y hacemos como que no nos enteramos cuando nos miran, porque llorar sin justa causa es tan grande agravio como reír sin motivo, pero llorar y reír trágica o cómicamente forma parte de la vida de quienes poseen inteligencia y no son brutas bestias, de modo que a veces resultan difíciles de controlar estos dos sentimientos. Dicen que Petrarca lloraba a lágrima viva cuando contemplaba un monumento romano, y el irónico Lautreamont se reía sarcásticamente de los disparates humanos, siendo una y otra formas de expresión incompletas visiones de la naturaleza consciente. Porque ni la vida es absurda y disparatada, como creen los pesimistas de la escuela de Schopenhauer, ni tampoco absolutamente divertida como opinan los optimistas y positivistas epicúreos. Algo de las dos partes hay, como el bien y el mal se alternan en el mundo para una misma obra, que es la salvación de la conciencia y la perpetuación del Ser Supremo que en el amor todos formamos. Sí, la cizaña y el trigo crecen juntos, como explica aquella bella parábola del evangelio cristiano, pero todo se hace para bien, porque incluso el mal es una forma transitoria de bien, aunque nos cueste asimilar las desgracias a las que el ser humano está expuesto, día y noche, durante el importantísimo intervalo de la breve vida. Es cierto que la oportunidad que tenemos sobre la tierra es parca para la sed del alma, pero nuestras obras pueden vivir por siempre si se hacen desde el corazón, por muchos millones de años que transcurran desde nuestra desaparición corpórea.
De modo que dejé Agrigento sin poner un pie en ella, y caminé atravesando Aragona hasta Ribera, por estepas sembradas de olivos centenarios, de olivos, embajadores del comercio y gala de Minerva, princesa de la inteligencia. Mi cuerpo sudoroso buscaba las frescas sombras y se escondía del tórrido clima de la isla de Sicilia, mi boca bebía en las contadas fuentes del camino, cuyos manantiales de agua subterránea, pura y limpia, devolvían la vida a mi garganta seca. Resulta difícil para un ciego el presentir los árboles, porque no avisan ni hablan, y de vez en cuando me daba alguna hocicada contra algún robusto olivo y casi lo desarraigaba, tal era el impacto de mi fuerza. Olivares y olivares atravesé, a nadie hablé, porque los que me vieron, pensando tal vez que fuese por ventura el coloso de Rodas, desaparecieron en carreras campales, de modo muy similar al que se observa en el lienzo de Goya del mismo nombre, que a no ser por el escaso pelaje con que cubrió su espalda el pintor, podría ser un retrato fiel de mí mismo. Llegando a Ribera, que no en vano así se llama, atravesada por un río de cuyo nombre no me acuerdo porque soy bastante desmemoriado, me detuve a oler el aroma de sus viñas, cuyos racimos de uva blanca y tinta saludaron mis papilas antes que su fresco perfume mis pituitarias, y, en vez de tomar las uvas de una encina, tomaba de uno en uno los racimos con frutal delectación. “Grande eres, Baco” me decía, “por el vino y por las uvas, sin los cuales el hombre tal vez fuese una miserable alimaña. Tú alegras el corazón del desdichado, tú te hiciste en la cristiana mesa bebida de salvación. Habita este cuerpo mío, dulce mosto horaciano, y restaura la pureza de mi alma, como cuando era niño y correteaba por los alrededores del volcán que me vio nacer”. En estos éxtasis gastronómicos me encontraba cuando empecé a escuchar unos gritos malintencionados de varios hombres, y unos cuantos insultantes baldones que por no ofender castos oídos o, al menos, para no ofender a una oreja sincera, que es difícil encontrarla en este caprichoso mundo, no relataré aquí. Hablaban aquellos hombres de mi familia en términos soeces, decían no sé qué de mi madre y de su profesión, y como yo no les hacía más caso que si oyera cantar los pájaros, empecé a sentir de pronto unas molestas pedradas en la espalda, que se hacían cada vez más recias y continuadas, como lluvia de granizo. Llegué a enfadarme incluso cuando una atrevida guija me tocó una pequeña herida que tenía en el brazo izquierdo. Me volví con ánimo de sepultar en el Tártaro al culpable de aquella acción, fuera hombre o bestia o malquisto demonio. Pero he aquí que, no bien me había dado la vuelta, cuando vi con los ojos de mi corazón a una cuadrilla de enojados vendimiadores, que incandescentes de cólera, desahogaban su funesta ira en pedradas, siendo grandes las peladas guijas que empleaban como las del martirio de San Esteban, y probablemente tan dolorosas como aquellas. Aún con estas y con otras, cuando me vieron la cara los muy villanos, se retiraron unos pasos atrás, espantados por la lobreguez de mi rostro, y su expresión fiera y desabrida. Cesaron los insultos y sosegaron las manos catapulteras, cuando contemplaron mi pupila ciega como un astro fijo en ellos, acusándolos de su impertinencia, y mis dientes afilados y más cortantes que los que dice la leyenda que tenía el conde Drácula, natural de Transilvania en la remota Panonia, y de longitud de más de un palmo. “¡Ay de los que han hecho esto!” grité enfurecido y desafiante, “¡Ay, ay de los que estiman tan poco su vida, que se atreven a provocar al gran Polifemo Megalonio, que podría aplastar cual si de masa se tratase, con el dedo meñique los Alpes! ¿Quién es el temerario que a tanto se ha atrevido? ¿Dónde está ese Bruto que contra mí conspira? Que venga ese Ciro, ese Alejandro, ese Nixon, que venga a verme y que me salga al paso, para que yo también lo vea y me ría de su impertinencia, de su necedad, de sus escasas luces! Quiero tener tiempo de verlo y de escucharlo antes de concederle el pasaporte para la vida eterna!”. Los cinco vendimiadores de la cuadrilla se miraron unos a otros asustados, y el que parecía que aventajaba a los demás en edad y prudencia, quien, como después supe, era el dueño de las viñas, con voz meliflua y suplicante me habló de esta manera:
– Señor cíclope Megalonio, no era nuestra intención agredirlo ni enojarlo, que no somos gente de mal vivir, sino vendimiadores de estas viñas que desde antiguo mi familia posee, y creímos, es probable que equivocadamente, que usted fuese algún ladrón de uva ajena, porque hace un rato estaba devorando estos racimos de garnacha que valen cada uno de ellos una fortuna, no teniendo derecho a hacerlo, porque no es usted propietario de las viñas, ni a nuestro saber las tiene arrendadas bajo ninguna forma de contrato, y así, nos sorprendió ver su despreocupación cuando nos acercamos y, para hacernos entender sin demasiadas filípicas, decidimos hacer uso de nuestro derecho y reclamar lo que es nuestro.
– A fe que si tuviera ese mismo discurso antes de saludarme con esta infame lapidación- dije por mi parte- que no me hubiese calentado tanto la cabeza. ¿Y es esta manera de decir las cosas, con golpes antes que con palabras? ¿No es la palabra el don de los hombres y por ella se expresan los sentimientos del espíritu, que es la misma existencia que mueve los músculos de nuestro frágil cuerpo? ¿Le parecería correcto y equitativo que sin decir esta boca es mía, le diese la bienvenida con palos y no con razones? ¿Qué humanidad es esta que entra en conflicto antes de hablar? ¿Somos hijos de Caín, tan insociables como malvados, y pretendemos que el Dios de todas las cosas nos bendiga y nos escuche? Así se comportan los lestrigones y los caníbales, y no los hombres de bien, como dicen ustedes que son.
– Discúlpenos de veras, señor cíclope- condescendió el propietario de las viñas- Es nuestra costumbre actuar así, porque así actuaron nuestros antepasados, y los hombres no siempre piensan lo que hacen, ni hacen lo que piensan, que del dicho al hecho va un gran trecho, como usted sabe. Mire, estamos muy avergonzados de lo sucedido, y para indemnizarlo en lo posible le invitamos a que nos ayude con la vendimia, que nos da mucho trabajo y somos pocos para tanta mies como hay. Guardamos en nuestras bodegas un vino de muy buena calidad, un vino de solera, como se dice, y estamos dispuestos a pagar en especie con él su trabajo. Es un vino de un año, tal que no habrá probado usted otro semejante. Con poco que nos ayude, corpulento como usted es, terminará con la tarea de estas viñas.
– Acepto- les dije a los vendimiadores- no tanto por corresponder a su generosidad para conmigo, la cual deduzco que ha sido poca, más bien por el deseo que me embarga de probar el buen falerno de sus bodegas, el cual ha de ser, el blanco, ámbar líquido, y el tinto, dulce sangre del redentor del mundo.
Dicho esto, me cargué de unos treinta cuévanos y empecé a recolectar uva a paso de gigante, de tal manera que los vendimiadores, con los brazos cruzados y la boca abierta, me contemplaban absortos mientras iba y venía por las siete hectáreas de viñedo que, a comienzos del mes de septiembre, ya coloreaban la copiosa pompa de sus racimos. Las cepas apenas sentían el peso de mi mano, y las uvas caían olímpicamente en cada cuévano de plástico negro, mientras el propietario de las viñas, que por casualidad tenía una cámara de vídeo en el zurrón para inmortalizar la cosecha de aquel año, me filmaba como se filma un fenómeno natural, y no era capaz de enfocarme a derechas en el reducido visor, tal era la velocidad de mi ejercicio. No hubo uva que se me resistiese, y apuré tanto la tarea, que en apenas un cuarto de hora dejé las cepas mondas y lirondas, despojadas de la pesada riqueza que Pomona les había concedido. Un aplauso coronó mi victoria y, al término de mi trabajo, los vendimiadores ciñeron mis sienes con una guirnalda de vid, premio simbólico a mis inestimables méritos. El prometido falerno no se hizo esperar, y festejé aquella gloriosa jornada bebiendo, no me creerán, señores, si lo digo, más de cincuenta litros de buen vino de la zona que apenas bastaron para remojarme el gaznate. Digo bien, que aunque yo soy por regla general enemigo del alcohol que se sube a la cabeza y hace del hombre animal salvaje, el buquet de aquel suave licor me sentaba o le sentaba a mi cuerpo como un elixir de juventud eterna. Alegre como el vencedor en los juegos deportivos de aquel año, me despedí de los vendimiadores rebosando alcohol y gloria, y cuando a las diez y cuarto de aquel día se me echó la noche encima, y la bóveda tachonada de remotas estrellas y coronada por el rostro femenino de la luna, cuyo cutis es una perla en el océano de zafiro del cielo apagado, me cubrió con un manto tenebrista de misteriosa oscuridad, todavía caminé unas horas haciendo eses por las mesetas y estepas del interior de Sicilia, rumbo a Palermo en el norte de la isla, hasta que, rendido de cansancio, me dejé caer como una avalancha en la delicada región del sueño.

8. EL CÍCLOPE LLEGA A PALERMO, Y TRAS VISITAR LA CAPILLA PALATINA DE LOS NORMANDOS, COME EN EL PRIMER RESTAURANTE DE SU VIDA Y CONOCE AL QUE SERÁ SU LAZARILLO

No podrán hacerse una idea ustedes, pues no lo han vivido como yo, de lo árida y abrupta que es la meseta siciliana, donde el sol cae a pico, perpendicularmente sobre el fatigado caminante. ¡Oh! ¿Qué diré de las montañas que van de Bivona a Monreale? Ni el dramaturgo Luigi Pirandello, oriundo de estas tórridas estepas, quien creía que los objetos no son otra cosa que lo que parecen, pudo sentir tanta rabia como yo sentía en semejantes circunstancias cuando dijo que deseaba antes que nada volar en una avioneta para tener el peregrino placer de escupir desde las alturas sobre el mundo. Durante mi jornada a pie pude contemplar- me gusta este verbo, a pesar de mi ceguera- varios rebaños de vacas y toros bravos que sin mayoral por los prados pacían. Los toros levantaban la cabeza al verme pasar, pero la bajaban en el acto al comprobar que su lucha cuerpo a cuerpo conmigo hubiera sido desigual, porque la fuerza física que podían desencadenar aquellos bóvidos frente a la mía era semejante a la que enfrentaría a una placa tectónica con una hormiga. Me reía con placer de aquellos toros por su grande y puntiaguda cornamenta que esgrimían embistiendo contra sus adversarios, como hacen los celosos contra cualquiera que despierta su desconfianza, sea hombre o sea mosquito. Otelo y Medea fueron celosos, y ambos terminaron estrepitosamente con sus vidas, en un reguero de sangre pasional que tiñó de púrpura trágica el marfil bruñido de sus palacios vaporosos. El que se deja llevar de las pasiones, que en el amor entre hombre y mujer se manifiestan especialmente, es como el barquero que se deja arrastrar por la corriente de un río que lo conduce a la muerte. Es necesario vencer la corriente de los impulsos instintivos, que hacen hervir la sangre con bilis y hormonas sacrílegas, con el edificio sólido de los buenos principios, cimentados en la razón, que si ellos están bien firmes, no hay corriente que los arrastre ni los destruya. Un buen principio cimentado en la razón vale más que los mil placeres mundanos que como humo se desvanecen a lo largo de nuestra vida. Son los placeres como pífanos de un concierto barroco, que tan pronto retumban como se diluyen acto seguido en el silencio. ¿Qué queda de ellos? Nada. Un resabio amargo de la manzana mordida. Una estafa de los sentidos. El dolor de caer en la cuenta de que se han ido y nos han abandonado. En cambio, los principios de la razón y de la costumbre son como raíces de árbol, que aún después de cortado el tronco son capaces de resucitar la planta. Cada uno que edifique su existencia sobre el ideal que quiera, que ya vendrá luego el tiempo para probar si la obra es sólida. ¡Cuántas torres han caído por no estar bien cimentadas, desde la de Babel hasta las cámaras de Sardanápalo, quien decía que solo se llevaba del mundo lo que podía caber en su vientre! Nada somos si nada hacemos, y el ser consiste en el hacer. Este es el fundamento de la vida humana, y pocos son aquellos que lo conocen.
Pero volviendo a nuestro relato, digo que me mofé bastante de los cornudos toros que, impelidos por la furia, embisten antes de mirar lo que tienen delante, ciegos por la cólera. Llegando a Monreale no pude menos que visitar su excelente catedral, cuyo claustro monacal no me atreví a profanar por miedo a que los monjes benedictinos, espantados por mi descomunal figura, salieran corriendo del monasterio gobernado bajo la regla de Cluny, dando alaridos y gritando a todo el mundo que el diablo en persona había entrado a comer con ellos. Lamenté no haber paseado por aquel claustro de columnas románicas, decoradas con pinturas árabes, pues Sicilia estuvo un tiempo habitada por los hijos de Ismael y seguidores de Mahoma. Tuve que contentarme con admirar la soberbia catedral de la villa, que todavía conserva en algunas partes el trazado de la mezquita que le sirvió de base, mientras los incansables turistas fotografiaban su elaborada fachada, y creo yo de veras, aunque temo que ustedes me tilden de cíclope prepotente, gran baldón para nuestro linaje, que aquellas hordas de bárbaros extranjeros, armados de cámaras digitales, antes fotografiaban mi velluda espalda y mi cabeza inmensa como una cúpula, que los tímidos aunque profusos relieves geométricos del templo santo. Al fin huí de la multitud para refugiarme en la soledad sincera de mis meditaciones sombrías, apartándome de la vanidad de ser señalado con el dedo, que ya entonces me acosaba, y protegiéndome en la reflexión verdadera de mis postrimerías. No quise pasar más tiempo en Monreale, y en un día de camino, o medio día mejor dicho, porque nunca he sido madrugador, desde las abruptas montañas que la engastan, divisé la hermosa ciudad de Palermo. Tanto interés tenía en ver la ciudad de la que tanto me habían hablado en las legendarias veladas de la infancia, que de un salto- vean cuál es mi condición física- descendí dejándome llevar por la gravedad, como la manzana de Newton, los seiscientos seis metros de altura del monte Pellegrino en picado, como un paracaidista, hasta caer rebotando en mitad del golfo, en el puerto besado por el mar.
Los distraídos paseantes que pateaban el paseo marítimo vieron descender del cielo un asteroide peludo que se mostró en prodigiosa figura erguida que aspiraba por sus espaciosas fosas nasales la tibia brisa del mediterráneo. La mayor parte de los paseantes, cuyos asombrosos gritos de pánico escuchaba sin ver por mi ojo a oscuras el semblante de quienes los proferían, despejaron como una pista de aterrizaje el lugar por el que caminaba. Incluso una pareja de guardias civiles que inspeccionaban la zona, cuyos temerosos pasos escuché a mis espaldas, trataron en lo posible de hacer la vista gorda para no tener que pedirme la documentación. “Buena es” decía “la gente de Palermo para recibir extranjeros con hospitalaria elegancia, si así huyen de un modesto ciudadano que se atreve, sin provocar escandalosas recepciones, a asomarse tímidamente a su forma de vida”. Por eso no me importó darme un baño en aquel mar refrescante para quitarme el polvo del siroco a la vista de los pescadores. Ellos creyeron sin duda que era una ballena cuando me vieron bracear cerca de sus barcos, un leviatán que habitaba en las profundidades del mar, con aletas del tamaño de antenas parabólicas, y tronco largo como un trasatlántico. Haciendo gala de su valerosa condición, me dejaron solo en las saladas aguas, pues los peces también huyeron en bancos cuando mi cuerpo tocó su superficie. Chorreante de agua salada salí del mar y mi pelaje se secó a pleno sol de la tarde, mientras yo, bajo el tintero volcado del crepúsculo, buscaba un modesto cubil para pasar la noche. Me senté en uno de los pétreos asientos que jalonan el paseo y allí cerré el ojo hasta la mañana siguiente. Un altivo sol de fuego me despertó sobre las nueve de la alborada, y decidí, pues hasta la hora de yantar no tenía otra cosa que hacer, visitar los principales monumentos de la ciudad. Ante todo, caminando tranquilamente por las estrechas calles del casco antiguo mientras la humanidad entera me hacía el vacío y se escabullía como una manada de asustadizos ciervos a mi paso, me plugo entrar en la curiosa capilla palatina, la cual está anexa al palacio que los normandos, pueblo belicoso del norte de Europa, construyeron en el siglo XII sobre unas ruinas musulmanas del siglo IX, para conmemorar su conquista de Sicilia. ¡Qué hermosísimos son los mocárabes de su artesonado techo, que caen como estalactitas geométricas sobre el visitante, y cuyas pinturas evocan escenas bíblicas y cotidianas! El ábside es una pintura bizantina que reproduce un pantocrátor flanqueado por los santos Pedro y Pablo, apóstol uno de judíos y el otro de gentiles. Me apeteció rezar un padrenuestro por mis pecados de cíclope, que son proporcionales al tamaño de mi cuerpo, en aquel emotivo santuario palatino, y después de contemplar la bulbosa fachada de San Giovanni degli Eremiti, con cúpulas como cebollas blancas, sentí en el parlamento de mi estómago el intransigente anuncio del hambre. Entonces, olvidando por un momento lo demás, decidí o, mejor dicho, decidió mi necesidad por mí, ir a comer a uno de los buenos restaurantes que Palermo tiene, y escogí uno que estaba cerca del puerto, que suelen ser los que mejor comida dan por su proximidad con las fuentes de materia prima. Estaba ansioso por probar la cocina mediterránea, tan sabrosa como saludable, pues yo no había saboreado en cuanto a cocina se refiere, más que los rudimentarios platos que me cocinaba mi madre en el monte Etna. Entré en un espacioso local, muy bien iluminado, que típicamente se llamaba “O SOLE MIO”, y después de pedir al camarero una mesa amplia, me acomodé en ella a la vista de los comensales que me miraban con desconcertante curiosidad. “¿Qué tendré yo que tanto les admira?” me preguntaba, “¿Será mi calidad de extranjero, o será la belleza de mi rostro?”. Los camareros me sirvieron agua y pan con notorio nerviosismo, y después me entregaron la carta sin decirme una palabra.
De entre los múltiples platos típicos que figuraban en el menú, me decanté por una dignísima fuente de mero bianco, pescado en bajamar aquella misma mañana. De segundo pedí un pollo a la diávola, bien sazonado de pimienta y tostado a la parrilla como un San Lorenzo. Antecedieron al banquete unos pinchos de fritura de calamar y sepia, tan efímeros como sabrosos. Aunque comí como un príncipe, no por eso dejé de preocuparme un tanto por ciertas murmuraciones que llegaron a mi oído, que lo tengo finísimo, acerca de mi incuestionable educación. Era el asunto que yo jamás había usado cubertería para comer, y como en los últimos años se ha generalizado tanto el empleo de ese tridente que llaman tenedor, de invención germánica, los comensales se sorprendían de verme comer con las manos. No me puedo explicar qué fuerza tienen las costumbres en el ánimo de la gente, porque con las manos comían los ciudadanos de Roma, cabeza del mundo civilizado, y ahora los sibaríticos pobladores de las urbes se llevan a la boca pedazos de alimento con trinchantes de asar carne, que esos, y no otros, fueron los nobles orígenes del tenedor. Pero, en fin, siempre han sido las costumbres tiranas del apetito, y de las costumbres nacen las leyes que nos rigen en mejor o peor medida, que no hay obra humana que perfecta sea. Por costumbre condenaron a muerte a Jesucristo, manifiesta injusticia que prueba que no están exentos de malignos errores los procederes humanos. Pero si no existiesen injusticias, no nos daríamos cuenta de nuestras faltas, y no nos podríamos abrazar al Dios del amor que todos juntos formamos. Por eso vamos a permitir a los hipócritas comensales de este mundo que se rían de mis hábitos salvajes a mandíbula batiente, porque yo también me río de ellos del mismo modo que ellos se ríen de mí, y con risas es preferible que con lágrimas entenderse. No obstante, el problema más grave con el que me encontré en el feliz restaurante no fue el de la jácara del qué dirán, sino el de la carencia absoluta y honesta de fondos para pagar la cuenta de mi consumición. “Señor” me informó el agradable camarero, “puede usted pagar, si lo prefiere, con tarjeta de crédito”. “No haré tal” respondí, “que no tengo otro crédito que el de mi palabra, que es palabra de honor, la cual agradece efusivamente el banquete con el que he sido servido, y promete pagar con alabanzas de toda índole este inestimable almuerzo panormitano”. El camarero se inquietó un tanto, como si no hubiese sido entendido. “Señor” me dijo valerosamente, “el precio del servicio asciende a noventa y dos euros”. “¡Válgame Dios!” le dije al garzón, “si no tengo uno, cuanto más noventa y dos euros. Pero aguarde, que se me ocurre un remedio para este desaguisado, y es el de firmarle de puño y letra esta servilleta con mis iniciales, de modo que, cuando vuelva por aquí otro día, me acuerde de la deuda que tengo con ustedes. Es más, les voy a dejar este cayado que me ha acompañado en mis viajes desde Ribera en el sur de la isla, que es un buen cayado de cepa, en prenda de este acuerdo, porque, como suele afirmarse, al buen pagador no le duelen prendas”. Dejé al atónito camarero mi cayado junto con la servilleta firmada, y me despedí con la mano abierta de mis servidores. Creo que nunca me sentó mejor una comida. El viento acariciaba mi negra cabellera ensortijada en la calle y yo, como si fuese el mismo Napoleón cuando cruzó los Alpes, caminaba con la cabeza alta y los pensamientos desperdigados por el cielo azul. De repente una voz de niño me interpeló.
– ¿Me da una limosna, por favor?- me preguntó asiéndome del robusto brazo.
– Espera- le propuse cuando creí recordar la historia que me contó aquel pastor de la montaña- ¿No serás tú el niño perdido que busca la policía, al que le han muerto los padres aquejados de cólera?
Cuando esto dije, el niño escapó de mí corriendo, pero yo lo atrapé y, mientras forcejeaba en vano por desasirse de mí, lo llevé a un callejón donde nadie nos oía y le prometí que no lo entregaría a las autoridades bajo ningún concepto. Entonces el niño me contó quién era y por qué huía de la gente.

9. EL GRAN MEGALONIO Y SU LAZARILLO MARCELO SE EMBARCAN RUMBO A NÁPOLES, DONDE LES ESPERAN INVEROSÍMILES AVENTURAS

– Refiéreme, niño- le propuse al pequeño fugado- cómo te llamas y por qué razón no quieres ir al orfanato, y prefieres vivir solo y alimentarte de la mendicidad por estas calles.
El bello niño clavó en mí sus grandes ojos azules con una fuerza infinita.
– Me llamo Marcelo- confesó- y no quiero ir al orfanato porque allí estaría siempre encerrado, y habría gente que no conozco que mandaría en mí. Yo quiero solo a mis padres, y a nadie más en el mundo.
– Pero tus padres…- me atreví a decir, y algo en la boca del estómago me impidió concluir la frase.
– Mis padres se han ido de viaje, pero volverán- me aseguró el niño con una confianza inquebrantable.
Entonces me pareció haberlo comprendido todo.
– Si tus padres estuvieran…aquí- dije- estoy seguro de que se alegrarían de ver que te portas bien, y que obedeces a los mayores. Un niño bueno debe obedecer a quienes tienen más experiencia que él.
– Pero mis padres no me han dicho nada de eso cuando se fueron- me informó el niño- Todo el mundo quiere encerrarme. Me buscan- dijo mirando hacia los lados- Por eso escapo de la gente para que no puedan cogerme.
– Oye- le dije al niño agachándome y poniendo mi cabeza muy cerca de la suya, por lo que me sorprendió demasiado que mi monstruosa faz no lo asustara- Yo te puedo ayudar. Sé de un sitio donde nadie podría perseguirte, y así podrás esperar allí tranquilamente hasta que lleguen tus padres.
El niño me miró con desconfianza. No respondió.
– ¿No me crees, eh?- sonreí- Para probarte que digo verdad, y que no te engaño ni me burlo de ti, te voy a regalar la cosa que más deseas en el mundo. ¿Qué es lo que más te apetecería tener?
– Querría que volviesen mis padres- me dijo sin dudar el niño, con los ojos muy abiertos, como si yo tuviese potestad para traer a alguien de los jardines del otro mundo.
– Además de eso- le susurré.
– Me gustaría tener un caballo de madera, como el que tienen los niños ricos del colegio- me pidió.
– Dalo por hecho- le prometí- Ven conmigo y te lo daré.
El niño retrocedió unos pasos de mí.
– ¿Seguro que no me engaña?- me preguntó- ¿Seguro que no es usted policía?
Tuve ganas de echarme a reír de aquella simplicidad, porque para ser policía, solo me hacía falta la gorra.
– No, no soy policía- declaré- ¿Tú has visto a algún policía con un solo ojo en la frente?
– No- confesó el niño.
– ¿Pues entonces?- repuse.
El niño pareció convencerse.
– Dame la mano- le pedí- Te voy a entregar ahora mismo tu caballo.
Lo llevé por el dédalo de callejuelas del casco antiguo, y pasamos ambos sin detenernos por los egregios palacios de Sclafani, Marchiesi, Chiaramonte, Abbatelli y Bonagia. Tan distraídos con nuestros mutuos pactos estábamos él y yo, que menospreciamos las nobiliarias mansiones como si de chozas de campesinos se tratasen, y aún me parece que no es tan pésima la comparación. Por fin, cerca de San Cataldo, con osado impulso desgajé una gruesa rama de tilo verde que junto al templo crecía y le pregunté al niño:
– ¿Qué es esto?
– Una rama- respondió.
– Pues si Dios quiere- declaré yo- pronto será un caballo.
Y diciendo esto y delante de sus mismas narices, haciendo gala de la carpintería que había aprendido en mis años mozos, que es tanta como saber el nombre que tiene, y saber también que San José era un profesional de ese complicado arte, desbasté el rugoso tronco y, arrancándole con los dientes la corteza, lo tallé con mis uñas como gubias hasta que el informe leño natural se transformó en un artificioso caballo alazán del tamaño de un perro pequeño, al que solo le faltaba relinchar para ser perfecto. No es que elogie tanto aquella escultura por haberla hecho yo, lo cual resulta para muchos motivo suficiente que avala la suprema calidad de sus producciones, sino que, teniendo en cuenta la ilusión del niño que me veía construir su sueño, yo me sentía como el mismo Praxíteles, o como el mismo Miguel Ángel cuando terminó el David.
– ¿Te gusta?- le pregunté al niño entregándole el juguete terminado.
– Sí- me respondió con rostro asombrado, mientras una lágrima se asomaba a sus bellos ojos- Gracias, señor.
– No me tienes que dar las gracias- repuse- Lo prometido es deuda. Ahora que yo he cumplido con mi parte del trato, debes cumplir tú con la tuya.
– Señor- me confesó el niño con fervor- Iré con usted adonde quiera hasta que vuelvan mis padres.
Ante aquella simple y definitiva declaración, se enterneció mi corazón de cíclope y abracé al niño que desde entonces sería el guía de un ciego, hasta el día en el que volviesen sus padres. El caballo de madera nos acompañaría hasta Florencia, donde se perdería para siempre arrastrado por la corriente del Arno, aunque yo prometí a mi lazarillo tallar para él otro igual, e incluso le propuse obtener un pura sangre que cabalgase de verdad, como el que montaban los condottieros. Así pues, como yo estaba decidido a viajar por este inmenso e inestable mundo que poblamos, el cual es mucho mayor que lo que para los astrónomos ocupa el globo terráqueo, porque está suspendido en un universo multiplicado por la inmensidad de nuestro asombro, decidí embarcarme con Marcelo en un buque hacia Nápoles, con la finalidad de conocer la Europa continental fundada por aquella princesa resplandeciente que le dio nombre, llegada de Asia Menor a lomos de un toro blanco.
Después de comprarle comida a Marcelo, que llevaba un día sin comer, acudí al puerto, cerca de los astilleros, junto con mi guía, y pedí en la taquilla un billete para embarcarme a las 7:30 de la tarde de aquel mismo día rumbo a Nápoles. Me sorprendí bastante de que el billete hubiese que pagarlo con dinero de curso legal, aquellos primitivos discos de metal brillante que inventó en mala hora el fatídico rey Creso de Lidia, y sin los cuales no puede entenderse la civilización. “No puedo explicarme” decía, “cómo los seres humanos, que han recibido gratuitamente el bien sobre el que se sustentan todos los demás –la vida- se pongan ahora a medir de modo frío y matemático, a través del metal maldito que fue el origen de la guerra, los recursos naturales que Dios les ha regalado. Gran misterio es ese”. Pero después de meditar un rato, caí en la cuenta de que como los hombres son libres, no siempre son buenos, y como hay que legislar para todos, buenos y malos, la ley general se ha de fundar en las leyes naturales, que se basan en la lucha por los recursos, como descubrieron los investigadores Darwin y Malthus, y en esa lucha animal los más poderosos someten a los más indefensos. No es así para los buenos, cuya única ley es el amor, exclusiva norma que conduce a la felicidad, la cual se prolonga en un justo y necesario futuro eterno; pero el presente, corrompido, pertenece a la soberanía de la maldad, que aplica para los hombres la misma ley que para los animales. “Estando así las cosas por el momento”, me dije, “tengo que conseguir treinta y cuatro euros, que es el precio de embarque”. Se me ocurrió que podría encontrar a un buen hombre o a una buena mujer, que en el arte de pagar las leyes humanas no establecen ningún tipo de discriminación, y que filantrópicamente me adelantase esa frívola cantidad por mi agradable rostro. Con esta determinación, le susurré al oído al pequeño Marcelo, para que no se impacientase:
– Vamos a cobrar lo que vale nuestro billete de barco.
Y, acudiendo a una calle concurrida del centro de la ciudad, me puse a saludar a los paseantes con efusiva cordialidad, con el corazón en la mano, como suele decirse. Escogí a un hombre que me pareció solvente, tonsurado al estilo al que le obligaba su calva prematura, y que llevaba un periódico doblado bajo el brazo y las manos en los bolsillos. El ciudadano medio de una ciudad metropolitana.
– Buen señor- le dije alargando la enorme palma de mi mano derecha- ¿Tendría la bondad de facilitarme treinta y cuatro euros contantes y sonantes para un negocio que tengo en mente?
El ciudadano medio me miró y vio un enorme ojo que lo miraba, y una turbación desconocida le impidió contestar palabra. Sacando repentinamente la cartera del bolsillo, después de entregarme todo lo que llevaba encima, salió huyendo con poca elegancia y sin despedirse siquiera de mí. “Me desconcierta esta gente” me dije con preocupación, “Por una parte tan gentil en cuanto a dádivas se refiere, y por otra tan maleducada como el Robinsón Crusoe que ha nacido en una isla desierta”. Por suerte la donación ascendía a trescientos treinta euros en cuatro billetes hermosos, más de lo que necesitaba. De modo que mi guía y yo adquirimos nuestra carta de embarque y, sentados en un banco del muelle, vimos llegar nuestra preciosa nao, tan blanca que parecía de marfil, con una chimenea que escupía negro humo. No era tan sugerente como aquellas carabelas que descubrieron el continente americano, pero con el prosaísmo de la ingeniería de Fulton y la adaptación a un motor de explosión que se alimentaba de hidrocarburos, en lugar de blancas velas como sábanas de Holanda, aún conservaba un no sé qué de grandeza.
– Vamos rumbo a Nápoles- le dije a mi infante- Allí te invitaré a una sabrosa pizza. Podemos viajar en primera clase. Somos ricos.
– ¿Somos ricos, por qué?- me preguntó el niño con curiosidad de recién nacido.
– Porque podemos hacer lo que queramos- le respondí.
Mientras los pañuelos blancos se agitaban en la costa despidiendo a los seres queridos, nos despedimos nosotros también de Palermo, que nos decía adiós desde los altos campanarios de sus iglesias.

10. EL CÍCLOPE Y SU PUPILO LLEGAN A NÁPOLES, DONDE UNA PESCADORA LES NARRA LA LEYENDA DE PARTÉNOPE, CON EL EPISODIO DE LA CABEZA CORTADA DE GIAMBATTISTA VICO

Nuestra travesía en barco fue, cuanto menos, extravagante, como la mayoría de los sucesos que me acontecen.
A título de curiosidad puedo contar una graciosa anécdota que sazonaría mi narración. Después de haber comido en el comedor del barco mi pupilo y yo, un lenguado a la plancha y unos calamares fritos, en ingente cantidad, pues estábamos hambrientos de nuestra peregrinación en tierra firme, lo cual provocó ya de por sí un repentino cruce de miradas entre los comensales de la colectiva sala, acudimos a reposar nuestros estómagos con una agradable siesta tendidos en sendas tumbonas de cubierta. Pueden creerse, amigos, que aunque había exactamente treinta tumbonas distribuidas en aquella zona de cubierta, que era la de babor, nadie nos acompañó en nuestra siesta, y Marcelo, para divertirse, pues niño era no en vano, se colocó en cada una de las tumbonas durante unos segundos, imitando con infantiles modos los gestos de los representantes de la alta sociedad del barco, como un actor nato, tan bien, que tuve que reírme estrepitosamente y aplaudir con fervor después de la representación. El guardia de seguridad del barco, como un káiser alemán, supervisaba nuestra siesta sin poder resistir la curiosidad de saber quiénes éramos nosotros, que tan extraños parecíamos. Se aproximó subrepticiamente a mí y me hizo una seña con la mano para que hablase con él, pero como yo soy ciego de nacimiento, como ustedes no ignoran, tuvo que ser el pequeño Marcelo quien, tirándome de la manga peluda de mi antebrazo, me indicase que un señor de blanco y azul deseaba dirigirme la palabra.
– Hable con libertad, honorable chambelán- le indiqué al guardia- que yo le escucho.
– ¿Es usted extranjero, señor, si no le parece impertinente mi pregunta?- me interpeló tímidamente.
– Me precio de ser siciliano, oriundo del monte Etna- le respondí.
El guardia hizo un gesto de incredulidad.
– No quiero ser descortés, señor- se disculpó- pero, ¿podría responderme a otra pregunta?
– Sí- declaré- aunque me temo que ya he respondido. En fin, puede interrogarme sobre lo que quiera, excepto sobre materia de colores, pues le he de confesar que soy tan ciego como lo fue el propio Milton, eso sí, la mitad de ciego que él fue, pues yo lo soy de un solo ojo.
– Ese niño que viaja con usted, ¿es su hijo?
Entendí que la pregunta era capciosa, pues si declaraba que no era mi hijo natural, comenzarían las gentes a sospechar sobre la posibilidad de un rapto o de un secuestro.
– Así es, es mi hijo- aseguré, y guiñando mi único ojo, me aproximé al oído del guardia- Nos parecemos bastante, ¿no cree?
– Sí- tartamudeó el oficial- Tienen cierto parecido.
– ¿Hay algo más que desee saber?- pregunté.
– No, señor. Muchas gracias- me dijo con una reverencia antes de marcharse velozmente.
Más tarde me enteré, pues tengo un oído finísimo, de que una encopetada señora inglesa, más presumida que la reina Victoria, que vestía con seda de encaje y llevaba en la cabeza, a modo de estrambótico tocado, un gigantesco girasol amarillo de la India, la cual era viuda de un rico empresario de Glasgow, se quejó al capitán del barco de que había visto a un desagradable monstruo peludo de un solo ojo recostado como un marajá en una tumbona de cubierta.
– No es un monstruo- se justificó el capitán- Es un pacífico cliente que ha pagado su pasaje.
– Me quejaré a las autoridades- bufó la esposa del difunto gentleman- ¡Hacerle esto a una ciudadana inglesa!
Como yo lo escuché todo, decidí pasar a la acción, en palabras de Hamlet. Se me ocurrió la idea de que lo mejor que podía hacer era presentarle mis respetos a aquella ilustre ciudadana inglesa que me había confundido con un monstruo. Acompañado de Marcelo, corté una rosa de una de las macetas de mi camarote y, con la voz más galante que pude fingir, que a mí me pareció la del mismo Antinoo, cuando la vi sola apoyada en la barandilla del barco mirando el mar azul y ondulado, me acerqué con sigilo a ella y le besé la mano antes de que tuviera tiempo de gritar, y en correctísimo inglés de Gales, le hablé así:
– Ilustre hija de Gran Bretaña, le presento esta rosa cortada de mi jardín con mis propias manos, sin usar cuchillo ni tijera de podar, a modo de disculpa por mi grotesca figura y por mis irreverentes costumbres, las cuales desgraciadamente han ofendido a su preciada persona. Mi voz no es la de un ruiseñor, es más bien semejante al graznido de un cuervo, pero tan sincera como el balido de un cordero. Dios salve a la reina.
La viuda palideció cuando le entregué la rosa isabelina como lo pudiera hacer John Donne o un personaje del gran William de Stratford. Se quedó con la palabra en la boca, y yo me fui contento de saldar una deuda de cortesía que me remordía la conciencia.
– Señores pasajeros, hemos llegado a Nápoles- clamó el metálico susurro de los altavoces.
– Mira, Marcelo- le dije a mi pequeño guía- Hemos llegado a la antigua Parténope, cuyo encantado golfo se abre ante nosotros. Fíjate bien en lo que ves, porque más tarde me lo tendrás que describir punto por punto.
– ¿Ese es Nápoles?- me preguntó columpiándose en la barandilla.
– Así es- le respondí.
Estábamos muy cerca de la isla de Capri, donde relata Suetonio que el despótico emperador Tiberio de Roma tenía afincada una villa campestre lejos del bullicio urbano, con el fin no de estudiar humanidades, más bien de entregarse en cuerpo y alma a los placeres eróticos. Hoy en día la poblaban deslumbrantes chalets pertenecientes a gente adinerada que empleaba el enclave para los mismos fines recreativos. Frente a nosotros estaba Sorrento, al cual en menos de media hora dejamos atrás, y contemplando de pasada, aunque a mi pesar, las ciudades romanas de Pompeya y Herculano, sepultadas por el fiero Vesubio y su ardiente lava que mató a Plinio el Viejo, sentí nostalgia de un lugar en el que no había estado nunca, pero me invadió, como se dice que le sucedió a Stendhal, una deliciosa tristeza. Imaginé aquellas domi cuadradas como todo lo latino y habitadas por despreocupados patricios burgueses, saciados de lujo pagano, que se entretenían pintando escenas domésticas en las paredes de sus ostentosas viviendas vacacionales. El neoclasicismo europeo del siglo XVIII intentó imitar la nitidez de líneas de aquellas pinturas mistéricas, identificando antigüedad con geometría, con un trazo vigoroso que rehuía la amplificación, inaugurando aquel estilo idólatra de la razón humana que David inmortalizó decorando las antiguas escenas de la Revolución Francesa, visibles puerilidades elevadas al heroísmo y que Washington copió en la importada y aburrida fachada de su Capitolio.
Cuando nos encontrábamos a la altura de la Torre del Greco, divisamos la populosa ciudad a los mismos pies del volcán Vesubio, a modo de escabel a su magnificencia. “¡Oh Nápoles, antigua capital del reino de las Dos Sicilias, fundado por Alfonso V de Aragón!” grité al mar tirreno como un Tritón surgido de las mansas y bien hiladas aguas, “¡Oh Neápolis, asentada por colonos de Cumas y de Rodas, cuéntame tu leyenda fabulosa en lengua de las Musas, para que sea transmitida de generación en generación y jamás se pierda en la oscura boca del Olvido! Pero no me entretengas con los cómicos fantasmas de Ariosto. Háblame con la concisión de Ungaretti, como si tuvieses que grabar todo lo que eres en un epitafio de oro”.
– ¿Con quién hablas?- me preguntó con sorpresa Marcelo.
– Con el mar- le respondí sonriendo- El mar es el origen de la vida, y este mare nostrum, que es el mediterráneo, es el origen también de una civilización que ahora en parte se ha pervertido, venida de los genéticos cultivos de Mesopotamia.
El barco anunció la arribada a la ciudad con un estrepitoso mugido de bocina.
– Mira, ya llegamos- dijo Marcelo.
– Ya puedes tocar la península italiana- le informé a Marcelo extendiendo el índice hacia la costa- El nombre de Italia se lo debemos al rey Ítalo, venido de Arcadia junto con el primer contingente de griegos que se asentaron en estas tierras, los enotrios, cuyo primer monarca fue Ausonio. No obstante, Ítalo fue el más justo de los reyes italianos, como Salomón lo fue de los judíos, y tan justo era que sus súbditos le dieron ese nombre, que significa “buey que labra la tierra”.
– De modo que según esa regla- apuntó sabiamente Marcelo- el nombre de Italia significa “tierra de bueyes”.
– Exacto, sagaz alumno- felicité al inteligente niño colocando mi enorme mano sobre su cabeza, como asegura Poe que hace el diablo con sus pupilos.
Al frente mismo de Castellanmare, el barco se detuvo, y la ingente multitud de pasajeros, entre los cuales nos encontrábamos nosotros, se precipitó a tierra como una ruda manada de ñus africanos. Tuve que poner a Marcelo sobre mis hombros y separar a los miembros de la multitud con las manos, para lograr abrirme paso hacia el embarcadero. Puesto un pie en Nápoles, el estómago empezó a torturarme con sus retortijones poco democráticos, de modo que le dije a Marcelo:
– La primera necesidad del ser humano es el alimento que lo vincula con el animal prehistórico, aunque en el hombre el instinto aparece complementado por la inteligencia, por medio de la cual podemos amar a nuestros semejantes y entrar en el divino plan de la eternidad. Lo digo porque empiezo a tener hambre, y el hambre me hace elocuente, como a los políticos. No hay nada que más me apetezca en este momento, maquiavélicamente hablando, que una pizza napolitana de diez metros cuadrados. ¿No te apetece a ti lo mismo?
– Sí- me respondió el niño acariciando con la mano el estómago- Pero la mía que sea sin anchoas. Me dan asco.
Sin tiempo de escoger la pizzería más adecuada, entramos por la puerta de la primera que topamos y yo pedí en la barra, a un cocinero uniformado de blanco con puntiagudos bigotes como el mismísimo Scapi, maestro de cocina de los cardenales romanos del siglo XVI, una descomunal e hiperbólica pizza de atún fresco y cuatro quesos: parmesano, gorgonzola, manchego y gruyère. El cocinero abrió mucho los ojos, y después de mirarnos de arriba a abajo a mi pupilo y a mí, se dio la vuelta y maldijo en romanés, haciendo muchas veces cuando creía que no lo veíamos un gesto obsceno con el dedo corazón levantado.
– ¿Qué hace ese señor?- me preguntó Marcelo.
– Nada especial- respondí- Creo que le hemos gustado.
Al cabo de una hora exacta, nos sirvió en la terraza del local la pizza que habíamos pedido, enrollada sobre sí misma a modo de calzone, y aún así, resultó necesario unir seis mesas para emplatarla. En dos bocados devoramos el ágape, y después de extender un billete sucio de los que me quedaban al atormentado cocinero, que con los bigotes hirsutos y los ojos desencajados por el enojo parecía un asesino de tragedia, un furioso Orestes, que hubiese huido de un teatro en llamas, nos perdimos por las entrañables callejuelas del puerto. Tuvimos la suerte de encontrar más tarde- no me pregunten qué hora era, porque no me acuerdo- a unas pescadoras que arreglaban sus redes al modo tradicional, reparando los nudos rotos con sus hábiles manos. Una de aquellas pescadoras se llamaba Lucía, tenía unos treinta y cinco años y tres hijos mayores de edad. Cuando le preguntamos si sabía algo de la leyenda de Parténope nos dijo:
– Muchas historias se cuentan sobre la fundación de Nápoles, pero la más bella de todas ellas es la que refiere que la sirena Parténope, dama de las aguas, que tenía cola de pez y hermoso cuerpo de mujer de cintura para arriba, se encontró en tiempos remotos con un pescador de estas tierras en alta mar, el cual consiguió encerrarla en su red, y ella le prometió lo que quisiera a cambio de su libertad. Pero el pescador era demasiado avaro para perder la presa capturada, y además estaba seducido por la belleza de la muchacha. “Necio” le respondió ella al enterarse de su deseo, “nunca lograrás lo que te propones. Mi cuerpo no puede unirse al tuyo”. El pescador, como Peleo con su Tetis, intentó forzarla y, al no conseguirlo, la encerró en su barco hasta que ella accediese a la unión. Durante las noches, los habitantes de este puerto escuchaban la voz encandiladora de la sirena, cantando una lúgubre canción sobre la muerte del pescador que la había encerrado injustamente. Todos sentían miedo menos el culpable del delito. Pero una mañana, tras dolores incontables y una agonía horrenda, murió el pescador malvado sin poder recibir confesión. Su alma fue derecha al infierno. Entonces, los habitantes de estas tierras, en colectivo tropel, se precipitaron a entrar en el barco del pescador fallecido y a liberar a la sirena. Pero la encontraron ya moribunda, pálida y ojerosa, y no pudieron salvarla. Ella les dijo unas últimas palabras: “Habitantes del golfo, no temáis por vuestra vida. Yo estaba destinada por el cielo a tener este final. Si hacéis lo que os mando, seréis siempre dichosos. Cavad una tumba para mí en la orilla y llamad a esta costa Parténope. Ese es mi nombre. Cuando pasen muchos años, esta será una ciudad populosa con un santo patrón que hará hervir su sangre delante de vosotros”. Se hizo lo que ella mandó, y hoy en día la catedral de Nápoles conserva la cabeza cortada de San Jenaro, patrón de Nápoles y antiguo obispo de Benevento, cuyas redomas de sangre coagulada conservadas como reliquia hierven cuando se aproximan a ella.
– Un relato digno de Bocaccio- declaré- merecedor del mayor encomio por su notable misterio, que es sinónimo de belleza.
– Todavía hay más, señor- me confesó Lucía- Usted demuestra ser un hombre culto, además de bien parecido. ¿Conoce usted a Giambattista Vico?
– No he tenido el placer de estrechar su mano, porque unos siglos se interpusieron entre nosotros, pero conozco remotamente sus ideas sobre la historia- le indiqué- que pasa por tres fases: una divina, otra heroica y otra humana, tras la cual vuelve a comenzar la primera. Nietzsche y él eran hermanos en pensamiento.
– Pues entonces sabrá también- me dijo sonriendo la ladina napolitana- que Vico era oriundo de este puerto, y sabrá también el suceso del encuentro de su cabeza cortada en nuestras playas.
– No tengo noticia de tal noticia- confesé- Por favor, refiéramela.
– Con mucho gusto, elegante señor- me confesó con cierta ironía- Pues es el cuento así: mi padre, que era pescador y participó por fuerza en las dos guerras mundiales, primero en Verona y después en Turín, me contaba de pequeña que un americano que residía en Rapallo, el cual era poeta y escribió unos cantos sobre Italia…
– ¿Se refiere a Ezra Pound?- pregunté con interés.
– No sé cómo se llamaba, pero bien pudo ser ese que usted dice- me indicó la buena mujer- Pues el tal americano, caminando por la costa de Pozzuoli, y mientras hablaba con otro amigo suyo también poeta que decían que tenía una forma muy rara de escribir, sin puntos ni comas, como los niños…
– Marinetti- apunté- El primer escritor vanguardista o neorromántico del siglo XX.
– A fe que conoce usted mejor el cuento que yo- rió la napolitana con los brazos en jarras- Parezco una figura de Belén, no hago más que contar algo que usted ya sabe.
– La única figura atípica que hay aquí soy yo- tranquilicé a la narradora- Cuente usted, que yo solo me limito a puntualizar algún dato. Los hechos usted los sabe, pues el cuento es suyo.
– Loado sea Dios que todavía es mío el cuento- gimió la teatrera Lucía- Pues estando caminando estos dos señores, los cuales hablaban de la frivolidad de creer en Dios, pues ellos eran ateos y, a pesar de ser tan principales, no sabían rezar el rosario, vieron surgir del mar la cabeza cortada de este tal señor Vico, el cual había sido ateo en vida, que les dijo así: “Desgraciados. Europa es y será siempre cristiana. ¿Cuál es vuestro ídolo, el becerro de oro de la tecnología y del dinero, manifestaciones del poder humano? Europa fue edificada en los principios de la cristiandad desde el emperador Constantino. Querer sustituir esos principios por los derechos humanos consolidados en 1789, refinados por la vanidad enciclopedista de la información, opuesta al conocimiento de la raíz de las cosas, ha traído estas guerras, y traerá otras muchas en el futuro. Aprended de mí, que he sido volteriano y ateo durante mi vida y ahora purgo el pecado de mi orgullo”. Los dos señores, según cuenta la leyenda, desde aquel día se hicieron creyentes. Pero claro, la leyenda no deja de ser un poco radical para los liberales turistas que la oyen por primera vez.
– Esa historia revela una gran verdad- confesé- pues no podemos renunciar a nuestro pasado, que es la raíz del tiempo presente. Europa era un mosaico de pueblos dispersos a los que una religión agrupó en uno. Es cierto que en nombre de la religión se cometieron atrocidades, como por ejemplo el triste fenómeno de las cruzadas, así como los cismas y procesos inquisitivos contra inocentes, porque no siempre se siguieron los principios fundadores de la comunidad, sino las más de las veces, los nefastos intereses. Pero, ¿qué, no es libre el hombre para obrar bien o mal según su voluntad? Que haya malvados no quiere decir que todos lo sean. Jesucristo ya lo dijo en el sermón contra los fariseos judíos: “haced lo que ellos digan, pero no lo que ellos hagan”. La caridad evangélica unió a pueblos tan diferentes, y solo ese mismo sentimiento los puede mantener unidos en el tiempo presente, no un cúmulo de formulaciones jurídicas que solo se fundamentan en aquel origen, y sin él perecen, pues, ¿qué es la doctrina liberal y democrática de los modernos Estados de Derecho más que un pronunciamiento sobre la caridad cristiana, que hace iguales a los seres humanos, y que abolió definitivamente la esclavitud, proclamando la isonomía entre los hombres, fundamento de la paz social? Sin el cristianismo, el liberalismo no existiría. La religión moderna y definitiva es aquella que une, no que separa.
Así hablé con la voz de mi corazón, mientras la pescadora me escuchaba con profundo embelesamiento.

11. LA GLORIOSA EMBAJADA DEL CÍCLOPE EN EL CASTEL SANT’ELMO, Y RECEPCIÓN PRINCIPESCA DIGNA DE UN CUADRO DE GIOTTO

– Por Dios, señor, y por santa María- me dijo la pescadora napolitana alzando las manos- Usted habla como un predicador o un sacerdote. ¡Qué bonito resulta oírle decir esas cosas! Si la gente de ahora, viciosa en extremo, pudiera pensar como usted piensa… Pero no, que todo está corrompido, y lo sagrado se confunde con lo profano, la virtud con el vicio. ¡Ay de nosotros! La juventud de hoy no sabe lo que es el mundo, porque no sufrió guerras ni carestías como nosotros sufrimos. ¡La Virgen nos ampare! ¿Qué será del mundo cuando se lo dejemos a nuestros hijos?
– No se preocupe por ese pormenor- dije a la pescadora- Dios proveerá como siempre ha hecho. El ser humano tiene que sufrir para poder merecer la salvación, que es entrar en la memoria del amor por la puerta de la virtud, el esfuerzo. Hay que subir a la cruz de todos los días, desde el nacimiento hasta la muerte, pues la muerte es el dolor inicial que precede a todo nacimiento, como el capullo de la oruga precede a la metamorfosis final de la mariposa. Si la semilla no muere, ¿podría nacer el árbol? Los jóvenes que empiezan la vida han de pasar por pruebas y experiencias que los transformen en lo que serán, y es necesario que se equivoquen muchas veces antes de llegar al éxito definitivo, el cual sin duda llegará, como después de la noche llega el día. ¿No persiguió San Pablo en su juventud lo contrario de lo que quería? ¿Y no lo dejó ciego durante tres días el sol de la verdad que lo deslumbró en el camino que llevaba? Pero después del dolor de haberse equivocado, alcanzó la gloria del descubrimiento de la verdad, al que nada en esta vida puede compararse.
– ¡Por Dios, señor- exclamó la napolitana- que solo le falta a usted un capelo cardenalicio, porque predica como los ángeles! Mire- se disculpó- si no se enfada, le confesaré que cuando le vi de primeras me pareció el hombre más feo del mundo, con ese pelo por el cuerpo y ese ojo en la frente que no mira nunca al que le habla…
– Soy ciego, señora- confesé sonriendo, contento de que ella no hubiese caído en la cuenta de mi defecto.
– ¡Quién lo diría!- exclamó la mujer- Pues le aseguro que me pareció usted feísimo, y me alegré de tener marido para que no se le ocurriera a usted sacarme a bailar…
– No se me ocurriría eso- declaré- Bailo como una rana.
– …Pero cuando le oí hablar- prosiguió la pescadora- se me borró todo eso, y le juro que hasta ( que Dios me perdone) hasta me pareció atractivo…
– No hay duda de que lo soy- consentí- Tengo un ojo muy hermoso, aunque no ve.
– No lo niego- corroboró la napolitana- Y ese niño que viaja con usted, si no le parece mal la pregunta, ¿es un familiar suyo, señor…?
– Megalonio- completé- Pues sí, doña Lucía, es hijo de mis entrañas, y va siempre de mi mano, como aho… ¡Maldita sea!- exclamé- ¿Donde diablos se ha metido Marcelo?
Durante mi larga conversación con la napolitana, había olvidado por completo a mi travieso acompañante, el cual, aprovechando mi retórica, se había ido solo a explorar las calles para vencer el castigo del aburrimiento. Tuve que despedirme de mi contertulia y callejear por el casco antiguo deshojando rostros desconocidos y preguntando a los despreocupados transeúntes, en su mayoría extranjeros, si habían visto a un niño de cabello de oro y de ojos de zafiro, sin que ninguno de los interrogados me diese razón de su paradero. Recorrí a saltos la Vía Medina, explorando en las alcantarillas y contenedores de basura, mesándome la barba y los cabellos por haber perdido a mi indefenso Oliver Twist, que antes debiera llamar Tom Sawyer, por ser tan travieso y atrevido como para abandonarme y perderse en una ciudad desconocida. Quien quiera vigilar a un niño, ha de tener más ojos que Argos, y yo, que solo tengo uno, y para colmo ciego, soy tan eficaz para cuidar tiernos infantes y para guardarlos del peligro como un precipicio abierto a sus pasos. “¡Oh Polifemo, Polifemo, qué imprudente y confiado has sido! ¿Dónde estará mi hijo querido, mi Marcelo, como Daniel entre los leones?” me decía cubriéndome el rostro con las manos, “¿Qué harás ahora, gigante, cuando te han arrancado el corazón, tu única descendencia? ¿Dónde está tu fuerza? ¡A y de ti! ¡Oh Absalón, Absalón! ¿Por qué te has ido de mi lado? ¿Por qué no estuve yo más atento? ¿Por qué, hijo del alma, me has abandonado?”. Si no encontraba al niño, no podría avisar a la policía, debido a que como ustedes no ignoran, yo lo retenía junto a mí contra la ley de los hombres de doble mirada. Se me ocurrió rezarle una oración a San Jenaro, patrono de la ciudad, para que me ayudase a encontrar a la oveja perdida. “No pudo ir demasiado lejos” me dije, “su zancada es corta”. Pero cuando las cuerdas de mi sistema nervioso, tañidas por mi preocupación etérea, como arpas eolias entonaban una desesperada canción fúnebre, al santo patrón de Nápoles plugo obrar un milagro, y escuché de lejos la voz de mi niño perdido que me llamaba. Alzaba su mano frente a la basílica de San Giacomo degli Spagnoli, rodeado de una pandilla de niños harapientos que pedían limosna entre risas a las puertas de la iglesia.
– ¡Marcelo!- exclamé cuando lo tuve entre mis brazos- ¡Marcelo mío! ¿Qué demonio te inspiró que te fueras de mi lado, abandonándome en la noche infernal de mi soledad? ¿Cómo no pensaste en las lágrimas de un padre, que aunque es verdad que soy padre adoptivo, no por eso dejo de sentir que me han arrancado el corazón del pecho si te he perdido? ¡Yo, ciego gigante, buscaba la luz de mis ojos a tientas, hasta que al fin pude encontrarte!
– Perdóname, padre- me dijo Marcelo entre lágrimas abrazándose a mis enormes miembros, empleando por vez primera el término padre para referirse a mí- Me perdí en la ciudad cuando traté de seguir a un niño que corría delante de mí, y que se adentró en calles desconocidas hasta llegar a esta iglesia, donde se detuvo y, entre todos estos niños que aquí están, me preguntó quién era. Yo le dije que era de Palermo y que estaba aquí con un señor que me había traído, con la espalda ancha y un solo ojo en la frente. Estos niños se rieron pensando que les había mentido y me aconsejaron que, puesto que había pasado a ser huérfano, me pusiese a pedir con ellos a las puertas de la iglesia. Estuve rezando para que tú llegaras y demostrases que no era huérfano, ni ladrón, ni pobre, ni malvado. Cuando te vi llegar, alcé la voz cuanto pude para llamarte, porque tú no puedes verme porque eres ciego, y les dije a estos niños: “Ese es mi padre. Como veis, no he mentido”. Estoy tan contento de volverte a ver como si me hubieses rescatado de un gran peligro.
Cuando me contó esto, mi alma se enterneció tanto, que solo pude pensar, como Leopardi, muerto en aquella misma ciudad:
Non so se el riso o la pietà prevale.
¡Pequeño espíritu infantil, a través del cual puedo contemplar el mundo! ¡Eres la parte más interna y preciada de mi ser! Sin ti, mi grandeza se vuelve insignificante. Eres la lámpara que enciende las tinieblas de mi corazón. Dichoso yo, que siempre te tengo a mi lado. ¿De qué sirve el genio sin la inocencia que lo alimenta? Todo me lo señala tu dedo, mientras yo imagino el universo del Arte por medio del cristal de tu mirada. Después de llorar ininterrumpidamente durante un minuto abrazados mi Marcelo y yo, terminé por preguntarles a aquellos niños harapientos quiénes eran, y me informaron, no sin antes asombrarse de que mi apariencia pudiese ser real, de que en Nápoles los lamaban lazzaroni, se dedicaban a la mendicidad y su institución era tan antigua como la ciudad misma. No pude darles limosna, porque todo lo que me había entregado gratuitamente aquel buen hombre de Palermo para adquirir el billete de embarque lo había gastado ya, y no me quedaba sino su recuerdo.
– Vamos a buscar un lugar para pasar la noche, hijo- le dije a Marcelo- que las ciudades grandes son como la fosa subterránea que imaginó Dante en su inferno, como un espejo laberíntico soñado por Borges o como un calidoscopio hibérnico recreado por la magia pintoresca de James Joyce. En este desierto de gente no hallarás el mismo número de personas que las que ves, las cuales no son más que fantasmas sin consistencia corpórea, como el humo de un cigarro. A Diógenes le harían falta varias linternas para hallar a un semejante. En estas industrializadas urbes, las calles y avenidas parecen infinitas, geométricas y terribles; y cuando llega la noche, cada individuo se encierra en una habitación hasta la mañana siguiente. Los hombres son como los átomos encerrados en sus respectivas esferas de derechos, que solo interactúan en base a un estereotipado ceremonial en el cual no cabe la espontaneidad que nosotros dos representamos.
– ¿La gente es mala?- me preguntó Marcelo.
– No es completamente mala- le expliqué- pero se deja llevar por sus prejuicios.
– ¿Qué son prejuicios?- volvió a preguntarme.
– Son costumbres heredadas no sometidas a revisión racional- repuse- Instintos viciosos que impiden que la virtud se desarrolle, porque la virtud emana directamente del alma como manifestación suya que es, pero como el alma racional y pura está en perpetua lucha con los instintos sucios y mundanos del animal antiguo, muchas veces los hombres claudican en esa severa lucha y ceden al instinto lo que debiera pertenecer al alma, dejándose llevar, como una balsa sin motor, velas ni remos, por la corriente de los acontecimientos hasta su perdición y su muerte.
– ¿Pero no estamos todos sujetos a la muerte?- apuntó el niño.
– Así es- confesé- pero una parte de nuestro ser tiene la posibilidad de salvarse, perteneciendo por participación al amor, que es la memoria, porque aunque en la naturaleza nada se pierde ( los cadáveres regresan a la tierra que los transforma en vida de nuevo), nuestra inteligencia aspira a algo más que a ser una forma más de la naturaleza, porque nuestra inteligencia está en contacto directo con el Todo, como un espejo de su imagen y semejanza. En la medida en que seamos capaces de reflejar la luz racional de ese foco originario del amor, que es Dios – figurado en el sol que da la vida- podremos participar más o menos de su eterna esencia, que es la Sabiduría de todas las cosas. Por eso, el que como un animal muere, participa del destino del animal; mientras que el que como persona muere, participa del destino de la persona, que es la sonrisa eterna de la felicidad.
– Y Dios- quiso saber Marcelo- ¿Qué tamaño tiene? ¿Es mucho más grande que tú?
– Dios es todas las cosas a la vez- dije- Su tamaño es inmensurable, como el amor mismo, de cuyo seno emana la libertad, maestra de la belleza. Yo, a su lado, soy una partícula infinitesimal de su bondad derramada en todo, como una gota de agua en el mar inmenso.
– ¿Tan pequeño?- preguntó Marcelo abriendo mucho los ojos.
– Aún más de lo que puedes imaginar- declaré- porque su extensión completa no cabe en tu mente.
– Entonces nosotros- arguyó mi teólogo contrincante- nada somos delante de él. Él es todo y nosotros no somos nada.
– Nosotros somos lo que él quiera que seamos, Marcelo- dije levantando mi grueso dedo índice, terminado en un pináculo en forma de garra- El hombre propone y Dios dispone. Solo si nuestros proyectos coinciden con los suyos, se llevan a cabo. Cuando nosotros actuamos bien, dentro de lo moralmente correcto, de acuerdo con el firme fiscal de la conciencia, entonces cosechamos para la vida eterna, que es la alegría. De no ser así, la muerte se lo lleva todo, se agostan nuestros deseos y nada queda de lo que fuimos.
– ¡Increíble!- exclamó el niño abriendo la boca como un putti de Rafael- ¿Entonces, por qué la gente no se hace buena, si los buenos viven y los malos mueren? No entiendo por qué no piensan más los hombres.
– No piensan- comenté sonriendo al ver que mi pupilo había acertado en la llaga de la humanidad- porque viven afanados por el presente descuidando el futuro, como los niños del colegio que no estudian y después suspenden los exámenes, por no preocuparse de aprender la lección.
– ¡Qué necios!- exclamó Marcelo con el talante del mismo Homero- ¡Insensatos! Se merecen la muerte.
– Y, sin embargo- declaré riendo- hay que tener lástima de ellos, y procurar ayudarlos para que encuentren el camino, porque ellos están perdidos en los espejismos del mundo, como hace una hora estabas tú perdido y yo te fui a buscar.
Marcelo se volvió hacia mí con los ojos brillantes.
– Gracias por rescatarme- declaró abrazándome- Tú eres bueno, me has ayudado cuando estaba solo y te preocupaste por mí porque quisiste, salvándome de los que querían hacer de mí un huérfano…Contigo puedo esperar a mis padres hasta que vuelvan. Tú te comportaste como un padre para mí, y Dios tiene que premiar lo que has hecho, por encima de lo que piensen el resto de los hombres.
– Marcelo- le dije mientras un inmenso diamante de agua rodaba por mi ruda mejilla- Yo te amo, y todo lo que he hecho ha sido obra del amor que te tengo. Yo te amaba antes de conocerte, porque mi corazón de gigante conserva algo de la pureza de tu mente. Soy el genio que siente hervir el universo dentro de él, en la profunda nada de su ceguera, y tú eres la luz que ilumina la oscura caverna de su entendimiento y haces posible la creación en el abismo de su memoria. La plenitud de mi fuerza se manifiesta en ti. De nosotros dos nace la voluntad o el espíritu para emprender cualquier hazaña. Sintiendo a Dios, que es el amor, dentro de nosotros, ningún obstáculo puede cerrarnos el paso. Todo está en nosotros.
Mientras conversábamos, habíamos superado el edificio que albergaba la galería de Umberto I y, como un Caravaggio o un Ribera, el paisaje se entenebrecía, los automóviles encendían sus faros y se ruborizaban las farolas. La luna llena asomaba el rostro discretamente detrás de una nube. Pero aún había claridad en el espacio. Sin saberlo ninguno de los dos, llegamos a un bello edificio gótico cuya señalización turística no leímos ni Marcelo ni yo.
– ¡Qué palacio tan bonito!- exclamó Marcelo- Es un castillo de verdad, como el de los cuentos. Me gustaría dormir aquí.
– ¿Por qué no?- repuse- Si cabemos dentro, dentro podemos alojarnos.
– Mira- me indicó el ilusionado niño- Ahí hay un señor de corbata que está en la puerta. Debe ser el centinela.
– Ven- propuse- vamos a anunciarnos. Ese Fígaro será nuestro ayuda de cámara.
Nos acercamos a la puerta del castillo sin necesidad de puente levadizo ni de trompeta de aviso. Íbamos a atravesar el umbral, cuando el atrevido Fígaro nos interceptó.
– ¿Adónde van ustedes?- nos preguntó con extrañeza.
– Es sencillo deducir tal respuesta hasta para un bedel inoportuno- dije con ciclópea sorna- No se necesita un curso en escolástica medieval, ni tampoco leer de cabo a rabo la Summa Teológica de Santo Tomás de Aquino, para caer en la cuenta de que nos proponemos atravesar el umbral de este palacio.
– No pueden- indicó rotundamente Fígaro- El horario de visitas es de 4:00 a 9:30 por la tarde, y son exactamente las 9:31. Vamos a cerrar.
– Usted se equivoca, ilustrado bedel- insistí- No nos proponemos visitar el palacio, sino pasar la noche en él, así que vaya preparando nuestra recepción. Que esté todo a punto. Que cada cosa ocupe su lugar. Ser diligente es ser prevenido.
– Señor- repuso Fígaro escandalizado, como en aquella ópera de Mozart que es una adaptación de la obra del pícaro Beaumarchais- Este es un edificio público. El Ayuntamiento prohíbe… La República…
– No me hable usted de política, amigo- insinué con un gesto de mi gruesa muñeca- Hablar se podría varios siglos acerca del derecho de frontera, del maquiavelismo de los gobernantes, de los crímenes de guerra, de las irrisorias amnistías que siguieron a tales arbitrariedades, de la unificación italiana, de la cuchara del Papa en algunas épocas, de los condottieros y de los duces, de los romanos y de los cartagineses, sin que lográsemos resolver ni un ápice de tales problemas.
– Señor, la ley…
– ¡La ley!- exclamé- ¿No es el afecto la mejor de las leyes? Tratar al prójimo como a ti mismo, ser hospitalario con el viajero. ¿A quién ofendo yo con dormir una noche con mi hijo en este palacio? ¿Qué preceptos divinos y humanos conculco?
– Está prohibido, señor- declaró Fígaro elevando la voz- Ofende usted a la ciudad de Nápoles, y a toda la nación italiana con esa conducta. Este es el Castillo de San Telmo, patrimonio histórico de la villa- explicó el testarudo Fígaro- Aquí no se acoge a ningún viajero. Si desea buscar alojamiento, numerosos hoteles tiene la ciudad cuyo servicio es proporcional al poder adquisitivo que usted tenga, y si no, también hay un hospital de peregrinos subiendo por la vía Toledo.
– Yo quiero dormir aquí- se encaprichó Marcelo- Es un palacio de verdad, como el de los Reyes Magos.
– ¿Sería usted capaz, ilustre bedel napolitano- intenté convencer a Fígaro- de pisotear la tierna flor de una ilusión infantil? Un niño es el mayor de los reyes, pues posee el secreto de la inocencia, que es el reino más preciado de los que imaginarse pueden. ¿Qué Carlomagno, qué Gengis Khan puede compararse con un niño? ¿No tiene su sonrisa más fuerza que un rayo, no tienen sus ojos más brillo que el sol, no son sus sueños tan reales como el árbol de la vida? ¿Qué son todos los descubrimientos de la humana ciencia comparados con el tesoro transparente de un sueño? La única verdad del hombre es lo que de sí mismo siente.
Creí que Fígaro lloraría después de esto, pero el conde estaba a punto de llegar, quiero decir, empleando el símil de la ópera, que aún no estaba el horno para bollos.

12. VIAJE A BENEVENTO, DESCANSO EN CAPUA Y LLEGADA A GAETA. EL CÍCLOPE CONVERSA DE VIVA VOZ CON LA MAGA CIRCE

– Señor- prosiguió diciendo Fígaro con voz más tranquila- ¿Qué es lo que pretende con su demanda? ¿Acaso no sabe que yo obedezco a un superior?
– Todos obedecemos a un superior- apunté- Pero ningún superior debería oponerse a la inmemorial costumbre de la hospitalidad. Le diré: no hay nada que no haga por un semejante de lo cual más adelante no reciba recompensa. Yo soy un extranjero en la ciudad, mi hijo quisiera cumplir su deseo de dormir en un palacio. Es un capricho de niño, un capricho italiano inocente, como el de Tchaikovsky. ¿Quién es capaz de negarle la ilusión a un niño? No hay nada más bello, amigo, que la ilusión de un ser inocente, y no hay precio que pague su cumplimiento. Usted teme por su empleo y su sueldo, que es su medio de vida. Muy bien: yo le eximo de responsabilidad en lo que respecta a esta solicitud. Que recaiga sobre mí la culpa de este acto. Yo seré su fiador. Me sacrificaré por usted. Y además, en agradecimiento por su gentileza, le cantaré a capella un aria de Puccini.
Fígaro dudó como Gilles, personaje bobo de la Commedia dell’Arte, lo hace en el alegre lienzo de Watteau. Echó la cabeza hacia atrás, al estilo Pirrón de Élide, y luego hacia adelante, con rostro equino. Excavó en el bolsillo y extrajo un papel y un bolígrafo que esgrimió contra mí.
– Fírmeme este documento reconociendo lo que ha dicho- sugirió.
– ¡Ah!- exclamé- ¡Buena jugada, insigne bedel! Por algo se inventó la literatura, porque las palabras que salen de la boca se las lleva el viento.
Tuve que garabatearle aquel visado, y con él concluyeron nuestras negociaciones. Aquella noche dormimos en una habitación de aquel magnífico palacio, decorada con frescos en las paredes y en el techo que representaban escenas de la vida de San Jenaro y San Gaudioso a la maniera de Tiépolo.
– Mañana, Marcelo- le dije al que podía llamar mi hijo- partiremos de Nápoles en dirección a Benevento. Te queda mucho por ver en esta primera península del mundo.
– Este palacio me encanta- confesó Marcelo con la mirada encandilada por las arañas del techo, que extendían como delirios colgantes sus tentáculos de bronce- Creo que una vez ya estuve aquí.
– Es el sueño de una noche de verano- inquirí mientras paseaba mis veludos miembros por las suaves sábanas de Holanda, plegadas en los dos lechos consecutivos que ocupaba la torre de mi cuerpo, ingeniosa adaptación que Fígaro había improvisado- Dormirás en un palacio y mañana despertarás en la calle, como le sucedió a aquel personaje incrédulo de Las Mil y Una Noches.
– No sé si podré dormir- aseguró Marcelo- Me siento como un príncipe. Toda esta belleza respira a mi alrededor. Está viva. Oigo latir su corazón.
– Su corazón es el tuyo- le dije- La Belleza nos recuerda el Paraíso Perdido de la felicidad pasada, el Edén que esperamos para el último día eterno. Lo bello nos hace recordar, por eso nos conmueve. Lo bello es la cera de la vela que alimenta el fuego de nuestro amor. Sin amor no hay vida. Por eso cuando amamos, vivimos, y cuando vivimos, somos en nuestro estado pleno, es decir, en la felicidad, en la salud, en la salvación.
– ¡Cuánto sabes, padre!- exclamó Marcelo- No hay nadie que sepa más que tú.
– Si algo sé, es agracias al amor que me lo comunica de viva voz, a través del espejo del alma- afirmé- Sócrates, el mayor de los filósofos, aseguraba que solo sabía que no sabía y ahí se cifra todo el conocimiento, en saber que nada sabemos en comparación con el amor que todo lo sabe. Anda, Marcelo, reza y acuéstate, que mañana será otro día si Dios quiere, y el camino del destino nos reserva muchas maravillas.
Después de rezar en voz alta, Marcelo apagó, a su pesar, la arborescente luz de la lámpara barroca, pura en su artificio, como un poema de Giambattista Marino. No sé con qué surreales quimeras soñamos aquella noche, pero la noción del alba nos llegó con sorpresa con una voz de grajo, estentórea y aguda, peor que el timbre de un despertador, que no podía ser otra que la de Fígaro, el héroe de esta comedia, quien, en bata y con los pantalones en la mano, más despeinado que Ossián, más veloz que Aquiles, más ridículo que Polichinela, braceaba como si quisiese echar a volar o espantar un enjambre de avispas irritadas.
– ¡Presto! ¡Presto!- gritaba- ¡Son las nueve de la mañana! ¡Va a abrir el palacio! ¡Fuera, fuera! ¡Se acabó! ¡Ay de mí! ¿Por qué habré hecho esto? ¡So un pazzo! ¡Io so un pazzo!
– Calma, amigo- le aconsejé al exaltado monigote- En la paciencia está la salvación. ¿No le firmé un documento haciéndome cargo de todo?
– Sí, sí- balbuceó el infeliz- Ma io temo…
– Temer es de cobardes- declaré- Solo hay que temer a Dios, y más que temerlo, hay que amarlo. Ha llegado el final de la ópera… No se preocupe. Usted triunfará. El plebeyo siempre triunfa en todos los libretos. La Victoria, la mujer más atractiva, es para usted. ¿Es acaso un Giordano Bruno, o un Marino Faliero, para temer el martirio y la muerte? El conde de Almaviva ya está bien muerto. Ahora es su turno, joven Bonaparte. Enséñele al mundo lo que vale un peine. Le aseguro que para que el cuento acabe bien, triunfará el Tercer Estado, y los burgueses serán felices y comerán perdices.
Mientras nos levantábamos de nuestros nobles lechos, Fígaro ordenaba la habitación más amarillo que un canario y con el alma en los dientes. Marcelo besó los frescos del Palacio de San Telmo, que parecía haber sido diseñado por Don Quijote de la Mancha- pues siendo castillo, venta semejaba- antes de de despedirnos –tal vez para siempre- de la ciudad de Nápoles, donde Gonzalo Fernández de Córdoba triunfó de villanos y donde Murat fue fusilado estrepitosamente. Eso sí, antes de narrar nuestro viaje hasta Benevento, tengo que reconocer ante ustedes que no pude salir de la ciudad sin antes despedirme del paje Fígaro, quien a cuerpo de rey nos había tratado a Marcelo y a mí.
– Tenga- le dije antes de irme, arrancando un tupido montón de cabellos de mi gran cabeza- Como plumas no tengo, le pago en cabellos recién arrancados este reconfortante alojamiento. Además, la representación ha estado bárbara. Este aplauso es para usted.
Con todos los diablos dejamos a Fígaro y también a la exuberante Nápoles, y tomando un mapa de la oficina de turismo, nos fuimos a Benevento en el coche de San Fernando. Como el pequeño Marcelo no podía caminar los cincuenta kilómetros que separan Nápoles de Benevento, me lo tuve que llevar sobre los hombros, como un San Cristóbal desmesurado. El niño me decía que desde mis hombros, atalayas de Atlante, se podía ver el mundo encogido, supongo que tan pequeño como un grano de arena. Fuimos por la carretera, atravesando huertos donde, alargando la mano derecha, harté a mi pupilo de melocotones, mientras yo saboreaba unos higos mélicos sabrosísimos, con la pulpa tan madura que ni pelarse podían. Me aconsejó Marcelo que tuviese cuidado con los automóviles que cruzaban la carretera, no para evitar un accidente propio, sino para evitar un accidente ajeno. Llegamos a Benevento a eso de las doce, hora aproximada como aproximada a la verdad es la ciencia, y atravesamos de un salto el río Calore, que hace honor a su nombre, sin emplear el ingenio del puente, pues tan escuálido era su caudal que apenas daba para echar un trago. La antigua ciudad de Maleventum, que los romanos bautizaron Beneventum después de la derrota de Pirro, se nos apareció como un rectángulo florido en la campiña. Nos saludó el arco de triunfo del emperador Trajano, bajo cuyo mandato Roma había alcanzado las mayores extensiones de su imperio. Vimos la catedral y su campanile esbelto, lloramos A Manfredo, muerto por CarlosI de Anjou en singular batalla, recordamos al rey lombardo Autario, que convirtió en ducado la ciudad y sus dominios, aprendimos lo poco duraderas que son las mercedes del mundo reflexionando sobre el destino de Talleyrand, valido y biógrafo de Napoleón Bonaparte quien, recibiendo de este el ducado de Benevento, lo perdió después de su caída; y finalmente, comimos y bebimos en una región que había pertenecido a los Estados Pontificios hasta 1860, cuando se integró definitivamente en el territorio de la unificada Italia. Después partimos hacia la región de Capua, famosa por ser el lugar de descanso de Aníbal y de todo el ejército cartaginés, y llegamos a ella en la tarde de ese mismo día, un tanto fatigados por la elevada temperatura del campo.
– Capua- le comenté a mi pupilo- fundada por el médico de cabecera de Eneas, el doctor Capis, es un diván para el caminante. Nosotros vamos a visitar la ciudad vieja, Santa María Vetere, cuyas ruinas descarnadas apenas muestran lo que en una época fueron, pero conservan un indisoluble encanto, que es la remota huella del tiempo. El Tiempo, ese anciano con alas de ave que injuria o bendice las obras del hombre, no tiene rostro, pues su rostro es la misma sucesión invisible. Es el heraldo del amor, que lo precede antes de que su gloria a todos sea manifiesta. Lo anuncia con la trompeta de los elementos, que es el cambio, la metamorfosis o la evolución, manifiesta desde Ovidio hasta Linneo; y no siempre los seres inteligentes, que son los seres humanos, escuchan su tañido universal, como una alarma que avisa sobre la relatividad de las formas frente a la pura materia del amor. ¡Qué difícil resulta abandonar los placeres efímeros para abrazar un futuro que todavía se encuentra lejos! Pero ese es el único acto de heroísmo que en el hombre cabe. Abandonarse a las delicias de Capua, como lo hizo el ejército cartaginés antes de perder la batalla en Cannas, es tan fácil que hay que tener un muy firme ánimo para rechazar el dolce far niente a cambio de una existencia digna por un camino más abrupto. Pero tú, Marcelo mío, guíate solo por tu corazón, el miembro más importante del organismo, y siempre acertarás, pues en el profundo abismo del corazón está tu persona, que es la sombra divina que, invisible, enciende el fuego de tu alegría, que es la bujía de tu ser.
– ¿Capua son estas piedras?- preguntó Marcelo.
– Son- afirmé- Esta es la antigua Capua, patrimonio de las generaciones.
– ¡Pues no es para tanto!- exclamó mi pupilo- Estas casitas apenas se tienen de pie.
– No son casitas- repuse- sino basílicas y templos.
– Pues a mí me parecen casas de muñecas- confesó el niño.
– En eso se quedan nuestros proyectos cuando el tiempo pasa por ellos- reconocí- Pero no todo se pierde. De tanto como aquí hubo, siempre quedará el nombre, esto es, una palabra en la memoria.
– ¡Pues para una palabra- se sorprendió Marcelo echando ambas manos a la cabeza- cuánto se ha perdido! ¡Dios mío! ¡Si como dices, padre, aquí había basílicas y templos, parece que se lo comieron todo las hormigas! Y la gente de aquí, ¿a dónde fue?
– Ubi sunt?- apostrofé al modo clásico- Todos han muerto. La ciudad es muy antigua. Fue destruida por el bárbaro Genserico y más tarde por los musulmanes. Pero aunque estos no la tocasen, bastaría el paso del tiempo para sepultar en el olvido los afanes de un mortal, o de una multitud de mortales, que para el caso, lo mismo da uno que muchos.
– ¿Aquí vivieron niños?- preguntó Marcelo.
– Aquí vivieron hombres, mujeres y niños- respondí sentándome en la basa de una columna- y ahora viven los vegetales y los animales repobladores, que devuelven a la naturaleza lo que es suyo. A la naturaleza place hacer todo de nuevo. Si la semilla no muere, no puede nacer el árbol. Si las cosas no cambiasen, la muerte reinaría en ellas. Pero así, la vida prosigue su infatigable curso. Es un río de esperanza que al mar de la felicidad nos conduce. El fin es el principio de las cosas, y la muerte, la obertura de la vida.
– Entonces, por qué estar tristes?- concluyó mi discípulo.
– Eso digo yo- comenté- Si los hombres reflexionasen como nosotros ahora, la tristeza no existiría. Pero si el hombre pone su esperanza en cosas perecederas, siempre resulta defraudado, porque nada es firme excepto la muerte, que es la puerta que a la vida nos conduce.
La noche de aquel día la pasamos en las ruinas de Capua, donde nuestro sueño se mezcló al sueño colectivo de la humanidad, la cual es la unión en un solo cuerpo eterno, la divina faz del Todopoderoso. Marcelo se durmió oyendo cantar a los grillos, violines diminutos, y a las estridentes cigarras, bajos susurrantes que afilaban sus cuerdas en el cristal de la noche. A la mañana siguiente, hicimos la ruta hacia Gaeta. Cuando atravesaba el río Volturno con mi pupilo a las espaldas, un pastor nos vio desde la orilla y comenzó a rezar, creyendo que San Cristóbal se le había aparecido con el niño Jesús sobre los hombros. Divisamos el mar de Gaeta después de atravesar varios campos de cereales, que toman su nombre de Ceres, patrona de los granos que en pan se transforman. Las olas se desmenuzaban en los acantilados desprendiendo partículas de espuma blanca, como puntillas venecianas que en deliciosa nada se volvían.
– ¡Qué grande es el mar!- gritó Marcelo extendiendo los brazos.
– El mar es la representación terrena de la inmensidad- repuse- Su azul copia el del cielo perdido en las alturas, cual un ángel de pensamiento que de la tierra se eleva. Su inmensurabilidad, que desafía a la lógica, a las matemáticas y a la ciencia, cual una materia sin forma, se desvanece en los límites de la razón humana.
– ¡El mar es divino!- volvió a exclamar Marcelo.
– El mar, inmensidad de agua, representa mejor que ningún otro símbolo a la divinidad- dije- porque su misterio es eterno, admirable y sublime, por los siglos de los siglos y para todas las generaciones.
El mar estaba salpicado de barcos recalados en la sencilla curva del golfo. Sobre el monte Orlando, que por su difícil subida parecía tan fiero como el de Ariosto, descansaba una población de unos treinta mil habitantes. El puerto pesquero, fundado por el emperador Antonino Pío, espejeaba como la hoja de una espada.
– Gaeta debe su nombre- expliqué a mi pupilo- a Cayeta, nodriza de Eneas, troyano fundador de la antigua Alba Longa y de Roma, más tarde edificada esta última por sus descendientes, los gemelos Rómulo y Remo. Eneas abandonó Troya, incendiada por los griegos y, en compañía de su padre Anquises y de su hijo Iulo, de donde procede el nombre propio de Julio, visitó a su pariente Eleno en Epiro, al norte de Grecia, quien le pronosticó que fundaría un reino en estas tierras. Después de residir una temporada en Cartago, al norte de África, en compañía de la princesa Dido, partió con su flota rumbo a Italia, y, muerta su nodriza en el golfo, la enterró aquí y le dio a este lugar su nombre.
– ¿Quién te contó ese cuento?- me preguntó Marcelo.
– Virgilio lo narra en la Eneida- repuse- poema heroico escrito en versos hexámetros, al estilo de Homero.
– ¿Y cómo era Eneas?- me preguntó con extrema curiosidad el niño- ¿Era rubio o moreno?
– Ningún historiador refiere semejante cualidad- reconocí sonriendo, molesto de no poder aportar un dato científico, dejando la curiosidad del entendimiento a buenas noches, pues por muchas que parezcan las respuestas, es imposible que respondan a todas las preguntas- De todos modos, es una cuestión insignificante la que te preguntas, pues no afecta en esencia al contenido de la historia. Sea rubio o sea moreno, Eneas dio principio a la nación romana, origen de la civilización europea.
– Pues me fastidia no saber cuál era su color de pelo, ni su estatura, para imaginármelo andando por aquí- repuso con rabia Marcelo- ¿Era tan grande como tú?
– Puede que midiésemos lo mismo de la cabeza a los pies, lo cual dudo, pues yo soy un cíclope- aseveré entre risas- pero no creo, y la opinión es libre, que Eneas fuese tan grande como yo.
Marcelo estalló en una carcajada.
– Eres un presumido, padre- confesó.
– En los tiempos que corren –asentí- que son todos los tiempos impíos, asegura Cicerón que resulta difícil no ser soberbio. Estamos en la era de la lógica. Nemrod es nuestro presidente. La torre tecnológica de la Babel Informativa al cielo quiere alzarse, desterrando al mismo Dios y crucificando a la misma verdad, sacrificándola al interés, su verdugo, en la plaza pública del espectáculo. Queremos un Olimpo del Bienestar, un imperio de la comodidad, donde podamos admirar en coliseos televisivos a un profeta devorado por las fieras. La lógica sin amor, lógica muerta. Locura. Pervertimos las costumbres hasta tal punto que un crimen podría parecer justificable, como en los chistes decadentes de Oscar Wilde. Pero reservemos la sátira para otro momento. Duerme, Juvenal. Nerón siempre tendrá orejas de burro, ayer, hoy y siempre, como reconoce Persio.
– ¿Por qué no vamos a visitar la ciudad?- preguntó Marcelo.
– La ciudad no tiene nada especial que ver- Pero, ¡oh, vaya! Está lloviendo.
– Sí- afirmó Marcelo cubriéndose la cabeza con las manos.
El mediterráneo siempre fue así de imprevisible. Se había desencadenado una tormenta provocada por el fenómeno de la gota fría. El euro arrastraba las nubes negras que esgrimían como lanzas pírricas los ramificados relámpagos, cuya tensión eléctrica retumbaba formidablemente, recordando a los mortales que el cielo ingrávido estaba por encima de la grávida tierra. El martillo de Thor y el brazo de Júpiter percutían bajo la bóveda del éter atmosférico, que abstraía las apariencias en la metálica sombra del terror desbocado. Sería una entrañable tempestad nórdica, una tormenta alemana, que placería sin duda a Goethe, a Fichte, a Schelling, a Wagner, a Novalis, a Hoffmann, a Jean- Paul, a Swedemborg, a Schiller, a Beethoven, a Paul Celan, y tal vez también al divino Hölderlin.
– Tengo miedo, padre- me confesó Marcelo, apretándose contra mi pecho.
– Nada temas, hijo- le susurré al oído a mi pupilo- Los cíclopes, según Hesíodo fielmente cuenta, y elegantemente inventa, somos una raza de hombres que fabricamos los rayos de Júpiter, el representante y apoderado de la humedad que cae en forma de lluvia. Y, cuando así no sea, tenemos a Benjamin Franklin, que al igual que Salmoneo, hijo de Eolo, desafió a Júpiter cuando construyó el primer pararrayos, instrumento que conduce la fiereza eléctrica del rayo a través de metales conductores que lo desvanecen en la profundidad del subsuelo infernal. Pero no sería yo quien soy si no hiciera del impacto de un trueno un masaje para mi ancho pellejo, tan poblado de pelos que, como látigos infinitos, darían una lección al rayo que se atreviese a tocarme el pelaje. De todos modos, si te da por rezar, te recomiendo un Trisagio.
– ¿Qué es un Trisagio?- preguntó mi pupilo.
– Es una oración.-referí- de la liturgia cristiana, que se empleó por primera vez en tiempos del emperador Teodosio de Roma, cuando un terremoto asoló la ciudad, y un niño, raptado por una ráfaga de viento como el profeta Elías, rezó, para salvarse, un himno en honor a la Santísima Trinidad copiado después por San Proclo, en el cual se repetía o se declamaba el Sanctus de Isaías. Pero puede entenderse como toda oración destinada a conjurar la tempestad, ya sea encomendada a Santa Bárbara o al mismísimo Preste Juan.
– Pues rezaré un padrenuestro tres veces, a ver si cesa la tormenta- insinuó el buen niño- Padre nuestro que estás en los cielos…
– Reza, hijo- le aconsejé a mi vástago adoptivo- que rezar siempre es bueno, porque te abre la mente a lo absoluto, que es Dios como el amor que reina en lo profundo del corazón de cada ser humano, y en Dios el alma se siente más fuerte que todo el universo.
Mientras los relámpagos nos iluminaban con efímeras luces nuestro tenebroso camino, nos adentramos en una región en la que se oía el mar alrededor, semejante a la legendaria isla de Avalón. Estábamos al pie de un monte que se perdía en las nubes, cuando escuchamos una voz de mujer que nos llamaba.
– ¿Has oído eso, padre?- me preguntó temblando Marcelo- ¡Es la voz de una bruja que nos quiere hechizar!
– Calla, hijo- comenté- El miedo reviste muchas formas, de tal modo que te hace imaginar tus mismos temores vistos a la luz de sol. La oscuridad es la madre del miedo. Ella lo da a luz desde la caverna del misterio, que sobrecoge al hombre, que al fin y al cabo, nada esencial conoce del mundo. Por eso teme, porque no conoce. Durante la tempestad del lago Tiberíades, Jesús Cristo anduvo sobre el mar, y cuando sus discípulos lo vieron, imaginaron que era un fantasma. Pero él les dijo: “Soy yo, ¿por qué teméis, hombres de poca fe? La fe es la confianza ciega en el amor, que es el soporte racional de lo existente. Sin fe, las cosas más insignificantes se vuelven vanos temores, porque la ciencia y la pericia del hombre son volubles, y nada saben de la magnificencia de la vida. Si no crees en el amor, has de ser por fuerza supersticioso.
En el momento en el que terminé mi frase, la voz de valkiria se oyó de nuevo.
– ¡Ay, padre!- gritó el niño- ¿No oyes?
– Oigo- le respondí- Es una voz de mujer.
– ¡Está ahí!- volvió a gritar el niño apretándose contra mi pecho- ¡La bruja mala viene a hechizarnos!
En las tinieblas vimos avanzar una figura envuelta en una caperuza, que repetía con voz chillona la palabra “Lobo” como si de una letanía se tratase, e imitaba los rugidos de las fieras. Alcé mi estentórea voz, megáfono temible, y pregunté:
– ¿Quién eres tú, mujer que así hablas?
Unos segundos después, una voz como de pájaro respondió:
– Vade retro, mal espíritu. No te acerques a la morada de Circe.
– ¿Eres tú Circe?- pregunté.
– Soy- respondió la supuesta hechicera- No te acerques a mí, lobo salvaje.
Durante el intervalo que duró esta breve conversación, Marcelo, apretado a mí, no dejó de temblar. Sus manos comenzaron a sudar, y su corazón latía violentamente. Me dieron ganas de reírme.

13. MEGALONIO Y SU PUPILO HACEN LA RUTA DE ROMA COMO EXTRAVAGANTES ROMEROS, Y, ANDANDO POR EL CAMINO, LLEGAN A LAS RUINAS DE ALBA LONGA, DONDE SE ENCUENTRAN CON QUIENES NO PENSABAN ENCONTRARSE

Como no sabía muy bien qué hacer ante una aparición, comencé a frotarme las manos como quien se calienta al fuego, aunque es verdad que no había fuego ni ganas de calentarse. Por otra parte, los truenos contribuían a proporcionar efectos especiales a aquella pantomima cinematográfica, a la que solo le faltaba un poco más de presupuesto en el reparto para hacer aparecer a la bestia del Apocalipsis, con siete cabezas que piensan más que una representando a los siete pecados capitales, y un triple seis marcado a fuego en su rugoso lomo. Estaba esperando alguna otra carantoña del estilo, cuando recordé que tenía algo muy importante que hacer. Sin más dilación, me puse a hacerlo allí mismo.
– Atrás, lobo, lobo- seguía apostrofando la maga Circe.
– Padre, padre- gemía Marcelo sin poder hablar y temblando convulsivamente.
De pronto, en lugar de aleteos de vampiros o ladridos de lebreles, se oyó en mitad de la tormenta un chorro repentino que semejaba una cascada lejana.
– Disculpe, hermana- le dije a la hechicera- Escuchando el sonido del agua, no he podido resistir la tentación de hacer aguas yo también. Soy de carne y hueso, de arcilla celular, como quien dice, y no dejo de padecer mis miserias.
Un solemne silencio siguió a esta declaración, al igual que si la tierra entera estuviese encantada, hechizada o tal vez acatarrada, pues el agua que caía del cielo junto con la que no caía del cielo fueran bastantes, digo, para mover cien mil molinos. Le dije a Marcelo:
– No tiembles, hijo, que temblar mucho es de cobardes.
Además, ¿qué peligro hay en el mundo capaz de asustar a un niño, cuya imaginación genética es el principio del conocimiento? La Creación es el acto de un niño. Un niño redime el mundo. ¿No es Cupido, la imagen del Amor, un niño con alas que todo lo puede? ¿No nació en Belén de Judea, en un pobre pesebre y en figura de niño el redentor del género humano? La inocencia es más firme que una roca, más penetrante que la hoja de una espada, más terrible que un escuadrón ordenado en batalla, más expansiva que una bomba nuclear. La inocencia, ilusión que en la caridad confía, todo lo puede, pues es un cristal transparente que atraviesa por completo el cristal de la Sabiduría, engranaje de todas las cosas.
Como corolario a mi discurso, la tormenta se serenó de repente y los rayos incendiados se ocultaron en los confines de la tarde.
– ¡Válgame Dios!- exclamó la voz femenina de Circe- ¡Qué buenas palabras, que parece que trajeron la luz de nuevo! ¡No puede ser este un mal espíritu! Perdone a esta vieja, santo varón.
Circe se quitó la capucha al sol incipiente que renacía y descubrió un rostro de anciana, atravesado de arrugas y engastado en una maraña de hilos de nieve, esto es, de cabellos blancos como pálidos pensamientos.
– Usted no es el lobo- prosiguió- sino un buen hombre con mucho pelo. Yo había perdido el camino, y creí encontrarme con el espíritu de Lorenzaccio el Malo, que vaga por estos montes los días de tormenta convertido en lobo, y aúlla como si quisiese despertar a los muertos, y repite en voz alta el crimen que cometió, la muerte de su hermano Cosme, a quien asesinó para quedarse con la herencia del padre. Dicen los que saben que este mal hombre teme mucho los conjuros de su cuñada Circe, esposa de Cosme, que vaga por el otro mundo con una antorcha en la mano, buscando al asesino de su marido para vengarse de él. Y dice así: “Atrás, lobo, lobo, vade retro, huye, que te voy a matar bien muerto, canalla, asesino, que mataste como Caín y te quedaste tan tranquilo, mataste a mi marido en la flor de la edad, a Cosme, que nació de tu madre y comió por donde tú comiste, y bebió por donde tú bebiste”. De modo que yo me hice pasar por Circe para espantar a Lorenzaccio, con el cadáver del hermano en los brazos.
No pude menos que aplaudir a la anciana por su admirable peroración.
– Un cuento digno de Dostoyevski- reconocí- Es verdad que lobo no soy, pero aúllo de vez en cuando, si me pica por ejemplo una avispa, y en cuanto al honrado oficio de asesino, confieso que hubiese sido capaz de matar a la avispa que me hubiese picado, y si fuera en la planta del pie, con más razón lo haría, sin arrepentirme ni un ápice. ¡Ea, Marcelillo! Ya puedes saludar a la bruja, que tiene mucha educación y narra unas historias muy entretenidas, como Canidia o Morgana, pero con una gracia incomparable, al estilo de Bocaccio o de Ítalo Calvino, que harían reír al mismo Cosme, que dice la leyenda que está completamente muerto.
– No- aseguró la falsa Circe- Algunos dicen que aún vive.
– Vive, sin duda –declaré- en la imaginación, y quiera Dios que siga viviendo muchos años, para alegrar a las gentes, que no es poco mérito hacer reír a los tristes. Anda, Marcelo, ríete todo lo que puedas, a ver si eres capaz, que de los que lloran poco y se ríen mucho es el reino de la alegría, el mejor de los reinos.
Marcelo, con el sobresalto de su miedo y ante la tarde despejada, sin residuo de tempestad ni de lluvia, volvió el rostro hacia el motivo de sus temores, sin lograr disipar por completo su congoja. La anciana actriz, para congraciarse con el infante, alargó su huesudo brazo y acarició la mejilla del niño con su mano reumática, pero el principito volvió el rostro con un residuo de desconfianza.
– ¿Cómo se llama esta región?- pregunté.
– Se llama Terracina- contestó la anciana- Ahí –dijo señalando detrás de nosotros- se encuentra el monte Circeo, que llaman. Por esta zona abundan las tormentas en esta estación próxima al otoño. Hay una arcilla muy buena por aquí, y vienen a buscarla de lejos unos señores en camiones grandes que parten para todas las ciudades de Italia.
– Si eso es cierto- deduje- esta debe ser la famosa isla de la maga Circe, quien según cuenta Homero en la Odisea, poseía una hermosa casa con finca por la que se paseaban toda clase de fieras domesticadas, las cuales, haciendo el mismo esfuerzo que Estrabón para desentrañar el mito, creo yo que serían figuras moldeadas de arcilla que sorprendían a los navegantes que arribaban a esta isla. La tal Circe tenía la propiedad de convertir a los hombres en cerdos, lo cual, simbólicamente, me lleva a pensar que pudo ejercer el antiguo y necesario oficio de la prostitución, aunque también conocía las propiedades de las hierbas, que empleaba como narcóticos para adormecerlos y convertirlos en siervos suyos, por lo cual era llamada maga, que quiere decir versada en ciencias ocultas para el resto de los hombres. Posteriormente, la sedimentación del mar hizo que la isla se uniera al continente, y esta dejó de ser isla, para convertirse en cabo. De ese remoto origen puede ser que derive la leyenda que usted ha contado, versionada durante las generaciones por los habitantes de estas tierras. Los magos son estudiosos de la naturaleza, científicos, expertos en comportamientos observables a través de los sentidos, que emplean sus conocimientos para obtener beneficios personales, perjudicando con ello a la humanidad, porque todo aquel que conoce alguna propiedad natural y no lo comunica a sus semejantes, pretende sacar partido de la ignorancia ajena, traicionando la buena fe y los buenos principios, que son el fundamento de la paz social. Y que nadie se engañe argumentando que puede vivir sin sus semejantes, pues esto es de todo punto falso debido a que, como dijo Aristóteles, el ser humano es un ser social, y en sociedad su inteligencia se forma. Ubi homo ubi societas. Todo aquel que investiga, ha de investigar para el bien común, porque solo beneficiando a los demás se beneficia a sí mismo, y si no lo hace de esta manera, sobre arena edifica, pues aparte de que lo que un hombre maquina en secreto siempre por otro será descubierto – no hay secreto que no haya de saberse-, si así no fuera, jamás podría el maquinador ser feliz, porque sentiría que no se comunicaba con nadie, y nadie lo conocería realmente, y nadie realmente lo amaría. Sería como el traidor Ricardo III de Inglaterra, recreado por Shakespeare, que se odiaba a sí mismo y, en medio de los privilegios de la realeza, se sentía el más triste de los mendigos. O como aquel personaje tan verosímil llevado al cine por el director Orson Welles, Ciudadano Kane, que llegó a ser el hombre más rico de Estados Unidos, siendo realmente el más pobre de los mortales y que murió como un perro para sus conocidos. Y como estos, muchos más ejemplos pudiera poner para ilustrar esta tesis, y aún pocos pondría para los que debe haber, pasados y presentes, en este peregrino mundo.
– ¡Por la Virgen Santísima!- exclamó la anciana- ¡Cuánto sabe este hombre, y qué bien habla, que da gusto escucharle, aunque otra cosa no se haga en todo el día! ¡Cómo le da vueltas a las cosas y le saca miga a los cuentos y a los proverbios! ¡Qué necia soy, que confundí a este catedrático con un hombre-lobo, fiándome en las apariencias! ¡Dios le conserve la lengua, que predica usted como un cura! ¿Qué digo? ¡Como un cardenal de Roma, y aún podría enseñar doctrina al Papa!
– A Roma, por cierto, vamos nosotros- aproveché para decir- ¿Sabe usted el camino?
– Sí sé- respondió la aduladora anciana- Yendo por este ramal, llega a Pontinia, donde hay unas lagunas muy grandes, y de allí todo recto llega a Latina, y de allí ya va directo a Ostia.
– Acabando en tan buen lugar, el camino es seguro- musité- Gracias le sean dadas, como dijo Perse, por su inestimable ayuda. Y, por cierto, no tome en consideración ese cuento de viejas de la licantropía, que el hombre y el lobo, en expresión de Plauto y de Hobbes, son hermanos en sangre, y si fuera el mismo Darwin, le aseguraría que proceden de un tronco común. ¡Vamos, Marcelo!- dije acariciando los cabellos de mi pupilo- ¡No me digas que todavía tienes miedo, chiquillo! ¡Si ya no hay tormenta, ni bruja, ni escoba, ni ocho cuartos! ¡Esta señora se parece más a la sibila de Cumas que a la maga Circe! ¿No te parece? Dicen que la sibila de Cumas se hizo tan pequeñita por vivir tantos años como cabían en un puñado de arena, que los niños la encerraron en un bote de cristal y le preguntaban: – ¿Qué quieres, sibila? Y ella respondía en griego:- Apothaneim, que significa “Quiero morir”. Eso le pasaba por querer vivir más años que los que la naturaleza le concedió en herencia, porque has de saber que la vida no se mide en número de años, sino por la intensidad con que se viva, y vale más un instante feliz que mil años de angustia. Anda, hijo, dile adiós a esta señora que nos acaba de ayudar, dile adiós con la mano, así.
Marcelo volvió el rostro y se despidió de la anciana moviendo los dedos. Como los dos teníamos hambre y estábamos empapados de lluvia, después de perder de vista a la hechicera de Terracina y, llegados a Latina, que supongo yo que sería la patria del legendario rey Latino, descendiente de Saturno, fundador del Lacio – que quiere decir “oculto”- y monarca de la Edad de Oro, cuando los hombres eran niños y no conocían la maldad ni la guerra, nos llenamos la alforja del estómago en una posada de la villa, comiendo carne de cerdo, hortalizas y queso de cabra. Esa fue nuestra semblanza de la Edad de Oro, amén de un buen trago de rosado vino que bendecía las entrañas.
El resto del día hicimos el camino rumbo a la antediluviana ciudad de Alba Longa, fundada por Iulo, hijo de Eneas, y antigua metrópolis de Roma. Cerca de los conocidos como Montes Albanos divisamos unas señales indicativas de que estaban practicando un conjunto de excavaciones arqueológicas en los cimientos de la primitiva ciudad. Un grupo de arqueólogos, vestidos con ropa de expedición, exploraban cada grano de terreno, en busca de un hallazgo que justificase sus expectativas. Marcelo me advirtió que habría más de veinte personas trabajando en la excavación. Como la curiosidad es propia del hombre, aún de un buen cíclope siciliano, me aproximé al vallado protector que aislaba la zona afectada del resto del campo y me puse a imaginar lo que no podían ver mis ojos.
– Cuando Eneas arribó con su flota en la región del Lacio- le expliqué a Marcelo- observó en este lugar un presagio que le había vaticinado Eleno en Epiro. Mientras caminaba, descubrió una cerda blanca que amamantaba a treinta lechoncillos, y fundó en estas tierras la ciudad de Lavinio, y más tarde su hijo fundaría Alba Longa, que son las antiguas ruinas que está desentrañando esta expedición de arqueólogos, la cual ciudad se llamó así en homenaje a la cerda blanca, pues Alba significa blanca. El primer rey de Alba fue Silvio, hermano de Iulo e hijo de Lavinia, la hija del rey Latino, quien se desposó con Eneas cuando él llegó al Lacio. El rey Proca de Alba tuvo dos hijos: Amulio y Numitor. El segundo era el legítimo aspirante al trono, pero el primero se lo arrebató y lo condenó al exilio, encerrando a su hija Rea Silvia en el Colegio de las Vestales, convento pagano que conservaba un fuego que nunca se apagaba y del cual dependía la supervivencia de la ciudad. Rea Silvia fue desposada con Marte, dios de la guerra, y tuvo dos hijos: Rómulo y Remo, fundadores de la ciudad de Roma. Estos restituyeron a Numitor en el trono, y Alba fue dominadora de Roma hasta que Tulo Hostilio, tercer rey de Roma, mató al soberano de Alba y destruyó la ciudad por haberle traicionado en la guerra contra los etruscos.
– ¡Qué malvado era ese Iulo!- exclamó Marcelo- ¿Cómo se llamaba el último rey de Alba?
– Se llamaba Metio Fufecio- inquirí- y fue condenado a la pena de descuartizamiento, que consiste en atar las cuatro extremidades de un individuo a cuatro caballos que parten al galope en cuantro distintas direcciones.
– ¡Qué horrible!- gritó Marcelo con espanto.
– En la Antigüedad- comenté- hasta la llegada del Cristianismo estaba legitimada la tortura como pena. El mensaje de Jesucristo abolió semejantes prácticas, aunque los soberanos, desobedeciendo el mandato divino de la ley moral, siguieron utilizando métodos degradantes para penar a los delincuentes. En el siglo XVIII, el marqués de Beccaria abogó por la reforma de las leyes penales según principios liberales inspirados en la moral cristiana, que es el perdón y la caridad. Sin embargo, el propio Luis XV de Francia, en ese mismo siglo, condenó a la misma pena que a Fufecio a un pobre hombre que se había atrevido a propinarle una bofetada.
– ¿Solo por eso?- rió Marcelo- ¡Qué tontería!
– Si la bofetada era buena- repuse- dada con la mano abierta y bien dirigida a las reales mejillas, bien podía merecer tal pena, por considerarse un insufrible delito de lesa majestad, pues las mejillas del rey no están hechas para que las abofeteen.
– ¿Y por darle un pescozón a ese rey- quiso saber Marcelo- a qué me condenarían?
– Puede que te tirasen algo de las orejas- imaginé- aunque no es una hipótesis histórica, más que nada porque en aquella época no sé si se había inventado todavía la manera de tirar de ellas, que es de abajo hacia arriba, invirtiendo la gravedad y recordando la ascensión del pájaro hacia la luz de la vida, como el camino que ha de seguir el hombre hacia el bien, siempre hacia arriba, rumbo a las altas esferas del ideal solar, dorado astro de redención.
– Pues a mí nunca me han tirado de las orejas- reconoció Marcelo- Me gustaría saber qué se siente.
– Mientras no lo experimentes te parecerá algo interesante- comenté- El Desconocido siempre es bello, y por esa razón conmueve. En él depositamos todos nuestros anhelos, a través de la fe en el amor. Es como la vida eterna, pues el hecho de que ni el ojo haya visto ni el oído haya escuchado lo que el Creador tiene preparado para los que le aman, hace que el hombre proyecte más allá de la muerte sus más fervientes deseos y no tenga miedo a nada, con tal de alcanzar lo que ama.
– ¿Y si no lo alcanzara nunca?- preguntó Marcelo.
– Eso no es posible de ninguna manera- afirmé rotundamente- porque el amor, que es la esencia de la vida, vence todos los obstáculos y transforma la piedra de la nada en pan que lo alimenta. Si dos personas que se aman un poco, o una sol persona que ame algo al resto de la humanidad, como Jesucristo y sus santos, pueden cambiar el curso del mundo, como quien sincroniza un reloj averiado, cuanto más el Creador, que es el origen, no amará al hombre, hasta llegar a concederle la libertad para que pueda o no seguirlo, una libertad tan grande como la que tuvo él cuando creó el universo, del cual es motor y eje. El no saber, solo intuir a través del sentimiento, es lo que hace al hombre libre, y el misterio tenebroso del mundo es lo que hace que el hombre ame, porque si todo se conociese sensiblemente nadie podría amar, sino seguir un determinado camino marcado por la necesidad, como el animal instintivo, sin poder comprender el amor de Dios ni participar de él para formar parte de su esencia estable frente a la periodicidad del movimiento temporal que de él parte, porque amar es comprender, y sin comprensión no hay verdadero amor ni verdadera vida.
– ¡Qué bonitas palabras, padre!- exclamó mi pupilo mientras contemplaba las excavaciones de Alba- ¡Parece mentira que, siendo ciego, puedas ver tantas cosas que la gente no ve!
– El amor es ciego- dije- porque confía en medio de la noche de sus sentidos, como afirma el místico Juan de la Cruz. Por eso ve a través de la oscuridad de los fenómenos naturales.
Estando en estas pláticas, una mujer joven del equipo de arqueólogos que trabajaban en el yacimiento, alzó la vista hacia nosotros y dio un grito al verme.
– No se asuste- le dijo Marcelo- Es mi padre.
Inmediatamente, todos los ojos de la expedición estuvieron puestos en nosotros. Un señor barbado y con gafas, con botas impermeables y camiseta estampada con el lema “Descubrir es restaurar” en inglés, se acercó a nosotros y, mirándome muy fijamente, exclamó:
– ¡Que me maten si este no es un cíclope de los que habla Homero!
Se hizo el silencio antes de que yo respondiese.
– Soy cíclope, por cierto, nacido en el monte Etna de Sicilia, donde mi familia habita. Y usted debe ser un militante de la ciencia de Winckelmann, la arqueología, nombrada por vez primera por boca del historiador Dionisio de Halicarnaso.
Se escucharon asombrosas interjecciones por todo el valle.
– ¡Es un cíclope! ¡Dios mío!- gritaban con terror las voces.
– Por favor- insinuó tartamudeando el arqueólogo que se había acercado a mí- Déjeme tomarle una fotografía.
Extrajo su cámara digital del bolsillo y me fotografió por lo menos doscientas sesenta y tres veces. Marcelo quiso fotografiarse sobre mi espalda, haciendo un saludo al estilo romano.
– ¿Quién es ese niño?- me preguntó el arqueólogo con la boca tan abierta que un enjambre de abejas cabría holgado en su interior.
– Es mi hijo- confesé con orgullo.
– ¡Su hijo!- gritaron a una todos los miembros del equipo de arqueólogos.
En menos de tres segundos, tenía a treinta personas a mi alrededor que me pedían por favor que les dejase tocar un pelo de mi cuerpo.
– Desde luego- les aseguré entre risas- Aprovéchense, amigos, que no estoy comprometido todavía, y pueden palparme lo que gusten, porque comprendo que el espontáneo atractivo de mi figura les atraiga sobremanera, ya sea por la elegancia de mis andares, ya sea por la belleza de mi cuerpo y por la palidez de mi rostro, que ni el propio Ganímedes se honró de tener. Mujeres hay que no se resisten a mis encantos, que son visibles para cualquiera, aún para miopes y descomedidos. Fíjense en este expresivo ojo que tengo, que ha enamorado con su mirada a mujeres desdeñosas y a estilistas de todo el mundo. ¿No resulta sensual mi única ceja peluda, cuando la levanto hacia la frente?
Mientras esto decía, los arqueólogos suspiraban de satisfacción.

14. ENTRADA TRIUNFAL EN ROMA, CON SÉQUITO DE TÁBANOS MORDEDORES, AL SON DE LA TROMPETA TRASERA
Faltaba poco para que aquellos mercaderes de residuos, arrodillándose ante nosotros como en el más primitivo paganismo, nos adorasen y nos ofreciesen incienso, sacrificios y libaciones. Pero contra sacrificios de idólatras había sido pronunciada la inmortal sentencia divina, que ustedes recordarán debidamente: “misericordia quiero y no sacrificios”, la cual condena los ritos aparentes de quienes no ven más que la superficie de las cosas, que es un poco de tierra amasada con nuestros sueños. Aquellos devoradores de apariencias estaban enamorados de nuestra contundencia visual, que ya saben ustedes que podría sorprender a un estoico seguidor del nihil admirari, y querían conservar en sus retinas, como en los cuentos de Villiers de l’Isle, una impresión de nuestra incongruente fisonomía. Les preguntamos a aquellos admiradores nuestros cuánto faltaba para llegar a Roma, y nos dijeron que estaba a un tiro de ballesta, o a la vuelta de la esquina, como suele decirse. Entonces, dándoles las gracias, que no eran muchas las que teníamos, partimos hacia la Jerusalén terrestre, o la capital del mundo, donde en 1957 se firmó el primer tratado de unificación de Europa. Ellos insistieron para que les acompañáramos a Norteamérica, donde una revista científica nos sacaría en portada, pero nosotros declinamos la invitación, primero, por no gustarnos a ninguno de los dos ser la comidilla de los ociosos investigadores que se pasan la vida –a decir de Aristófanes- midiendo saltos de pulga, y segundo, por lo que es más importante, esto es, por estar un tanto despeinados del viaje y un pelín sudorosos, lo cual causaría una impresión desfavorable en la comunidad científica. En fin, por estas y por otras, nos despedimos de nuestros entrañables buscadores de tesoros, dignos de un cuento de Stevenson, y, tomando la vía Tiburtina (¿o tal vez la Prenestrina, que ya no me acuerdo?) llegamos a Tívoli, el antiguo Tibur, lugar de veranao para los romanos, donde admiramos la magnífica villa Adriana, construida por el emperador español del mismo nombre, que recreaba en miniatura todos los monumentos de la Antigüedad en unos jardines tan extensos y bellos, que era preciso una vida entera para admirarlos. A Marcelo le impresionó especialmente el teatro marítimo, cuyas columnas rotas mostraban con esfuerzo el esplendor de lo que fueron, donde se podía estar a la vez en un edificio público y en un estanque. La omnipresencia del agua entre las estatuas, como la del espíritu entre las formas de la materia, teñía de lirismo los paisajes dignos de un Corot, de un Monet o de un Velázquez, cuando no de un Claudio de Lorena, que hubiese empapado el alma con el rocío de la nostalgia. En el Canope, representación lacustre de un afluente del Nilo, el propio Proust pudiese haber llorado divinamente entre las estatuas de guerreros griegos, con los miembros mutilados por el tiempo, y la sonrisa de los líquenes en la blancura de los mármoles. Palomas al borde de una copa de oro semejaban aquellas preciosidades al borde mismo de nuestro ser.
– Padre- me preguntó Marcelo- ¿Por qué no levantan otra vez esta villa como era antaño?
– Hijo- le respondí- El tiempo disuelve todo, excepto los recuerdos, que son eternos mientras duren las generaciones. La naturaleza, la Gran Madre, devuelve la diversidad a la unidad original, que es la ausencia de forma. Del mismo modo que cuando lees un libro, has de hacerlo de manera sucesiva, una palabra después de otra, una página después de otra, asimismo la historia se sucede en periodos que comienzan donde terminan, porque cuando se termina un libro, ¿no es aconsejable, si nos ha gustado y nos ha enseñado, volver a empezarlo de nuevo? El destino de la humanidad es regresar al origen, y volver a empezar desde allí, como sabiamente dedujo T.S.Eliot. Adriano, a semejanza de los afanados del terreno placer, despilfarraba la vida como si esta fuese a durar eternamente, y edificaba imaginando que su recreo sería inmortal, pero algo hizo de bueno, y fue que nos legó su ilusión por las civilizaciones pasadas, y esto sí que no puede devorarlo el tiempo, porque es auténtico como la vida misma. Pero anda, que el tiempo vuela, il tempo fugge e non se arresta un’ hora en palabras de Petrarca. Vamos a visitar la Villa Gregoriana y su fuente de aguas vivas que salta hacia el cielo bíblicamente, en artificiosa cascada de 108 metros de altura, desnudándose como la dama de la Poesía, que nunca llega a mostrarse en toda su plenitud.
Vimos, en efecto, la cascada y los jardines que en 1550 mandó diseñar el cardenal de Este. Los jardines estaban dispuestos como los de Babilonia, en galería colgante, que hubiesen enamorado a Semíramis y por los cuales creí ver un paseante que me pareció Paul Verlaine. ¡Qué impresionante la cascada del Órgano, digna de Häendel y de su música acuática, y las enormes fauces barrocas de los altos canales, desviaciones del cauce del río Anieno! ¡Qué bien pegaba yo con todo aquello! ¿Qué pensaría el cardenal de Este si me viese llegar con mi descomunal ojo ciego, mis miembros desproporcionados, mi velludo pecho como la noche de Miguel Ángel, mis uñas corvas y sin podar y un niño de siete años cogido de la mano? ¡Oh, grandeza hiperbólica! ¡Qué capricho de la evolución! ¡Qué grotesca sutileza! ¡Qué gigantesca arrogancia! Si el tiempo me concediese ese delicioso anacronismo, le preguntaría a mi huésped: “Cardenal cuajado de púrpura herida, ¿y ahora, qué?”. Estoy seguro de que abriría la boca lo suficiente como para tragarse de un bocado el universo. Pero este artificioso éxtasis no me fue concedido, tan solo semejante pompa me produjo un aflojamiento del intestino grueso, el cual se relajó lo suficiente como para dejar hecho lo que aquí no diré por no mezclar internos olores con suaves paisajes. De modo que ustedes, que ya son mayorcitos, como augusto senado que escucha el memorial de mis vagabundeos por estos prados de la vida, deduzcan e imaginen lo que quieran y lo que puedan, que me propongo narrar con lengua larga nuestra entrada triunfal en la Urbe. Atención, que comienzo.
Sería poco más o menos la hora prima de la mañana, mientras el sol besaba las escamas del pez que inaugura el zodíaco, cuando las siete colinas de la Ciudad de San Pedro se llenaron de luz desgarbada. Imagínense este advenimiento en el formato de una película en blanco y negro, con las diapositivas salpicadas de espasmos de sombra, al estilo de un grabado de Piranesi o del contraste de apariencias del Guernica de Picasso; imagínense a una bestia de seis codos de altura bajo una presión media de 1013 milibares y a unos 16 grados centígrados de temperatura para los entusiastas de los datos mitológico-científicos; imagínense a esa misma bestia con un niño de la mano que se chupa despreocupadamente el dedo índice; imagínense a esas dos figuras recorriendo las borgate de Prenestrina, Tiburtino, Trullo, como si marchasen pisando huevos, al modo salio de los sacerdotes de Marte o de los lansquenetes alemanes que, al mando de Carlos V, saquearon Roma en 1527; imagínense a estas mismas dos figuras atravesando la Plaza Novona, entre la fuente de los cuatro ríos y la iglesia de Santa Inés de Borromini, que engaña al espectador porque parece derrumbarse y no lo hace nunca; imagínense la cara de los turistas cuando contemplan sin querer a estos dos prodigios caminando despreocupadamente como en una escena de Pasolini o en una pieza de Goldoni por debajo del arco de Constantino, visitando las iglesias de Santa María la Mayor – estación famosa enriquecida por la leyenda del papa Liberio-, San Juan de Letrán, San Pablo Extramuros, el Gesú, Santa María Trastevere, San Lorenzo y San Carlos de las Cuatro Fuentes; imagínense, digo, al descomunal Megalonio y al diminuto niño causando sensación en la Porta Pía, deteniendo el tráfico en la Stazione Termini, señalando con el dedo indiscretamente la estatua ecuestre de Marco Aurelio en mitad del Capitolio diseñado por Miguel Ángel y salvado milagrosamente de la invasión de los galos, al decir de Tito Livio, por unos estridentes graznidos de ganso asustado; sigan imaginándose a nuestros héroes coronados por la victoria, como Césares o Camilos, superando la calleja que Mussolini mandó cortar a pico hasta llegar a la enorme y ovalada plaza del Vaticano, donde se alza como un falo cuadrado el obelisco de Nerón santificado por un crucifijo, donde se contempla una columnata que nos abre los brazos como el padre al hijo pródigo del Evangelio, y donde se ve la magnífica cúpula del papado, media naranja de mármol; y por último, hagan el esfuerzo póstumo de imaginar al gran Megalonio, bendecido por un séquito de tábanos picadores que le rejonean las carnes, elevando a su pupilo con los brazos extendidos para saludar al Papa, y liberando un trompeteo de gases intestinales al ritmo de una fuga de Bach o de un texto de Joyce o de Sterne para anunciar la venida del Emperador de Este Mundo, el Lujo, metamorfoseado en un cíclope ciego con un bosque capilar en las ingles y en un niño, alegoría del Conocimiento, con ganas de saborear un dulce caramelo.
Pues algo semejante a esta grandilocuente copla fue nuestro paso por la Ciudad Santa. En la Plaza de San Pedro, donde el apóstol fue martirizado en una cruz invertida con el fin de humillarse a la pasión de Cristo, saludamos con la mano al papa Boitigua, conocido como Juan Pablo II, polaco de extrema religiosidad y vida ejemplar en cuanto a virtud de amor se refiere, que desdecía un tanto entre aquellas manifestaciones de la gloria mundana que habían provocado la Reforma Protestante en 1517. Bien es cierto que eran obras artísticas, pero también es cierto que los materiales que se pusieron a disposición de arquitectos y escultores fueron comprados con fraudes religiosos, producto de un intrincado simonismo, y la caridad de los cuarenta y nueve primeros papas, declarados santos de oficio, y de otros como San Damaso, San Gregorio Magno, San Pío V, San Pío X o San León I, quedó contrarrestada con las irregularidades de Juan VII, Sixto IV, Julio II, Urbano VII, Alejandro VI, y tantos otros que vivieron sin respetar su ministerio, por mucho que digan los Anales Eclesíásticos de Baronio y los Anuarios Pontificios. Pero, ¿quién no tiene pecados ni faltas? Hasta yo, que soy cíclope, los tengo, y no los hago públicos por no ser conveniente convertir en chisme vulgar lo que está amparado por secreto de confesión. La Iglesia Católica, que quiere decir universal, está fundada por Cristo a través de sus apóstoles, los primeros en recibir su mensaje y en expandirlo por medio de la diáspora – que nunca se termina por completo, y misioneros hacen falta en cada generación de seres humanos- en el universo de la humanidad. La legítima depositaria del Espíritu Santo, del mensaje de Cristo, es y será siempre la Iglesia Católica y Apostólica, que en Roma tiene su sede por ser la originaria capital del mundo, la cual se hizo acreedora de este título por ser la fundadora del Derecho Moderno, y por ende, de la civilización que en ciertos momentos de la historia decayó cuando olvidó sus fundamentos para abrazar doctrinas novedosas inventadas por el ocio de la abundancia, que en ocasiones es tan mala y nociva como la propia carestía. Ilustren este argumento los ejemplos de los emperadores Calígula, Tiberio, Nerón, Heliogábalo, Domiciano, Cómodo, Diocleciano, Geta, Majencio, Juliano el Apóstata o Valentiniano III, que en nada representaron la virtud romana comentada por Salustio. Aún así, gobernaron Roma dignos representantes del bien común y felices sucesores de Eneas, como Augusto, Tito, Nerva, Trajano, Adriano, Marco Aurelio, Caracalla, Gordiano III, Aureliano – quien dio murallas a Roma-, Constantino – primer emperador cristiano-, Honorio, Teodosio, Arcadio y el gran Justiniano, gracias a cuyo cuerpo de Derecho Civil – compilación de fuentes jurídicas romanas- tenemos las leyes que tenemos en el mundo. La alianza sagrada durante la Edad Media entre el trono y el altar, esto es, entre la Iglesia y el Imperio Romano, manifestadas en la donación que hizo Constantino del Poder Temporal en favor del Poder Espiritual de la Iglesia, y en el ambicioso ensayo “La Ciudad de Dios” de San Agustín –donde se hace entender que la ciudad temporal está supeditada a la ciudad espiritual, como el hombre está supeditado a Dios-, causó un error histórico importantísimo, al confundir ideales con intereses, la caridad con la ley. Jesucristo lo dijo muy claramente: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Si somos libres, no todos hemos de ser buenos, por lo tanto la bondad no ha de ser impuesta. La ley ha de ser para todos: buenos y malos, creyentes y no creyentes. Así, tras el preludio de la Ilustración y el anticlericalismo encabezado por Voltaire, la Revolución Francesa impondría la aconfesionalidad del Estado para evitar este mal heredado. Ahora, después de 1957, cuando queremos construir Europa para siempre, olvidando los grandes conflictos de 1914 y de 1939, ¿cómo podemos ignorar de dónde venimos y los principios que en pie nos mantienen? Sin Rómulo y sin Cristo, no existiría Europa, y sin Europa, no existiría el mundo civilizado. Pero la civilización ha de ser recomenzada de nuevo, desde la cultura, para que no se derrumbe estrepitosamente, como la Torre de Babel. Europa es el Templo de Salomón, pues toda la Sabiduría de ella viene, como una fuente cuyo caudal se reparte a todos los ríos de la tierra. Si ahora digo que Marcelo y yo, después de besar el anillo del pescador del Pontífice, y después de bañarnos a orillas del Tiber que acaricia los monumentos desvanecidos, nos hicimos una fotografía en la dentadura desgastada del Coliseo que Julio César inventó, Augusto diseñó y Tito construyó, antes de visitar la Capilla Sixtina, cuyos jeroglíficos de la Creación y del Juicio Final, obras maestras de un genio del Arte, que se acompañan de viñetas del Perugino, Rafael, Guirlandaio, Pinturricchio, Gozzoli y otros maestros de la pintura renacentista, revelan la esencia a la vez del trazado clásico y del vigor cristiano, como una alianza entre espíritu y materia, si digo que Marcelo le tiró de las barbas de mármol de Carrara al Patriarca de los Siglos, el solemne Moisés, con las tablas de la ley sobre los muslos; si digo que niño y viejo entramos en el Panteón de Agripa, cuyo ojo altivo me recordaba el mío, o que soñamos con el tiempo en el Belvedere y en la Galería Borghese, o que le acariciamos las ubres a la loba capitolina y pellizcamos el rigor de Donatello, o que en el Palatino bostezamos y en las Termas de Caracalla jugué al escondite con Marcelo, o que en la Curia, donde el Senado se reunía, me picó un abejorro con los mismos colores que el uniforme de los soldados de la guardia suiza que (¡honor de esta nación!) defienden el Estado más pequeño del mundo ( apenas 2’2 kilómetros cuadrados) desde que los acuerdos de Letrán abolieron definitivamente los Estados Pontificios que Pipino el Breve regaló al papa Esteban II, o, en fin, si tuviera mil bocas y mil lenguas y una paciencia infinita para contar lo que vimos en Roma, a la que todos los caminos conducen, me quedaría escueto el relato para describir la primera ciudad del mundo. Quédese el resto para la imaginación, divina Musa y arquitecta de impresiones, que hace falta un capítulo entero para explayarme en nuestra marcha de Roma y llegada a Florencia, donde me ocurrió algo portentoso en un restaurante de cinco tenedores.

15. LA HISTORIA DE LA ROSA NEGRA DE PAESTUM Y EL SACAMUELAS DE FIÉSOLE, CON DIGRESIONES ACERCA DE LAS SUPERSTICIONES ETRUSCAS

Yo creo, hermanos, pues no me pesa daros ese nombre, que Roma y sus siete colinas (Palatino – sobre el cual Rómulo trazó, con el presagio de doce buitres que podrían representar doce siglos, la originaria ciudad de Roma Quadrata, delimitando con un arado uncido por dos vacas, una blanca y otra negra, el contorno ortogonal de la Urbe-, Quirinal – consagrado a Rómulo divinizado, o Rómulo Quirino-, Celio, Esquilino, Capitolio –donde el rey Tarquino el Antiguo encontró una cabeza de hombre y decidió llamar a la colina la cabeza de Roma-, Viminal y Aventino – lugar en el cual el pueblo llano o la plebe, junto con sus tribunos, votaban las leyes que les afectaban, contra los intereses del Senado y los patricios-) semejan, observadas a vista de pájaro, una estrella de siete puntas, e imagino que esa estrella reflejada en el cielo fue la que contuvo en su interior la luz de los pueblos, Cristo Rey, como afirma el profeta Isaías: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz”, y esa estrella de la civilización romana con la luz de la caridad bíblica en su interior fue la que guió a los Magos de Oriente, representación de las naciones situadas al este del meridiano terrestre, hacia el pesebre de la aldea de Belén, donde yacía el redentor en figura de niño. ¡Oh, estrella de los pueblos, que la luz del amor manifestado contuviste; sigue alumbrando el camino de los gentiles que aún no te conocen; muéstrales el conocimiento del amor, único verdadero, para que no yerren en las tinieblas del conflicto que a la muerte conducen, y sigan el derrotero de la vida! Oye las oraciones del alma de este cíclope que ama al ser humano y quiere lo mejor para él, a pesar de su bruta figura un tanto seductora, que no olvida los cismas de Oriente y de Occidente, ni los muertos de Auchswitz, Hiroshima y Vietnam; ni las epidemias, plagas y guerras que en el futuro asolen nuestros hogares, ya sea en forma de vicio, ya sea en forma de cruel cólera desprovista de clemencia. Dejo Roma con este deseo y esta súplica, para que cuando Marcelo crezca, el mundo sea un poco mejor que cuando lo dejé.
Y bien, dicho esto, he de proseguir con el relato de mi vida, que es parecido, en lo caprichoso y accidentado, a mi desgarbada fisonomía. Supongo que no será necesario decir que antes de partir de la Santa Sede, llenamos el vientre a base de bien con arroz, ensalada, cochinillo asado, cabrito estofado, postres con abundante azúcar a la cardenala y un café romano acompañado de un periódico para leer que por supuesto no leímos. La monarquía, la república y el imperio, las tres formas clásicas de Estado según la definición del mismo que da Maquiavelo inspirándose en la poliarquía italiana, están destinadas a repetirse en el devenir de las generaciones, aunque la monarquía revista los caracteres de dictadura, la república democrática sea solo oligarquía, y el imperio se denomine canónicamente imperio de la ley. Así fue, así es y así será la política internacional, cuyas ramas brotan del antiguo tronco del Pasado, cuya semilla se proyecta en el árbol del futuro. Dicho queda. El que tenga oídos que oiga y el que no, que espere a los resultados que vendrán.
En fin, como veo que ustedes están deseosos de que prosiga mi relato, y fruncen el ceño soportando estas sabias digresiones que son tal vez más importantes que la historia misma, lo haré de buen grado, pero antes voy a rascarme un poco la nuca, que me pica un tanto, así. Bien, Marcelo y yo tomamos el tranvía a Cerveteri, que es una antigua ciudad etrusca, donde admiramos (no cabe otro verbo) el elegante matrimonio de terracota que ustedes habrán visto en fotografías, el cual es una réplica exacta, curiosamente, de la mística pareja del Cantar de los Cantares, poema en el cual toda la teología del amor cabe. La esposa, que podría representar al alma humana, acompaña al esposo rey, imagen probable de la divinidad, que se reclina en ella y la abraza, símbolo de la providencia, mientras ella sonríe, representando la alegría del alma en presencia de Dios. Como sé que ustedes ya saben que el pueblo de los etruscos, llamados tirrenos por los historiadores de la Antigüedad, proceden de la región de Lidia en la península de Anatolia, como también saben que la mitad de los habitantes de la citada nación de Lidia se desplazaron, al mando del rey Tirreno, de donde viene su nombre, huyendo de una carestía a Toscana, donde se instalaron fundando una confederación de doce ciudades: Caere –actual Cerveteri-, Veyes, Tarquinia, Vulci, Bolsena, Vetulonia, Arretium – actual Arezzo-, Crotona, Volterra, Perusa, Clusium – actual Chiusi- y Populonia –actual Piombino-; como tampoco ignoran que Etruria dio tres reyes a Roma: Tarquino el Antiguo, Servio Tulio y Tarquino el Soberbio, quienes introdujeron los augurios y los fastos astrológicos en la Urbe; como saben asimismo que el rito de las fasces fundado por Hércules, el cual consiste en atar doce haces de madera que representan a cada ciudad de la confederación, es de origen etrusco; y que las ruinas de esta civilización se descubrieron cuando Bonaparte, en 1801, creó para su hermano Luis el Reino de Etruria; no pienso abrir la boca sobre el particular, por lo que pueden ustedes estar tranquilos al respecto. Lo que sí no puedo pasar por alto es nuestro paso por la ciudad de Siena, donde nos saludó la torre del Mangia, deliciosamente anémica, presidiendo con su reloj implacable la extensa Plaza del Campo, donde a Marcelo le dio por voltear una peonza mientras admiraba la arquitectura entre germana y latina del Palacio Comunal, que desde 1147 hasta 1555 estuvo gobernada al estilo de la república romana de Lucio Junio Bruto, primero con dos cónsules y más tarde con un podestá. En la catedral, cuya fachada se parecía a un plato de repostería vienesa, rezamos una oración a Santa Catalina, mística dominica merced a cuyas oraciones fue restituida a Roma la sede pontificia de Aviñón durante el Cisma de Occidente, y curiosamente, en el recinto de la iglesia vimos a un ejemplar de la noble familia de los Aldobrandeschi, al igual que yo mismo, un fósil viviente, que parecía un hombre disecado, según era de tímido y pusilánime, pálido y meditabundo. Se ofreció como guía para enseñarnos la ciudad, después de admirarse mucho de mi grotesco y peludo rostro, y nos llevó al sobrio palacio del humanista Eneas Silvio Piccolomini, elegido papa en 1458 con el nombre de Pío II. ¡Qué modestos –me dije- son los hombres que detentan cargos públicos! ¡Cuánta austeridad debieron padecer las familias de los Tolomey y los Buonsignori, renombrados banqueros, llamados los Rothschild del siglo XIII! ¡Ay Hortensio, Hortensio; tú fuiste un ejemplo de virtud para Roma, como Teresa de Calcuta lo fue para el mundo! La riqueza siempre ha sido y siempre será el acicate de los poderosos, pues poder sin dinero no es poder, y si George Washington fuese pobre, probablemente no existirían los Estados Unidos de América. Séneca cataloga a la riqueza como enfermedad, pues el rico jamás es libre, porque, dependiendo de la inseguridad de su riqueza, no vive para los demás ni para sí, sino solo para juntar bienes que son males, porque enseñarán el vicio a sus herederos, y lo que a él impidió ser persona también se lo impedirá a sus sucesores. Claro que, ¿a quién amarga un dulce? ¿Quién que un héroe no sea no sacrifica al ídolo del Bienestar el Dios del Amor? Todos sabemos que vale más ser que tener, pero como ser es por naturaleza costoso, como senda estrecha del esfuerzo, optamos mejor por el camino ancho de la comodidad, que nos beneficia a corto plazo como una mentira bien contada, dejando la verdad del futuro para quien la quiera escuchar. ¡Oh Rockefeller, oh Siemens, oh empresarios de la Revolución Industrial, que un día fuisteis caballeros andantes que pintasteis en el escudo el logotipo de vuestras multinacionales! ¿Qué dejasteis en el mundo? ¿Qué llevasteis para el más allá? ¿Plantasteis la semilla de Dios o la del Diablo? ¿Enseñasteis a mar a los hombres, o los impelisteis a que se destruyeran mutuamente? La Fortuna, esa loca que se divierte en cambiar de estado a los seres humanos, ora dándoles un mendrugo de pan, ora quitándoselo; se convirtió en nodriza e institutriz vuestra, divirtiéndose con maleducaros para escarmiento de las gentes. Y ahora pregunto, como Sienkiewicz, ¿quo vadis?, hombre del futuro, ¿amas o negocias? No se puede servir a dos señores. Honramos al ingeniero, pero buscamos al sacerdote. Los tesoros que no se emplean en el bien están guardados para el mal de sus dueños, ya sea en el Banco o en una caja fuerte, ya sea en una cueva o en un granero. Si en lugar de la fiebre del oro tuviésemos el celo del bien, en vez de explorar minas en la tierra para obtener metales e hidrocarburos, excavaríamos en el alma para encontrarnos a nosotros mismos reflejados en el espejo de los demás. Y si en lugar de comparar el tamaño de los astros, como dijo Sócrates, nos convirtiésemos en seres morales, en personas, y no viviésemos como cabezas de ganado destinadas al matadero, encontraríamos la felicidad desde el primer momento. Pero terco es el vicio, y cada día hemos de romper una lanza para combatirlo, si queremos ser lo que queremos ser. Precisamente a colación de esto mismo se fundó en 1472 en esta ciudad el Monte dei Paschi, o Monte de Piedad, fundación que trató de moderar el ánimo de lucro de las entidades financieras, promoviendo una finalidad social, que consistía en la concesión de préstamos pignoraticios, esto es, a cambio de empeños o prendas, a los ciudadanos que necesitaban solvencia debido a un imprevisto o a una deuda urgente. El Monte de Piedad es el antecedente de las Cajas de Ahorro que se crearon en el siglo XIX, y se extendió por toda Europa en perjuicio de los bancos, los cuales, desgraciadamente, no pudieron imponer a los particulares su cariñosa usura ni sus abusivas condiciones. Las reformas de Leopoldo I, gran duque de Toscana, rehabilitaron y reforzaron el humanismo del Monte de Piedad, que se convirtió en el emblema de Siena. Nuestro amigo Paolo Aldobrandeschi, con sus quevedos ajustados a lo Spinoza y su risilla de falsete, nos confesó como el mismo Harpagón que la regla de oro de la sociedad consistía en que quien tenía el oro hacía la regla. Estuve a punto de caer en la tentación de aplastarle con mi pulgar su satinado y bilioso rostro de pícaro venido a menos, pero desistí de mi intento porque recordé que, como dice Gandhi, la violencia engendra violencia y, como Jesucristo afirma, quien a hierro mata a hierro muere.
– El oro y la plata salen de la tierra- comenté un poco mohíno- y enterrados en el seno de la corteza terrestre, nada valen. Nosotros le concedimos valor por su color, que nos recuerda al del sol y al de la luna respectivamente, los símbolos masculino y femenino del hombre, corona de la naturaleza.
– Pero ahora- comentó el Shylock sienés- se han convertido en el patrón del mercado.
– ¿Y qué?- protesté indignado- El mercado procede de la abundancia de la naturaleza, como afirman Quesnay y los fisiócratas, de los bienes que gratuitamente – y recalqué esta palabra- la naturaleza nos da sin pedir nada a cambio, y nosotros los distribuimos arbitrariamente entre nosotros de acuerdo con nuestro egoísmo, sin respetar el bien común. ¿Pero a quienes perjudicamos realmente con nuestra conducta? Pues a nosotros mismos, pues dividimos la sociedad, estableciendo diques a clases cerradas, y alimentamos una crueldad que más tarde o más temprano se vuelve contra nosotros.
– ¿Entonces opina que los ricos no viven mejor que los pobres?- me sugirió el presunto Grandet con una ironía a prueba de balas.
– No- respondí- viven igual de descontentos, porque el exceso es tan nocivo como el defecto. El rico vive para su riqueza, y el pobre para su pobreza, y ninguno de ellos puede ser feliz hasta que no conozca al otro.
– Yo creo que Bakunin decía algo parecido- bromeó el sienés errante, mostrando un desproporcionado y horrible diente de oro- pero ya está muerto, ya está muerto.
– Y Jesucristo también lo está- repliqué- pero el mundo sigue creyendo en su mensaje. Yo no pretendo hacer que el capital sea platónico, como Carlos Marx, ni que el hombre pierda su libertad, como el anarquismo. No hablo de Tomás Moro ni de una utopía social. El verdadero capital, amigo mío, son las personas, porque de las personas y de sus relaciones mutuas viene todo. La palabra capital deriva del latín caput, que significa cabeza, por lo cual la cabeza de la riqueza solo ha de ser la misma Sabiduría, que es el amor, originada por la libre relación entre los hombres.
– Tendría que ir al Vaticano a predicar- comentó el taimado y avaro sienés- a ver si lo canonizan.
– También puede ir usted- le respondí guiñándole mi enorme ojo invidente- Si se arrepiente, a lo mejor lo canonizan a usted antes.
Mientras discutíamos, Marcelo se divertía con su peonza de madera, única tutora de su feliz infancia.
– Tengo hambre- me confesó el niño.
– Predíquele ahora, padre – me aconsejó el noble mentecato- Declámele una bonita frase, a ver si se sacia.
– Calle, insensato- le dije- Las personas comen para vivir, no viven para comer.
– Pero si no comen no viven- apuntó el plutólatra, y repitió el apunte para recalcarlo- Si no comen no viven.
– Y si no viven, tampoco pueden comer- apunté por mi parte- No solo de pan vive el hombre, y si su alma está muerta, en vano sobrevive el cuerpo, como un efecto sin causa.
– Se sale con la suya- protestó el Aldobrandeschi- Mi familia era muy noble, y ya ve lo que soy yo ahora.
– La nobleza viene de las buenas obras- dije- no de los títulos que dan los hombres, que siempre obedecen al interés lucrativo, y una familia o una casa no son más que un conjunto de miembros. Cada uno responde por sí.
– Bueno, hombre o diablo, ¿quiere comer?- me preguntó el sienés.
– Si quiero- dije- o, mejor dicho, no quiero, lo necesito. Si esta ciudad hace honor a la estatua de la caridad que he contemplado de cuerpo entero en el Palacio de la Comuna, el deber de la hospitalidad exige dar alimento a los peregrinos, y cuando no, nos iremos de esta ciudad a otra más hospitalaria que nos acoja.
– Que no se diga que Siena no trata bien a sus visitantes- declaró imprevisiblemente el avaro y tumefacto noble, con un solitario acto- Vengan a comer a mi palacio por hoy, que aunque no es lo que fue, tal vez, si bien obra, algún día lo será.
Y, diciendo esto, nos tomó del brazo y nos condujo al patio de la casa de su antigua familia, con una fuente triste que repetía las horas con descompasada monotonía, desnudándose de su música en el silencio. Parecía un claustro monacal, sin servidumbre, sin compañía, sin mañana. Allí nos sirvió unas modestas tajadas de carne de ternera.
– El cerdo no lo pruebo- nos dijo- Me hace daño.
-¿Vive usted solo?- le pregunté.
– No- respondió- Vivo con mis recuerdos.
– Y con sus capitales, supongo- agregué- Aunque ciego, bien veo de qué pie cojea.
– No tengo más que una herencia ruinosa- comentó- Por eso anhelo tanto el dinero.
Terminada la comida, nos enseñó las habitaciones decoradas con frescos que se crían de Simone Martini y de Cimabue, corroídos por la humedad y ensombrecidos por ella. Los doseles de las camas, de lana purpúrea, y las sábanas de seda estaban deshilachados por influencia de varias generaciones de polillas que revoloteaban por las cámaras deshabitadas. Quevedo y Shelley hubiesen llorado el paso del tiempo. Yo no lloré, porque no pude ver más que con la imaginación el saqueo de la edad y la tiranía de la evolución humana, que derrumba para construir, oscilando como las ondas del mar y repitiendo idénticos errores por los siglos de los siglos, como corroboran el chino Confucio y el griego Heráclito, sin que ayer se diferencie en absoluto de mañana.
– ¿Por qué no restaura todo eso?- pregunté, aunque ya conocía de antemano la respuesta.
– Porque no tengo lo que usted tanto desprecia- me respondió con el abandono de un cadáver- Apenas me llega para pagar la instalación eléctrica, y no dispongo de calefacción por no tener con qué amortizarla.
A Marcelo se le ocurrió en aquel preciso instante que podría solicitar permiso para ir al excusado. No fue una sabia decisión, pues el urinario consistía en una abertura que daba a una letrina en el piso de abajo, por la que se colaba un aire frío que conmovía la sensibilidad de las honorables posaderas. Ni siquiera un inodoro, corriente ya en la corte de Isabel I de Inglaterra poseía aquel infeliz descendiente de próceres. Íbamos a darle el pésame y huir de aquel palacio decadente que tanto se parecía al dueño cuando se me ocurrió una feliz solución para salvar el pellejo del noble indigente.
– ¿Por qué no vende al Estado el palacio?- pregunté.
-Ningún Aldobrandeschi vendió nunca nada- fue su respuesta.
– ¿Y por qué no renuncia a la pensión de jubilado de la Seguridad Social y se decide a trabajar en algo, como guía turístico, por ejemplo?- insistí.
Me miró con descaro.
– ¿Un Aldobrandeschi trabajar como un plebeyo?- insinuó- ¡Jamás!
Comprendí hasta qué punto los complejos individuales forman prejuicios sociales y los prejuicios sociales forman perjudiciales costumbres y las perjudiciales costumbres forman seres ineptos. Las costumbres también precisan ser restauradas. Estábamos a punto de partir de Siena cuando escuchamos el estruendo de una comparsa en las cercanías del desvanecido palacio del noble.
– ¿Qué ocurre?- pregunté saliendo al balcón que daba a la plaza.
– ¡Ah!- exclamó la caricatura del Antiguo Régimen- Están celebrando la victoria de Incitato, el caballo que ganó el palio en la carrera del dos de julio.
– ¿Incitato?- pregunté- Se llama como el caballo de Calígula. Aguardo de todo corazón que esta vez no lo nombren cónsul de la ciudad.
– No creo- rió desgarbado el mísero Aldobrandeschi- En Siena no estamos tan locos como lo están en Roma. Se trata de la conmemoración del Palio di Provenzano, carrera de caballos celebrada en honor de la Virgen del mismo nombre, donde los jinetes que representan a diez de los diecisiete barrios de la ciudad, elegidos a suertes entre todos compiten en dar tres vueltas a la Plaza del Campo. El dieciséis de agosto se celebra otra idéntica carrera en honor a la Virgen de Assunta, y se conmemora la victoria a comienzos de octubre. Esta celebración es muy antigua –se cree de origen romano- aunque conmemora en especial la batalla de Monteaperti, en el año 1260, en la que Siena venció a Florencia en batalla campal, avergonzando a la que más tarde y hasta la unificación sería la capital del ducado de Toscana.
– ¡Ahí llevan un caballo vestido de oro!- exclamó Marcelo subiéndose a la barandilla del balcón.
– En efecto- explicó el avaro quirite con orgullo- Ese es Incitato, gloria de Siena y de la nación italiana, a quien besa su jinete con la escarapela de su barrio, y el Mossiere o Juez de la carrera lo agasaja con un público banquete a él y a su cabalgadura, que vale un imperio. ¡Ah! ¡Ah! –saludó con la mano levantada desde el balcón el viejo- Ahí está el alcalde, el podestá, como lo llamamos aquí. Es un buen hombre.
– Puede aprovechar para pedirle su pensión ahora a ese buen hombre- dije- Es un adecuado momento. Quien no siembra, no recoge.
– Usted no es sienés- declaró el fósil- Hoy es un día para conmemorar una victoria, no para pedir limosna.
– No hay mayor manifestación de grandeza que la caridad – asentí- Solo puede abrir la mano quien la tiene llena. La justicia nada vale sin la misericordia que redondea su aguzada punta, como reconoce Dante, en cuya Divina Comedia, espejo de la nación italiana, se recoge esta celebración.
– ¡Váyase al cuerno con su teología tabernaria!- protestó con una mueca de guiñol el espantapájaros sienés- No soy un santo, y tampoco creo que lo sea el Presidente de la República. ¡Voto a tal! Con tanto pelo como tiene, parece una imagen de la Purísima Concepción. Habla como si todos fuéramos perfectos.
– Usted semeja un personaje de Goldoni- le dije por mi parte- No somos perfectos, por eso mismo debemos corregirnos. En cuanto a mi riqueza capilar, no creo que el evangelio cristiano prohíba a los peludos cíclopes alcanzar el reino de los cielos. ¡Pero, por Dios! ¿Qué hacen esos jinetes? Están obligando a hacer corvetas a sus caballos. ¡Es un sugerente carrusel digno del pincel de Beccafumi!
La Plaza del Campo estaba tan llena de gente, que no cabía una mosca entre caballos, caballeros y espectadores. Los guardias municipales intentaban despejar el centro con clarines y silbatos, pero ni aún así lo lograban. De todos modos, mi extraordinaria figura, visible desde el balcón del noble venido a menos, hacía la competencia al espectáculo autóctono, y la mayoría de la gente se preguntaba, a veces con prismáticos en los ojos, qué cosa sería aquel enorme oso negro que hablaba de viva voz con el deteriorado marqués de Aldobrandeschi. El desfile y posterior banquete duró tres horas y media. Eran las diez de la noche cuando Marcelo y yo partimos rumbo a Florencia a pie. El marqués estrechó mi dedo – pues mi mano sería imposible- antes de confesarme:
– Perdone mi mal humor. No estoy acostumbrado a que me contradigan.
En dos horas nos pusimos en Florencia, atravesando las llanuras y bosques de San Giovanni. Cruzamos el Monte Vecchio mientras nos cantaba su copla el Arno, y tan cansados nos encontrábamos en mitad de la noche que no vimos la acabada cúpula de Brunelleschi en el duomo de Santa María de las Flores, porque nos derrumbamos en el primer restaurante que encontramos, de cuyo nombre no me acuerdo. Fue entonces cuando me fijé en una mancha negra repetida en la pintura de la pared del restaurante. Era una rosa. Debajo de cada dibujo había una inscripción en letras góticas que decía: NIGRA ROSA, MALATESTARUM MALEDICTIO. Mientras sorbía la sopa sin cuchara, como hago habitualmente, y mientras Marcelo me imitaba sin importarle la gente que nos miraba asustada, yo intentaba deducir qué podía significar aquella inscripción en la pared empapelada con papel de cola. Un señor con perilla y bigote, como el mismísimo Rossini, reparó en mi mano que tocaba el dibujo de la pared –pues recordarán ustedes que soy ciego, y que solo puedo leer a través del sistema Braille de mi tacto- y me preguntó:
– ¿Desea, ilustre señor, que le cuente la historia de la rosa negra y de la maldición de los Malatesta?
– ¿Es usted historiador?- pregunté a mi vez con sorpresa.
– No soy sino sacamuelas – me confesó- Un oficio que la industrialización del mundo amenaza con hacer desaparecer, y que se transmite por sucesión de padres a hijos.
– Pues señor sacamuelas –dije educadamente- Me honraría mucho con esa historia que, aunque fuera falsa, por el hecho de contarla usted, la tendría por verdadera.
– Todas las historias son verdaderas – afirmó el cuentista- Si no, no podrían ser contadas. Argumento de San Anselmo. Pero, ande, déjeme probar esa sopa mientras le cuento el cuento.
Y sin decir esta boca es mía, tomó su cuchara elegantemente y probó el líquido de mi plato.
– Excelente- reconoció con gracia.

16. VIAJE DEL CÍCLOPE Y DE SU PUPILO A PISA, DONDE EL PRIMERO ENDEREZA SU CAMPANILE, CON GRAN ADMIRACIÓN DE VECINOS Y CURIOSOS
No hacía el sacamuelas otra cosa que despacharme lo que quedaba de la sopa con admirable premura, cucharada a cucharada, como si hubiera nacido para aquello. Cuando terminó lo que había en el plato, se secó cuidadosamente los labios y, viendo comer a Marcelo, que absorbía el líquido desbordándolo por las comisuras de sus labios maravillosamente, no pudo menos que decir mientras extendía el brazo derecho, con el acento de Groucho Marx:
– ¡Qué sinceros son los niños! Por eso son tan bellos.
Después miró a su alrededor como un periscopio de barco a los comensales de la sala, que tenían los ojos puestos en nosotros, cual si fuésemos figurines de comedia, y volviéndose hacia mí, dijo:
– Bueno, lamento no haberme presentado- y extendió la mano hacia mí- Mi nombre es Macario Torricelli, pero me llaman jocosamente Bambino.
– ¡Torricelli!- exclamé con admiración- ¡Es usted descendiente del hombre que inventó el barómetro y descubrió la presión atmosférica! Me alegro mucho de conocerle. Si no fuera por su antecesor nada sabríamos hoy de meteorología y no podríamos predecir el buen tiempo.
– Es verdad- declaró Bambino pasándose la mano derecha por la nuca- Pero aquí en Italia se olvidan pronto los nombres de los pioneros de la civilización moderna. La verdad es que a mí nunca me ha interesado la física. Soy actor, ¿sabe?- sonrió inconfundiblemente hacia mí- Participé en algunas películas y actué algo en televisión. Siempre hacía de padre de familia en las comedias… ¿Se me nota, no?
– Se le nota a usted mucho- declaré.
– Ya lo creo- prosiguió- Las ondas herzianas son muy bonitas, se propagan rápidamente por medio de satélites, pero el mundo del espectáculo es cruel. Pantallas, pantallas, mucha risa, pero el corazón sabe lo que hay.
– ¿No ha sido padre de familia más que en las películas?- pregunté.
– Desgraciadamente no- confesó Bambino suspirando mientras se le ahuecaba la camisa a rayas verdes y azules- Pero no me quejo. Mi familia está donde estoy yo. Omnia mea mecum porto.
– Buenos latines tiene- dije en tanto Bambino sonreía de oreja a oreja- Es usted un hombre que podría contar una historia por cada acto de su vida. Lo que ocurre es que estoy impaciente por conocer la de la rosa negra, flor misteriosa que me trae en vilo. El negro por sí mismo atrae al hombre, porque es el color de la noche, símbolo del desconocido, de la muerte y de la ignorancia. Necesito escuchar de su boca ese relato.
Bambino bebió un trago de vino tinto de la copa que descansaba como una dama de cristal sobre su mesa.
– Empezaré, pues, si es de su agrado –dijo- ¿Le gustan las novelas policíacas?
– Creo- confesé- que desde Edgar Allan Poe, ese género está en franca decadencia.
– Pues entonces estamos de acuerdo- sonrió- Esta historia empieza así, aunque no creo que sea tan interesante como la suya propia, porque mientras estoy hablando con usted, he estado leyendo en su rostro, y me parece un verdadero poema.
– Sé bien que soy guapo- insinué- Podría inspirar a la misma Safo de Lesbos, y hacerle olvidar la atracción que le producía su Faón. Pero como la soberbia es el primero de los pecados y el más aborrecible de los instintos, porque no permite que la alegría entre en el alma, y es la madre de todos los demás pecados y pasiones que animalizan al hombre, no voy a hablar de la delicadeza de mis facciones ni del fuego sensual que despide mi ojo ciego.
– Se lo agradezco- declaró Bambino- Al caso. Usted sabrá que Segismundo Malatesta, condottiero de Rímini, fue un magnífico estratega militar del Renacimiento. Pero su enemistad con los Visconti de Milán y sobre todo con el papa Pío II, precipitaron su caída. Fue excomulgado , a pesar de haber sido un mecenas del arte en Rímini, donde contrató a arquitectos como Alberti para diseñar el panteón de su familia, cuya fachada mejora todavía la solidez y grandeza de los monumentos latinos, y a pintores como Piero della Francesca o Rafael Sanzio para pintar las estancias de su palacio y las capillas de su panteón familiar. Diseñó una ciudad fortificada, la Rocca Malatestiana, que todavía es un prodigio de ingeniería defensiva, digno de Vitrubio.
– Era un tanto pagano, según tengo leído, ese Malatesta- confirmé- Decían que de joven, se divertía entintando las pilas bautismales, y era mujeriego y poco moderado en el comer, frívolo e informal.
– Como casi todos los italianos- confesó Bambino riendo- Estos vicios aquí están a la orden del día, y solo los beatos se libran de ellos. De todas formas, la biografía de Malatesta es solo el preámbulo de esta nueva historia, cuyo inicio se remonta a 1964.
– Formidable- declaré- Esos saltos temporales me entusiasman. ¿Por qué no 1984? Sería más emocionante, más orwelliano. Supongo que esa rosa, según el género de ciencia-ficción iniciado por Julio Verne y consolidado por H.G Wells, será una variación transgénica de la especie común, la rosa vulgar, aunque alterados los cromosomas del núcleo de las células madre, para fastidiar el buen discurso de la selección natural y de las leyes de Mendel, teclas maestras del evolucionismo.
– Algo así iba a decir- comentó Bambino- pero tiempo al tiempo. Se trata de una maldición, como usted acaba de leer en la inscripción de la pared.
– Todo aquello que no contiene la física de Newton es irracional – comenté con seguridad- Russell lo sabe, Jung le da la razón, Freud lo extrapola al sexo y Jaspers lo confirma de buena fe, porque la buena fe se presume.
– Fe es lo que necesita la sociedad de hoy- profetizó el cuentista- ¿Para qué tantas cosas si basta con una? Un poquito de sentido común, y lo demás sobra. Las maldiciones existen, y las bendiciones también. Si el papa bendice, ¿por qué no puedo yo maldecir?
– El hombre es inteligente porque tiene manos- declaré citando a Anaxágoras.
– ¿Qué quiere decir?- preguntó Bambino.
– Que las manos pueden obrar bien o mal- concluí.
– Pueden, así es- prosiguió el cuentista- Pues en 1964, en esto estaba, nació espontáneamente una rosa negra en los jardines del Palacio Pitti, aquí en Florencia.
– ¡El alma reencarnada de Savonarola!- exclamé.
– La prensa la fotografió y salió en la portada del Fígaro – continuó Bambino- Y el diablo, que nunca duerme, tomó entonces la figura de un estudiante de filología clásica, de origen estadounidense, que después de visitar la extraña flor…
– ¿El estudiante ese era goliardo?- pregunté con vivo interés.
– Creo que no- declaró Bambino molesto- Y si hace el favor, no me interrumpa el cuento cada vez que hablo para preguntarme algún dato accidental o que no viene al caso, que pierdo el hilo de la memoria y malamente puedo sacar el ovillo del desenlace.
– Prosiga usted, señor y sastre mío- le animé- que desde ahora sellaré mi enorme boca con una montaña, si hace falta, para no decir ni pío.
– Pío puede decir- me concedió el cuentista- que es nombre de papa, y yo provengo de un linaje de güelfos. Pero no me glose cada frase que digo, como si fuese el mismo Bártolo de Sassoferrato, porque me pierdo en el laberinto de Teseo, y no me encuentro ni con un espejo delante… En fin, el tal estudiante comenzó a correr la voz de que la rosa negra era una maldición, fiándose en su color, que era negro como noche sin estrellas. También creyó percibir en la base de los pétalos unas manchas doradas que tradujo ficticiamente en la expresión: NIGRA ROSA, MALATESTARUM MALEDICTIO, a imagen de las que cuenta Ovidio que se podían leer en la flor del lúpulo, donde se reconocía el nombre de Áyax Telamón, que se suicidó en Troya después de perder el premio de la victoria frente a Ulises, con una espada bien afilada que le atravesó el pecho. Claro que el chico parecía excéntrico, alocado y un tanto racista, por atribuir al color negro con la propiedad del mal, que no tiene color.
– Ese es un mal muy extendido- confesé- el de juzgar a las personas por su apariencia externa. Seguramente el chico era hijo de algún descendiente de plantadores de algodón o de tabaco del sur de Estados Unidos, contra los que combatió el norte del país durante la Guerra de Secesión. Ellos, de modo hipócrita, querían construir un estado liberal edificado sobre la esclavitud de los hijos de Cam, que son sus hermanos de sangre. Predicaban la igualdad y convertían a sus hermanos en bestias, porque los crímenes de la tradición colocaron a la raza blanca sobre la raza negra, que siempre se humilló a la primera por natural mansedumbre. ¿Qué ocurriría si la raza negra se alzase en armas y fuese tan despótica y cruel como la sucesora de Jafet? El mundo se convertiría en un gran campo de batalla. De nada valdría predicar la caridad cristiana ni fomentar el liberalismo político en los estados civiles, porque en nada nos diferenciamos de los antropófagos de las islas apartadas. Pero la figura de Abraham Lincoln, árbitro de la contienda y primer presidente de Estados Unidos en importancia y honor, serenó, incluso con su propio martirio, la tempestad de las pasiones, dando testimonio del mensaje del amor en la tierra. El que discrimina a un hermano, a sí mismo se acusa delante de él, porque reniega de sus orígenes, y al que no sonríe a su madre, como dice Virgilio, los dioses no favorecen.
– ¡Yo si que reniego de Virgilio y del propio carnal cencerro!- protestó Bambino- ¿No le dije que no me interrumpiera? ¡Y para eso me envaina una filípica de cuatro tomos!
– No podía dejar de referirme a la discriminación- confesé- vicio nefasto para la convivencia de los hombres, cuanto más para el encuentro con la felicidad. Usted me dijo que no interpolara comentarios accesorios, pero este es esencial para comprender la trama de la historia.
– Pues desde ahora, amigo- decretó Bambino- limítese a callar, que por mucho hablar y poco escuchar se pierden los hombres, y se originan todo tipo de guerras y conflictos.
– De acuerdo- consentí- limitaré mi derecho a la libertad de expresión con el fin de no alterar el curso de la historia, que tal vez tenga enseñanzas que, desde mi opinión y punto de vista actual, sean incomprensibles.
– Prosigo- declaró el cuentista- El romántico estudiante, influido por los vicios de la literatura –a semejanza de Madame Bovary o del Caballero de la Mancha- se inventó una leyenda según la cual Segismundo Malatesta, antes de morir, había maldecido a sus enemigos en vida, y entre ellos se encontraba la familia Pitti, merced a la cual los primeros banqueros de Europa, los Médicis, se habían hecho con el control de Florencia y de Toscana. Según su hipótesis, los Pitti habían sido los responsables de la bancarrota de los Malatesta, al no financiar debidamente sus servicios como condottiero contra el papa Pío II. De modo que la maldición recaía sobre ellos, y representando esa maldición había nacido en los jardines de Bóboli una rosa prodigiosa, una rosa monstruosa, una rosa diabólica y satánica, símbolo del mal: la rosa negra maldita. ¿Qué le parece?
– Lamento no ser Baudelaire, Rimbaud o Byron para admirarme como es debido- confesé- Si no quiere que lo amenace con una exégesis bíblica, sobre la maldición divina a los reptiles venenosos, escenificación del mal, el cual repta a ras de suelo de los vicios y nos muerde en el talón de los principios morales, no me tiente demasiado.
– Hasta ahora ha comprendido el cuento- confesó Bambino relamiéndose de satisfacción- Veamos si lo comprende de ahora en adelante.
– ¿Todavía hay más?- pregunté- Yo creía que después de la maldición no quedaba más que cruzarse de brazos y esperar.
– Hay más, desde luego- declaró el tusitala- Fíjese bien. ¿ Cómo continuaría usted el cuento?
– Fácilmente- repuse- El cuento terminaría con el encarcelamiento del estudiante maldiciente, acusado por la familia Pitti de delito de difamación, y supongo que los parientes del muchacho tarambana abonarían una fianza para librarlo de la cadena, amén de darle una reprimenda por malgastar la beca de estudios en pintoresquismos y aventuras volterianas; o bien el cuento terminaría felizmente, como los de los niños, porque si beneficiaba a la economía del país, el Ministerio de Turismo le concedería al joven atrevido un premio en metálico por haber dado un mito a Florencia, a semejanza del monstruo del Lago Ness en Escocia, gloria de la nación a la que Adriano logró llegar.
– Esos dos finales serían dignos, el primero, del siglo XVIII y el segundo del siglo XIX.
– Se me olvidó aportar el del XX- musité- A un autor de este siglo se le ocurriría que el joven, arrancando la rosa del rosal, la desharía completamente y esparcería sus pétalos por el Arno, siguiendo un esquema musical, un compás heroico, porque en la destrucción y solo en ella está la belleza.
– Un siglo bélico, en verdad, el siglo XX- confesó Bambino- pero yo, a pesar de contemporizar con la ciencia experimental, tampoco le daría un final del siglo XXI, un final milenarista y sorprendente.
– ¿Cómo sería ese final milenarista?- pregunté.
– Muy sencillo- respondió el hablador- La disposición de los pétalos de la rosa con respecto al centro le revelarían al estudiante un lenguaje cifrado o matemático, llamado “aritmética de la belleza”, a semejanza de la rosa mística que soñó Dante, teorema que daría la solución para hallar en la ecuación de la existencia la incógnita del Paraíso Perdido, y fundir en un solo universo el espíritu y la materia, divorciados por las religiones.
– ¡Qué aburrido!- exclamé- El último grito del materialismo histórico. ¿Qué solución le daría usted?
– Yo diseñaría un final un poco más elegante- confesó Bambino- La rosa negra se desvanecería en el aire haciéndose invisible.
– ¿Y en qué consistiría entonces la maldición?- pregunté con curiosidad.
– Consistiría en que, si bien la rosa desaparecería, el recuerdo de ella quedaría imborrable en la memoria de la familia Pitti por los siglos de los siglos , como el crimen de Macbeth, y la realidad quedaría para siempre alterada con una mancha eterna que ningún detergente podría disolver.
– ¡Pero eso no es cristiano!- volví a exclamar- Eso sería la sacralización de la venganza, algo muy germánico y digno de los Nibelungos y del Tercer Reich. La venganza convierte al hombre en animal. La venganza nunca es buena/pasa al alma y la envenena, como dijo un dramaturgo español. Yo le daría el siguiente final: el espíritu errante de Malatesta acabaría perdonando a los Pitti, porque el perdón es el núcleo de la caridad y el fundamento y el fundamento de la vida en sociedad o cultura, que deriva etimológicamente de cultivo, porque sembrando la semilla del amor, se obtienen los frutos de la felicidad.
– Pero así la historia terminaría como empieza –declaró Bambino.
– Ahí estaría su genialidad- declaré con firmeza- Sería un final abierto, que empezaría por el principio, esto es, reproduciría la fábula de la redención humana, fundamento de la existencia, porque la maldición, merced al milagro del perdón, se convertiría en bendición, y el mal a corto plazo se transformaría en bien a largo plazo. La naturaleza se regeneraría y el árbol de la vida, despojado de sus hojas por el otoño, las recuperaría en la primavera. El río de la sucesión y de la muerte nos conduciría al mar de la estabilidad y de la vida, donde el tiempo no es sucesivo o perecedero, sino simultáneo o eterno. En este argumento se cifra el misterio de la encarnación, que es la sucesión o el cambio, la cual conecta al Padre o Principio con el Hijo o Final y los convierte en un solo ser inmutable, el amor, que hace a los cuentos inolvidables.
– Sublime- aplaudió Bambino, y acercándome el platillo de la cuenta, me dijo con voz de ruiseñor- ¿Tendría la bondad de pagar mi cuenta por este cuento que le he facilitado?
– ¿Ah?- me sorprendí fingidamente- Luego, ¿percibe honorarios por su servicio?
– Siempre lo hago, señor- declaró Bambino- Vivo de esto.
– ¿Vive usted del cuento, eh?- insinué- Pues lamento informarle de que mi pupilo y yo no llevamos un duro en el bolsillo, porque no tenemos bolsillos. Pero le agradezco su intención de contarme ese inacabado cuento de la maldición de la rosa negra, porque ha sido bonito en el fondo. Que Dios se lo pague.
Y, diciendo esto, le hice una seña a Marcelo y los dos nos levantamos de la mesa ante las atónitas narices del descendiente de Torricelli, al que creo que aumentó la presión arterial por momentos. Cuando íbamos a superar el umbral de la puerta, nos detuvo la rígida mano del dueño del restaurante.
– Se olvidan de la cuenta, señores- nos dijo.
– Se equivoca- repuse- No nos olvidamos de ella en absoluto. Sencillamente, no tenemos con qué pagar, pero agradecemos de todo corazón el buen servicio de este digno restaurante.
– Señor- insistió el hostelero- Le exijo conforme a la ley que me pague en moneda de curso legal.
– No puedo pagar en moneda, porque no uso semejante mercancía- repuse- Los cíclopes no usamos metal para agradecer un bien a quien nos lo hace, sino palabras que honran a quien las escucha.
– ¡Son ladrones!- gritó Bambino desde la mesa, mientras todo el mundo nos miraba- ¡A mí también me han robado!
– ¿De qué habla ese Judas?- pregunté- Que se afeite el pubis con navaja.
– Señor- dijo el hostelero con todos los camareros a su alrededor- No puedo dejarles marchar. Me deben la cena.
– Ya le he agradecido la sopa- confirmé- que, por cierto, si no tuviese hambre, la mejor de las salsas, diría que fue hecha con carne de gato.
– ¡Avisaremos a la policía!- gritó un camarero joven.
– Avisen, si quieren, al gran Rocambole- dije con enfado- Hemos concluido.
Dicho esto, Marcelo y yo, después de sacudirnos el polvo de los pies, salimos por la puerta a la calle. Al día siguiente me enteré por un comentario difundido que, en efecto, el dueño del restaurante había llamado a la policía, pero al darle nuestras señas a la benemérita, el comisario creyó sin duda que le estaban gastando una broma del día de los inocentes, y colgó el auricular del teléfono sin más preámbulos. En tanto visitábamos mi pupilo y yo la Ciudad de las Flores, Marcelo confesó que le faltaba algo, ¡su caballo de madera! Deduje que en el transcurso de la noche anterior se había caído al Arno cuando atravesábamos el Ponte Vecchio, y que a estas horas la corriente lo habría arrastrado hacia el mar. Le prometí a Marcelo tallarle otro igual en cuanto se presentara la ocasión, puesto que el arte acompaña siempre al artista vaya adonde vaya, y la difusión de sus obras por el mundo no le quita ni le resta ni un átomo del don con el que ha nacido, que le acompaña hasta su muerte y aún más allá de ella, legando su técnica y sus conocimientos a los linajes venideros. Paseábamos por la Plaza de la Señoría a las 9:30 de la mañana, hora marcada por un reloj del Palacio Viejo, digitalizada por un ejemplar de opis que informaba de la hora y de la temperatura en grados Celsius. En la entrada del Palacio, donde después de breves intervalos oligárquicos, se consolidó el principado de los Médicis desde 1434 hasta el fin del ducado de Toscana en 1870, admiramos la más bella estatua del estilo Renacimiento, el David de Miguel Ángel, aunque no era el original, sino una copia de idéntica factura. El desnudo metafísico mejor logrado, donde la forma emergía de la piedra espontáneamente y no estaba la segunda dominada por la primera, fijando con su volumen el espacio e iniciando la abstracción de la escultura moderna era, más que una imagen que reflejaba el modelo visible al modo griego, la misma materialización de una idea, algo semejante a una encarnación. Ningún escultor expresó con más belleza y autenticidad la novedad de la doctrina cristiana, abstracta y espiritual, frente a la antigüedad pagana, concreta y material. Su precursor, Donatello, cuyo San Jorge del palacio Bargello reproduce en sus rígidas facciones la austeridad romana, todavía guarda un deje de majestad caballeresca, personificación del caballero cristiano del que habla San Pablo en la epístola a los efesios. Después de pasear por el patio del Palacio Viejo, cuyas arquerías estaban decoradas con medallones y tondos que albergaban símbolos cívicos, como la cruz de consagración o el lis rojo, emblema de la ciudad, no pudimos resistir la tentación de visitar el duomo de Santa María de las Flores, aunque no fue verdadera tentación, porque estamos hablando de un monumento sagrado, pero también hay que decir que su paganismo clasicista es, en ocasiones, un tanto contradictorio con la humildad cristiana. No lo digo por la cúpula de Brunelleschi, que parece la mitad del cielo, ni por las puertas del Baptisterio engrandecidas con relieves de Ghiberti inspirados en el Nuevo Testamento, ni por el rotundo campanile de Giotto, ni por la nave central del templo a estilo basilical de Arnolfo di Cambio, con óculos que aportan dinamismo al conjunto, ni por la ilusión óptica que crea por vez primera el virtualista Masaccio con su Trinidad en el interior del duomo – donde pinta un pensamiento con caracteres de objeto, antecedente de los escenarios informáticos-; sino por los relieves del balcón de la cantoría, no los de Lucca della Robbia, sino los de Donatello, los cuales introducen la locura de los cultos báquicos en la serenidad de un templo donde el hombre se comunica con Dios. Pero no a todos les es dado insuflar la caridad cristiana en las apariencias clásicas, solo al genio, como afirma Bécquer, le es posible someter a un mismo yugo el concepto y la emoción, el alma y el cuerpo del arte. Mas, ¿y el convento de San Marcos, que alberga los lienzos de Fra Angélico, cuya pureza y dulzura ilustra el cuento de niños de la existencia y de la salvación por medio del amor, donde Marcelo creyó verse representado en una figura de uno de sus cuadros? ¿Y San Lorenzo, donde Brunelleschi diseñó un arquitrabe cuadrado que, situado encima de los capiteles, innovó la plástica del clasicismo? ¿Y San Miniato al Monte y Santa María Novella, templos gemelos de factura serena y polícroma separados por cuatro siglos? ¿Y la galería de los Uffizi, pinacoteca donde caben originales de todos los pintores del Antiguo Régimen, desde el visionario Leonardo hasta el místico Botticelli, pasando por Paolo Uccello, Filipo Lippi, Guirlandaio o Rafael en Italia, Rubens y Rembrandt en Holanda y algún de la Tour en Francia, como ejemplos notables? Describir la capital del arte de todos los tiempos, cuya culminación siempre será el estilo Renacimiento, constituye una tarea tan estéril e infructuosa, vanidosa, imprudente, ostentosa y hegeliana como intentar reducir a una cifra escatológica las infinitas variables del universo. Ciudad gloriosa es Florencia, brote de la cultura, relicario de Europa. ¿Cómo desctribirla sin que la lengua se hiele de desconocimiento en la húmeda y oscura mansión del paladar? Aún así, podría pensar un positivista de la era de Nemrod, donde la industria – caballo de Troya de la ambición instintiva- se ha convertido en la religión de las masas, ¿no deriva la riqueza artística de Florencia de la pujanza económica de la ciudad, no son los humanistas como Christóforo Landino y Pico della Mirandola herederos de los Strozzi, de los Orsini y de los Médicis? ¿El alma, no es en el fondo un eructo del estómago saciado? Pues bien, contra estos idólatras del vientre, a los que Dante situó en los infiernos y sometidos al castigo de la ingesta perpetua de excrementos, yo les reto a que hagan el siguiente experimento proverbial:
1. Llenen el depósito de su automóvil, emblema de progreso, con el hidrocarburo conveniente, ya sea gasolina, gas-oil, fuel-oil o diésel.
2. Que enciendan el motor del automóvil y que lo dejen encendido en el garaje.
3. Que esperen unos minutos y vuelvan a encender el automóvil el número de veces necesarias hasta que el combustible se consuma.
4. Una vez consumido el combustible, que llenen de nuevo el depósito.
¿Qué les parece esta gastrosofía? Habrán deducido que el gasto de combustible del automóvil sometido al experimento es completamente irracional e inútil, porque el motor consume el combustible en el encendido de la bujía y no realiza ningún trabajo. Del mismo modo, esta parábola tecnológica se puede aplicar a la actividad humana: si el hombre se preocupa únicamente por el alimento, indispensable para el funcionamiento metabólico del organismo, y descuida el ejercicio de las potencias del alma, que son memoria, entendimiento o voluntad, ¿de qué sirve su inútil supervivencia? Perpetuar un linaje que no contribuye al desplazamiento de los sentidos hasta el astro lúcido del amor, cuya esencia no tiene representación precisa, es lo mismo que morir sin dejar memoria. Porque la materia genética no es memoria, es barro modelado por el plan del Creador, que se transforma sin cesar como dedujo Lavoisier a partir de la observación y la filosofía antigua a partir de la deducción. Y el barro es siempre el mismo en sus infinitas formas originadas por medio del movimiento del amor, alfa y omega del universo, o el ser total consciente. Sin este principio de la libertad, la capacidad de amar, todo es nada. En esto se diferencia el hombre de la bestia. De nada sirve un papel en blanco sin la letra que lo justifica, y de nada sirve la letra sin un significado que la anima, otorgándole facultad de comunicación. En esto pensaba mientras caminábamos por la calle situada entre la Academia de Chrisoloras, donde se impartía durante el Quattrocento el más riguroso neoplatonismo, y la casa de Dante Aliguieri. De pronto, Marcelo comenzó a reírse desvergonzadamente, como un Momo ateniense o un bufón medieval, mientras me decía:
– Enfrente de nosotros está una vieja con un rosario en la mano, con una nariz que parece un ancla, llena de verrugas como guisantes quemados, y una quijada alargadísima que se toca con la punta de la nariz. Cuando abre la boca, le bailan cuatro dientes que tiene, y aún así lleva colorete en las mejillas y carmín en los labios, siendo tan fea que hace vomitar a los cuervos.
– Lamento mucho- dije- no ver a esa interesante mujer. Será alguna celestina que va a hacer la compra de día. De todos modos, está mal faltarle al respeto a los transeúntes, sean feos o guapos, altos o bajos, sabios o necios, porque el respeto es la base de la convivencia, pequeño Marcial, y la desgracia ajena no debe alegrar al bueno, que es el inteligente.
– ¡Pero es muy graciosa!- exclamó el niño- ¡Quisiera tener un juguete así!
– La mujer- confesé- escarnecedor de faltas ajenas, es un ser cuya belleza o atractivo es su identidad, porque su constitución hade agradar al hombre, pues en todas las especies animales en las que existe el dimorfismo sexual, la hembra ha de ser atractiva al macho para que éste, venciendo los obstáculos de la competencia y del entorno, engendre en ella su descendencia y no se extinga la especie. Pero en el hombre, la belleza de la mujer se toma como símbolo para expresar los conceptos espirituales del pensamiento, que no tienen traducción literal más que por medio de metáforas, similitudes o comparaciones. De modo que lo femenino es algo casi sagrado, a lo que la poesía, cabeza del arte, llama eterno femenino. Por eso la fealdad es como un sacrilegio en la mujer, como un oprobio. Si la mujer no es bella, es como si no fuera mujer. Ahora bien, el hombre sabio conoce de dónde viene todo esto, y no juzga por las apariencias, como el animal, sino según el corazón, como Dios, su perfecto semejante.
– ¿Quieres decir con eso –insinuó Marcelo- que a mí me tiene que parecer guapa esa señora que de verdad es tan fea que no se la puede mirar sin asco?
– ¿Has visto su alma para saber si es bella o despreciable?- pregunté.
– No- respondió mi pupilo.
– Pues entonces- dije- no puedes determinar si es una Venus o una Gorgona. Porque la belleza del cuerpo se marchita como una flor, se desvanece y muere, mientras la belleza del alma, como fuego inextinguible, da la vida allí donde se encuentra. Te aseguro que esa mujer ha sido hermosa en su juventud, pero ahora no ha quedado nada de lo que entonces era, e incluso sus hábitos antiguos, como la cosmética que usaba para gustar a los hombres, parecen ahora ridículos y burlescos en la esfinge de la ancianidad.
– ¿De veras dices que era hermosa?- me preguntó Marcelo con los ojos muy abiertos- ¿Tan hermosa como dices?
– Más aún, si cabe-declaré- porque el paso del tiempo vuelve negro lo que antes era blanco. Mira, ahora que estamos enfrente de la casa de Dante, genio visionario que interpretó el espíritu de la Edad Media, donde el hombre viejo del imperio romano se fundió con el nuevo del cristianismo, puedo decirte que el alma de esta mujer es tan bella como el rostro angelical de Beatriz. Y estoy tan seguro de ello que ya están naciendo en mis labios los versos de un soneto, estrofa inventada por Petrarca, como nacen ninfas de agua, o sea frágiles formas, los chorros de una fuente. Escucha:

La rosa de tu boca se destruye
en el jarrón de tus inciertos años;
ocultos tus encantos son extraños
a tu fotografía que ya huye,

mas yo he visto en tu identidad que fluye
un rostro que no vencen los engaños;
yo he visto discurrir como rebaños
tus tiernos deseos que el tiempo excluye.

Pero en tus ojos vi una luz todavía,
y, aunque soy ciego, bien decir podría
que es el amor que nunca en ti se apaga;

y el amor, que es ciego, te da alegría,
que es la belleza que perdiste un día,
y con un beso a otro beso paga.

– ¡Qué bonito!- exclamó Marcelo- ¡No puedo entender cómo pudo inspirarte un poema así esa vieja!
– He leído estos versos en su alma- repuse- Ven, vámonos antes de que sea tarde.
Tengo que reconocer que soy un cíclope sentimental, porque aunque gozo de una exuberante riqueza capilar, cuando veo una margarita en un prado, aunque sea pequeña como un botón, trato de cogerla con mis torpes dedos. Y también, a veces, lloro sin que nadie me vea, y lo hago porque de vez en cuando tengo ganas de llorar, simplemente. Marcelo nunca llora desde que está conmigo, y supongo que es porque se siente feliz a mi lado.
No voy a hablar de nuestra visita al Palacio Médicis-Riccardi, ostentosa domus áurea cuyo gran salón, tan diminuto como un planeta, está decorado con mitológicos frescos de Lucas Jordán. Ni tampoco voy a referir nada de nuestra visita a los palacios Strozzi, Pitti y Orsini, verdaderos despilfarros de grandilocuentes vulgaridades. En cuanto a la Biblioteca Laurenciana y a la capilla de los Médicis, el genio del príncipe de la escultura, que materializa la duda del pensador de Rodin en la figura de Giulio, con la muñeca del brazo izquierdo torcida sobre la cadera, llega a su sensibilidad mayor con la frágil feminidad de su Noche. Lorenzo de Médicis, señor de Maquiavelo, tiraniza una hornacina mientras las lágrimas de una mujer, a modo de epitafio líquido, conmueven al visitante.
Pero permítaseme hacer una digresión copernicana sobre un acontecimiento que nos sucedió en Pisa, la cuna de la física experimental, el sonajero de Galileo. A ella llegamos al día siguiente del anterior, que es aquel del que estábamos hablando, después de despedirnos del humanismo de la antigua Fiésole. Lo primero que hicimos después de haber puesto un pie en Pisa fue poner el otro, para no caernos, y acto seguido ir a visitar el exotismo lombardo de su catedral. Nada más admirar el conjunto arquitectónico formado por el baptisterio, el duomo y el campanile, me di cuenta de que algo fallaba.
– La torre está torcida, padre- me comentó Marcelo.
– Ya lo he notado, hijo- confesé- que yo tengo una vista de lince, quiero decir un sexto sentido para estas cosas, o mejor dicho, un quinto sentido, eso es.
Y sin más preámbulos, me aproximé al campanile y, agarrando la torre con ambas manos, la enderecé hasta que quedó perpendicular al suelo.
Incomprensiblemente, todo el mundo me aclamó como a un héroe.
17. ELOGIO Y ADMIRACIÓN DE LA SANTA FAZ DE LUCCA, QUE EL CÍCLOPE COMPARA CON LA SUYA PROPIA, ALMUERZO EN PISTOIA Y SIMULACRO DE EXAMEN EN BOLONIA
Sí, pueden creérselo sin lugar a equívocos, señores míos, y no pongan cara de susto cuando se lo relato, porque sucedió tal y como lo cuento. Once siglos llevaba la torre del campanile de Pisa inclinada, y al duodécimo mi mano la enderezó como es debido. Había aquel día un campamento de turistas – la mitad europeos, la mitad japoneses- que fueron testigos oculares de mi proeza, la cual les pareció uno de los mayores prodigios sucedidos – dejando aparte la friolera de la Redención Humana del Verbo Encarnado- desde la mismísima creación del mundo, y no les pareció menos increíble la magnífica fealdad de mi cuerpo, que conviene resaltar y subrayar en esta historia, para todos los que la leyeren y entendieren, que considero no han de ser pocos, según el celo que pone el barbado sabio Literano escuchando todo lo que digo, porque lo tengo delante y lo veo mirarme con unos ojos muy grandes, y la boca en forma de o, y la mano tan presta a escribir como la mía a demostrar lo que vale un peine. Estando yo en posición de Atlante de las ruinas de la Civilización, me vi obligado a cerrar mi único ojo – ¡que no veía, imagínense!- ante el reiterado destello de los flashes de las cámaras fotográficas, tan pronto apagados como encendidos, símiles de los cometas frívolos de los imperios y de los poderes que fueron. Todos los presentes, incluidos los guardias jurados, los bedeles y los guías de propina, se afanaban en tomar una instantánea del acontecimiento para venderla más tarde a un periódico del día o a un medio televisivo por cantidades estrambóticas. La verdad, dicho sea entre nosotros, es que a mí nunca me han gustado las pantallas, por ser planas y sin gracia, y también porque sea como sea el enfoque practicado con cualquier técnica desde Logie Baird, el caso es que la descomunal proporción de mi cráneo no cabe en ninguna pantalla, y eso basta para que mi entendimiento desacredite la contingencia del invento. Hablando más sobre el particular, he de decir que, aún a riesgo de parecer contrarrevolucionario para la opinión pública burguesa fundada en el año 1789, el avance masivo de las telecomunicaciones nos ha llevado –casi citando a Mac Luhan y a pesar de lo que argumenten excusándose los seguidores de Auguste Comte- a una decadencia cultural similar a la vivida en los últimos años del Imperio Romano. Esto es así porque la palabra cultura, que deriva del latín cultivo, no se entiende si no es con referencia a la tierra en la que se asientan los vegetales y que sostiene todo el ecosistema humano, de modo que su escala de valores toma como referencia los elementos de este ámbito, y las modernas ficciones de estos elementos originarios no pueden sustituirlos, como la diferencia que va de lo vivo a lo pintado. Por eso, las pantallas que reproducen de forma plana y esquemática la consistencia de lo real, son otros tantos espejismos que nos conducen al bíblico conflicto de Babel, donde se confunden las lenguas, porque se confunde al referente con su réplica. Las generaciones nacidas en la era audiovisual de la segunda mitad del siglo XX ignoran esto mismo, como ignora que vive en una caverna, según Platón, quien ha nacido en ella. Por estas razones y otras muchas que no digo por no interrumpir el relato de mis nunca vistas ni oídas hazañas detengo el plectro aquí, bastando esto para dejar rematadamente claro que las pantallas son más propias de lámparas que de otra cosa y que entre ellas y yo nunca ha habido nada confesable. Pero no todos podrían decir lo mismo, y entre aquellos argonautas del consumo – piedra angular de la industria- no había ninguno que por su atuendo no revelase una dedicación a tiempo completo al mercado de las vanidades. Ya se veían señoras de edad madura con pamelas como cascos teutones, hecha la permanente de sus cabellos convertidos al color del tinte, con flores de pitiminí en los sombreros y bolsos de piel de reptil maldito; o varones con entradas tan generosas que despejaban la pista de aterrizaje de sus cabezas limpiándolas de las malas hierbas de algunos raros y atrevidos pelos que se ponían de punta al soplo del viento; o estudiantes de beca humanística – por cortesía de los eruditos Erasmo de Rotterdam o Leonardo da Vinci- con camisetas sudadas con mensajes subliminares y harapos informales de poliéster, amantes más de Baco que de Apolo, y remedos de la resaca de alguna orgía en la que no faltaban los alcoholes de Apollinaire y las endechas de Sardanápalo. En fin, que Balzac podría escribir otra Comedia Humana con semejantes modelos, y Malthus podría sacar otras nefastas conclusiones de la heterogeneidad de la masa. Los comentarios que se barajaban mientras yo mantenía a raya la mal inclinada torre lombarda no se pueden recoger en el relato por ser infinitos, como son infinitas las gotas del lecho marino o las galaxias del universo. Pero recogeré, para el regocijo popular, la frase de un pisaverde indumentado con pantalones vaqueros caídos y una visera puesta del revés, amén de unas gafas de sol de cristales oscuros – así me lo imagino, pues no ignoran ustedes que he nacido ciego y que veo a través de los ojos del corazón- quien, abriendo mucho la boca, como para decir algo de peso, soltó:
– ¡No veas! ¡El guicho la ha estirao!
La concurrencia me miró de hito en hito identificándome con un ser mitológico, aunque en esto había diferencia de opiniones, porque para unos era Goliat, para otros Hércules, para otros Wanjina, para otros el último de los mohicanos. Cada cual me juzgaba según su país de procedencia. Solo un señor con gafas y porte de bibliotecario, que había leído la Odisea y sabía un tanto así de griego, escritor de novelas policíacas ambientadas bien en la Edad Media bien en el Renacimiento, y que no dejaré de decir que se llamaba Umberto Eco, me identificó con el Polifemo de la fábula de navegantes, cegado por la astucia de Ulises. Marcelo, con orgullo de hijo adoptivo de un héroe me llamaba “padre” y me decía que ya podía soltar la torre, porque todo el mundo tenía los ojos puestos en mí. No soy yo devoto del espectáculo, legado del incendiario Nerón, ni me importa lo más mínimo lo que opinen de mi desgarbada persona los hombres de doble mirada, quienes no supieron reconocer a los sabios que los acompañaban mientras vivían, y que una vez muertos, los coronaron de epitafios. Hay tantos ejemplos de esta verdad que solo traeré a colación la vida y pasión de Jesucristo, imagen humana de Dios y espejo de amor, que hasta su glorioso tránsito hacia la memoria eterna del Creador fue considerado nazareno, habiendo nacido en Belén de Judea, la misma aldea en la que naciera el rey David, su predecesor. Por ello, haciendo caso omiso de los curiosos que me fotografiaban y grababan en vídeo la escena, y oyendo la voz imperativa del pequeño Marcelo, jubilé a mi mano derecha del enorme peso de la torre y desplomé su delicada arquería vertical hasta que la estructura recuperó el ángulo obtuso de su antigua postura. Un aplauso a la romana celebró aquella ridícula pantomima. La gente, cuya única cabeza está desprovista de meollo de lógica, se hacía conjeturas acerca de aquel inusual acontecimiento, y muchos pensaban que yo era una atracción sufragada por el ayuntamiento de Pisa para atraer el turismo masivo, que ya de por sí era considerable. Sin saber cómo ni cómo no, emergieron de la nada como las oníricas apariciones de los monjes de Cluny los caballeros andantes del periodismo, con sus cámaras tamaño familiar y sus micrófonos esgrimidos cual si de sables se tratasen. La población civil, señalándome con una mezcla de temor y admiración, le indicaba a los reporteros mi extraña figura, y ellos, no sé si por compartir cierta dosis de miedo ante un ser de apariencia tan repelente como la mía, o ya fuera para evitar el impacto de mi voz o de mi imagen en las ondas herzianas, lo cierto es que mantenían una distancia de al menos veinte metros con respecto a la punta de mi nariz. Solo Marcelo, corriendo hacia mí desde el lugar donde se agolpaba la muchedumbre, me abrazó a la vista de todo el mundo, y entonces sí que aquel anfiteatro digno del infierno de Dante comenzó a clamar como las ondas del océano, comparando la fragilidad y belleza del niño con la terribilidad horrísona de las garras del monstruo que lo envolvía. “Herirás al pastor, y se dispersarán las ovejas” reza el refrán. Así lo hice yo, cayendo en la cuenta de que la inclinación de la torre de Pisa antes era una virtud que un defecto –pues en el arte no existe el error, porque su mensaje se expresa de todas las maneras posibles tan libremente como lo exige la comunicación- y, con esta certeza y tomando de la mano a Marcelo, me separé de la multitud que hablaba en varias lenguas y me fui a un lugar más apartado, concretamente frente al Baptisterio. Los curiosos no se atrevieron a seguirme, y los periodistas perdieron su interés por mí, al creer que la supuesta atracción del ayuntamiento había terminado. Si hubiesen venido, los hubiese saludado con un rugido que los hubiese puesto en la cima del campanario. El Baptisterio, comenzado en el año 1153, época en la que Pisa, originaria colonia de los griegos de Élide, instituyó la magistratura única del podestá, gobernador de la ciudad, es un templete que parece sacado de un lienzo de Rafael Sanzio o de su maestro el Perugino. Sus entradas principales están situadas en extremos opuestos, de forma que si abrimos las dos a la vez la luz entra por una y sale por la otra proyectando un punto de fuga infinito, símbolo de la eternidad. Los italianos tienen la costumbre de dividir sus templos en tres partes: un baptisterio, la iglesia propiamente dicha o duomo, y un campanario o campanille. El objeto de esta división es no permitir que los no bautizados asistan a los oficios litúrgicos, costumbre paleocristiana difundida por la arquitectura lombarda del norte de Italia. Por dentro, la catedral es un perfecto museo de la escultura sagrada de relieve más genuina de Europa. Se trata de una síntesis entre el arte romano y el germánico, los dos estilos, corporal el uno y espiritual el otro, característicos e la civilización de Occidente. La familia de los Pisano ( Nicolás, Giovanni y Andrea) consolida y culmina la escultura de relieve, de modo que ni tan siquiera Miguel Ángel, príncipe de la escultura, llega a esta nitidez minuciosa en la reproducción de los principios sociales europeos, a medio camino entre la precisión clásica grecorromana y la expresividad cristiana, porque estos artistas incorporan a la figura humana las vestimentas y los signos distintivos de su época, cosa que ni Ghiberti ni Miguel Ángel, a pesar de su genio patente, logran materializar sin rondar un cierto arcaísmo. El púlpito de la catedral podría hacerse pasar por un altar romano de la época augustal, si no fuera por sus arquerías trilobuladas que matizan la escenografía del gótico francés y que instituyen tácitamente el dogma de fe de la trinidad de Dios. Las columnas del púlpito, de fustes toscanos, se apoyan alternativamente en los lomos de leones esculpidos, símbolo de majestad y poder, caracteres de una civilización de mucha antigüedad y de costumbres forjadas a lo largo de miles de generaciones. ¡Qué emotiva resulta la adoración de los Reyes, obra de Giovanni Pisano, donde se tocan sin llegar a confundirse los poderes temporal y espiritual, prevaleciendo en figura de niño inocente el segundo, desnudo, frente al primero, ataviado con el boato de los preceptos humanos! Y en el recogimiento de una cobijada hornacina, la Virgen de la Leche, obra de Nino Pisano, con un rostro cuya expresividad recuerda a las terracotas etruscas, ofrece su seno izquierdo, blando y a la vez firme, al niño que tiene en sus brazos. Cimabue despliega la compleja austeridad de unos mosaicos de inspiración bizantina en el espacio ortogonal de la basílica, donde descansa el cuerpo exánime de Enrique VII, cuya alma residirá hoy día en el lugar en donde antaño hubiese tenido puesto su corazón. Mientras rezaba en voz baja algunas oraciones de cíclope frente al altar de la catedral, recordé, con cierta hilaridad, los proverbiales devaneos de Galileo Galilei, natural de esta ciudad, cuando, en lugar de mostrar un piadoso celo en los ejercicios espirituales, se entretenía sacando conclusiones acerca de la oscilación de la enorme araña, digo lámpara, del techo de la iglesia, para después enunciar la ley física de la isocronía pendular, matriz de los relojes mecánicos que miden el tiempo con el tictac de la monotonía.
No menos sorprendente fue para Marcelo y para mí la visita al camposanto, custodiado por escuálidos cipreses como llamas vegetales, ángeles guardianes de la paz de las tumbas y de la solemnidad de las lápidas, rectángulo de mármol y césped, habitación del recuerdo y puerto de la esperanza. Marcelo se detuvo admirando con su curiosidad de niño los frescos de las paredes, entre los cuales destacaba el Triunfo de la Muerte, probable obra maestra de Francesco Traini inspirada en los Triunfos de Petrarca. Mucho pesimismo vio el pintor en la muerte, para él imagen de la destrucción, cuando en realidad no es otra cosa que el dolor de parto que precede al nacimiento. Piensan los depresivos científicos de apariencias que en la muerte termina todo, y no saben que lo que ellos denominan muerte es un estado de separación física con los ausentes, un estado de invisible conversación con los que compartieron la vecindad de su vida, donde se manifiestan todos los miedos que hemos vivido en el momento de la entrada en la noche del desconocimiento que precede al día de la comprensión. No es la muerte el final de la vida, sino el principio de la nueva vida en la que se manifestarán aquellos deseos que el velado mundo del presente nos ha ocultado detrás de la cortina de las apariencias. El pálido brillo de plata de los destellos del valle de la sombra que es este mundo será, descorrida la tela, una hoguera de oro en el blanco océano de la luz. Así lo promete y asegura la estación definitiva de la felicidad.
– ¡Marcelo!- grité de pronto al notar que mi pupilo se había ido de mi lado- ¿Dónde te has metido?
– Estoy aquí- respondió el niño a varios metros de distancia- Jugando encima de esta piedra dura… He encontrado una mariposa de alas azules.
– Ven junto a mí ahora mismo- le ordené- ¿No ves que no está bien profanar los sepulcros, las lápidas, las tumbas ni los túmulos?
– ¿Qué son sepulcros?- me preguntó sin dejar de jugar- ¡Nunca he visto una mariposa tan bonita!
– Ven
– Ya voy. Espera que atrape la mariposa. ¡Es tan rápida! Parece que ha salido de las pinturas. ¡Uy, casi la cojo! ¡Se me ha escapado otra vez!
– Deja tranquila a la mariposa. ¿Qué podrías hacer con ella si la tuvieras en tus manos?
– No sé. Pero me gustaría tocarla para darme cuenta de que es de verdad.
– Ten por seguro que lo es, de no ser así no la verías. Si la tocas, desharás sus delicadas alas y su polvo de color se te pegará a los dedos ensuciándote. La belleza de la mariposa consiste en su capacidad para volar, suspendiendo su cuerpo en el hilo del aire. Su libertad la hace bella, remota y emotiva en el acogedor lienzo del espacio. En tus manos, no es más que un insecto muerto.
A duras penas Marcelo me obedeció, pues sus ojos estaban fascinados por el vuelo de la mariposa.
Dejamos el camposanto en la perfecta paz del silencio y nos aventuramos a recorrer las recoletas calles de la ciudad. Nos detuvimos junto a la vetusta y renegrida torre de Gualandi, donde según una horrible leyenda recogida en los versos del autor de la Divina Comedia había muerto de hambre el tirano Ugolino della Gherardesca, gobernador de Pisa en el siglo XIII. El arzobispo de Pisa había dirigido una conspiración contra el déspota, que terminó con el encarcelamiento de Ugolino, junto con sus dos hijos y sus dos nietos en el averno de aquella fortaleza cerrada, imitando la tortura de Druso, el sobrino de Augusto, encerrado por el cruel Tiberio en los subterráneos del Palatino con el fin de evitar su competencia en el trono de Roma. Los cinco encarcelados murieron de hambre después de que los conspiradores hubiesen arrojado las llaves de la torre al Arno. ¡Crueles seres humanos, a veces máscara de Dios y a veces máscara de la bestia! Ningún interés vale tanto como la vida de un solo ser humano. El poder no es otra cosa que un vano sueño, una pasión que la enfermedad y la muerte disipan. La calavera de Yorick, metáfora de Shakespeare, es todo lo que queda de los triunfos del mundo. Reyes muertos. Eso son César, Napoleón, Gengis Khan, Mussolini, Hitler, Stalin, Nabucodonosor, Harum al-Rashid, Ciro el Persa y todos los tiranos presentes y futuros que no menciono por falta de espacio. Su gloria ha sido la negra muerte, destino del animal, mientras la vida luminosa guardó los corazones de quienes supieron ser personas. Pero por muchos que sean los ejemplos multiplicados por mi boca de visionario ciego y peludo, siempre habrá descarriados que escojan el difunto camino del mal. La tentación del fraude será siempre grande, porque hacer el mal cuesta exactamente la mitad de sacrificio que supone hacer el bien.
Ya nos habíamos puesto en San Domenico para apreciar los frescos de Benozzo Gozzoli en el interior de su convento, acompañados por los frailes de la orden de Santo Domingo de Guzmán, quienes no dejaban de hacerse cruces ante los efectos caprichosos de la naturaleza creada por Dios, manifestados en la extrema extrañeza de mi fisonomía. A Marcelo lo trataron a cuerpo de rey, y aún lo agasajaron con pastas de mantequilla horneada cocinadas por las monjas de clausura del vecino convento de clarisas, tan tiernas y dulces como el corazón de un niño. Tras esta breve visita, apreciamos de lejos las fachadas de San Sixto, Santa Catalina, San Andrés, San Pablo ( San Paolo a Ripa d’Arno), San Sepolcro, San Martín, San Miguel ( San Michelle in Borgo), San Esteban (San Stefano dei Cavalieri), San Francisco, San Frediano, y nos detuvimos ante la genuina fachada de Santa Maria della Spina – construida en el siglo XIV- cuyo pintoresco goticismo a la romana se me antojó la estructura de una frágil pieza de repostería.
– Me trae hambre esta iglesia- le confesé a mi pupilo- Vamos a comer a algún figón próximo. Mis tripas acaban de celebrar referéndum y en el Parlamento de mi intestino ya vocean los diputados. ¿No tienes hambre, Marcelo?
– Un poco- reconoció el niño- Aunque no tanta como tú, padre.
Calmamos el hambre, alarma del organismo, cerca de las murallas de la ciudad recorrida por los ciclomotores, ante un desbordante plato de tallarines con almejas. No dejamos ni un residuo en el plato que pudiese mostrar al mundo la calidad de la vianda, porque todo fue engullir casi sin tener tiempo a saborear el condimento ni la textura del manjar. Como a menudo, me sorprendí al ver que todos los comensales nos miraban con pupilas inmóviles. Caí en la cuenta de que en toda la comida no había echado mano de la cubertería, y tenedor y cuchillo estaban impolutos e inmóviles a ambos lados de mi plato. Mis manos, cuyos membrudos dedos remataban en uñas cuadradas y puntiagudas como garras de león, estaban manchadas de rojo tomate de Palestrina, y parecían a simple vista las sucias manos de un criminal de la hermandad de Caín o de un matador que acababa de degollar a un carnero. Marcelo me miraba y se reía. Él también había comido con las manos, pero en un niño nada parece tan siniestro. Después de haberme limpiado los dedos en al menos doscientas veinticinco servilletas de papel le di las gracias al hostelero del figón regalándole un clavel purpúreo que había cortado en los jardines del palacio de Gualandi, y, sin quitarme el sombrero, pues no lo llevaba, me despedí del maestresala con la mano muy abierta.
Aprovechamos lo que quedaba de la tarde para abandonar Pisa, y a la caída del crepúsculo, caminando por el borde de la carretera llegamos a Lucca, mientras los automóviles nos abocinaban para que saliésemos del borde de la calzada, pues mi enorme y descomunal espalda y su pelaje hirsuto y negro no dejaba a los conductores ver el horizonte. Lucca fue, en el año 56 a. J.C., el lugar donde se entrevistaron los triunviros romanos César, Craso y Pompeyo. Cuando hice memoria de este hecho, me vino a la mente el poema épico de la Farsalia de Lucano, metáfora en versos hexámetros del destino y de la libertad, la vanidad de los premios del mundo y la esperanza necesaria en lo por venir. Lucca es tan delicada como los paños de lana que la han hecho célebre. En el interior de su catedral, el Cristo de la Santa Faz, de factura bizantina, tallado en madera de roble, es de una pureza y de un pietismo inigualables, con los pómulos anchos de su cara resuelta a aceptar el sacrificio, sus costillas insinuadas y su pubis escondido en un lienzo fino de lino, símil hecho en la propia madera, gastada por los besos del tiempo. Nada más ver la soberbia talla, guiñando mi único ojo a Marcelo mientras la luz amarilla de la lámpara jugaba entre sus cabellos un tanto rizados, le pregunté:
– ¿No te parece que este Crucificado, especialmente en la satinada superficie de su rostro, se parece un tanto a mí?
– Sí se parece- me dijo el inocente niño- Pero tú tienes un ojo y él dos, y además tú tienes mucho más pelo.
– Eso es verdad- reconocí.
Afuera, en las almazaras, se fabricaban dulces de todo tipo; napolitanas, ensaimadas, alfajores, polvorones, roscas de pascua, turrones, bombones, galletas, tartas de sabroso cutis y pasteles ribeteados de nata. El suave austro del valle del Serchio oreaba blandamente los huertos y los viñedos, y traía a las fosas nasales un olor a salvia, a romero, a tomillo y a espliego. Vimos la fábrica de tabacos y, aunque confieso que no soy fumador ni conozco cíclope de mi familia que lo sea, el perfume de hojas quemadas de la planta de Jean Nicot me motivó a pedir encarecidamente a un jefe de almacén que me suministrase, aunque solo fuera, una cajetilla de puros que parecían habanos y que no lo eran en verdad, porque el talle de las hojas secas envueltas en canutillo era más estrecho, similar al de una faria. El jefe, un risueño varón de cuarenta años indumentado con americana azul a rayas verticales en cuyo bolsillo pectoral lucía un pañuelo de seda doblado en triángulo isósceles, improvisado Mario Cavaradossi de la ópera Tosca de Puccini, no dejaba de hacerme la corte con promociones, ofertas, publicidad y recomendaciones de su empresa de humo prosélito.
– No soy fumador- confesé con cierto desdén de dama- Pero le agradecería el obsequio de una cajita de puros. Tengo familiares en Sicilia que…
– Oh, excelente- me cortó el seductor comercial- Tenga usted- y me regaló un paquete de cartón con veinte puros hermosos- Sería maravilloso que usted se aficionase al tabaco de Lucca… No le doy cigarrillos, porque siendo usted tan cosmopolita – iba a decir tan grotesco, ¡Qué equivocación!- no creo que le apetezca darle una calada a tan poca cosa. Ya sabe, lo digo porque me parece usted un hombre instruido, sin pelos en la lengua.
– La lengua es la única región de mi cuerpo donde no los tengo en abundancia- declaré sin despeinarme.
– Desde luego, desde luego, je je- rió el mercader ladeando los ojos- Tiene usted sentido del humor también. No le falta de nada.
– No me falta ni me sobra- dije- Todos los miembros del cuerpo y todas las potencias del alma son igualmente necesarios, como declaran, por ejemplo, Celso, Claude Bernard, Buda y San Pablo, entre otros, si mal no recuerdo. ¿Evoca usted a alguno más?
– Pues la verdad…
– Sí, claro, la verdad es universal, es cierto. Pertenece al dominio público. Cualquier ser humano es legítimo poseedor de sus máximas.
– Hablando de máximas- soltó repentinamente el jefe de almacén- Mejor es dos que uno. Mi padre lo decía siempre. ¿No querría llevarse una petaquita de rapé de las Antillas? Se lo recomiendo. No pesa nada y se puede fumar en cualquier sitio. Dicen que es bueno para el dolor de cabeza, mejor que la aspirina y la migranela, y además relaja como la valeriana. Si le soy franco, a mí…
– Oh, déjelo- le impuse con acento de cliente escaldado- Con estos puros de cortesía que usted galantemente me acaba de regalar tengo lo que preciso para grabar un retrato de su generosidad en mi memoria. Le deseo muy buenas tardes.
Y sin dejar de sonreír, me di la vuelta rotatoria para marcharme, cuando vi que Marcelo estaba jugando con unas pipas de castaño que estaban desparramadas sobre el anaquel de una estantería. El niño las acercaba a los labios e intentaba soplar por la boquilla rematada en una laminilla de bronce.
– ¡Vaya, qué diablillo!- exclamó el jefe de almacén apartando con rabia contenida al niño de su mercancía- ¡Va a ser un buen fumador de mayor! Tiene aire de aristócrata. Si no fuese por su minoría de edad, le vendería una tabaquera de ágata digna del conde de Montecristo. A Mazzini le encantaba fumar, y también a Giuseppe Verdi. Fumar es un arte. Yo ya fumaba de pequeño, con doce años. Ítalo Calvino, o no sé si es Elio Vittorini, decía que fumando se aprende. Yo conocí a Marconi, el del telégrafo sin hilos, quiero decir, mi padre conoció a Marconi en una entrevista con el papa Pío XI, y estuvo más de tres horas hablando de las excelencias del tabaco. Marconi, ya se sabe, fumaba más que Cavour y todos los políticos juntos. ¡Doce cajas al día! ¿Oyó bien? ¡Doce! Y recomendaba fumar a sus amigos siempre que podía, es decir, en los salones del gran mundo frecuentados por los hombres de egregia solvencia y honorable bolsillo. La ley hoy día quiere erradicar el tabaco, ¡qué locura! Que si produce enfermedades: cáncer de pulmón, bronquitis, asma… ¡Bah! ¿Y luego no producen daños los automóviles, y no hay pelón enclenque que no tenga el suyo propio? ¿De qué vivirían entonces las compañías de seguros y los concesionarios? El Estado nos tiene que indemnizar de esta censura… ¡Buenos estábamos sin un pitillo que llevar a la boca! Yo conocí a un hombre, amigo también de Marconi, que prefería no comer a no fumar. Se llamaba Gino y era forjador. Le preguntaban: “¿Qué te gusta más, Gino, el tabaco o las mujeres?”, porque era muy mujeriego, y él decía: “Prefiero el tabaco porque le puedo sacar más humo”. ¡Más humo! ¿Se da cuenta? Ese sí que sabía lo que son cuatro. Porque todo lo que se saca de las mujeres son palabritas de aquí y de allá, a veces uno que otro goce, para qué engañarnos, pero en el fondo ni poco ni mucho. Yo me casé por obligación, ¿sabía?, porque mi mujer era hija única y ya estaba preparada cuando me casé, y mis padres me dijeron: “Piero”, así me llamo yo, “hay que cumplir”. Pero si no fuera por ellos, a estas horas estaría soltero y libre, claro que no estaría trabajando aquí, porque esta empresa es de mi suegro. A mi suegro le gusta mucho el tabaco, y también fue amigo de Marconi…
La mitad de esta arenga la escuché fuera, cerca ya del anfiteatro, rodeado de viviendas, como un galeón del pasado hundido en el océano del presente. Las golondrinas hacían sus nidos en los saledizos del mármol, en las arquerías, en los vanos tapizados de liquen. Aquella imagen del tiempo recobrado en cuerpo de emotiva ruina me recordó a Marcel Proust, también tiempo recobrado e inmovilizado en la patria del recuerdo.
Nada más de Lucca rememoro. Acto seguido me viene a la mente el baptisterio octogonal y arado por líneas transversales de la ciudad de Pistoia, obra de Andrea Pisano. Todavía – eran las seis de la mañana cuando llegamos a la antigua Pistorium, al pie de los Apeninos – creí vislumbrar a lo lejos, enmarcado en las montañas de violeta con la cumbre blanca de nieve temprana, como para una postal de carta, el desnortado espectro de Catilina, blanco de la elocuencia de Cicerón, vestido con una toga ensangrentada de los colores de la aurora. Supongo que sería el mismo que en el 62 a. C. fue preso, vencido y muerto en esta pequeña ciudad, perteneciente a una de las provincias más pequeñas de Italia, con apenas 965 kilómetros cuadrados de superficie. Almorzamos mi pupilo y yo en una cafetería un chocolate con un croissant y media docena de churros. Algunos funcionarios despreocupados leían el periódico en las mesas contiguas mientras removían su café matutino. Visitamos en autobús, ante la atónita mirada de los pasajeros, que no daban crédito a lo que veían cuando nos miraban, el edificio del antiguo Pretorio – palacio del podestá y actual ayuntamiento- así como el Ospedale del Ceppo, actual museo custodiado por legiones de guardias de seguridad uniformados de riguroso azul Prusia. No hay que decir que no pagamos billete, porque nadie se atrevió a pedírnoslo.
De aquella entrañable ciudad, cuna del humanista Cino da Pistoia, a través de los Apeninos con las cumbres rematadas en punta de sierra ( no pretendo hacer creer que las escalamos todas, incluido el Monte Cimone, de 2163 metros de altitud), llegamos a la insigne ciudad de Bolonia, origen de la universidad en Europa, donde en el siglo XI el profesor Irnerio fundó la Escuela de Derecho que estudió por vez primera el Digesto de Justiniano y su Código Civil, fuente legal universal, cuyas instituciones, restauradas en Francia en 1804, se extendieron en boca de navegantes, colonos, misioneros y comerciantes a las islas más remotas del mundo conocido. Seguimos a pie la vía Emilia, atravesada por la carretera que va de Florencia a Venecia, castigados por un sol de fuego puro que ensartaba nuestra piel en sus rayos de oro, hasta llegar, allende los campos de cereales, al valle del Reno, cuyos vergeles de hortalizas nos saludaron con el suave olor de sus tiernas legumbres. Iba a visitar la iglesia de San Domenico donde, según es tradición, está enterrado el santo de Caleruega, pero nos topamos de frente con la mismísima universidad, abiertas de par en par sus puertas a nuestra pedestre sabiduría.
– ¿Qué es esto?- preguntó Marcelo señalando el edificio del siglo XVI, con los dedos sucios de tierra- ¿Por qué hay aquí tanta gente?
En efecto, el campus estaba bien ambientado de jóvenes estudiantes de todas las nacionalidades, con carpetas coloridas de apuntes bajo el brazo, que interactuaban entre sí despreocupadamente, como moléculas químicas en la probeta de un laboratorio.
– Esta es la universidad, Marcelo- dije con cierto orgullo- donde tú cursarás estudios de mayor. Aunque parece que hay aquí mucha gente, no hay tanta como debería haber, hijo mío. Mucha es la mies para tan pocos trabajadores.
– ¿Aquí hay columpios para jugar?- preguntó Marcelo con interés- Si no los hay, no quiero estudiar aquí…
– Sí los hay- le respondí- Porque la ciencia humana no es más que un juego como otro cualquiera.
Y, sentándonos en un banco de madera del campus, mientras los jovenzuelos y jovenzuelas nos miraban como se mira a una probable forma de vida de otros planetas de la comunidad del universo, ya nos entreteníamos con aquel ajetreo docto cuando vimos venir hacia nosotros a un individuo con perilla, ojos pícaros y pies planos vestido con una como casaca con cintas multicolores, y que llevaba una guitarra asida por el mástil. Se parecía considerablemente al estudiante de Salamanca de Espronceda, y como él, era español, según después supimos.
– Buenos días, caballeros- nos intimó con meliflua voz- ¿Quieren escuchar una canción española muy bonita?
– Preferimos escucharlo primero a usted- lo increpé al darme cuenta de que el muy tunante nos pedía una propina- ¿Quién tiene la fortuna de ser?
-Mi nombre es Paco- dijo el trovador- y soy español de Andalucía. Pertenezco a la hermandad de los goliardos, aparte de ser estudiante de Leyes, y un tanto compositor.
– Mal se avienen las leyes con la música- declaré- Ahora bien, de todo hay en el mundo, y la música, que amansa a las fieras, puede asimismo amansar a jueces y magistrados.
– Hablando del tema- nos asaltó el coplero- Si me responden correctamente a esta pregunta, examen necesario de aquellos que por primera vez visitan Bolonia, les canto gratis un romance de García Lorca.
– Pues no se haga esperar la pregunta- mascullé.
– La pregunta es esta, digna de Santo Tomás de Aquino – anunció el de la guitarra- ¿Qué fue primero, el huevo o la gallina? Tienen diez minutos para responder.
– Me rindo- confesé al instante- Que conteste mi hijo Marcelo, que es más joven que yo y tiene menos experiencia.
La respuesta a esta pregunta merece ser contestada en el siguiente capítulo.
18. EL CÍCLOPE Y SU PUPILO TOMAN UN EXPRESO HACIA FERRARA, FRECUENTAN EL VÉNETO DONDE SE ENTREVISTAN CON UN ESTAFADOR DESCENDIENTE DE CACO Y PARTEN A SALTOS HACIA MILÁN, DESDE DONDE ABANDONAN DEFINITIVAMENTE ITALIA RUMBO A BERNA
¡Atención, escolásticos, universitarios y respondones de este mundo compartido! ¿Qué hubiese respondido Edipo el tebano ante este enigma? ¿Qué Platón, qué Aristóteles, qué Kant, qué Heidegger? ¿Y Marcelo, avezado filósofo de la vida, pensador inocente, qué sería lo que respondió? Los teósofos que deseen saberlo, abran bien los ojos y los oídos.
– Marcelo- declaré con la frente muy alta y mi ojo ciego perdido en las nubes blancas como sábanas puestas a secar en el tendedero del firmamento- La humanidad aguarda el oráculo de tu respuesta, pero ojalá que ella no sea tan intrincada que equivalga a una pregunta. Mensajero de los Principios Casi Inmortales del Olimpo Refrescante de la Ciencia – lo dije todo en mayúsculas-, danos una solución categórica o una solucioncilla al problemita de la existencia, como le gustaba hablar a Epícteto, siempre en sus horas libres. Dinos si somos algo, o si seguimos siendo lo que somos.
Marcelo miró al recopilador de jacarandinas con sus ojos intensamente azules, duplicada eternidad de cielo y mar, y respondió sonriendo mucho, pues le había hecho gracia que un adulto le hubiese planteado una pregunta universitaria tan capciosa como equívoca:
– Ni una cosa ni la otra.
– ¿Cómo, qué ha querido decir?- acumulé una nueva pregunta a la cuestión.
– Evasiva tenemos- dijo riendo el Guido Cavalcanti de la capa mal terciada- Por la Hermandad de los Goliardos y por el Carmina Burana, que no puedo dar por válida esa respuesta.
– ¿Por qué no?- protestó el niño con enfado- Digo la verdad.
– A ver, explícate- le consintió el examinador.
– Quiero decir- argumentó el infante a lo Demóstenes o a lo Camille Desmoulins- que no fue primero ni el huevo ni la gallina, sino el gallo. Sin el gallo el huevo no estaría fecundado. Sin estar fecundado el huevo, no podría nacer la gallina ni podría poner el huevo para que naciera otra gallina.
– ¡Objeción digna de Ockham!- exclamé- Le acaban de rapar las barbas de la erudición, querido estudiante.
– Esto es una trampa tautológica- protestó el español con acento cordobés, aunque un tanto diferente al de Séneca, porque era más joven y menos introvertido- Acaba de introducir una nueva premisa no solicitada en el argumento. El gallo no estaba invitado.
– Debe ser el gallo de Luciano de Samosata reencarnado en una cláusula del silogismo –dije- O tal vez el gallo de San Pedro, que cantó a deshora.
– No me vengan con gallos- protestó el tartesio- ni pretendan ser gallitos, y respondan a lo que se les pregunta. O el huevo o la gallina.
– Entre dos extremos igualmente opuestos siempre hay un término medio, según la escolástica- confesé recordando las lecciones que mi tío me daba al pie del monte Etna- Esta pregunta es análoga a la que le hicieron a Nuestro Señor Jesucristo, sacerdote del amor y redentor de la humanidad, los fariseos de Palestina, cuando le preguntaron: “¿Es lícito pagar tributo al César?”. Se trataba de una pregunta capciosa a la que solo cabrían dos posibles respuestas falsas, porque la pregunta estaba mal planteada y además era impertinente, porque no tenía que ver con su ministerio. Y él ,para defraudar la malicia periodística de aquellos inquisidores, optó por una resolución salomónica, que fue separar las premisas irreconciliables en dos esferas de significado distintas, divorciando el ámbito del espíritu del de la carne, que están en contradicción, en los poderes temporal y espiritual, a menudo confundidos en la absurda alianza trono-altar, motivo de conflictos que originarían las guerras de religión, al mezclar ajos con cebollas en una misma tinaja, pues una cosa son los preceptos y costumbres generados por el hábito, y otra la realidad íntima del amor, sentimiento o revelación.
– ¿Y qué importancia puede tener eso aquí?- protestó el perillán togado.
– Tiene que ver- respondí- porque su pregunta está mal planteada, pues ninguna de las dos respuestas es válida. La gallina nace del huevo y el huevo de la gallina, recíprocamente. El único que puede deshacer el entuerto es el gallo, Creador burlesco de este pequeño génesis, pues se supone que fue él quien puso la semilla del principio, que es su esperma, sobre la gallina, y de ahí tuvo que salir el huevo o la Creación.
– No debemos meternos en artículos de fe- objetó el estudiante rasgueando un trozo de copla sin voz que duró menos de un minuto- Para los racionalistas, habrá una Causa Creadora; para los empiristas, solo un hecho simple.
– El necio solo conoce los hechos- cité a Homero- ¿Estamos buscando causas, no? ¿Respuestas esenciales a una pregunta accidental? Pues atengámonos. La respuesta no puede ser otra que una invención. Un dogma.
– La respuesta es también un hecho- concluyó premonitoriamente Marcelo con el dedo índice en la boca.
– Esto es lo que Sócrates llamaría mayéutica- declaré con un gran aplauso, quiere decir, con un aplauso de mis grandes manos callosas- Este recién nacido acaba de parir el conocimiento. Es el León Bloy de la nueva Europa. ¡Su cabecita es madre! ¡Felicidades a la mamá!
– ¿Se puede saber qué dice?- interrogó el coplero- Esa respuesta es una perogrullada.
– Acaba de dar en el clavo- aseguré- Cum laude! Gaudeamus igitur, iuvenesdum sumus. ¡Es tan visible como el bacilo de Koch!
– ¿Cómo?- se espantó el estudiante.
– Toda pregunta lleva una respuesta implícita- reconocí con cierta ironía derridiana- Esa respuesta está antes de la pregunta, como el Verbo o la palabra está antes que la Creación – Recodé algunos poemas que había leído de un tal Juan Manuel Pérez Álvarez, un mancebo español de mucho menos pelo del que yo tengo, hinchados de metafísica, un tanto a lo William Blake, más laberínticos que los principios de Berkeley, que pretendían hacer creer al lector que el universo equivale a la mente humana, unidos ambos mundos por la intersección del sentimiento- Fíjese. La vida es un hecho, y un hecho percibido a través de los sentidos es un sentimiento, fuente de la superficial sonda de la ciencia. La gaya ciencia, como afirmaba Nietzsche. Una cierta concepción fenomenológica, a lo Husserl, pero cierta. Los objetos son realmente emociones compartidas. Los sujetos somos puntos de conciencia del Ser Universal que es el amor. El amor es la divinidad o la conciencia de la cual participa en la medida de sus capacidades mentales el sujeto. Todo lo demás es un eco de este mar del sentimiento, Narciso que en él reconoce su reflejo.
– Váyanse ustedes al diablo- protestó el estudiante- Jamás he presenciado un examen más largo ni más tedioso. ¡Y eso que solamente constaba de una pregunta! ¡Parece una tesis de Saussure!
– Usted, querido estudiante, ha sido la esfinge de este intrincado enigma- me justifiqué- y, aunque, ligeramente le hubiese molestado que un niño de ocho años haya descubierto el quid de la cuestión, lo cierto es que este pequeño Robert Browning con máscara de menor edad ha puesto los puntos sobre las íes.
En esto –quiero decir, mientras hablábamos- los grupos de estudiantes entre los que había, merced a Simone de Beauvoir, integrantes del sexo femenino, se sentaban en cualquier parte, en el mismo pavimento del suelo, y muchos de ellos, en lugar de sacar libros de texto y vademécums de sus mochilas a lo escolar o de sus carpetas saturadas de papeles y más papeles, extrayendo, o mejor dicho, desplegando las telepantallas de sus ordenadores portátiles, conectados a la red universal de telecomunicaciones informáticas conocida como internet a través del sistema wi-fi, tecleaban en aquellos ídolos planos, sin importarles ni poco ni mucho la opinión pública. En especial, las estudiantas, la mayor parte de ellas vestidas a lo garçon, con pantalones vaqueros pegados al cuerpo y suéteres al estilo norteamericano, fumaban tabaco rubio y reían despreocupadamente como peones de albañilería. Algunas, me sonrojo hasta la córnea de mi único ojo tenebroso cuando lo recuerdo, se sentaban en los pedestales de las estatuas intercalando palabras malsonantes en su dulce conversación, e incluso en ocasiones – ¡oh tempora, oh mores!- se doblaban por la cintura y mostraban el borde sin puntilla de su lencería industrial de mala calidad. No es que yo sea un puritano a la inglesa de esos que critican la novedad de la moda y luego son capaces de ahorcar a su rey por un quítame allá esas pajas, pero el mismo Bocaccio podría haber escrito varias ediciones actualizadas de su Corbacho, o el marqués de Sade, Cesare Pavese, Leopardi y Alberto Moravia podrían emitir en serie colecciones de sátiras que no cabrían dentro de la cávea del coliseo de Roma. ¿Qué pensarías tú, Carducci, al ver desde tu altiva estatua de mármol a las boloñesas vestidas casi con monos de deshollinador y sin más cuidado de exhibir sus vergüenzas a los ojos de los transeúntes que la Eva de Masaccio? Seguro que estornudabas de rabia y maldecías la relajación de las costumbres de la era electrónica con una sarta de discursos ex cátedra más descarnados que los de Savonarola y más peregrinos que los viajes ascéticos de John Bunyan. Eso harías tú, pero este Don Juan a la española con guitarra y esclavina de farandulero, pinturero y casi matador de toros , en lugar de escandalizarse un poquito de este exhibicionismo – pues lo era, aunque el código penal inspirado en Beccaria no lo reconozca expresamente-, se concentró en mirar sin ningún género de discreción a aquellas pobres magdalenas enfundadas en licra y emitió un silbido estrepitoso, como de cazador de conejos, mientras con la vulgaridad de Priapo, exclamaba: “¡Ay niñas, si fuerais pan, os comería!”. El erotismo del breve piropo andaluz no impactó a las muchachas, que apenas dejaron escapar una risa floja similar a la que se escucha en los palcos de la ópera o en las salas de cine después de oír un chiste verde.
– Señores escolásticos, los dejo- declaró el estudiante templando las cuerdas polvorientas de su guitarra- Me voy a tocar el violín de Paganini a estas chicas que llevan mucho tiempo sin mí. Disfruten de su estancia y diviértanse.
– Vaya con Dios, buen hombre- lo despidió Marcelo, al que se le había pegado ya un tono sarcástico de Goldoni menor de edad.
Después, cuando ya dábamos la espalda al matadorcito, que delante de las mozas parecía más esbelto que el Mercurio de Juan de Bolonia, yo vi con el rabillo de mi ojo ciego cómo, entre burlas, extendía a la vista de las bartulinas el sobre cuadrado de un preservativo, explicándoles con voz de tenor las excelencias de sus aplicaciones. ¡Maldito picaflor del Colegio de San Clemente de los Españoles, buscón de faldas y pícaro de alcoba! ¡Calavera! Ni las corazas de fieltro de aquellas damas del Vogue resultaban suficientemente desalentadoras como para desanimar al españolito, cuya perilla afilada de seductor era idéntica a la del charlatán dramaturgo José de Zorrilla. En fin, la vida mundana y frívola de los estudiantes ni tan siquiera se recubría de un manto de piedad de vez en cuando.
Si Accursio me disculpa ahora, diré que ni Marcelo ni yo tuvimos el mínimo interés de caminar por los claustros de la universidad, y que ambos dimos la vuelta hacia las Torres de los Asinelli, similares por lo grueso a las a las torres gemelas de Manhattan que tuvieron el gusto de caer en un atentado terrorista en el año de gracia de 2001, aunque lamentablemente, con bajas humanas. ¡Ah! Y rezamos en la iglesia de Santo Domingo, cuya prédica, junto con la de San Francisco de Asís, renovó las órdenes monásticas del siglo XIII hacia una mayor obediencia y hacia un más servicial ministerio en favor de los pobres y necesitados, a los que Jesucristo identificó consigo mismo. ¡Descanse su alma en la paz de la gloria, merecida por las buenas obras de su vida! El reino de la justicia, cuyas puertas son la Salud y la Ley, alberguen su humildad heroica y su fragilidad fuerte como el diamante, estrella ejemplar para los que mendigamos luz en las tinieblas. Recordé aquel “Cántico al Sol” de San Francisco de Asís, salmo de bella, marcada y delicada cadencia, limpio cual gota de agua sobre la lengua reseca. El amigo de los animales, hijo de un comerciante de telas y retratado admirablemente por Giotto, ponía en su expresión firme la dulzura de la esperanza, el beso al leproso, gesto este el más tierno de toda la cristiandad póstuma del Maestro de la Vida.
También hicimos escala en la iglesia inacabada de San Petronio, en San Stefano y en Santa María de los Esclavos. En el ambiente disipado y metafísico de la piazza, como una fantástica composición de Giorgio de Chirico, me puse a meditar, con la yema del dedo índice sobre el esfenoides, sobre el significado de la palabra esclavo. La etimología insuficiente lo vinculaba con los pueblos del este de Europa, los eslavos, habitantes de allende el río Slava. El término latino siervo parecía adaptarse mejor a su sentido. En el mundo antiguo anterior a Cristo, el jurista Gayo había afirmado que existían dos clases sociales de seres humanos: los libres y los esclavos. La diáspora evangélica terminó por igualar ambas categorías humanas, sin hacer distinción entre ellas, pues, según la caridad o el amor, ningún hombre debe estar sometido a otro. Si bien es cierto que a lo largo de la historia de la humanidad no se ha cumplido, por motivos de interés en las malas conductas, esta premisa, su influencia ideológica marcó, tras épocas de oscurantismo inquisitorial, el advenimiento del liberalismo político cuya piedra angular son los derechos fundamentales de la persona, así como la democratización de las instituciones extendiendo el sufragio a todos los individuos del cuerpo social, sin ningún tipo de discriminación o segregacionismo. A pesar de esta idea ecuménica, la igualdad es una patria que se construye cada día combatiendo contra las diferencias de oportunidades que nos impone la naturaleza, cuya limitación de recursos nos hace competir por ellos. La lucha contra la esclavitud nunca termina, porque cada día esta evoluciona a una nueva forma, contemporizando con las leyes. Del servilismo se pasó al feudalismo, del feudalismo a la explotación del proletariado industrial que dio origen al espartaquismo marxista, y de la explotación del proletariado, a la tecnocracia o manipulación propagandística de las masas por medio de la tecnología de las telecomunicaciones. No saben los explotadores ni los tratantes de seres humanos que la felicidad individual no puede alcanzarse si no es por la participación en el banquete de la comunidad, en el cual cada comensal ha de tener idéntico rango, ya que, de no ser así, el hombre niega el ser a una parte de sí mismo no reconociéndose íntegramente en el espejo de los demás. Debido a esa causa, tarde o temprano caen todos los regímenes de esclavitud por resultar incompatibles con el desarrollo de la personalidad humana, cualidad que implica la libertad o la posibilidad absoluta de acción. También yo, a pesar de mis diferencias con los hombres de doble mirada, también yo me siento humano. ¿Y es que acaso sentirse humano no equivale a serlo?
– Papá- me preguntó Marcelo mascando un terrón de azúcar, como un cupido de Annibale Carracci- ¿En qué piensas?
– Pienso en ti, Marcelo- le dije- Es decir, pienso en el mundo.
– ¿Es que yo soy el mundo?- preguntó riendo el niño.
– Tú lo has dicho- respondí- Eres el mundo, un niño de ocho años que me acompaña.
Creo recordar que me tomé un vasito de ginebra- dos o tres gotas inocentes, pues bien saben ustedes que no bebo alcohol- en la terraza de un café situado justo enfrente del palacio Bevilacqua, cuyos ventanales del siglo XV enmarcados de palomas grises de ciudad semejaban inspiradas iluminaciones de Rimbaud en el automatismo emotivo de una pesadilla kafkiana, rota por el rayo de una repentina aurora del Guercino. Junto a nosotros posaban chismorreando en italiano, alemán, francés, español e inglés tres madonas larguiruchas que parecían salidas, cual Gracias decadentes, de un cuadro de Modigliani. ¿O tal vez serían esas musas de posguerra de Giacometti, especie de alambres animados, frágiles, sutiles y huecas como la escala de valores del capitalismo industrial? El caso fue que, en tanto absorbía por una pajita un vaso de leche condensada, Marcelo se quedó mirándolas y fotografiándolas mentalmente como recuerdo definitivo de Bolonia, ciudad destinada a ser la metrópolis de las universidades de Europa y del mundo.
Decidí que nuestro destino siguiente sería Ferrara, y le propuse a mi acompañante que, abandonando por un momento la doctrina del peregrinus ubique de la Edad Media, probásemos aunque solo fuese para escupir después el sabor del progreso de los herederos de la locamotora de Watt, tomando un expreso hacia la vieja capital del ducado de Este. Fuimos a la taquilla para comprar un billete, resolviendo cantar versos de Marinetti mientras la velocidad de 220 km/h nos pusiese en un dos por tres en otra parte. Una dependienta muy simpática, con voz de contestador automático, nos informó de que el expreso rumbo a Ferrara partía a las 4:30 de la tarde y que el pasaje de los niños era gratuito.
– ¿Y el de los cíclopes?- pregunté con un bramido.
– No sé, señor- sonrió la dependienta contrariada- En la Guía del Consumidor y Usuario no constan cíclopes.
– Pues eso es una infracción del principio de igualdad – protesté esgrimiendo la afilada uña de mi índice como el caño de un revólver- Reclamo mi derecho a ser considerado como individuo mencionado por los poderes públicos del Estado.
– Disculpe, señor- se excusó la dependienta sin dejar de sonreír- Yo trabajo por horas, es decir, a tiempo parcial. No tengo contrato. Si quiere usted reclamar ante los tribunales puede poner una demanda a “EXPRESOS S.A.” con domicilio social en Orvietto, calle de Loreto, nº 14. Pero le agradecería que no lo hiciera. Llevo un mes trabajando. Me despedirían. Tengo un marido minusválido y dos hijos. Sea usted comprensivo. No le cobraré el billete. Tenga la bondad. Gracias.
La dependienta hablaba con frases cortas y entrecortadas, como mecánicos impulsos electromagnéticos. Su frente sudaba y las gotas le resbalaban por el cuello. Pobrecilla. Acepté su oferta y le dije:
– No se preocupe. Debería valorarse más usted misma. Vale más su sonrisa de amapola abierta que todas las máquinas de la Revolución Industrial. La dependienta sonrió por fin espontáneamente, sin saber qué decir y con un tic en los labios. ¡Ni siquiera se había dado cuenta de mi extraordinaria fealdad! Le tendí un beso desde la palma de mi mano. Ella no vio mi gesto, pero seguro que lo sintió en algún lugar de su corazón.
El expreso estaba atestado de viajeros incondicionales que contemplaban la huida del paisaje desde la ventanilla. Elegimos un vagón de tercera, como aquellos que dibujaba el caricaturista Daumier, frecuentando por campesinos y trabajadores industriales, aunque también había algún que otro solitario filántropo con casaca y pipa, como Antonio Machado o René Char, que presenciaba la escena del mismo modo que si se encontrase en un palco de la Ópera, para recoger después en semblanzas anotadas en su libreta sus impresiones sobre el teatro del mundo, expresión esta que, desde Calderón de la Barca, sirve para designar el espectáculo caprichoso de los fenómenos naturales. La enormidad de la retaguardia de mi cuerpo, sobre la cual, según François Rabelais, se sientan los reyes, hizo que me viera obligado a ocupar de asientos forrados a lo capitoné. Marcelo se sentó en mi colo, con un periódico de economía desplegado entre sus manos. Una señora con moño que estaba sentada justo frente a nosotros se hacía cruces a escondidas al vernos tal cual éramos. Un niño moreno con jersey de punto jugaba con un camión de juguete –parecía el Principito de Saint Exúpery- junto a las faldas de la matrona. El entusiasmo propio de los niños hizo que este pequeñuelo de seis años se amigara con Marcelo y en unos minutos, los dos diablillos formaron más algarabía que las trompetas de Jericó. La dama del moño- que así la llamaré en esta crónica- se escandalizó pronto de que su Azzo – así se llamaba su nieto- comenzase a hacer amistades con el probable descendiente de un monstruo como yo, y en seguida lo llamó para retirarlo del campo de influencia de Marcelo, pero el niño, que antes quería la diversión y algazara de un semejante al aburrimiento lapidario de una anciana cascarrabias, le hizo tanto caso a sus advertencias como los ciudadanos escarmentados de las promesas electorales de un candidato joven. De este modo, los niños se relacionaban entre ellos mientras los adultos nos contemplábamos con desconfianza. Yo quise romper el hielo con una frase convencional y hueca de esas inconcluyentes que equivalen a no decir nada, pero la Celestina aquella me quitó las ganas cuando dibujó un rictus de asco en su boca de alpargata adivinando mis intenciones. ¡Oh fósil que un día fuiste mujer, cuánto lamento no poder ver en tus ojos un destello de luz humana, y únicamente percibo una máscara de hipocresía que oculta con arrugas decrépitas tu verdadero rostro! No sé quién eres ni a dónde vas, pero deseo que algún día despiertes de tu sueño, como la misma civilización.
El tren se detuvo. En menos de una hora estábamos en Ferrara. Marcelo se despidió de su amigo ocasional y, entre hordas de viajeros con sus maletas, hicimos pie en la estación. Al ritmo de las cuatro estaciones de Vivaldi –quiero decir, en el barullo legeriano del tumulto acompasado del “Bienvenido a Ferrara, señor” de las azafatas de estrecho talle- nos pusimos en poco menos de una milésima de segundo en el Castillo de los Este, cuadrado perfecto flanqueado por cuatro torres en los vértices. Beccari no hubiese sido capaz de describir mejor aquel macizo bloque que se cerraba en sí mismo, al estilo manierista de El Escorial en Madrid, con unas ventanitas cuadrangulares que, a no ser por su cuadratura, recordarían a los ojos de buey de los camarotes de los barcos. En el interior campeaban – con la acogedora armonía del camerino de Carracci- frescos en las paredes que representaban escenas alegóricas y mundanas, y cielos abiertos en el techo con apoteosis paganas de Borso d’Este y de otros miembros de la familia que, oligárquicamente, rigió los destinos de la ciudad prácticamente hasta la unidad italiana. “¡Mantén la paz, Borso!” evoqué parafraseando los versos de los cantares de Ezra Pound, colocando frente a mí a las figuras de Niccolo d’Este y de sus hijos a principios del siglo XV. Esta advertencia dada por un padre a su hijo constituye probablemente el mejor consejo que un gobernante puede legar a sus descendientes. Parece irreal que un hombre que tan bien sabe hablar pudiese llegar a obrar tan mal, impelido por las bestiales pasiones – en este caso, la patología de Otelo-, llegando a ejecutar a su mujer Parisina y a su hijo bastardo Ugo al descubrir sus relaciones incestuosas. A esto conducen las exaltaciones hormonales de los celos y de la ira, hijos ambos de la locura. Cuánto mejor es seguir los dictámenes de la mansedumbre, madre de todos los bienes, y trata de aceptar resignada y estoicamente el destino, porque al fin el tiempo pone todo en su lugar. Séneca y Lucano, ambos representantes de la doctrina estoica de Zenón, fueron condenados a muerte por un emperador loco, pero su memoria pervive eternamente por medio de las obras que dejaron en este mundo. Y con más razón, quienes creemos en la redención por mediación del amor, podemos afirmar que la muerte es la estación de tren hacia la patria eterna de la felicidad. Si un criminal pudiese hacer el esfuerzo de reflexionar durante tres segundos acerca de estas cosas, seguro estoy de que no cometería su crimen. La tentación solo resulta especialmente difícil de resistir en los tres primeros segundos.
Me quedé pensativo al presenciar tan ingente número de alegorías sobre el tiempo, medida calificada por Bergson como perteneciente al hombre, en el Salón de los Meses del palacio Schifanoia, obra de la escuela ferraresa que tenía por maestros en el arte de copiar el mundo y versionarlo en líneas y colores a Pisanello, Mantegna y Piero della Francesca. Los meses- instantáneas de la sucesión indefinida conocida como universo- están representados por figuras humanas, por varones jóvenes y lampiños –ideal juvenil del renacimiento- con atuendos a la moda de la época – chalecos y levitas como sotanas polícromas, amén de un birrete de licenciado en cada cabeza- que se aproximan unos a otros en el espacio teatral de la perspectiva, impresión estrictamente visual del observador. Al fondo, paisajes bucólicos de la tierra prometida, paisajes metafísicos como los versos de John Milton. También aparecen escenas frívolas de la vida disoluta de Borso d’Este, caracterizada por el culto pagano a Venus y Baco, los símbolos del placer, lejos de lo sagrado, lo firme y lo eterno. Escenas galantes, justas y torneos, fieras caprichosas y fiestas sin fin era lo que primaba en aquel mundo fantástico, evasivo, inestable como son los sueños, donde Angélica era seducida por Medoro sobre un tálamo de pétalos de rosa a la vista de un hipogrifo con brida que los miraba, preludio de la fantasmagoría mitológica surrealista, vaporización y amplificación de pasiones e instintos característica del Orlando Furioso de Ariosto. Más de un Freud o de un Jung se hubiesen extasiado ante este episodio de epifanía emocional digno de, al menos, quinientas veintidós sesiones de psicoanálisis. Semejante psicomaquia, en términos de Prudencio, despertaba el interés de los sentidos por la búsqueda de un elemento estable, repetido, entre tantos gestos vanidosos y profanos que se disolvían en la destrucción de la nada, que es el transcurso del tiempo, al que solo sobrevive lo sagrado y reiterado, lo elevado a institución, a ley, a pacto, a símbolo.
No nos pareció lo mismo ni por asomo las dos obras maestras de Cosme Tura, la Anunciación y el San Jorge, radiografías de la mente humana en las cuales las figuras aparecen revestidas de un halo de tiniebla mística, como aquel rayo de tiniebla del que habla el pseudo San Dionisio. Los niños del pintor son fetos plásticos, sin expresividad pero con trascendencia, y una sutil atmósfera de no sé qué gasa transparente engendra la profundidad teológica de la perspectiva del iluminador de metáforas. La catedral, receptáculo de las bellas imágenes descritas, ostenta en su fachada forma de tríptico, emblema de la Trinidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y provoca con sus arquerías de medio punto y ojivales el juego inestable entre firmeza y movimiento que tanto gustaba al fino esteta Paul Valéry.
El inquieto Marcelo, saboreando una piruleta en espiral que le había regalado un transeúnte con sombrero de copa- rara cosa, en una sociedad de cabezas desnudas- disfrutaba de la solidez visual del Palacio de los Diamantes, denominado así por la factura magnífica de su fachada, con bloques de mármol tallados en punta de diamante, a los que Marcelo miraba con ojos codiciosos a medida que chupaba el jugo del caramelo.
– Parecen diamantes, pero no lo son- le dije- las apariencias engañan.
– Son diamantes- defendió Marcelo- Si no, ¿por qué se iban a parecer tanto a ellos?
– La mentira se parece a la verdad y no lo es- confesé.
– Entonces, ¿cómo sabemos lo que es verdad y lo que es mentira?- preguntó el niño.
– El tiempo lo demuestra- dije- Lo que resiste al tiempo, porque está antes de él, es la verdad.
Pero el niño, aún no escolarizado por la vida, se esforzaba en considerar que la apariencia se correspondía con la verdad, y así se empeñaba en hacérmelo creer a mí que, como soy ciego, nunca he valorado los colores ni las formas e interpreto el mundo según la escala gradual de mis sentimientos, un tanto a lo Campanella, sin llegar al falso fanatismo de un Giordano Bruno. De ahí que, estando ambos delante de las antigüedades del Museo de la Spina en el interior del grotesco palacio de Ludovico el Moro, me sorprendiese el diminuto empirista con una terracota conocida como el Apolo de Veyes, de sonrisa etrusca y anatomía griega, haciéndome sobre ella la siguiente pregunta:
– ¿No crees, padre, que lo que representa esta estatua es verdadero? De no ser así, ¿cómo podría haberla esculpido el artista sin ningún modelo?
– Lo que representa esa estatua es verdadero, tan verdadero como lo somos tú y yo, hijo-respondí- pero lo que esa estatua representa no existe de modo aislado, es una combinación de objetos que existen por separado en el molde de un mismo objeto. Ese es el método de creación artística, consistente en agrupar impresiones sensoriales recibidas por separado en un único molde, la inteligencia, por medio de la imaginación, que es una facultad del entendimiento.
– ¿Entonces la apariencia no se corresponde con la verdad?- preguntó el niño preocupado por esta idea.
– Sí se corresponde en la naturaleza física, pero no en los hombres- argumenté- porque el ser humano está investido de un privilegio del que carecen el resto de los seres vivos, el privilegio de la libertad, que se ejerce en el interior del templo o domicilio de la conciencia. Jean Paul Sartre afirmaba de modo pesimista que el ser humano está condenado a ser libre, y lo decía así porque, siendo misántropo y ateo – que es una modalidad de creencia desesperanzada del que, por motivos personales de egoísmo y trauma resentido, no se siente ligado al resto de sus semejantes- veía en la libertad un mal que nos imponía cargas sin proporcionarnos ningún beneficio. No estamos condenados, sino llamados a ser libres, porque merced al título de libertad del que se nos ha investido, podemos salir de la órbita del tiempo, que se desplaza como una onda expansiva que edifica y destruye sucesivamente, para entrar en el centro de lo atemporal y lo eterno, que es Dios, el motor o el principio, participando de su sustancia, que es el amor, el alimento de nuestra mente. Nosotros no podemos penetrar en la conciencia de un ser humano ni anular su voluntad. Podemos matar su cuerpo, pero no su alma. Por muchos castigos que le apliquemos a un individuo, por medio de coacción social o tortura inquisitorial ( ya sea la modalidad del tormento físico que se aplicaba a los mártires cristianos en el imperio romano, ya sea el lavado de cerebro de los tecnocráticos regímenes totalitarios nacidos después de la Revolución Industrial, los cuales aparecen fielmente descritos en la novela-testimonio 1984, de George Orwell, o en la antiutópica novela “Un mundo feliz” de Aldous Huxley, jamás podremos conocer ni poco ni mucho lo que piensa si él mismo no lo reconoce. La libertad es el secreto mejor guardado del hombre, su tesoro más preciado, la esencia misma de su ser. Sin libertad, un hombre no es hombre. La libertad no es un derecho reconocido por la ley, sino la manifestación aparente de la voluntad humana, cuyo secreto nadie lo conoce hasta que no es revelado por aquél que lo posee. Si arrancamos una afirmación a alguien por medio de la coacción, esa afirmación no será verdadera, será solamente aparente. Será un gemido, no un argumento.
No podríamos salir de Ferrara sin evocar a Severino Ferrari, poeta al estilo de Heine, a Ludovico Ferrari, matemático algebrista, a Benedetto Ferrari, compositor y virtuoso de la tiorba, y a Enzo Ferrari, el fundador de la marca de coches deportivos del mismo nombre. Si bien es cierto que ninguno de estos cuatro personajes nació en Ferrara, alguno de sus antepasados tuvo que ser ferrarense, a deducir de sus apellidos.
Eran las ocho y media en el ayuntamiento y las diez de la mañana en mi corazón cuando pasamos de refilón frente a la Cartuja y yo murmuré entre dientes una oración rápida a San Bruno, fundador de la orden.
– ¿Qué te parece, Marcelo mío- le pregunté a mi pupilo que llevaba los pantalones un tanto sucios como un pícaro, pues eran los mismos con los que me lo había encontrado- si tomamos el metro a Venecia, la ciudad del agua?
– ¿Qué es el Metro?- preguntó a su vez el niño.
– Es- expliqué- un ferrocarril que viaja debajo de la tierra, a través de las profundidades del Hades, según los griegos, o del Seol, según los judíos. Su velocidad es mucho mayor que la de un ferrocarril corriente, porque debajo de la tierra hay menos accidentes que sortear, y consigue alcanzar la meta del destino mucho antes que otro vehículo corriente.
– Parece cosa de magia- apuntó mi lazarillo- ¿Es ciego como tú? Debajo de la tierra, ¿cómo puede ver?
– Tal vez vea como veo yo, con los ojos del alma- dije- pero más bien creo que la bombilla de Edison tiene el secreto de su visión subterránea. El ferrocarril, a imagen del progreso, se desplaza en línea recta, convirtiendo la distancia en obstáculo y destruyendo la variedad de los objetos y de los paisajes, sustituyendo la espontaneidad incomprendida de lo natural por la uniformidad estéril de una monótona vía. Pero en el propio progreso se encuentra la semilla de su misma destrucción, porque la ley de las cosas vence tarde o temprano el interés de los hombres.
– ¿No son buenos, entonces, el tren ni el progreso?- preguntó con asombro mi pupilo, al que casi puedo llamar mi pupila, pues, aparte de quererlo como a un hijo, a través de su percepción veo el mundo.
– Los inventos no son buenos ni malos, como creo que ya te he explicado en alguna ocasión- argumenté con el índice peludo en alto- Es el uso el que los convierte en una cosa o en otra. Si bien es cierto que al principio los inventos solucionan un problema social de forma rápida y eficaz, pasado el tiempo terminan por cambiar el estilo de vida y de generar una dependencia que no puede mantenerse, pues aparte de que el sostenimiento del invento supone un mayor coste económico que el que tradicionalmente se soportaba, el nuevo estilo de vida originado a raíz del invento es causa de nuevos problemas para los que son precisos otros inventos nuevos, y de este modo la sociedad entra en un círculo vicioso al vivir artificialmente por la necesidad de mantener artificialmente sus inventos, hasta que al fin este modelo social se hace insostenible y es sustituido por medio de un suceso repentino, como una catástrofe o una revolución, por el primitivo modelo tradicional. Ejemplos de esta tesis hay numerosos en la historia, desde la caída del Imperio Romano hasta la crisis del Estado Comunista en Rusia a partir de 1989, y en China a partir de 1990.
– Entonces no podemos subirnos a ese tren infernal- se asustó Marcelo- Es una máquina del diablo.
– Aún así, no está bien demonizar las cosas- lo tranquilicé- y, como no hay ninguna sociedad perfecta, sino que, a deducir de Esopo, todos tenemos un poco de animal en nuestra conducta, vamos a amonestar acerca de las costumbres sin reprenderlas, porque nadie carece de errores, pecados y defectos. Subamos a este rayo de hierro- nos encontrábamos en la estación bajo tierra y la serpiente metálica comenzaba a absorber a las masas de pasajeros- y vayamos a la simbolista ciudad de Venecia, tan encantadora como la joven de la perla de Vermeer.
Confieso que cuando pusimos ambos pies en el vagón tripudo de la anaconda metálica no llevábamos billete ni ningún otro género de carta de presentación ni, por supuesto, de crédito. ¡Nefasto título de pago este último, inaugurado por aquel abogado estadounidense que, no teniendo solvencia suficiente para amortizar la comida de un restaurante, escribió la cantidad debida en el dorso de su tarjeta profesional, como garantía de deuda! A partir de 1950, en Europa, quien careciese de tarjeta de crédito, con banda magnética – que es mi caso, pues entre los cíclopes no está extendida esta gravosa costumbre- era considerado un proletario o un inmigrante, pues la tiranía del dinero, como expresa la letrilla de Quevedo – poderoso caballero, Don Dinero- dividía y divide a la sociedad en clases que se enfrentan entre ellas por el control de los recursos, y solo el buen hacer de las religiones – ¡no siempre de sus miembros!-, maldiciendo estos hábitos darwinistas de animal que llevamos dentro, consiguió y consigue refrenar esta tendencia salvaje del bípedo elevado a la comprensión del plan de Dios. En fin, mientras los pasajeros se amontonaban en barricadas tupidas – al estilo, con perdón, de los orangutanes de Borneo o de los lemures de Madagascar- en las cuales se apreciaba un limitado movimiento browniano practicado por niños y jóvenes con aperitivos en las manos y auriculares de alta frecuencia en los oídos, que alborotaban lo mismo que un ejército en campaña. En aquel Gerión articulado recorrimos los 78 Km que separan a Ferrara de Venecia en una hora, un viaje que no podría imaginarse Julio Verne. Un estrepitoso claxon nos indicó la llegada a la ciudad de los sortilegios, una vez atravesada la fértil llanura que riega el Po de aguas generosas. Salimos a la superficie todavía de noche – Marcelo tenía los ojos semicerrados- y, ante nosotros, se descubría la cara de una ciudad encantada rodeada de agua, como aquella que debió soñar Lanzarote del Lago cuando vio a la ninfa Viviana y mantuvo una conversación interesante con ella. Se estaba pintando en el cielo la gloria del día con el pincel de la luz que teñía de ámbar el gris del sueño, un Soleil Levant al estilo de Monet, una lámina de agua y sol de Sisley, o una partitura polícroma de Paul Klee, y las cúpulas lobuladas de la basílica de San Marcos comenzaban a adquirir forma, o tal vez se estaban modelando en aquel instante a nuestra vista. El esbelto obelisco del campanile, de 98’60 metros de altura, parecía la broncínea lanza de Aquiles, dirigida a las planicies donde patinaban los rayos del sol, los rayos cuánticos que constituyen la energía que da vida al edén de nuestra mente.
– Marcelo mío- susurré al oído de mi hijo adoptivo- En este instante me lamento tanto de no tener vista ocular como el conde de Gloucester en El Rey Lear. Bien es cierto que de algún modo lo veo todo, pero quisiera verlo más todavía. Esta es la ciudad que desde el siglo VIII hasta 1797 se gobernó de forma independiente, por medio de un príncipe conocido como dogo, que deriva del latín dux. De esta población es casi originario el bermellón cardenalicio, color un poco más claro que la púrpura tiria de la antigüedad, del que se nutre la refinada pintura veneciana: los lienzos de Tiziano, de Tintoretto, de Giogione, de Bellini y del Veronés, inflamados del paganismo de las pasiones, cuyo fundamento son la gula y la lujuria, representadas respectivamente por Baco y por Venus. Lord Byron alababa mucho esta tierra, por lo dandy que era. Yo también lo soy ciertamente – la verdad es que así me defino; me gusta lo pintoresco, lo artístico y lo sublime- pero no me dejo llevar por las pasiones, que son malas consejeras y peores actrices. Esta Arcadia de cristal se encuentra bajo el patronazgo del evangelista San Marcos, quien en figura de león, representa la fuerza. En el escudo de Venecia, un león alado de oro sobre campo de azur sostiene un libro abierto con la divisa: PAX TIBI MARCE, EVANGELISTA MEUS. Este es el telar del encaje y del punto de rosa, la fábrica del vidrio de colores, el taller de las perlas y cuentas de los collares, la destilería de los perfumes que se destapan en la soledad de las habitaciones a menudo compartidas, el país lumínico en donde se intercambian anillos la luz y el espacio. Este fue el paraíso artificial de los refugiados de la indigencia industrial, de John Ruskin, autor de “Piedras de Venecia”; del Dorian Gray de Oscar Wilde y del personaje caprichoso de “Muerte en Venecia” de Thomas Mann, entre otros. Aquí escribió Ezra Pound su apasionado poema “A lume spento”, aquí se despidió de su cuerpo el alma sutil de John Keats, sacerdote de la belleza, y el libertino Casanova tuvo su ponzoñosa cuna. Dante Gabriel Rossetti se enamoró de sus palacios decadentes disueltos en el agua salobre, Canaletto pintó sus cúpulas y sus cielos color pastel, y el cardenal Pietro Bembo hizo de las suyas. Nacido en estas latitudes, el historiador de la iglesia Paulino de Venecia escribió la “Satyrica gestarum rerum regum”, y el filósofo Paolo de Venecia redactó la “Summa Philosophiae”. En el palacio Giustinian Lolin, ubicado en el centro histórico de la ciudad, se celebra desde 1985 la exposición de arte conocida como Bienal de Venecia, especializada en cine, arquitectura, música y teatro. No sé si me dejo algo por el camino, pero Voltaire, el pícaro Voltaire, afirmaba que el secreto para aburrir al oyente es decirlo todo, y yo no sé, Marcelo, si tú no te estarás aburriendo…
Tuve que interrumpir estos imaginismos cuando nos encontrábamos a la altura del Gran Canal a la salida de la estación Santa Lucía, patrona de lo que me falta, pues ignoro si eran espectros de ultratumba los dos tipos que, de repente, emergieron del lecho de la mañana. Merece la pena que los describa con detenimiento, pues parecían estereotipos cómicos de una novela de Truman Capote, cantantes de ópera o hipocritaburgueses de Zola. El primero que, por fortuna oftalmológica, no tuve ocasión de ver, era un barrilete de un metro escaso de altura con un bigotito engominado, cabeza en calzoncillos – quiero decir, que tenía algún que otro pelo flaco y poco digno en la nuca-, voz de ruiseñor afeminado, camisa pálida de cuello liberal, zapatos puntiagudos de rejilla y ojos inquietos de presidiario. El otro era un poco más alto y un poco menos altivo, con el ojo izquierdo semicerrado y las mejillas un tanto picadas de viruela, no muy guapo aunque de semblante alegre y nariz corva, más de un anillo de oro en cada dedo, sonrisa de necio, pañuelo rojo en el bolsillo de la americana ocre y raya ancha como un surco en mitad del cráneo peinado a lo Groucho Marx. Como pueden deducir, los actores de la Commedia dell’Arte no tenían un atrezzo tan bizarro. El del bigote engominado, a quien, con la venia del público oyente y lector, a pesar de tener cierto aire distinguido a lo Giovanni Verga, denominaré Pantalón, por su parecido a este personaje de la Commedia, me capeó con audaces y enternecidas palabras:
– ¡Primo! ¡Primo Basilio! ¡Cuántos años sin vernos! ¿Eres tú, caro mío? ¿Y este es tu hijito Giulio?- preguntó besando en la frente a Marcelo, que se retiró con ademán de asco- ¡Oh, qué mayor está! ¡Dichosos los ojos que te ven, primo!
Con voz cavernosa le respondí:
– Guarde la compostura, amigo, que ni soy su primo ni tengo intención de serlo. Soy un cíclope solitario y arisco, y este niño no se llama Giulio, sino Marcelo.
– ¡Marcelo, eso mismo!- exclamó Pantalón con boca abierta de payaso- ¡Marcelo es su nombre, oh, los años me han robado la memoria! ¡Juventud, juventud! ¿Dónde te has ido? ¿Dónde se han ido aquellos años en los que pescábamos en el lago de Como tú y yo, primo, recuerdas?
– No recuerdo haber pescado nada contigo- dije.
– ¿Puede ser que te hayas olvidado de mí, de tu primo Eustaquio Sartori, Basilio mío?- volvió a la carga Pantalón.
– En primer lugar- declaré- según las leyes de Mendel tú no puedes ser primo mío ni aún pariente lejano. Yo tengo un solo ojo y tú dos, yo tengo un cuerpo al menos treinta veces más voluminoso que el tuyo y, por último, yo tengo más pelo en el pecho que tú en la cabeza.
Con estas convincentes razones, el acompañante aguileño de Pantalón dejó escapar una irreverente carcajada, mientras su colega Mostacho de Mosquito maldecía en veneciano. Nadie puede negar la evidencia.
– Tal vez le haya confundido a usted con mi primo Basilio de Trieste, que es bodeguero. Tiene cierto parecido- comenzó a punto de reír Pantalón.
– Ese linaje es muy diferente del mío- aseguré con acento grave- Yo soy siciliano, nacido en el monte Etna. Mis padres nunca mancharon de tierra las manos porque comían de los árboles.
– Bien, micer- aclaró aquel Shylock- Disculpe este malentendido… Soy veneciano, quiero decir, nací en este suelo y por mi sangre discurre la música que mi padre…
– No me interesa saber quién fue su padre- declaré sin ambages- Porque siendo él músico, tuvo la dicha de tener un hijo cantante.
– Realmente me halaga, señor cíclope- agradeció Pantalón sonriendo a lo Napoleón III, con una mueca de detestable superficialidad- ¿Su señoría ha escuchado algo de Monteverdi, quizá “La coronación de Popea”, o tal vez uno de sus divinos madrigales?
– No escuché sino “La sirvienta señora” de Pergolesi – le corregí- interpretada por el coro de segadores desafinados de Calcanisetta. Y también oí de lejos el Don Pasquale de Donizetti, cuyo protagonista me recuerda mucho a usted grosso modo.
– ¡Don Pasquale!- clamó el veneciano- ¡Qué elogio! ¡Don Pasquale! ¡Esa pieza era la preferida del papa Juan XXIII, cuando todavía era cardenal de esta ciudad… Oh, ya veo, señor mío, que es usted más ilustrado que el sobrino de Rameau- y me guiñó el ojo derecho para celebrar esta simpleza- ¿Su señoría desea conocer la perla del Adriático? Yo le serviré de guía, conozco hasta el número exacto de sillares que contiene la catedral de San Marcos.
– ¿Y no conoce también a todas las mujeres casadas y casaderas de Venecia?- me sorprendí al preguntar- Con ese talle apolíneo y esa conversación ladina las debe tener a todas a su merced.
– Más quisiera- reconoció Pantalón rascándose la frente- tener a mi mujer en el otro mundo. No me deja beber ni un dedo de rosatto, fíjese bien, ni un dedo.
– Criminal mujer- le seguí la corriente a Pantalón- Pretende asesinarlo por deshidratación progresiva. No debe tener muy contenta a su Carlota Corday, ¿eh?
– Usted, señor, no sabe lo que es una mujer de cincuenta y siete años con sobrepeso y menos de mil euros de renta al mes por cortesía de la Seguridad Social- se justificó Pantalón exagerando la circunstancia- Porque mire, no hay santo Job que la aguante así sea por una hora. Ya se sabe, de casado y viejo, palo porque remas, palo porque no remas. Estoy todo el día fuera de casa para curarme en salud. Nada más llego (solo voy a casa para dormir) esa maldita Hécuba no para de ladrarme que si estoy todo el día fuera (¡Válgame Dios, y cómo no voy a estarlo!), que si no hago otra cosa que gastar dinero (¡y dígame usted, por San Marcos, sin un triste céntimo qué puedo gastar aunque quiera!), que si ando con mujeres de la vida (¡ y con cuáles voy a andar, si no hay otras!). Cualquier cosa es mejor que soportarla. Y si no me cree, vístase mis ropas y váyase a conocerla y no le pesará por la vuelta.
– Desde luego- convine- padece usted una grave injusticia con la costilla que le sacaron. Pero hay un refrán que dice que de tal palo, tal astilla; y no niego que por analogía podría también decirse “de tal cuerpo, tal costilla”.
– ¡Cállese, micer!- apostrofó Pantalón con el bigote en ristre- Esa costilla se la debió sacar Dios a un becerro, y luego me la puso a mí por mis pecados.
– Sin duda que así debió ser –concluí- en el pecado está la penitencia.
– ¡Dios del cielo! ¡Pero qué bonita es la mañana!- exclamó Pantalón mirando al firmamento con los brazos abiertos como un sacerdote- ¿Por qué no alquila su señoría una góndola y, en mi compañía y la de Michelozzo, que es este piernas que está aquí a mi lado y sabe más que nadie de arquitectura, se viene a ver la Ca d’Oro, el palacio más hermoso entre todos los hermosos palacios?
– Estaría bien hacerlo- declaré mirando las irisadas aguas del Gran Canal con mi único ojo en tinieblas, y de pronto vi desde mi interior a Marcelo subido en una góndola e invitándome a gritos a que subiera, mientras el gondolero, remando blandamente y con una camiseta blanca a rayas negras transversales, se reía de la audacia del niño.
– ¡Marcelo!- grité- ¡Travieso del demonio! ¡Tom Sawyer de Palermo! ¿Quién te dio permiso para subir a la góndola? ¿Tienes acaso liquidez suficiente para pagar el peaje?
– ¡No sé lo que es liquidez!- gritó el niño a pleno pulmón- ¡Apura, padre, que el tiempo pasa!
Visto Marcelo desde la orilla semejaba la representación pictórica de un alma en protoplasma custodiada por un Caronte más al estilo de Derain que al Delacroix, atravesando la película espejeante y opalina de una Estigia de seda acristalada como las emotivas frases de una novela de Virginia Woolf.
– ¡Espérame, chinche atrevida!- grité con voz laríngea muy próxima en intensidad a las megafonía de las bandas de música afroamericana- Voy a ver si quepo en la góndola.
– ¡Salte desde el muelle, señor!- me indicó Pantalón- Tiene usted una complexión atlética, señor cíclope. Solo tiene que saltar un metro y ya está dentro.
Mientras decía esto, Pantalón y su ayudante saltaron a la góndola.
– ¡Vamos, señor cíclope!- me invitó Pantalón ya a bordo- ¡Un saltito pequeño!
– No puedo- advertí- Si dejo caer mi enorme masa perpendicularmente en dirección al vector de la gravedad, la aceleración provocada aumentará el impacto de la caída y hará volcar la góndola.
– ¡Déjese de filosofías, señor!- se interpuso el gondolero- ¡Llevo veinte años en el oficio y nunca se me ha volcado la barca!.
– Usted verá lo que hace- avisé- pero la mecánica clásica de Newton es muy tajante. Los números cantan.
– Asumo ese riesgo- gritó el gondolero entre risas- Pero mire, ahí hay otra góndola vacía a la que puede saltar como medida de seguridad si no se fía de mis palabras.
Y, en efecto, allí estaba otro gondolero a su derecha que desde su embarcación me invitaba a saltar.
– Me parece prudente- confesé- No quiero ser responsable de una catástrofe.
– ¡Por San Marcos, salte, micer!- gritó el segundo gondolero- Se parece usted a una dama que no se quiere mojar el encaje del vestido de muselina.
– Bien- dije resuelto y disponiéndome a saltar- Prepáranse para el apocalipsis. Voy a contar hasta tres como en la salida de las carreras olímpicas. Uno, dos…
No llegué a decir tres, e interrumpí el discurso de la aritmética para derrumbarme como un aerolito sobre la cubierta de la góndola. La cáscara de nuez se tambaleó durante un segundo, se inclinó a babor siguiendo el impacto de mi caída y se dio la vuelta en dirección a las agujas del reloj arrojándonos al gondolero y a mí al agua opalina del Gran Canal.
– ¡Naufragio!- gritó remojado el gondolero, mientras su colega se reía a mandíbula batiente en la góndola vecina.
Mi suerte fue un poco más adversa que las del gondolero, porque mi peso era mayor, de modo que me hundí a cinco metros por lo menos de la superficie del agua y este cuerpo que siempre me acompaña, como una sonda de plomo, colisionó levemente con el fondo fangoso del río artificial. Ya se imaginarán ustedes la cantidad ingente de cieno, ovas y otras sustancias orgánicas que se adhirieron a mi exhuberancia capilar. Cuando salí a la superficie, lo primero que oí fue la voz de Marcelo llamándome, el mugido de un transbordador que se había parado en seco ante la magnífica visión de aquel Tritón, Neptuno o Levistán que debía parecer yo mismo, y la voz del gondolero náufrago que pedía socorro con los brazos abiertos. Los turistas que viajaban en el transbordador empezaron a alborotarse como los estereotipados personajes sensacionalistas de las novelas de H.G.Wells, con la misma actitud que si viesen a uno de sus marcianos acartonados. Le di la vuelta a la góndola con una sola mano y emergí de las profundidades cubierto de barro húmedo como un hipopótamo africano, pareciendo imagen de miserere, lleno de suciedad y bacterias dignas de un examen médico de Virchow.
– ¡Padre!- me gritó Marcelo- ¡Cuidado con el barco! -No era yo el que debía tener cuidado con el barco, sino el barco el que debía tener cuidado conmigo.
– ¡Capitán!- le grité haciendo bocina con las manos al Palinuro barbado y coronado por un quepis blanco y azul marino que abría una boca desmesurada desde la proa del Argo fultoniano- ¡Capitán, deténgase y no se acongoje! ¡Lo que ve no es la Bestia del Apocalipsis, ni Moby Dick, ni un dragón chino, ni un dinosaurio británico, ni el genio de la lámpara de Aladino, sino un cíclope siciliano cubierto de la materia con la que fueron hechos los hombres!
– ¡Desaloje la vía fluvial!- me ordenó el capitán mientras subía a la góndola afectada, pues el tráfico en el Gran Canal se había interrumpido.
– Hoc est demostrandum- protesté mientras trataba de acceder a bordo sin volcar otra vez el tronco hueco- Es fácil enunciar teorías, pero difícil llevarlas con fortuna a la práctica. Mientras no logre experimentalmente meterme en la barca, el cumplimiento de su orden no dejará de ser una hipótesis.
Intenté sacarme la porquería como pude de mi selva capilar frotando los cabellos en el agua y de un salto –eso sí, esta vez más afortunado- me coloqué en la embarcación, y el gondolero, remojado como una tenca, remó hacia la orilla para dejar pasar el barco mientras profería insultos ininteligibles.
– No se enfade, amigo – le aconsejé- Este es el principio de Arquímedes. El agua desalojada por mí tiene que ser igual a mi peso, como le advertí, así que agradezca que no se haya inundado Venecia.
Sin responder a esta interpelación, el gondolero remojado me dejó en la góndola de su colega, en la que se encontraban, a la sazón, Marcelo y los dos comediantes que más adelante mostrarían al mundo su verdadera identidad. Cuando puse el cuerpo en la embarcación, esta se hundió cuatro pies, rememorando el mito griego del embarque de Hércules en la nave de Jasón. Avanzamos siguiendo el curso ondulatorio del agua conforme a las variables de Broglie, y vislumbramos el desfiladero de edificios góticos y coloristas de la Iglesia de los Descalzos, San Jeremías, San Marcuola, los palacios Vendramin y Calergi- de factura ostentosa, recargada, copiosa y cromática como una explosión de color-, la dichosa y flamante Ca d’Oro, el Palacio Sagredo con sus puertas ojivales a lo morisco, sus balconcitos de mármol, sus medallones, sus tracerías y sus cruces de consagración esculpidas en relieve en mitad del ocre como un poliedro de canela al borde del principio líquido de la vida que Tales consagró y que Heráclito definió en el panta rei ( “todo fluye”). La iglesia de los Santos Apóstoles San Pedro y San Pablo nos saludó con las campanadas matinales cual alondras de metal que despertasen definitivamente nuestros corazones del hipnótico y reparador sueño nocturno. A la altura del Puente de Rialto, entre la novedad siempre agradable de la belleza, los ojos de Marcelo, azules y limpios, vieron cruzar entre las aguas a una legión de ratas negras, símbolos de la miseria humana o la degradación, el materialismo y la decadencia espiritual de la civilización industrial basada en el capital y en la fuerza estéril de las máquinas. Sus cuerpos vivarachos, sucios y negros, portadores de bacilos de peste, atravesaban la membrana de zafiro del agua, escena digna de una pieza teatral de Bertolt Bretch, de un relato de Albert Camus o de un ensayo de Mounier.
– ¡Qué animales tan asquerosos!- exclamó Marcelo tapándose los ojos- ¿De dónde salen?
– Oh- respondió el gondolero sin demasiado interés, como aquel que está habituado a presenciar semejantes escenas- Salen de la cloaca a comer. Tienen por costumbre comer a sus horas.
– En Venecia, por desgracia, abundan las ratas- se adelantó a decir oportunamente Pantalón a modo de cicerone- Viven en los alcantarillados y se reproducen con facilidad en cualquier parte. Espero que al señor no le sea molesto presenciar tan sucios animales- me indicó con una sonrisa.
– Desde luego que no- reconocí- Animales como estos le acompañan a cualquiera a la menor de cambio. Su piel tóxica, propagadora de la peste negra que asoló Europa en el siglo XIV, está infectada de las bacterias patógenas que combatieron Pasteur y Yetsin. En el estanque metafórico de este mundo, lo bello de nuestro sentimiento aparece mezclado con lo feo y lo desagradable de la ausencia y el desencanto de la distancia que nos separa de lo que anhelamos. Esa distancia, no obstante, es la escala que hace posible la unión con lo deseado. Por eso no me sorprendo, como el filósofo, de nada de lo que veo, aún a pesar de ser ciego.
– ¿Es usted ciego?- se sorprendió Pantalón- ¡Quién lo diría!
– Mi padre es ciego- dijo con orgullo Marcelo- pero ve con los ojos del alma.
– Has aprendido bien la lección, hijo- declaré poniendo la mano sobre su cabeza.
Ya habíamos dejado atrás el palacio renacentista de Farsetti, el de Loredan, el Grimani, el Papadopoli, el Pisani, y estábamos a la altura del Mocenigo, con su fachada barroca otoñal, arcimbóldica. En el extremo opuesto, el palacio Foscari mostraba su esqueleto gótico con los cimientos erosionados por la corriente del agua, disolvente de los monumentos de la vanidad humana. De pronto, como el milagro de los hebreos en el Mar Rojo, emergió de los líquidos abismos la cúpula soleada de Santa María della Salute como aparece en el cuadro de Canaletto.
– ¡Ahí, ahí- exclamó con ímpetu de Danton el cómico Pantalón, en tanto su ayudante no dejaba de sonreír como un negociante al que le van bien las cosas- ¡Ahí está la devota basílica de Santa María de la Salud, santuario muy milagroso al que visitan todos los enfermos para recuperar el don de la salud, el bien más importante de la vida! Mi abuela, que en paz descanse, era diabética y se curó rezando en esta basílica, y mi padre, que ya está domiciliado en el otro mundo, padecía ataques de gota y dejó de padecerlos caminando descalzo en invierno alrededor de la iglesia con un cirio en la mano y rezando en voz alta el rosario. También usted podría ofrecer un exvoto para curarse aquí de su ceguera.
– No iría desencaminado en su consejo- confesé- aunque creo yo que el rezo a los santos debe ir acompañado, para su efectividad, de un cambio de conducta en los orantes, como dicen el Apóstol San Pablo y Santa Teresa de Ávila: “a Dios rogando y con el mazo dando”. Porque si no se tiene intención de mejorar, la voluntad de Dios no puede por sí misma ayudarnos conforme a la libertad que nos ha otorgado para que por nuestra propia voluntad nos unamos a él. De poco sirve pedir mucho si no se hace nada para conseguirlo, porque esa conducta hipócrita es la misma que la del pobre venido a menos que pide limosna a los demás sin hacer un esfuerzo personal por cambiar de condición, engañando a los demás y engañándose a sí mismo, y exigiendo justicia social por parte de la comunidad sin que sus acciones se guíen por la justicia que demanda. Si queremos que alguien nos ame o nos ayude, debemos estar dispuestos a amarlo y a ayudarlo nosotros. De lo contrario, tenemos una doble moral que equivale a no tener ninguna.
– ¡Bien dicho!- exclamó el gondolero contemplando mi fealdad con aprecio.
– Tiene mucha razón en lo que dice- declaró, tratando de adularme, aquel malvado Yago veneciano- En mi familia no somos santos, pero sabemos lo que está bien y lo que está mal.
– Para eso solo se precisa ser humano- confesé- El conocimiento del bien y del mal está en la conciencia de cada uno.
– Desde luego- confirmó Pantalón- Solo le digo que si desea hacer una buena obra de caridad, una donación a la Virgen de la Salud, permítame que me ofrezca como mediador. Conozco desde que tenía cinco años al párroco de esta basílica. Yo puedo ser depositario de su donación. Le diré quién es usted, para que diga una misa en su honor.
– Muchas gracias por su oferta digna de Rothschild- le agrdecí- Si he de donar algo, lo he de hacer sin intermediarios, como establece el evangelio: “que tu mano izquierda no sepa lo que tu derecha ha dado”.
– Como usted prefiera, señor- consintió a la fuerza Pantalón con rabia contenida.
Desembarcamos en la escalinata del templo, entramos en su recinto y recé por Marcelo y por mí, aparte de recordar en mi oración a los enfermos – los verdaderos héroes de la humanidad, quienes por medio de su enfermedad purifican a los demás con el ejemplo de su vida- que nos acompañaban en el espacio silencioso de la nave central. Bienaventurados sean aquellos que en su debilidad se muestran fuertes, porque son ellos quienes construyen el edificio de la esperanza, nuestra alegría presente y nuestra patria futura. Los ciegos, los sordos, los paralíticos, los dementes, los inválidos, los convalecientes, los discapacitados, todos aquellos que arrastran la cruz de las dificultades, fieles en el amor a la promesa del porvenir, a la palabra manifestada en la plenitud de los tiempos y expresada por la música del sentimiento, son piedras del templo colectivo de la felicidad. Sobre el agua del paso del tiempo, estos seres que llevan la riqueza de la eternidad en vasos de barro, son la energía indestructible e inapropiable de la luz, esencia de la belleza y de la vida.
De nuevo a bordo de la góndola, delicada en su devenir como el Stabat Mater de Rossini, alcanzamos la punta de la Dogana, y de allí pasamos al Canal de San Marcos, superpoblado de lanchas motoras y livianos vaporcitos. Estaba aquello tan atestado de gente como “el banquete en casa de Leví” de Veronés. Desembarcamos en la plaza de San Marcos, a la vista de su basílica bizantina. Se nos apareció como una visión de San Antonio pintada por el Bosco el rectángulo de mármol pálido y factura minuciosa del Palacio Ducal, mitad gótico mitad ortodoxo. En el interior de la librería vieja – a la que llevé a Marcelo para que se fuera familiarizando con los libros, hojas del árbol de la memoria, mientras los dos cómicos, después de pagar al gondolero nos aguardaban en la Piazzetta estudiando su futuro golpe- encontré un ejemplar escrito a mano de la Metafísica de Aristóteles, un incunable de la Vulgata de San Jerónimo, un Quijote encuadernado en piel de becerro, un manuscrito de la Ilíada de Pope, la primera edición del Libro de las Maravillas del Mundo de Marco Polo, un tomo con pastas espolvoreadas de pan de oro de los Principios Matemáticos de Filosofía Natural de Isaac Newton, y un ejemplar firmado del Paterson de William Carlos Williams.
– En esta biblioteca se guardan tesoros arqueológicos de gran valor- le expliqué a Marcelo- como aquellos que se custodiaban en la Biblioteca de Alejandría, la mayor de la Antigüedad, que fue incendiada por el tirano Julio César, aunque sus colecciones se mantuvieron en la tradición oral de los pueblos, así como en las bibliotecas privadas de eruditos y curiosos. Las obras del arte humano, expresión del espíritu consciente sometido a la contingencia de cada época, no están sujetas a la destrucción, porque renacen, como el fénix, en cada generación de hombres. Así ocurrió con la epopeya “Esmirna” del poeta romano Helvio Cinna, la cual, habiéndose perdido su texto, pervivió en el Parnaso mental de la memoria y fue citada como ejemplo de obra maestra, no solo por sus contemporáneos, sino por sus herederos, influyendo en creaciones posteriores a través de su lenguaje invisible. A este respecto Baudelaire afirmaba que una obra artística no se pierde aunque se haga desaparecer su referencia física, porque su influencia se ha manifestado ya en el momento de su concepción, y el aborto posterior no anula su efecto modificativo de la realidad que la rodea. Eso ocurre porque cada constructo del entendimiento humano crea un concepto que pasa instantáneamente a la conciencia universal del mismo modo que una luz que brilla en la tiniebla. ¿Sirvieron acaso las quemas públicas de volúmenes de la Antigüedad, la Edad Media, y los Regímenes Totalitarios para destruir la obra de los autores? Antes la revalorizaron otorgándole la palma del martirio social y el triunfo de la victoria más allá de la muerte, que es el olvido, pues las buenas acciones, sean cuales fueren, están destinadas al recuerdo.
Marcelo hojeó algunos libros con la gracia de un Platina y la desenvoltura de un Lipsio. De nuevo en la Piazzetta, nos salió al encuentro un grupo de cómicos enmascarados, como suelen encontrarse en Carnaval, el periodo de desenfreno que precede a la Cuaresma cristiana. Se nos presentaron bailando y saltando varios Arlequines y Polichinelas, semejantes en cromatismo e hilaridad a los de Picasso o Nabokov. A Marcelo le gustaron tanto que a punto estuvo de irse con ellos al País de los Asnos en el que acabó el Pinocho de Carlo Collodi, seducido por la tentación de la farándula y por el placer de la diversión. Ellos mismos debieron creer sin duda que yo era un cómico más disfrazado y no lo que en verdad era, con mi enorme masa corporal de cabezudo caricaturesco y mis andares espaciosos de Briareo refinado. Entre aquellos histriones manifiestos estaban también los histriones encubiertos que más adelante mostrarían su verdadera naturaleza licaónica, si es que el pueblo de los lobos me perdona un símil ciertamente difamatorio. Pantalón y su mudo cómplice permanecían a la expectativa, hablando en voz baja de sus asuntos prohibidos, mientras nosotros nos entreteníamos con el improvisado Carnaval. Los cómicos enmascarados representaban escenas sueltas de don Giovanni, fingiendo besar descaradamente a las Colombinas en los labios pintados de bermellón con la mímica de una atelana, haciendo gestos exagerados de agrado y desagrado que hacían reír por su contundencia, identificándose, catárquicamente, con las emociones mezcladas de curiosidad del espectador, como remisiones a los secretos mentales de su fuero interno. Los turistas de todas las nacionalidades imaginadas hicieron corrillo en torno al pequeño espectáculo contribuyendo a su clímax dramático al integrarse en su escenario visual cada vez más amplio. Me quedé meditando en el alma de Italia, origen de Europa, en sus mitos estéticos de fecundidad y redención extendidos a todas las regiones del mundo, los cuales son, en definitiva, las emociones de todos los hombres elevadas a enseñanza, porque los ejemplos de la estética desembocan en los principios de la ética. Y los principios de la ética son los fundamentos de la vida humana. ¡Cuánto hubiese disfrutado un Lucács, un Anatole France, un Valle-Inclán o un Goethe ante esta exhibición de arquetipos enmascarados que constituyen la mentalidad de un pueblo, y por qué no universalizando la frase con el entusiasmo de un Schiller o de un Beethoven, de todos los pueblos! Porque todos los pueblos son en el sentimiento el mismo.
– Señor cíclope- me despertó de mi ensueño ecuménico el vulgar instinto de Pantalón- La torre del reloj marca las doce y media de la mañana. Tenga presente su señoría que el tiempo vuela, y todavía queda mucho que ver en Venecia. La comedia puede verse más tarde.
– La comedia- argumenté- está en cada cosa que hacemos, si Moliére no miente. Si tiene prisa, ocúpese de su tiempo, que es tan suyo como mío.
– No tenía la intención de molestarlo, señor- se justificó el pequeño Lenin arqueando la parábola de su bigote- El viajero siente la necesidad de verlo todo detenidamente, pero hay tanto que admirar que resulta imposible contemplar en unas horas el resultado de siglos de historia. Mire –trató de poner una cara de solemnidad a lo Paul Fort- Estamos ya en la Loggetta. Ahí está San Marcos. Le contaré una anécdota de la leyenda del santo. Se dice – y cuadros de Tintoretto y de otros pintores lo confirman- que su cadáver, recogido por unos mercaderes venecianos en Egipto, donde el santo había sido martirizado, lo condujeron a esta ciudad en el siglo IX, de la que se convirtió en patrón. Esta hermosísima basílica de cinco cúpulas guarda sus restos, habiendo sido financiada por las riquezas que los cruzados trajeron de Constantinopla. Para mí, es la iglesia más bella del mundo, porque me crié en sus cercanías y fui bautizado en ella.
– Todos amamos a nuestras tierras patrias, a las Ítacas que nos vieron nacer- confesé con un suspiro recordando mis juegos infantiles alrededor del monte Etna, con música de “Mi patria” de Smetana o de la popular canción estadounidense “My Sweet Alabama”- Ellas viajan con nosotros en el relicario del corazón.
En la plaza de San Marcos apenas cabía un alfiler aquella mañana. La antigua República Serenísima estaba muy agitada. No es que hubiese conjuración alguna, sino un turismo masivo que aprovechaba sus vacaciones laborales para fotografiarlo todo. Cuando veo a esta muchedumbre de gentes de todas razas y condiciones esgrimiendo cámaras y flashes me arrepiento en ocasiones de que Nadar y Daguerre hubiesen existido. Aunque cierto es que no hay mal que por bien no venga, y el mal para el bien ha sido hecho a pesar de su desagradable actividad que tantas veces nos desanima.
La planta central de San Marcos, que recuerda el modelo bizantino de los Santos Apóstoles, precedida por una portada románica en la que aparece esculpido en bajorrelieve el Sueño de San Marcos, así como los paneles de los Oficios, las Virtudes y los Meses, evoca, debido a su diseño ortogonal, al Taj Mahal de la India, aunque las representaciones figurativas desmienten su vinculación con la remota Arabia Feliz. La influencia de la arquitectura de Constantinopla, antigua capital del imperio romano de oriente anterior a la dominación turca, y la sombra ideal de la helénica Santa Sofía se manifiestan en el espíritu del templo. El clasicismo imperial de Canova se respira en el ambiente, su captación del movimiento de los cuerpos, tan patente en Eros y Psique, se prolonga en la corriente eléctrica de dinamismo que, siguiendo las leyes de Faraday, recorre el esqueleto antiguo de la ciudad de los espejismos y los juegos de agua. Carpaccio revive el interiorismo flamenco, Sansovino y Paladio perfeccionan el manierismo hasta alcanzar la precisión pompeyana, y Tintoretto acentúa el dramatismo de las figuras a través del contraste del color, en la pinacoteca de la Escuela de San Roque. Nada más trágico que la cabeza cortada de San Juan Bautista de Giovanni Bellini, tan teatatral y conmovedora como la de Gustave Moreau. En el Puente de los Suspiros, donde según la tradición se despedían los amantes con adioses a lo Neruda y lágrimas a lo Rosalía de Castro, Marcelo se columpió indolentemente en la balaustrada hasta que, aplicando las prerrogativas de mi patria potestad, lo sujeté con el brazo izquierdo y le hice jurar por el Campanile – que mide 98’60 metros de altura- que a partir de entonces velaría por su seguridad. Lamenté no obligarle a jurar por la laguna Estigia; tal vez así cumpliría mejor su palabra. Pantalón y su ayudante contemplaban alevosamente las rejas de las prisiones, como aquellos que no ignoran cuál es el destino final de los delincuentes.
– Señoría- me interpeló el pequeño Rigoletto- Como venecianos que somos Michelozzo y yo, tenemos que recomendarle la visita a la Giudecca, o la judería antigua, que se encuentra del otro lado del Canal de San Marcos, así como la isla de San Giorgio Maggiore, adonde el célebre dogo viajaba a bordo del Bucentauro cuando tomaba posesión de su cargo, para arrojar un anillo de oro puro al mar y desposarse con las aguas, símbolo del prestigio naval de Venecia.
– Me parece bien- acepté presintiendo lo que me preparaban aquellos dos Tartufos- Vayamos al muelle y tomemos un vapor.
Desde antes de Marco Polo, el embajador de Europa ante la corte del Kublai Khan que en un ensueño poético recrearía Coleridge, Venecia había representado el contacto de Occidente con la ruta de la seda a través del ducado de Naxos, del Condado de Cefalonia, de Corfú y de Candía en Creta. Durante la dominación otomana, la República Serenísima siguió manteniendo relaciones con la bizantina Constantinopla que pasaría a ser la turca Estambul, y muchos de sus artistas plásticos sirvieron al sultán de Anatolia hasta la revolución constitucional del griego Mustafá Kemal a principios del siglo XX. Venecia había sido desde tiempos muy remotos la bisagra que unía a Asia con Europa, una colonia marítima que, extendida a Trieste y Dalmacia, agrupaba en un mercado único las materias primas obtenidas por medio de la terrestre ruta de la seda, y de la naval ruta de las especias. Esa es la razón principal de su personalidad cosmopolita, de su vocación marítima y de la independencia de su economía (sustentada en la antigua divida del ducado), así como de sus instituciones inspiradas en Bizancio. Llama mucho la atención la iniciativa leonina ( no en vano el león alado de San Marcos es el emblema de la ciudad) de resistencia a la unificación italiana, doctrina que no se materializó hasta la rendición de la República Véneta en 1849, tras un largo asedio en el cual intervino el ejército austríaco. La Escalera de los Gigantes (donde coronaban a los dux y con la que yo me sentí identificado), el Teatro de la Fenice, el Museo Naval, los innumerables templos consagrados principalmente a Santa María – patrona de los mares- , la estatua ecuestre del Condottiero Colleoni – cuyo gesto arrogante representa el poderío soberbio de la Venecia renacentista- , el humanismo oriental de Besarión, las bibliotecas y las plazas a la griega, y las aguas caminando por las calles, en definitiva, la ciudad entera es una imagen que no puede olvidarse, porque tiene alma propia.
En estas y otras cosas meditaba cuando me hallaba ya en el Canal de la Giudecca, en compañía de mi inseparable Marcelo y de aquellas dos rémoras venecianas, en la cubierta de un yate de recreo que a duras penas sí podía desplazar mi descomunal peso. Iba contando el niño con los dedos las golondrinas del cielo, en tanto los dos engendros de Satanás contaban mentalmente las ganancias que les reportaría su próximo golpe. Aquellos gánsteres baratos del cinematógrafo de Hollywood no sabían con quién se las habían, y, preparando su trampa, ignoraban la trampa que les tenía preparado el destino, que siempre vence. Estábamos a la altura de la Giudecca –unos pocos metros nos separaban de tierra- cuando de repente oí gritar a Marcelo, que me llamaba por mi nombre desde la popa del barco. El ayudante de Pantalón lo tenía sujeto por la cintura, con un cuchillo de monte en su diestra a lo Tarquino, en tanto su jefe me enfilaba con el caño de un máuser sonriendo y clavándome los ojos sucios y pequeños de hurón asustado.
– Colabore con nosotros y no le pasará nada- ordenó con voz firme, un poco temblorosa- Tenemos al niño. No le conviene rebelarse.
– Estúpidos – dije- Nunca me inspiraron confianza. No se saldrán con la suya. Ningún criminal triunfa.
– Dése la vuelta y levante los brazos- siguió ordenando Pantalón- Camine dos metros delante de mí y no se le ocurra mover un dedo.
“La comedia ha terminado” me dije en monólogo interior al modo stendhaliano. “Acaba de empezar la tragedia de Hércules Furioso. En fin, dejémonos conducir al lugar del crimen y veamos a los cómplices. Después actuaremos”.
El piloto condujo a tierra el yate mientras hablaba en jerga con los delincuentes, demostrando su participación dolosa en el secuestro. Marcelo seguía gritando y Pantalón no me sacaba el ojo de encima. ¡Alevoso Caco! El desenlace no se haría esperar pero, de momento, la noche había reemplazado al día y el tiempo se había detenido.
Desembarcamos en la Giudecca y fuimos conducidos por un dédalo de callejuelas oscuras, mientras los transeúntes nos miraban con actitud de normalidad cooperando con la infracción y con los infractores. Mientras caminábamos por los aledaños de la basílica de Il Redentore, recodé el expolio del único héroe verdadero que tuvo la humanidad, y recordé también sus palabras duras contra los que lo condujeron al patíbulo inhumano y degradante de la cruz.
– ¡Ay de vosotros – clamé alentado por los recuerdos- los que después de haberos hecho pasar por amigos de vuestros hermanos e iguales, los traicionasteis devolviéndoles mal por bien! ¡Ay de vosotros, lobos con piel de cordero, hipócritas, que vendisteis vuestra alma al diablo para satisfacer vuestra codicia, y, viviendo como fieras, compartiréis su destino, que es morir devorados por la maldición de la tristeza que os perseguirá hasta la muerte, adonde iréis derechos como si nunca hubierais nacido! ¡Aunque vivierais mil años, no conoceríais la felicidad, porque la codicia es una bestia que devora a aquel que la alimenta, y con nada se sacia si no es con la destrucción! ¡Desgraciados cadáveres comidos de gusanos, residuos de hombres, basura que se desplaza! ¡Más os valiera pegaros un tiro ahora mismo para no morir de la peor de las maneras!
Estas palabras eran tan duras que una piedra se hubiera deshecho oyéndolas, y conmovían a cualquiera que no hubiese tenido parte en el crimen, cuanto más herían el comprado corazón del culpable. Pantalón se puso lívido e hizo ademán de detenerse, pero su ayudante, que casi no había dicho palabra en todo el tiempo que pasara en nuestra compañía, me amenazó gritando:
– ¡Cállate, monstruo deforme, o te levanto la tapa de los sesos, o degüello a tu hijo delante de ti!
– No serías capaz de matarme aunque quisieras – declaré- En cuanto a mi hijo, no te atreverás a tocarlo porque eres un cobarde, y sabes que si lo haces no saldrás de mis manos más que con los pies por delante.
Ninguno de los secuestradores contestó. Estaban asustados de mi audacia y de mi resolución, que transmitía una seguridad que ellos distaban de tener en aquellas circunstancias. Los bandidos nos condujeron a una plaza pequeña, cuyos edificios mostraban un pasado glorioso degradado por la decadencia del presente. La humedad había desgastado los relieves de las paredes, el musgo y los líquenes habían conquistado los balcones, los estucos y las pinturas exteriores se estaban cayendo a trozos, como pedazos de carne infectados de lepra, y un olor desagradable a podredumbre y mal drenaje subía de la alcantarilla. Sería un escenario perfecto para una pieza satírica de Antonin Artaud, Eugéne Ionesco o Samuel Beckett. Además, como si de un coro griego se tratase, emergieron de las tinieblas como muertos vivientes mitológicos un grupo de unos catorce hombres de mala catadura, atuendo marginal y modales camaleónicos, en parte salvajes y rastreros, en parte ceremoniosos con sus colegas de mala vida como los de la hermandad sevillana de aquel Monipodio de Miguel de Cervantes. Se colocaron en doble coro a nuestro alrededor, siguiendo las directrices escénicas de Willaert, maestro de San Marcos y creador del estilo musical veneciano. Después se hizo el silencio y el satánico ayudante de Pantalón, que resultó ser su jefe, tomó la palabra como lo haría el anciano Néstor en la Ilíada:
– Este es el primo de hoy. Hay que desollarlo.
“Desollar” significaba en su germanía “saquear o robar”. No pensaba mostrar mi identidad tan repentinamente, pero cuando escuché a Pantalón amenazando con el cuchillo de su jefe a Marcelo, el mismo Pantalón que lo había acariciado, que había tratado de ganarse su confianza, una ira profunda brotó de mi corazón. Y la acción se desencadenó repentinamente, con la furia del huracán.
No había tenido tiempo Pantalón de sospechar los prolegómenos del dies irae, cuando un golpe marcial de mi puño de hierro lo derribó en el suelo y le partió el cráneo a la altura del occipital. Mientras su sangre negra de Caín corría por el empedrado, cubrí a Marcelo con mi monumental espalda y con mis brazos gruesos como troncos de roble, protegiendo su cuerpo vulnerable de las mortales balas de plomo que habían empezado a llover sobre nosotros. De todos es sabido que la piel del cíclope es impenetrable, más que la del rinoceronte, la del cocodrilo o la del León de Nemea juntos, y los proyectiles rebotaban en mi epidermis fundiéndose su punta casi al instante, y ni una herida superficial me hicieron los disparos, quedando como un Áyax al final de la batalla. Enfurecido de verme lapidado a imitación de San Esteban, y no pudiendo mover los brazos, embestí como un toro de lidia a los cainitas, y de una vez derribé a cinco de tal manera, que no precisaron el diagnóstico de un traumatólogo. Los restantes, viendo lo que se les venía encima, se dieron a la fuga con mucha valentía, imitando en su carrera al gamo o al galgo, o a aquel veneciano del que cuenta Virgilio que en la Guerra del Lacio huyó honrosamente de la jabalina de Camila. Entre ellos se encontraba el jefe de Pantalón, que parecía una flecha parta o un misil norteamericano según se esforzaba en dejar atrás su sombra. Si bien es cierto que me estaba excediendo de la legítima defensa que me concedía la ley de los hombres de doble mirada, no quería que aquel malvado despreciable quedase sin castigo corporal, por lo cual, lleno de insano odio y sin prestar oídos a la compasión, arrebatado por Némesis, derribé de una bofetada al familiar de Lucifer mientras clamaba épicamente:
– No huyas, estimado guía turístico, sin llevarte antes tu propina, merecida por tus inestimables servicios, y ya que tú me ofreciste la palma de tu mano, yo te ofrezco ahora la palma de la mía antes de despedirme, y te mando recuerdos míos y de Marcelo, para que conserves en la memoria nuestro encuentro, y nuestro saludo en el fondo de tu corazón.
El cuerpo del bandido cayó a tierra con un golpe seco que le rompió la tibia. Un quejido salió de su pecho y, creyendo sin duda que aquella sería su última hora, alzó las manos juntas pidiendo clemencia, con gemidos dignos de una mujer parturienta, con el miedo visible en sus facciones y con los ojos llenos de lágrimas de dolor, no de arrepentimiento.
– Perdóneme la vida- suplicaba entre gemidos.
– La vida no es propiedad de nadie- afirmé de pie frente a él- ni siquiera de aquel que la disfruta o la padece. La vida solo es de aquel que puede darla: el Ser Supremo, Dios o el Amor Universal. Yo no puedo disponer de tu vida, malhechor, ni puedo castigarte como te mereces, sino solo darte una lección ejemplar con la misma monade con que me pagaste, para evitar por medio de la coacción que sigas delinquiendo, perjudicando a los demás con tu capricho. ¿Qué es un hombre enemigo de sus semejantes? Nada. Sin el sentimiento humano, también llamado amor, un hombre no es otra cosa que un cadáver anticipado. No morirás, vivirás para arrepentirte, y si no lo haces, más te valiera morir ahora de un solo golpe y no padecer una muerte lenta y dolorosa si sigues por el mal camino.
Dicho esto, hice fingido ademán de darme la vuelta para comprobar qué efecto habían tenido mis palabras en el condenado, cuando he aquí que mi oído de cíclope percibió un movimiento rápido, casi reflejo, con la tensión contenida de un tigre dispuesto a saltar sobre su presa. El aprendiz de cowboy, recogiendo una pistola caída al suelo en la refriega, apuntó a Marcelo, único miembro vulnerable e independiente de mi cuerpo, con la maldad ingénita del diablo que no quiere rendirse. Había desperdiciado su última oportunidad. Un segundo después, su cadáver, al estilo de los relatos de Lajos Zilahy, yacía boca arriba, inerte, con la mandíbula desencajada y los ojos en blanco, las vértebras rotas por el impacto de mi rodilla contra su pecho y el tórax fracturado por la colisión. Me dio lástima que él mismo se hubiese dado la muerte.
– Vámonos, Marcelo, de este triste escenario- le dije a mi hijo adoptivo.
Pasamos en la Dogana aquella noche. A la mañana siguiente, abandonamos la tragicómica Venecia rumbo a Milán, en Lombardía. Durante el trayecto en ferrocarril, lamenté no haber visitado Verona, la patria de los amantes Romeo y Julieta y la de los dos hidalgos de la comedia, así como la ciudad de Antenor, Padua, la de Tito Livio. Tampoco visitaríamos la Mantua virgiliana que baña el Mincio, ni la Cremona donde Augusto instaló a los veteranos de Accio, ni la Pavía que serviría de testigo a las batallas del emperador Carlos I de España y V de Alemania, contra el rey Francisco I de Francia, ni el Turín de los vermús y el chocolate dulce. Todo lo suplantó el recorrido de los más de doscientos kilómetros que nos separaban del Piamonte, superando el obstáculo del Lago de Garda a través del ingenio de un puente, dejando atrás la tierra en la que el tirano del fascismo, ese infortunado Mario de plástico, soñó una república totalitaria con la que hacerle competencia al comunismo soviético de principios del siglo XX. La ciudad de los Sforza, la más industrial de Italia, capital de la Galia Cisalpina, tiene la forma ideal de un corazón geométrico encerrado en la coraza de una muralla del siglo XVI. El Castello di Porta Giova, construido en 1368 por los Visconti, reconstruido en 1450 por los Sforza y desmantelado casi completamente por Napoleón y por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, exhibe con orgullo la torre de Filarete, y custodia en sus museos interiores –alrededor de un patio desde el cual se puede apreciar la estrella polar y desde el cual se puede despreciar el helado Aquilón del norte- obras de arte de artistas plásticos del Renacimiento, principalmente de Leonardo da Vinci y de Miguel Ángel, en especial de este último, del cual se conserva la enigmática escultura de la Pietá Rondanini, en la que Cristo y la Virgen que lo sujeta parecen fundirse en una sola persona. El castillo fue una verdadero corte humanística en tiempos de Ludovico Moro, dictador maquiavélico a semejanza de su coetáneo Lorenzo de Médicis, aunque, como este, también mecenas, admirador de las nuevas tecnologías ( poseía un reloj portátil en el bolsillo de su levita, y escribía cartas comprometedoras con tinta invisible que solo podía leerse acercando el papel al fuego) , y ambicioso de profesión, mala inclinación que pagó con su muerte a la llegada al Milanesado del rey de Francia Luis XII, quien lo capturó en Novara y lo encarceló en Loches hasta su muerte. Durante su estancia en Milán, Leonardo da Vinci, quien llevó a la plástica el idealismo europeo de los símbolos metafísicos materializados en la perfección de la naturaleza, trabajó en la obra que sería la historia de su vida: la Gioconda, retrato de Mona Lisa, la esposa del florentino Francesco de Giocondo. La mujer que aparece en el cuadro en la postura de la esfinge no es atractiva debido a su quietud mística, pero sí trascendente, eterna, imagen de la naturaleza cuyo movimiento se difumina detrás de ella. En el Louvre se encuentra esta pieza que, a mi parecer de cíclope ciego, es el vivo retrato de Europa.
El tren nos había dejado casi enfrente de la catedral, en forma de llama esculpida, similar en su factura a la Sagrada Familia de Gaudí en Barcelona, aunque más esquemática y menos audaz.
– ¿Ves, Marcelo?- le dije a mi lazarillo, pupilo y acompañante- ¿Ves ese monumento triangular flanqueado de pináculos como puntas de lanza o husos de costurera? Es la catedral, empezada en 1386 y terminada en 1813, cuya fachada es diseño original del arquitecto Tibaldi, toda ella de mármol y cuyo interior distribuido en planta de cruz latina consta de cinco naves y un crucero de tres. Y la aguja que corona su empinada cúpula, de 108 metros de altura, soporta una límpida imagen de la Virgen, llamada la Madonnina por los milaneses.
– ¿Cómo sabes todo eso?- me preguntó el niño mirando mi único ojo de oscura pupila- Acabamos de llegar aquí, y tú hablas de este lugar como si siempre hubieras vivido en él.
– Eso es- argumenté- porque la Sabiduría, que es la madre de cualquier género de conocimiento, se manifiesta en aquel que la busca, porque ella está fuera de nosotros, pero para nosotros se hizo. Así, el rey Salomón de Jerusalén obtuvo de Dios, que es el origen y la causa primera, la Sabiduría pidiéndosela en oración a aquel que podía dársela, y todo ser humano que participa con sus acciones del amor o de la caridad se hace sabio, en la medida en la que participe de este sentimiento. Los Apóstoles fueron sabios sin haber casi aprendido a leer, y Sócrates alcanzó la Sabiduría sin haber frecuentado la escuela. También Buda y Confucio, filósofos de oriente, aprendieron de sí mismos. Y todos los que enseñaron algo, aprendieron de sus propias reflexiones.
– Y yo- repuso el niño con sonrisa desbordante, ojos fijos y curiosidad infinita- ¿También puedo llegar a saber tanto como tú?
– Poco sería eso- afirmé- si supieras solo lo que yo sé. Tú puedes llegar a saberlo todo si aprendes a querer a los demás a pesar de sus infidelidades hacia la moral, casi continuas, porque lo que hay en ellos de bueno es más que lo que en ellos hay de malo.
– Pero eso ya lo sé hacer- objetó con picardía el niño- y no por eso sé tanto como tú.
– Todavía no lo sabes hacer, porque, de momento, no conoces a la humanidad tal como es, y la juzgas según tu criterio de niño, que es un criterio inocente, y no experimentado – le expliqué- Si eres capaz de pensar como piensas ahora con los conocimientos de un adulto, serás sabio.
– ¡Eso está hecho!- exclamó el niño dando un zapatazo al aire.
– Ojalá tus palabras sean la verdad- dije- Así podrás cantar de mayor el “Himno de la Alegría” de Schiller y Beethoven, y no como muchos que lo recitan y no lo entienden.
– Yo sí que lo entiendo- se justificó el niño- Y además lo sé de memoria, mira:
Escucha, hermano,
la canción de la alegría…
Y se puso a cantar como lo haría Enrico Carusso. Con este salmo filantrópico digno de Jan Sibelius nos desplazamos hasta la pinacoteca de Brera, mientras el canto límpido del niño invertía el orden del tráfico en las carreteras populosas del romano Mediolanum. Si el rey Orfeo de Tracia, a juicio de los poetas griegos y latinos, fue capaz de invertir la corriente de los ríos, de arrancar de la tierra las encinas y de amansar a las fieras, ¿por qué no había mi hijo adoptivo de detener por un momento el estresante barullo de la industrializada civilización? No sería menor hazaña la segunda que la primera, y más de un Francis Bacon, de un Marcuse, un Thomas Herbert Lawrence o un Henry Miller hubiesen aplaudido este fenómeno como un milagro. Con banda sonora mental de Mussorski – “Cuadros de una exposición”-, Marcelo y yo admiramos ( no cabe otro verbo) la “Madonna con santos, adorada por el duque de Urbino” de Piero della Francesca, representación pictórica de la medida áurea o la geometría divina. Debajo de un arco de medio punto que imita el cielo, perpendicular a una cúpula en forma de concha – metáfora de la intimidad-, de la que cuelga un hilo recto con un huevo en el extremo a semejanza de un péndulo de Foucault-, materialización de la encarnación, el pensamiento, el origen y la perspectiva-, una Madonna orante sostiene a un niño desnudo acostado sobre sus rodillas, rodeada de un coro de santos que representan a la humanidad en torno a la idea de la Redención. En primer plano, Federico de Montefeltro de rodillas con su armadura plateada, imagen del Caballero de Cristo, junta las manos y muestra un bondadoso perfil, un perfil principesco, el perfil de un donante o de un mecenas que colabora, en la medida de sus posibilidades, por el bien del ser humano. Marcelo dijo varias veces que aquel niño sostenido por la Virgen se parecía a él, y yo le di la razón.
Vimos después las “Escenas de la Vida de la Virgen” de Carpaccio, que parecían planos secretos del dormitorio de una doncella. El asombroso “Cristo Muerto” de Mantegna, primer ejemplo de perspectiva humana, era en sí mismo un evangelio pictórico, una parábola anatómica, representación de la trascendencia, el tiempo y el ser. La “Piedad” de Bellini, escena cumbre de la caridad enriquecida por contrastes y veladuras, nos dejó un sabor en el paladar del gusto parecido al de una cereza madura. “La Virgen del rosal” de Luini, con su ternura parnasiana, nos preparó para la contemplación de los misterios luminosos de Rafael, quien en “Los desposorios de la Virgen” materializó la ilusión infinita del espacio, por medio de símbolos como el anillo de los esponsales, el suelo plano empedrado de losas en progresión –las horas- y un templo circular con las puertas de la entrada y la salida abiertas, que prolongan hasta el término imposible del horizonte el punto de fuga. El broche de la exposición lo puso “La flagelación” de Luca Signorelli, con la severidad pétrea de un monumento, con la majestad de un recuerdo en la memoria.
Cssi se nos pasa la hora de comer mirando cuadros, asombrados de lo que Gaston Bachelard denominaba “la poética del espacio”. Después de meternos entre pecho y espalda unos spaguetti a la carbonara acompañados de una picata milanesa, nos introdujimos con el invisible billete de nuestra voluntad en el grandioso Teatro della Scala. Nos colamos en una representación del drama psicológico “Casa de Muñecas” de Ibsen. Para no espantar a la población con mis miembros de búfalo y mis andares de paquidermo, nos alojamos en las alturas estratosféricas del paraíso, también llamado cazuela o gallinero, y desde allí les vimos la calva a los distraídos espectadores de la platea. El drama, que más que un alegato por la emancipación de la mujer es una crónica de los prejuicios y ceremonias vanas de los hábitos y las costumbres sociales, se desarrollaba analíticamente a la vista del espectador balzaquiano, burgués por excelencia, como uno de los esporádicos vodeviles comunitarios del entretenimiento urbano, sin más pretensiones que un acercamiento distante en criterio a la mentalidad del autor. El público presencia la evolución de los actores imaginando que está asistiendo a un juego de máscaras, sin saber que, ellos mismos, los espectadores, son los actores y, en su pasiva resignación. no reconocen sus propias conductas. Sus aplausos están hechos de complacencia y de aceptación, no de convicción ni de reflexión. ¡Civilización de las pantallas! Se imaginan que los fenómenos del universo han sido creados para entretenerlos y no para educarlos. Se imaginan que las leyes del mundo son un juego, hasta que reciben el castigo de la adversidad y entonces, solo entonces se convencen de su error y, sintiendo la herida del sufrimiento, rectifican hacia el norte de la moral. Lástima que el hombre aprenda del dolor, y no del entendimiento; del castigo, y no de la gracia, y solo al final de su vida, en sus postrimerías, perdido el ardor de la juventud, la salud y la fuerza, se dé cuenta del valor absoluto del amor, única puerta a la felicidad. Pero el ser humano es un alumno terco y, a pesar de lo que argumenten los pedagogos krausistas, si no es con un poco de dolor no aprende.
Milán es una ciudad consagrada a la velocidad del progreso. En ella se respira el tifón futurista de la ruptura y el cambio. Su imagen metafórica, simbólica o analógica es el lienzo “La ciudad emerge” de Boccioni, donde el impulso de un Pegaso de fuego, como un lanzallamas, amenaza con destruir todos los obstáculos a su paso. Los automóviles parecen carros flamígeros atravesando con larga cola de cometa la asfaltada recta de la autopista. Las mujeres, en las que se manifiesta especialmente la moda, llevan sombreros vanguardistas, chaquetas con hombreras de espuma, gafas de pasta, pelo corto a lo garçon y visten pantalones ceñidos, ropa deportiva y la industrial minifalda de Mary Quant. Parece como si la prisa fuese norma establecida por el Parlamento, lejos del “festina lente” de la Roma antigua. El rascacielos Pirelli es una torre de acero y cristal, lisa y sólida como un arma, desafiante –por qué no decir constructivista-, imitadora de los espectros mammónicos de la arquitectura de Chicago y Nueva York, con la frialdad de un Nekrasov y el entusiasmo de un Mayakovski. ¡Qué lejos queda este ilusionismo vano del desarrollo del ingenio para controlar el movimiento trascendente de la fuente de la naturaleza de la paz y la verdadera Arcadia de las cosas sencillas, constantes y eternas de la vida contemplativa, patente en el convento de Santa María delle Grazie, donde el tiempo permanecía detenido en el instante paráclito de la verdad! Esto lo digo con conocimiento de causa, porque no podíamos hacer mejor cosa Marcelo y yoque alojarnos por una noche en este tranquilo santuario, a guisa de peregrinos que, como Tannhäuser o Childe Harold, besan la tierra con sus pies. Las monjas nos sirvieron la cena en el refectorio, tan bien cocinada que mi lazarillo, que ya conocía de buena tinta la gastronomía secular, lamió hasta el plato aprovechando los restos del guiso de codorniz, y la misma operación practicó con la ensalada de escarola y tomate de la huerta, con los espárragos navarros, con los rebozuelos sazonados con romero y jengibre, con el yogur de leche de cabra y con las natillas espesas y rociadas de canela en rama del postre. Estábamos saboreando las viandas y escuchando la recitación de los salmos del rey David, mientras contemplábamos de cerca el magnífico fresco de “La última cena” de Leonardo da Vinci. Se alimentaban a la vez nuestra carne y nuestro espíritu, y disfrutaban al mismo tiempo las dos naturalezas del hombre: la inmanente de la necesidad y la trascendente de la conciencia. Alrededor de la mesa –pensaba mientras abrillantaba las escudillas- se reúnen los integrantes del cuerpo social en la asamblea de la comunidad, a imagen de los Apóstoles en la Última Cena. Un legado al que se le ha concedido poder de representación, ya sea monarca, presidente o juez en la paz y general en la guerra, divide el alimento y distribuye las raciones entre los comensales según la regla de la equidad. Pero como la justicia humana es siempre insuficiente, porque el alimento a repartir posee una forma irregular –como irregular es la materia- unos se ven subordinados al privilegio de los demás, instaurándose entre unos y otros el muro de la diferencia. Esto ocurre en el mundo irregular de la carne, no en el mundo regular del espíritu, al que hace referencia el cuadro, donde un pan geométrico – signo de la palabra- partido por la encarnación del amor o Cristo, se distribuye por igual a todos en el acto universal de la creación o de la comunicación. Las irregularidades del mundo de la carne sirven para que nos fijemos en la regularidad de la conciencia, del alma y del sentimiento. Los doce comensales se elevan a los doce signos del cielo – cifra de la armonía- también llamados signos de la rueda de la vida o zodíaco: La primavera, el inicio del año, comienza con el carnero del vellocino de la abundancia que los griegos identificaron con la Cólquide, con Aries, el mes de abril, que se corresponde con el apóstol San Juan, el que reclina su cabeza sobre el pecho del Mesías, cuyo signo es el sol; le sigue el mes de mayo, el Tauro al que la Hélade denominó Toro de Creta, constelación de Santiago hermano de Juan, ambos Boanerges o hijos del trueno; junio aparece representado por Géminis, los gemelos Cástor y Pólux según los griegos, identificado con Simón, hijo de Jonás y llamado por Cristo Pedro, al que se le agregará tras la muerte y resurrección del Maestro Pablo, el apóstol de los gentiles, como el otro lo es de los judíos; en Cáncer, el cangrejo que según la tradición griega fue enviado por Hera o Juno a Hércules para hacerle fracasar en su tentativa de vencer a la hidra de Lerna, el mes de julio, entramos en el verano bajo la advocación de San Andrés hermano de Pedro; el apóstol Felipe representa el mes de agosto, cuyo emblema zodiacal es Leo, según Grecia, el león de Nemea al que estranguló Hércules; Virgo, la virgen Temis o Astrea que simboliza la Justicia, se vincula con septiembre, la época de la vendimia, y con el apóstol Bartolomé; en Libra, la balanza de Astrea, octubre, nos identificamos con Mateo el evangelista, antiguo publicano o recaudador de impuestos; noviembre tiene por emblema el escorpión que los cielos enviaron al gigante Orión, constelación futura, para que le hiriese en la planta del pie, su único punto vulnerable, y Tomás, lenguaraz e incrédulo, ejemplo de la carencia de fe, representa este signo; el centauro Quirón, emblema griego de la ciencia, que se nutre en parte de la experiencia de los fenómenos terrestres –los miembros del caballo-, en parte de la reflexión de la filosofía –el medio cuerpo del hombre- representa el mes de diciembre, el fin del año astronómico solar instituido por Gregorio XIII, mes del solsticio de invierno y del nacimiento de Cristo como luz del mundo, con Santiago Alfeo por patrón, primer obispo de Jerusalén; enero, cuyo nombre deriva de Jano, el dios romano de los comienzos, simbolizado por Capricornio, la cabra Amaltea que dio de mamar a Júpiter niño, tiene por custodio a Simón Celador apóstol; Judas Tadeo abandera a Acuario, el copero de los dioses griegos también llamado Ganímedes, al que los antiguos designaban como Ánfora, el mes de febrero, el más corto del año, cuyos días son veintiocho o veintinueve si el año es bisiesto, esto es, de trescientos sesenta y seis días en lugar trescientos sesenta y cinco; finalmente, Piscis, los dos peces en los que se transformaron Venus y Marte – según consta en las Metamorfosis de Ovidio-, el mes de marzo, tiene por patrón a Matías, sustituto del traidor Judas Iscariote, reemplazado en su ministerio según el libro de los Hechos de los Apóstoles.
– Esperamos de corazón- repuse mientras me escarbaba las fauces con un palillo- que esta no sea nuestra última cena en este precioso refectorio cuyo reflejo espiritual es ese cuadro de la armonía preestablecida, esa lira de fuego que templa, como en Juan de la Cruz, nuestro pecho y nos transforma desde dentro a su imagen, paulatinamente, al igual que una pieza de alfarería.
– Cuando quieran pueden volver, peregrinos de Europa – nos autorizó con suave acento la priora, quien tenía las manos tan blancas como la leche- La casa de Dios siempre está abierta a todo el que busca refugio.
– ¡Que San Julián las premie, hermanas! – exclamé- Estos banquetes no los dan en las posadas. No son los propios de Filemón y Baucis; aunque servidos con la misma buena intención. Podrían inspirar a un Thomas Moore o a un Paul Morand.
– No se entretenga con cumplidos, señor cíclope- me interrumpió la priora amonestándome sin reprenderme, como pudiera hacerlo María Goretti- “El que corrige a otro, halla al fin la gracia, más que el que adula con lisonjas” dice el libro de los Proverbios. Escuchen el salmo usted y su hijo comilón, y nos tendremos por bien pagadas.
– ¿Qué salmo?- preguntó Marcelo levantando la cabeza del plato.
– El que está recitando la hermana Rufina – contestó la priora dirigiendo la mirada a un atril de madera donde una mujer de pelo gris leía- Es el salmo noventa y seis, que encierra en sí la perla de la Sabiduría. Escuchen.
El salmo decía:

Cantad al Señor un cántico nuevo,
cantad al Señor todas las tierras.
Cantad al Señor, bendecid su nombre,
anunciad de día en día su triunfo.
Propagad entre las gentes su gloria
y sus maravillas entre todos los pueblos:
que el Señor es grande y digno de toda alabanza,
digno de ser temido más que todos los dioses;
pues todos los dioses de los gentiles son ídolos vanos,
mas el Señor es creador de los cielos.
La majestad y hermosura le preceden,
hay potencia y esplendor en su santuario.
Tributad al Señor, familias de los pueblos,
tributad al Señor gloria y honor.
Tributad al Señor la gloria debida a su nombre,
llevad ofrendas y entrad en sus atrios.
Adorad al Señor con ornato sagrado,
estremeceos ante Él todos los habitantes de la tierra,
decid entre las naciones: “El Señor es Rey;
él dio estabilidad al orbe para que no se mueva,
él rige a los pueblos con equidad”.
Alégrense los cielos y regocíjese la tierra,
conmuévase el mar y lo que hay dentro de él.
Gócese el campo y cuanto en él existe,
y aplaudan todos los árboles de la selva;
ante la presencia de Dios, porque viene,
porque viene a juzgar la tierra;
juzgará al orbe con su justicia
y a los pueblos con su sinceridad.
Las repeticiones y reiteraciones de la poesía hebrea, a través de las metáforas de los objetos de la naturaleza y de las cualidades humanas (poder, gloria, justicia, sinceridad, etc) construían un canto de alegría por la comprensión del principio de la vida o de la existencia; al que se denominaba “Señor” con el significado de “dueño o autor” y su “venida a juzgar la tierra” entendiendo por tierra la forma de existencia humana a medio camino entre la experiencia y el ideal, entre el animal inconsciente y la divinidad consciente, entre el paso del tiempo y la firmeza de la eternidad, entre el movimiento del accidente y la quietud de la esencia. La “venida” equivalía al “esclarecimiento, a la respuesta o explicación absoluta”, en definitiva, a la verdad revelada por medio de la palabra o signo de comunicación. Los dioses o los ídolos de la apariencia serían o habrían de ser necesariamente reemplazados por esa sustancia de nuestro amor o sentimiento, para que fuera posible la “justicia” o el “sentido lógico del mundo”. Ni el Rig Veda, ni el Canon Pali, ni los Analectas, ni los Avasta persas, ni los jeroglíficos egipcios ni los preceptos mayas explicarían mejor esa sed del hombre auténtico por la verdad y la justicia, únicas fuentes de felicidad.
– ¡Qué bueno estaba esto!- exclamó Marcelo con el vientre pesado- Ahora estoy inflado como un globo.
– Espera, chiquito- intervino la hermana Pura vertiendo de una vinagrera en forma de pistilo un líquido de color amarillo pálido- Bebe un sorbo de garus para agilizar la digestión. Ya verás qué bien te encuentras luego.
Marcelo hizo una mueca de asco ante la extraña densidad y color del brebaje digestivo.
– Puaf, ¡yo no me bebo eso!- afirmó contundentemente- Parece pis de gato. Me haría vomitar.
– Tranquilo- intervine- No es el bálsamo de Fierabrás ni la purga de Benito, ni sabe como la penicilina ni como el aceite de hígado de bacalao. Está hecho a bese de canela, nuez moscada, azafrán, áloe, clavo y mirra, y es un excelente estomacal descubierto por el farmacéutico neerlandés del mismo nombre. Haz caso a la hermana. Bébetelo y acelerarás el proceso de la digestión.
La hermana Pura le acercó a los labios el elixir en un vaso de vidrio, pero entonces el niño, con una gracia wildiana y un estilo propio de Pierre Enmanuel o de César Vallejo, exclamó con timbre de adulto:
– ¡Hermana, aparte de mí ese cáliz!
Toda la congregación se partió de risa, y hasta el niño se rió después, un poco contrariado por su simpática elocuencia, similar en agudeza y humorismo a la del barón de Munchhäusen.
– Vamos a predicar con el ejemplo – dije yo- porque aquel que aconseja una conducta a los demás debe ser el primero en llevarla a la práctica, pues, como decía Tólstoi, resulta más sencillo escribir diez volúmenes de aforismos que ejecutar uno solo de ellos. ¡Ea, hermana Pura, sírvame un buen vaso de garus teniendo en cuenta las proporciones colosales de mi estómago! ¡Escáncienme al menos, diez cuartillos o una pinta irlandesa! Voy a dar a estos jóvenes un ejemplo de valentía, como lo hicieron el espartano Leónidas en las Termópilas y Simón Bolívar en Ayacucho.
Y tomando la mismísima vinagrera, vertí en mi gaznate el líquido dejándolo caer a la asturiana como se hace con la sidra. Después dije al niño:
– ¡Hala! ¡Ahora tú!
Marcelo, con la resignación del soldado que ve actuar a su general, cogió su vaso y, cerrando los ojos, sorbió de golpe su contenido. Pero tal era la repulsión que experimentaron sus papilas ante el sabor de todos los demonios del mejunje, que hinchó las mejillas como un enfermo de paperas y se quedó así, con los mofletes dilatados, sin atreverse a expulsar el líquido ni a tragárselo.
– ¡Traga, Temístocles, traga!- le grité sin parar de reírme.
– ¡Adentro, adentro!- gritaban las monjas con idéntica hilaridad.
Acorralado, Marcelo parecía un condenado del Antiguo Régimen al tormento de ansias. Nosotros, en tanto, nos afanábamos en ejercitar el risorio de Santorini, que es el músculo de la risa. Pero era hora de dejar las burlas y pasar a las veras, porque el paciente amenazaba con echarlo todo junto por la boca.
– ¡Aguanta!- grité- ¡Cuenta hasta tres! ¡Resiste, muchacho! ¡Detrás de ese amargo momento está la victoria! ¡Tu hazaña será una página dorada en los anales de la Biblioteca Ambrosiana! ¡Coraje, hijo de la estirpe de Tubalcaín, fundador de Europa! ¡Abre la puerta de tu esófago, como diría O’Connell, y seremos libres! ¡Hazlo por el futuro, que ya casi es presente!
Con el arrojo de Bara y Viala, héroes de la Revolución Francesa, Marcelo se tragó la pócima.
– ¿Ves como no era tan difícil?- lo amonestó la priora.
Yo, que estaba admirado de la valentía ingénita de mi pupilo, de su bravura de león y de su destreza de zorro volteriano, no pude menos que componer un quinteto al estilo de José María de Heredia en su poemario “Trofeos”, un quinteto pagano y chistoso con rima muy pulida que transcribo a continuación:
¡Menudo es para bromas mi Marcelo!
No hay tigre que a tanta furia llegara,
ni hombre ni gobierno en este suelo,
que después de peinarse bien el pelo
tragase lo que solo él se tragara.

Después, alentado por la Musa Talía, animadora de la jácara y la fiesta, compuse también un terceto sin rima, filosófico a lo Demócrito, a imitación de los haikús japoneses que bisbiseaban los samurais anteriores a Mutsu Hito y a la era Meiji, y no por ser mío diré que es digno de la pluma de un Akutagawa o de un Yukio Mishima, y que podría ser el poema preferido de una princesa noble del Genji Monogatari:
Unos beberán el mundo,
otros beberán los vientos.
Tú bebiste lo que te dieron.

¡Qué enigma filosófico se encuentra detrás de esos tres versos helados como las cumbres del Himalaya! ¡Cuántos Edipos, cuántos Sainte-Beuves, cuántos Emerson, cuántos Pellicer tropezarán con esta piedra y se preguntarán: “¿Qué habrá querido decir?”.
– Es evidente- confesé- que de una mínima acción semejante a esta ( como explica Heinrich Hertz en sus “Principios de mecánica” o Helmholtz en sus tesis) se origina una onda expansiva muy grande en su desarrollo. Así, cuando tocamos la superficie del agua, se desarrollan ondas concéntricas que transmiten nuestra energía inicial y la propagan por igual en todas direcciones. No de otro modo creó Dios el mundo por medio de las ondas expansivas de los siete días del génesis, número que representa la armonía al definir la escala más perfecta de sonidos. Pero dejando la broma a un lado y la teoría del Big- Bang a otro, infiero que este niño se merece un aplauso.
Todos los presentes entrechocamos nuestras manos.
– Y ahora- anunció la priora ordenando algo inaudible a la hermana Visitación- les voy a hacer un obsequio a ambos, para que conserven en la memoria el feliz encuentro que pasamos juntos.
La hermana Visitación entregó a la priora una estampa de San Ambrosio, antiguo arzobispo de Milán, con un himno en el reverso escrito por él. Se trataba de una lámina fotografiada de un retrato del santo pintado por Masolino, con el himno Te Deum, canto de acción de gracias, impreso en su satinado reverso.
– Este doctor de la Iglesia- nos explicó la madre superiora- arzobispo de Milán, fue el conversor de San Agustín, y el promotor del culto a las reliquias en Occidente. Poseía una personalidad muy marcada, como el de aquel que cree en lo que hace, llegando a prohibir la entrada en Milán al emperador Teodosio tras el genocidio ordenado por este en la ciudad de Tesalónica en el año 390, y fue un virtuoso de la música coral de himnos, salmos y vigilias. Con este pequeño presente sembramos en nuestra alma compartida, peregrinos del mundo, un grano de mostaza alegórico que puede germinar en árbol grande dependiendo de vuestra fe, esto es, de vuestra sola voluntad.
Agradecimos mucho la hospitalidad de las hermanas para con nosotros, y, de vuelta al pícaro mundo, nos proveímos de algunas migajas de caridad secular, en figura de butifarras, botillos, lomos adobados y mantequilla tierna para untar en las rebanadas de pan trigueño nada más abrir los ojos al sol recién nacido del alba. El anuncio de la noche se estaba propagando a galope tendido cuando nos inmiscuimos en el laberinto borgiano de la Biblioteca Ambrosiana, similar a la Babel del relato del argentino, en la que se conservan, entre otras cosas, la copia más antigua de las Odas de Horacio y de la Eneida de Virgilio, la Biblia de los Setenta, la Biblia Sixto- clementina de la Contrarreforma, el Evangelio según San Marcos en griego, y algunos de los entretenidos evangelios apócrifos descartados de la liturgia en el Concilio de Nicea ( el de Nicodemo, el de Santiago, el de Tomás principalmente) cuya función propagandística excede la verosimilitud. También toqué con mis gruesos dedos de uñas largas salterios merovingios con tapas de marfil tallado en figuras humanas, poblados de miniaturas en el interior, tal vez traídos por Carlomagno cuando se ciñó en Milán la corona de hierro de los lombardos, y puse la huella de mi dedo índice en las páginas de pastaflora de dos incunables de la primera imprenta de Gutemberg, mostrándole a Marcelo las letras góticas que igualaban por su factura a los ideogramas chinos de Hoang Ti, los cuales, según la leyenda, fueron inventados por este soberano del Catay a partir de las huellas dejadas por las gaviotas en las playas.
Tras contemplar de lejos, a vista de catalejo, los templos de San Ambrogio y de San Lorenzo Maggiore, dejamos caer nuestros fatigados cuerpos en las cercanías del andén de la estación Porta Vittoria. No necesitamos contar ovejas para pegar ojo, ni recitar adulaciones en verso de Vincenzo Monti, y a no ser por el toque de queda de la sirena del tren matutino, nos hubiéramos quedado roncando hasta la una, dormidos como lirones.
– ¿Qué hora es?- preguntó Marcelo cuando se despertó.
El reloj de la estación, enorme y circular, marcaba las doce y cuarto.
– Tenemos que tomar un rápido hasta Berna, la ciudad de los osos –confesé- Es nuestro destino siguiente, en la Suiza alpina.
– ¿Encontraremos allí a mis padres?- me interpeló el niño.
– Es posible- aseguré sin saber muy bien qué decir.
Aquel día, participando de la gloria de Aníbal, atravesamos los Alpes en un tren de engranajes rápido a una velocidad de 420 km/h, supongo que la propia del carro de Faetón. Quedó a la izquierda el valle de Aosta y los 4478 metros de altura del Mont Blanc a 46º de latitud y, atravesando el Lago Mayor como otro Rubicón, nos despedimos de la bella Italia rumbo a los verdes valles helvéticos. Como el silencio es el padre de la creación, y la creación madre de todas las cosas, aproveché la intimidad protectora del tren para esbozar este improvisado texto en las hojas arrugadas y prosélitas de un periódico que contenía motivos de política y deportes:
“Tú, sueño que te hiciste carne, pensamiento que te hiciste tierra, palabra que te hiciste mundo, corazón que te hiciste paisaje, gracias por mostrarme en la dimensión de las cosas tu semblante coronado por la sonrisa, gracias por tu misterio que ha hecho al hombre aprender y ser una imagen de tu semejanza.
Porque te abriste en la mano de la diversidad, gracias.
Porque tendiste tu cuerpo en el lecho del sentir, gracias.
Porque le concediste al alma un reino, gracias.
Porque las cosas brotan de tu boca, gracias.
Porque te alojaste en la casa vacía de mi mente, gracias.
Porque nos regalaste el don de la belleza, gracias.
Porque todo cabe en tu sonrisa, gracias.
Porque yo soy la vida en los demás, sobre la campiña del tiempo, gracias.
Porque el universo es el sonido de tu palabra, gracias.
Gracias por haberme dado un oído que escuchó tu voz en forma de diversa materia.
Gracias por haberme dado una mente que te comprendió.
Gracias, Amor, por el triunfo de la Vida”.

De pronto, con un fulgor repentino, surgió ante nosotros la verde pradera de Suiza.
19. LA LUCHA DESGARBADA QUE MANTUVIERON EL TORO DE URI Y EL DRAGÓN DE WEILER SOBRE EL MONTE LLAMADO CATEDRAL DEL DIABLO EN EL LAGO DE LOS CUATRO CANTONES, EN LA QUE POCO FALTÓ PARA QUE INTERVINIERA COMO ÁRBITRO EL PROPIO SAN GOTARDO, CON SUCESOS NO MENOS IMPORTANTES
Pensarán ustedes que mi ya proverbial exhuberancia capilar, símbolo de vigor, fuerza y salud, supone un obstáculo a la hora de ocupar un mullido asiento de skay en un vagón convencional. Nada más falso. Este Jura, estos Vosgos, este Matto Grosso mío, esta Alhambra de pelos y más pelos que se cruzan, se entrecruzan, se persiguen entre sí y jamás se erizan ante el aliento del miedo es tan necesaria para el mundo como las constelaciones y los astros. Por tener pelos, Sansón desquijaró a un león. Los pelos del sol son los rayos que alumbran la tierra. El profeta Eliseo suspiraba por un manojo de pelos. Julio César se peinaba hacia atrás, para ocultar su ausencia de melena. Si, continuando un argumento de Apuleyo, Cleopatra no tuviese pelos, ni Lucrecia Borja, ni la princesa Dido, ni Ana Bolena, ni Semíramis de Babilonia, ni Catalina de Rusia, ni Isabel de Baviera, ni Frine de Tebas, ni Eva Perón, ni Helena de Troya, ni tantas otras que tanto se preocupan de lucir el palmito, ¿dónde estaría su belleza? Y no es que no haya calvos como San Pablo que desdigan a los propietarios de largas guedejas como el tártaro Apaoki, pero son tantos los ejemplos de peludos intachables que me cuesta no concluir este argumento diciendo que de los pelos sale todo. Y si no, díganme a pelo, si no hubo hombres que fueron venerados solo por su barba. Ahí tienen a Aarón, a Moisés y a los Patriarcas; ahí tienen a los filósofos griegos, a los letrados y a la mayor parte de los humanistas. Erasmo de Rotterdam aseguraba que en las mujeres desdecía mucho el no tener barba, ni bigote duro, porque únicamente transmitían el respeto de una frágil hermosura que tanto lamentarían más tarde las sufragistas londinenses. Juliano el Apóstata, nefasto emperador de Roma, tuvo la cordura suficiente para escribir un opúsculo titulado “El enemigo de la barba”. Quien no tiene pelo ni barba es un pelón. Incluso en el mojigato Siglo de las Luces, llamado por Jean-Paul “La edad del pavo”, la gente que pretendía hacerse ver en sociedad usaba pelucas empolvadas, y todavía en la Cámara de los Lores en Inglaterra es requisito indispensable cubrirse púdicamente el cuero cabelludo con una peluca blanca. ¿A qué viene toda esta monserga con pelos y señales? Pues viene a que en este capítulo de mi historia, ya en los tiernos montes de Suiza que vieron caminar a Guillermo Tell, la figura del oso pisando la nieve, emblema de estas tierras, tiene el papel protagonista. Nuestro tren estaba atravesando en Valais y al llegar a la altura del Ródano, el maquinista se encontró con una avería en el puente que teníamos que atravesar –extraño caso, teniendo en cuenta la salud epulónica de la ingeniería industrial posterior a Henry Ford-, debido a que en la crecida del río, se había producido un desprendimiento en el pilar central y la policía helvética había vallado la entrada por temor a accidentes. Así son los imprevistos de este mundo. Salieron en tropel los pasajeros del rápido e hicieron reclamaciones. Las parejas protestaban, los hombres de negocios ponían el grito en el cielo. Se hablaba de indemnizaciones cuantiosas, de responsabilidades, se caldeaban los ánimos de los viajantes sorprendidos, el personal de la compañía no daba abasto a tantos Cahiers de Dóleances, se telefoneaba desde los móviles celulares, se hablaba sin cesar, se suspiraba. Vimos a un hombre que guiaba la silla de ruedas de una anciana con las manos entumecidas y los labios azules por la pesada circulación sanguínea, que avisaba a un helicóptero sanitario para que acudiese a recoger a la que decía ser su madre. Algunos niños, entre ellos Marcelo, se pusieron a jugar mientras sus padres discutían en diversidad de lenguas. Todos se enzarzaban en conversaciones que no llevaban a ningún sitio, algunos miraban correr las aguas del río cuyo caudal había crecido considerablemente. En circunstancias semejantes, la gente aprovecha para conocerse, y no hay nada que una tanto a un colectivo de personas como una desgracia común. Estaba intentando ver la blanca cúpula de los glaciares donde el águila imperial hace sus nidos y la cabra montés tiene sus cubiles, cuando un valiente – este nombre le doy al que vino a entablar conversación conmigo- de melena bohemia, gabardina pulcra, y no más de cuarenta abriles, acercándose subrepticiamente adonde me encontraba pasmado mirando las montañas, habló para sí mismo detrás de mí, como pensando en voz alta:
– Remotos Aletsch y Fiesch, montañas hechas de emoción, donde se oían los cuernos de caza del celta forjador de metales, los Kuhreihen de la cornamusa pastoril y los bramidos del ciervo en la ladera. Y tú, padre Ródano, que bebes las aguas del deshielo en el verano y purificas el aire con tu rumor sinfónico, y que discurres hacia la campiña francesa, hacia Provenza, la patria de los trovadores, donde teje su telar la Mireya de Fréderic Mistral. Cerca de aquí está Sión, la nueva Jerusalén que fundó San Gotardo, donde la hierba es más verde. En estos frescos parajes donde crecen la menta, la valeriana y el tomillo cantó Spitteler y se inspiró Durrenmatt. En estas tierras de espíritu libre aprendió Jean-Jacques Rousseau de la doctrina del liberalismo y la democracia constitucional. Su “Emilio” eleva a la filosofía social el ideal de vida del héroe nacional, el valiente Guillermo Tell retratado por Schiller, paladín de la libertad en tiempos del déspota Alberto I de Alemania. Prudentemente, los habitantes de estos veintidós cantones – quince de habla alemana; cinco de habla francesa, uno de habla italiana y otro de habla romanche- no participaron en ninguna de las dos guerras mundiales que asolaron Europa en la primera mitad del siglo XX, y su neutralidad bélica consagró su hegemonía independiente, maestra de la paz social que hoy detenta el mundo a través de la Organización de Naciones Unidas que soñó Hugo Grocio. Si su Producto Nacional Bruto es el cuarto mayor del mundo, es debido a que su industria trabaja con la precisión de un reloj y el país, independiente desde 1848, no se entremete en conflictos que no son de su incumbencia. ¡Cuánto debieran aprender los estados universales de esta Confederación ejemplar, de esta Arcadia idílica entre las madrigueras de los lobos de Mitteleuropa!
Así habló este Demóstenes desconocido. Quise saber quién era aquel converso Swimburne que hablaba tan bien de los Alpes. Le pregunté su nombre.
– Mi nombre, caballero, probablemente lo haya olvidado con el tiempo. Me bautizaron como Frank Martin, nací en Ginebra y he dedicado a la composición musical todos los años de mi vida. Parezco joven a primera vista, aunque lo cierto es que he visto salir el sol muchas veces, y, a bordo de este planeta, he trazado más de cincuenta translaciones. Pero, ¡por vida mía, habla muy bien el alemán! ¿Es usted de aquí? Si me lo permite, le diré que se parece usted mucho a un arimaspo de Ucrania, con tanto pelo y un único ojo en la frente, y con una estatura que deja bastante que desear al gigante Goliat.
– Amigo Frank Martin- le dije a mi interlocutor, sorprendido de haberme oído llamar “caballero” cuando no tenía caballo ni nada que se le pareciese- yo no he nacido en las montañas de Suiza, sino en las entrañas del monte Etna en Sicilia; no soy arimaspo, sino cíclope, y no es que el alemán sea mi lengua nativa, es que hablo todas las lenguas por igual, porque un mismo espíritu de amor las anima a todas. Disculpe que no me haya presentado. Mi nombre es Polifemo, pero si lo prefiere, puede llamarme Megalonio – y le ofrecí mi enorme mano derecha, erizada de puntiagudas garras como alabardas.
El compositor me la estrechó con cuidado, procurando no lastimarse.
– Mucho gusto. ¿También iba usted a Berna?
– Así es- respondí- De todos modos, me alegro de esta parada. Si no fuese por ella, no hubiese contemplado la belleza del Ródano.
– Este río me ha inspirado en numerosas ocasiones – confesó Frank- Tiene una armonía innata su corriente. Mi “Oda a la Música” es casi una grabación suya. Desde Holanda, donde resido, lo escuchaba con los oídos del recuerdo, discurriendo con sus vigorosas aguas pobladas de truchas y salmones. Creo que se parece a mi alma.
– Los ríos son la imagen de nuestras vidas, como escribió Jorge Manrique – declaré- Tal es así, que las poblaciones humanas se asentaron siempre en sus proximidades, aprovechando la fecundidad de sus riberas. La vida es también una corriente de agua que se desplaza siguiendo la frecuencia del tiempo, en ondas que son formas, hasta que la energía se concentra en un punto y comienza el ciclo de nuevo.
– ¡Qué afortunada imagen!- se exaltó el compositor alzando la sonrisa- Me recuerda algunos de los poemas de Lubicz-Milosz que leía de joven: “Las siete soledades”, “Salmo de la estrella matutina”… Decía Wagner que la música es el arte más puro, aunque yo, que me dedico a ella, sé que hay un desposorio indescifrable entre las palabras y las notas. Unas sin las otras no se entienden.
– Las palabras –afirmé- están hechas de sonidos articulados, identificados cada uno de ellos con una sensación. Las sensaciones son tan variadas como los conceptos de las impresiones recibidas directamente de la mano de la naturaleza, el entorno, la fuente de la existencia, creada antes de nuestro nacimiento y recreada después de él. Por eso las palabras traducen el mundo y son, en suma, el mundo mismo traducido a nuestra imagen, recreado o entendido.
– Es verdad- confesó Frank- Pero las palabras también se degradan con el tiempo, pierden fuerza expresiva y musicalidad. Y, por último, acaban por no significar nada.
– Eso ocurre cuando se pierde el referente, que es el concepto original que designan – dije expulsando una bocanada de anhídrido carbónico por mi enorme boca de más de siete palmos- y suele ocurrir esta circunstancia cuando la forma de vida humana se separa de los orígenes, que son la tierra, y se atrinchera detrás de los telones de la civilización, es decir, de los preceptos científicos que son versiones refinadas de la realidad, en definitiva, opiniones socialmente aceptadas como universales, pero que dependen del momento histórico en que se desarrollan y no poseen vocación de permanencia. Por ejemplo, la física de Aristóteles es diferente a la de Newton, pero las dos parten de un mismo referente: el concepto de naturaleza. Si, olvidando el concepto de naturaleza, nos centramos exclusivamente en una o en otra teoría, perderemos el referente y terminaremos por no saber absolutamente nada. Y esto es así porque los preceptos o predicados de las cosas varían con el tiempo, pero no los conceptos y sujetos, que se mantienen inalterables como arquetipos eternos que guían nuestras conductas, convirtiéndose en referentes sagrados, pues son puntos de conexión entre todos los hombres.
El compositor suspendió la mirada en un fresno que levantaba su copa torcida en la orilla derecha del río.
– Tiene mucha razón en lo que dice- habló por fin- Siempre se acostumbra a tratar el tema de “los males de la civilización” sobre todo desde que la Revolución Industrial del siglo XIX aplicó las máximas de la Revolución Científica de los siglos XVII y XVIII. Pero aún antes –léanse Juvenal, Marcial o Persio- el tema era ya recurrente por muchos motivos. La salud física y psíquica del ser humano es tanto mejor cuanto más cerca está de sus orígenes. Taine afirmaba en su ensayo “De la inteligencia” que las artes son la máxima expresión de la capacidad humana, porque contribuyen a perfeccionar el espíritu o la esencia del hombre. Tal vez por esa razón quienes nos dedicamos al arte valoramos más estos temas. La sociedad se queja de nuestra sinceridad al expresar las cosas tratando de reflejar los problemas actuales que constituyen nuestra circunstancia – así lo aconseja también Heidegger-, por eso no reconocen en las corrientes artísticas esa propia sociedad suya reflejada. Porque, ¿qué son si no las vanguardias renovadoras de finales del siglo XIX y de todo el siglo XX más que expresiones de esa circunstancia? Ortega y Gasset habla de la “deshumanización del arte” porque las técnicas artísticas se han ido distanciando cada vez más del ciudadano medio. Pero ese distanciamiento no es exclusivo del arte, sino que los preceptos de la ciencia experimental han separado al ser humano del referente natural, y es por esa razón por la que el ciudadano medio entiende cada vez menos el mundo en el que vive. He leído un libro del estadounidense Kenneth Koch titulado “El juramento de la pista de tenis”, en el que ridiculiza la pintura abstracta, cuando es esta misma pintura la que revela la alienación del ser humano que habita en la caverna industrial, inseguro e ignorante ante fenómenos que no conoce y que dirigen su vida cotidiana, como la teoría física de la relatividad, la energía atómica, la tecnología electrónica y especialmente la informática, la biología genética y la química terapéutica y alimentaria. Por eso, regresar a estas montañas supone para mí despertar de un largo sueño de vanidades y preceptos huecos.
– Aparte se por ese argumento – repuse- la patria siempre inspira en nosotros sentimientos indefinibles.
El maquinista se había sentado a hablar con un paisano en una piedra que sobresalía en el borde del puente, con un pitillo en la boca que echaba más humo en mitad de aquel frío que una caldera de calefacción encendida.
– ¡Diablo!- exclamé- Tanto me entusiasma el fluir de este río que estaría dispuesto a bañarme en sus aguas, si no supiera que deben de estar a una temperatura de unos cincuenta grados bajo cero.
A Frank Martin le resultó gracioso el comentario.
– Tiene usted el don de la simpatía, amigo Megalonio- reconoció- ¿Qué le parece si damos un paseo a caballo hasta Friburgo? Casi nunca doy mis paseos a caballo con nadie, porque, a decir verdad. las conversaciones de la mayor parte de la gente me resultan aburridas. Extraño caso ha sido el encontrarle a usted.
– Acepto la invitación- dije- Pero tenga en cuenta que a ningún caballo le va a resultar fácil cargar con esta voluminosa masa orgánica. ¿Piensa alquilar los caballos?
– Así es- declaró Frank- A cuarenta metros pasado el río hay un rancho de unas cinco hectáreas. Allí tomaremos prestados dos postillones.
Llamé a Marcelo, que estaba jugando al escondite con un lemosín, y los tres juntos atravesamos el puente del río dejando atrás la máquina detenida del tren y los pasajeros que se dispersaban como podían por el boscoso paisaje.
Nunca he visto algo tan sublime y entrañable a la vez, tan bello y tan íntimo como esas dos montañas cortadas a pico que se llaman glaciares, cuya blancura se esconde entre espesos bosques de abeto. Se me antojan las manos de Dios que acarician la tierra. Ya habíamos superado la cuenca del valle, con ese “verdor que salta” como diría Matos Paoli, color de promesa y esperanza, salpicado de flores alpinas todavía sin marchitar en aquella estación otoñal – el lino de los Alpes, de flores de color azul pálido; la poligala alpestre de corolas violetas; el hinojo de umbelas amarillas, eficaz contra el escorbuto de los navegantes; la manzanilla de montaña, cuyas infusiones agilizan la digestión; el lúpulo empleado para fabricar cerveza; el ranúnculo pirenaico de nevadas flores; la migranela que es casi igual a la margarita; la hepática contra la tos; la pulsatila, semejante a la anémona de Adonis, aún no marchita; incluso el eléboro que acostumbraba a consumir Calígula, y tantas otras variedades que un botánico hubiese adorado, y que hubieran hecho romper la cabeza a Buffon, a Celestino Mutis y a Linneo-, cuando nos adentramos en espesos bosques de coníferas parecidos a los de Dodona, pues se escuchaban en su interior gran variedad de murmullos.
– Detrás de esta delgada muralla de árboles- nos explicó el compositor Frank Martin, el cual, sorprendentemente, no tenía reparo en pisar, como diría Flaubert, con el charol de sus zapatos las agujas de los pinos y abetos que, agrupadas en montones esparcidos por el viento, almohadillaban el suelo – se encuentra la finca del señor Gualterio Melchtal. ¡Mire, don Megalonio, es ese cierre de granito que desde aquí se ve!
Frank señaló un claro del bosque por el que se colaban algunos tímidos rayos de sol pálido. En efecto, se veía a unos veinte metros un cierre de sillares cuadrados y una puerta con barrotes de hierro forjado tan limpios y relucientes que los creí esterilizados según la fórmula de Pasteur. Nada más acercarnos, oímos ladrar los perros.
Frank silbó fuertemente.
Al cabo de un minuto se acercó a la puerta un hombre de mirada profunda, con la barba recortada a la perfección y las mejillas rojas que vestía un mono de trabajo. Saludó a Frank y luego a Marcelo y a mí, y me espanté de que no se espantase con la vista de mi único ojo de retina soñadora.
– Hemos venido a alquilar dos caballos- dijo Frank.
– Bienvenido, don Francis. Bienvenidos ustedes, señores- nos dijo con tan buenos modales que lo confundí con un cónsul francés en Rusia.
Nos llevó a las caballerizas después de silenciar a los perros, unos diez de razas diversas entre los cuales figuraban sabuesos, grifones, bracos y dogos. La finca era una continuación del bosque. El cierre a la inglesa estaba cercado por pinos que formaban un seto alto y tan regular como un polígono euclidiano. En el medio, había pasto de hierba para los caballos. Estos se encontraban diseminados por el prado artificial y bebían de un pilón que se llenaba, por cortesía de una manguera, con las aguas de un pozo cimentado con brocal de hierro labrado imitando la apariencia de una vid. Pude contar, al menos veinticinco cabezas equinas, sin incluir la mía. Abundaban las razas pura sangre inglés, árabe, astur, algún que otro percherón, media sangre sin identificar e, incluso tres poneys, a los que Marcelo, fiel a su condición de niño, insistió en subirse. Contaba con la invitación de mi amigo Frank, porque bien saben ustedes que yo no disponía ni de un triste céntimo para comprar un bollo suizo. El compositor seleccionó para él un magnífico ejemplar de caballo árabe. A mí me aconsejó un pura sangre inglés, pero yo le pregunté al patrón si no tenía un toro de lidia en el establo capaz de arrastrar mis huesos. El patrón se rió con dificultad, como aquel que no tiene costumbre en hacerlo, y me respondió ingeniosamente que aquel caballo podía llevar un toro encima.
– Con todo- repuse- no quiero de ningún modo torturar a este penco aristocrático. Los animales también sienten, y deben ser tratados con respeto y cuidado, pues a pesar de estar sometidos a nosotros, somos nosotros los que estamos sometidos a la naturaleza de sello divino, y si tratamos mal a nuestros criados, la naturaleza nos tratará mal a nosotros. Yo prefiero ir a pie. Marcelo montará este caballo y yo lo llevaré de las riendas, procurando que sus pies no tropiecen con las piedras.
– Yo quiero montar un poney- protestó el niño.
– Querido hijo- le habló Frank acariciándolo en la mejilla levemente ruborizada por el frío- El poney es un caballo que se cansa pronto, y no puede caminar más de dos leguas al día. Nosotros vamos a cruzar montañas. Necesitamos una cabalgadura resistente.
Marcelo se dejó convencer a duras penas por la intransigencia de los hechos. A aquella tierna edad no sabía aún templar sus caprichos, que se convierten en pasiones llegada la edad adulta. El patrón nos invitó a ir de montería con escopeta y perros, porque en la fecha presente entonces se había abierto la caza, pero Frank rechazó la propuesta alegando que el ejercicio cinegético nos impediría apreciar en debida manera el paisaje. Así fue como nos adentramos en las espesas frondas en la ruta de Leukerbad, donde la nieve de las morrenas próximas se derrama por las laderas y cubre de un manto de inocencia las copas de los árboles dormidos. En las cumbres de mesetas y colinas hay abundantes pastos donde se apacientan y sestean los ganados, las carreteras son escasas y estrechas, y en la profundidad de las taigas se escuchan, de vez en cuando, los rugidos de un oso. El oxígeno que viste el aire es tan puro que es un placer incluso respirar.
La emoción que despiertan las montañas blancas agrupadas como ideas de un pensamiento divino, anteriores al diluvio de la civilización, arcaicas, clásicas, imborrables y majestuosas, es semejante a la sensación de beber un trago de agua fresca en un desierto a 50ºC de temperatura. Los geólogos tienen por costumbre el hablar de edades mitológicas que se remontan a millones de años atrás – esta cifra les agrada especialmente- desde que Buffon publicó sus “Épocas de la naturaleza”, Hutton su “Teoría de la tierra” y, sobre todo, desde que Wegener hizo propio con “El origen de los continentes y de los océanos”. Se habla de las eras primaria, secundaria, terciaria y cuaternaria como de las edades de oro, plata, bronce y hierro de la tradición antigua. Se conoce como precámbrico los 3000 millones de años anteriores a la creación o al tiempo. Se dice que desde la era primaria han transcurrido unos 600 millones de años y que la era cuaternaria es aquella en la que apareció el hombre. Las montañas –explican- nos traen con sus estratos derivados de corrimientos tectónicos el recuerdo de este ayer tan remoto. Yo diría más aún: este mito actual es la prueba del asombro que despierta en nosotros la naturaleza. Ella, como dijo Milton, es una casa que Dios construyó así de grande para que nosotros, no encontrándole jamás el fin, intuyamos el inmenso poder de quien la ha hecho. La contemplación de las montañas despierta en el observador el asombro del que se nutre el conocimiento, materializada en la primera letra del abecedario, puerta de todas las demás, la a. Los sentimientos nacen del asombro, y el Amor, príncipe de su conjunto, brota de la ausencia de la identidad directa – o el rostro- del Ser que representa la unidad universal y que solo se intuye. Como pueden ver, una montaña es algo muy serio.
Frank iba delante de nosotros reconociendo el terreno, especialmente calizo, cubierto de un denso vello de hierba y, en algunos tramos, erizado de árboles perennes y a veces caducos de follaje oscuro. Íbamos por cañadas trazadas por los pastores al pie de las montañas, y veíamos las cumbres cuaternarias en perpetua glaciación frecuentadas por las alas rebeldes del milano. Las sierras son abruptas. Se parecen a las almenas de un castillo. Hay ciervos, gamos y corzos en sus cimas pálidas, rebecos y cabras monteses. También abunda el lobo, tan parecido al hombre que se ha convertido en su fiel compañero – el perro-, y el sutil y ladino lince europeo cuyos pasos en la nieve son inaudibles y sigilosos como los de un imaginario espectro. Podría haber incluso uros, habituales en las pinturas rupestres de los cazadores paleolíticos, si la persecución indiscriminada con armas de fuego en el siglo XVII no hubiese exterminado la especie, quedando únicamente como testigo del género un pariente próximo en las praderas salvajes de norteamérica: el bisonte. No me extrañaría tampoco ver algún que otro unicornio, mascota de las doncellas medievales, un tanto esotérico y apócrifo como animal de la imaginación que es, frecuentador de tapices de Cluny, invisible antídoto contra el veneno del dolor, puro como el aire y representación dibujada de la inocencia y de la felicidad, ambas invisibles y presentes en la infancia del corazón humano.
Mientras cabalgábamos por los barrancos – aunque yo no cabalgaba, me apetece incluirme en el verbo- Frank no despegaba los labios y permanecía con los ojos encandilados abstraído en el cuerpo del paisaje. Las gentes de Suiza guardan relación con sus originarios pobladores, los suecos, que dieron nombre al cantón de Schwyz y, por extensión, a toda la Confederación Helvética desde 1291. Son extremadamente disciplinadas como lo son aquellas poblaciones acostumbradas a habitar en climas fríos que impelen a la acción y al trabajo – así lo podríamos deducir de las novelas de Gotthelf, Keller, Meyer, Schaffner, Möschlin, Faesi, Steffen, Ullamam y Frisch- pero asimismo en exceso lacónicas y muy arraigadas en la tierra que les vio nacer, y con una sensibilidad innata para percibir el don de la belleza, tan propio de la cultura alemana sintetizada en el helénico Winckelmann, como se aprecia en el poema “Los Alpes” de von Haller y en los “Idilios” de Gessner, sin nada que envidiar a los de Teócrito. Un suizo jamás abre la boca si no es para decir algo extremadamente necesario.
Por eso Frank llevaba la lengua envainada durante todo el viaje, a pesar de ser un gran conversador, hasta que yo le obligué a dar señales de vida invitándolo a que me contara la leyenda de San Galo, en cuya abadía fundada por San Columbano brotó por vez primera la conciencia del país que desde el siglo XIV ha formado la guardia personal del papa. Entonces rompió el silencio el compositor y se disculpó con premura:
– Perdone, don Megalonio, estas ensoñaciones mías que me hacen olvidar a la persona que llevo al lado. Quince años hace que no visito esta región, y la contemplación de estas montañas me ha traído una bandada de recuerdos. Me vinieron a la memoria asuntos que ya estaban soterrados en el limo del subconsciente, como fósiles recién rescatados, y mi mente se ha rejuvenecido. Por esa causa guardaba silencio. No sabía qué decir.
– No se preocupe por tal insignificancia- comenté- Estas tierras hablan por sí solas, como los trípodes del Oráculo de Delfos. Por eso resulta tan difícil hablar con otro interlocutor a la vez.
– Así es- reconoció el suizo- Me pidió que le contase la leyenda de san Galo. Es una de esas típicas historias que se narran durante los viajes a caballo. Con mucho gusto lo haré, pero mi pintura no tendrá la sutileza de las “Vidas de santos” de Fra Dominico Cavalca. Empiezo, pues, con la fórmula catoniana popularizada por los hermanos Grimm:
Érase una vez un monje benedictino llamado Galo y nacido en el siglo VII de nuestra era en la verde Erín, en la actual Irlanda, cuya vida anterior a la anécdota que me propongo narrar es tan oscura que voy a permitirme introducir elementos imaginarios en ella a modo de símbolos personales que no se desdicen con el espíritu del cuento. Siguiendo esta doctrina, revelaré que Galo fue un niño oblado a la orden de los benedictinos de Irlanda. Quiero decir con esto que fue entregado nada más nacer por sus padres al monasterio secular bajo el patronazgo de San Benito – que, como usted sabe, es el patrón de los monjes de Occidente, el primer cenobita que en Montecassino, donde existía un antiguo templo consagrado a Apolo, fundó una abadía de doce miembros imitando el número de los apóstoles y les dio una regla para ordenar su convivencia-, con el fin de que los hermanos lo adoptasen y lo instruyesen en la vida devota de los que se hurtan a los engañosos placeres del mundo, motivo a menudo de lágrimas después de gustados. Como soy músico, no puedo dejar de hacer esta digresión: el fundador del sistema de notación musical europeo tras los mundos perdidos de Grecia y Roma fue un monje benedictino, Guido d’Arezzo, quien después de establecer el pentagrama, nombró las siete notas de la escala armónica a partir de la entonación de cada verso de un himno a San Juan Bautista denominado “Ut queant laxis”, materializadas en las primeras sílabas de cada frase: do, re, mi, fa, sol, la, si. Este sistema de notación permitió la representación escrita de las composiciones musicales –la partitura- y con ella el desarrollo de la música instrumental, origen de la música de cámara, de la que en su expansiva fórmula armónica se nutrirían a principios del siglo XX los ritmos afroamericanos del jazz y sus derivados anteriores o posteriores ( el blues de las Big Bands o el be-bop de Thelonius Monk), constituyendo la música clásica por excelencia, al margen de la ópera y los géneros cantados. Hecho este excurso informativo ineludible, prosigo con el cuento. Cuando Galo alcanzó la edad de veinte años, como todo joven deseoso de vivir experiencias y de forjar su educación sentimental, se enamoró de la frase “id por el mundo y anunciad el evangelio”, y se entusiasmó con las anécdotas idealizadas que referían de los misioneros, las costumbres inesperadas de los bárbaros y las tierras vírgenes que el romano no había pisado con su sandalia prosélita. Quiso hacer un viaje por Irlanda, pero cayó enfermo de unas fiebres tercianas por la que estuve casi un mes convaleciente y que le llevaron a una lectura más pausada de la Biblia, principalmente del libro de los Hechos de los Apóstoles, su historia preferida en la que muchas veces se vio personificada en los miembros de la Comunidad de los primeros cristianos. Ya se identificaba con la fortaleza de San Pablo, con el pontificado de San Pedro, con la valentía de San Esteban, con la audacia de Santiago, con la penetración espiritual de San Juan, con la ternura de San Bernabé, con la rebeldía juvenil de San Marcos, con la dedicación de Timoteo o de Tito, y con tantos otros personajes que aparecían en el relato dibujados según sus cualidades. Todavía se le encendió más el deseo de ser misionero, y no veía el momento en el que se repondría de su enfermedad. No sabía que el pasajero mal por el que pasaba no era otra cosa que un camino hacia el bien, pues Dios nunca descuida a los que lo aman sea cual sea su situación. “El da la herida y la cura” como revela el Libro de Job. Pero la poca experiencia del joven lo hacía desesperarse y protestar contra el destino. Una vez, su confesor le dijo: “Ofendes a Dios quejándote de su voluntad. Hay que aceptar con resignación el cáliz que nos da de beber, a pesar de su amargura”. Galo, entonces, enfurecido por el consejo, rompió contra el suelo la escudilla de sopa que le traían para comer y gritó: “ Si Nuestro Señor pidió al Padre que le retirase el cáliz que había de beber, siendo él Redentor, cuánto más yo lo pido, que no soy más que un joven en edad de aprender. Me siento como el retoño destruido por la helada que ha perdido la esperanza cuando comenzaba a levantar la cabeza. Todos los santos han hecho milagros y obras sublimes, ¿qué he hecho yo? ¿De qué me valió haber nacido? Maldito sea el día en el que me engendró mi padre y en el que mi madre me dio a luz”.
Permitiéndole desahogarse de su angustia y de su despecho, de su queja existencial, los monjes lo trataban con dulzura y le rezaban a Dios para que le otorgase el entendimiento suficiente para salir de su melancolía. Pero los días pasaban y el joven no mejoraba, hasta que una mañana se levantó sobresaltado por un sueño que había tenido, y en el cual creyó ver una premonición. Su sueño era el siguiente: estaba perdido en una selva cuyos árboles tenían rostros humanos, y él tropezaba con una piedra y, al caer, se transformaba en un pedazo de pan. De la selva surgía un oso que lo devoraba sin hacerle daño, y después veía un edificio, parecido a una abadía, suspendido sobre la constelación de Orión. Aquí terminaba su sueño.
En Irlanda vivía un hermano de un monasterio próximo, cerca de Cork, llamado Columbano, que había sido convertido por San Patricio y que tenía fama de versado en todas las ciencias, y que, según era comentado por las comunidades cenobitas, había recorrido Irlanda a pie y había llegado en una balsa a la isla de Tule, la actual Islandia de activos volcanes. El pueblo medieval, muy supersticioso como lo son los pueblos primitivos que solo conocen un rincón del mundo, afirmaba que Columbano era capaz de evocar los espíritus de los muertos y de invertir el orden de las estaciones. Era conocido asimismo por ser un hombre intratable cuando se enfurecía, terco y capaz de enfrentarse directamente a la autoridad del papa, al que nunca había visto en persona. A este le presentaron al joven Galo.
Cuando el muchacho le contó su sueño, al revés de lo que pensaban los monjes teniendo en cuenta su agrio carácter y su rudeza de montañés, el erudito prestó suma atención, e incluso le hizo preguntas sobre algunos pasajes oscuros. Después se dio la vuelta, tomó un mapa antiguo e hizo una consulta. Sin consideración hacia los presentes, se puso a cantar un Te Deum en voz alta como después de una victoria, e incluso imitó con onomatopeyas el sonido de la trompeta. Creyeron que había perdido la razón. Fue Galo quien le preguntó qué ocurría. “Feliz tú, joven” respondió el erudito, “que serás como un Pablo de Tarso entre los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas ha visto una gran luz. ¡Cristóforo! Escucha la interpretación de tu sueño: El bosque de árboles con rostros humanos es el pueblo de los bárbaros que viven como árboles sujetos a sus tierras sin conocer otra cosa que sus costumbres salvajes, a los que no ha llegado ni tan siquiera el poder del águila de Roma. Tú caminarás entre ellos, les enseñarás la palabra, y tropezarás con la piedra de la dificultad, pues el mundo civilizado no te ayudará en tu empresa ni te proporcionará recursos para evangelizar la extraña nación. La piedra es el papado –que representa a Pedro, la piedra de la Iglesia- que no te escuchará. Tú te enfrentarás a su potestad, pero en tu caída inminente te transformarás en santo –que es lo que significa el pan en el cual se convirtió el cuerpo de Cristo- y perderás el favor del poder, despertando la envidia de muchos de tus contemporáneos – eso representa la figura del oso- que denigrarán tu imagen hasta devorarla, esto es, hasta hacerte un proscrito. Pero tú no padecerás, sino que en estas dificultades se manifestará el fulgor de la luz que aprendiste, y domarás al mismo oso que te devora, dulcificando sus entrañas. Finalmente, una abadía llevará tu nombre a oriente de Irlanda, en tierras del norte – que es lo que significa la constelación de Orión- donde ningún misionero llegará antes que tú.
Yo soñé que una lámpara de aceite venía a visitarme y me acompañaba por los ríos de las Galias en una balsa de oro. Esa lámpara eres tú, que me acompañarás como un Ganímedes – dada tu juventud- en mi peregrinación por el continente europeo hasta que yo alcance la corona de mi misión”. Galo le objetó que estaba enfermo y que no podía moverse de su lecho, pero Columbano sonrió mientras sacaba de la alacena una raíz de jengibre indio.
Al cabo de tres días consumiendo la medicina de esta planta redentora, Galo creyó salir del vientre de la ballena. Estaba curado. Se envió un correo para darle la noticia a Columbano. Este visitó al enfermo aquel mismo día y, según su humor era de imprevisible, lo coronó con una guirnalda de amapolas. El prior del monasterio de Galo le agradeció una curación que el común de la gente tendría por milagro, y entonces Columbano replicó con mala cara, irritado: “No son estos milagros, hijo de la ignorancia, sino máximas de ciencia. Milagros los hacen los santos, no los biliosos como yo. Esto lo he hecho para que me cedáis a este pupilo como compañero para el viaje que voy a emprender a las Galias y a Germania”. Se lo dijo así, sin vergüenza de ningún tipo. El prior dudaba. “Si es la voluntad de Dios que os acompañe…”. “¿Cómo no va a serlo, Tomás?”, le replicaba Columbano, “¿Qué esperas, que venga el Redentor a pedirte que metas la mano en su costado? ¿No ves la alegría del chico cuando oyó mis palabras?”. En efecto, el “chico”, nada más oír la propuesta de Columbano, había abierto extraordinariamente los ojos de pupila sajona y las mejillas se le habían coloreado del rubor de la sangre. “Nam, hoc, certe…” objetó el prior, “habrá que pedir el consentimiento al obispo”.
Cuando escuchó esto, Columbano perdió los estribos. Sin despedirse de nadie, se dio la vuelta, tomó su mula bretona sacándosela de la mano al mozo que se quedó asustado creyendo que el monje se había vuelto loco de repente y regresó de allí a una hora con la mula sin ensillar, no saludó a nadie y entró en el refectorio donde los hermanos estaban sentados comiendo, incluido el joven Galo. Se aproximó al prior con tal resolución que el temeroso monje tembló pensando con la mentalidad bárbara que aquel supuesto mal hombre tenía escondido bajo el hábito un puñal para matarlo. Y, sin poder contenerse, dio un grito. El supuesto asesino, en lugar de un puñal, sacó de su faldriquera abombada como su vientre un recorte de becerro de menos de un palmo con una firma y un lacre, a modo de cédula. Tomó la mano derecha del monje y se lo puso en ella. “Ahí tienes tu capón” dijo en gaélico, “cómetelo”. El prior apenas tuvo tiempo de ver la firma del metropolitano de la diócesis. Columbano buscó entre los comensales a Galo, y señalándolo con el dedo índice como haría el mismo Mesías, lo llamó. El joven estaba aguardando la llamada. Dejó la sopa a medio terminar y se levantó de la mesa. Se interrumpió la recitación del salmo. Aquella tarde, en dos gruesas hacaneas, Galo y su mentor cabalgaban camino de Baltimore, con las alforjas llenas por gracia de este último, para embarcarse rumbo a las Galias. En el puerto de Baltimore, donde los aguardaba una embarcación de cuero semejante a la que Paulo Orosio atribuye a los oestrymnios y Herodoto a los babilonios, el cielo estaba gris y tormentoso como un Turner. El viento soplaba del noroeste con gran intensidad y arrastraba partículas de lluvia. La tripulación consistía en un piloto normando de orígenes desconocidos, cuatro operarios que no llegaban a la edad de cuarenta años y dos aventureros que sabían un tanto así de astronomía. En la cala cortada a pico del acantilado donde anidaban gaviotas, petreles y cuervos marinos había una anciana de rostro arrugado como una pasa y maldecido de sabañones, con cataratas en los ojos y neguijones en los dientes que sostenía una rama de hinojo y apoyaba su cuerpo encorvado en una retorcida vara de fresno. Se acercó a los misioneros y les dijo: “Hécate está enfurecida. La muerte os aguarda si os embarcáis”. Columbano la empujó al suelo sin consideración a su edad y repitió unos versos de las sátiras horacianas:
Canidiae dentis, altum Saganae caliendrum
excidere atque herbas atque incantata lacertis
vincula cum magno risuque iocoque videres.
( “ Te habrías partido de risa viendo a Canidia caérsele/ los dientes, a Sagana el postizo y de sus brazos/ las hierbas y los lazos de los encantamientos”)
Columbano y Galo subieron al barco, ordenó el primero arriar la vela cuadrada a media asta, y pusieron el pie en el peligroso palacio de Neptuno. Era la hora sexta – aproximadamente las cuatro de la tarde- cuando la costa de Irlanda se convirtió en un punto en el horizonte hasta desvanecerse en la perspectiva virgiliana, absoluta y uniforme del mar y el cielo. La balsa cabalgaba haciendo corvetas sobre las olas, y el joven Galo, no acostumbrado todavía a las corrientes marinas, y menos aún al tumulto de las olas del Canal de la Mancha, se mareó y vomitó el contenido de su estómago en cubierta. Columbano lo trató como un padre lo haría, acostándolo en una piel de búfalo y calentándolo con su propio cuerpo, dándole a beber zumo de limón y salvia para reconfortar el estómago, y después agua con sal y una infusión de romero. La tripulación estaba asustada del vendaval que no cesaba de castigar el barco. Cayó una lluvia torrencial y hubo que achicar agua. El piloto normando, dejando a un lado la fe cristiana cuando creyó que sus oraciones no eran escuchadas, se atrevió a decir, recurriendo a los Eddas, que el terrible Thor estaba enfurecido contra los hombres y que sacudiría su martillo hasta hundirlos a todos en el Valhala.
Columbano le obligó a que le entregase el timón y le recriminó: “Hijo de una gallina clueca, necio Tersites, yo desafío a tu ídolo a que me tome como víctima y os salve a vosotros. No vendrá, no, que no es capaz de mover un dedo de muerto como está. ¡Señor, guía nuestro barco como hiciste con el de Pedro, y serena la tempestad con el aliento de tus labios!”. Arreciaban aquilones y cierzos. El mástil se partió por la mitad y la vela empapada en agua fue derribada como la copa de un árbol recién talado. Los marineros aconsejaron que era conveniente arrojar al mar parte del cargamento para mantener la balsa a flote. Uno de los aventureros, que era tuerto y le faltaba la mano derecha, contó a la tripulación que en una ocasión se había embarcado con unos piratas perseguidos por la ley y que se había desatado una tempestad como no se viera otra desde el principio del mundo, y que para conjurarla, el capitán recibiera en oráculo la respuesta de que debía sacrificar a suertes a un miembro de la tripulación para aplacar a los dioses infernales. Las suertes recayeron sobre el que contaba la historia. Al final lo había salvado un conde sajón, pero antes, un leviatán le había arrancado la mano y unas fiebres lo habían privado de su ojo izquierdo. La tripulación, aterrorizada, creyó su patraña, los marineros celebraron suertes y determinaron que los dos misioneros debían morir. Se arrojaron sobre Columbano con el objeto de inmovilizarlo. Este pidió ayuda a Dios, resopló fuertemente y concentró toda su atención en derribar a sus enemigos. De un solo impulso de su cuerpo, arrojó a cinco hombres por la borda. Los dos restantes, el piloto y uno de los aventureros, le abrazaron las rodillas rogándole por Jesucristo que les perdonase la vida a semejanza de los soldados vencidos en la Ilíada. Columbano les obligó a jurar que obedecerían sus órdenes. Ellos lo juraron todo. Mientras tanto, Galo se encontraba convaleciente y Columbano lo atendía solícitamente. Todavía no se veía tierra, y el día estaba casi tan oscuro como la noche, gris y triste, parecido a una premonición de la muerte. Columbano no cesaba de orar. Recitó todos los salmos que sabía, después recurrió a los Libros Sapienciales, a las avemarías y a los padrenuestros. En su congoja, llegó a derramar lágrimas, un hombre que, según se decía en Bangor de donde era natural, no había llorado ni aún de niño. En su apuro y necesidad, le pedía a Dios que no le enviase al otro mundo, aunque solo fuera por no dejar en este al desprotegido Galo. Le dolían las manos y la cara del frío inclemente, le dolía la espalda por la postura de su cuerpo, le dolían los oídos y le dolía la cabeza. Los dos tripulantes estaban abrazados el uno al otro y Galo estaba dormido. Las nubes cubrían las estrellas y negaban la premonición. Si el miedo tiene un rostro, el mar airado lo es. Solo en el dolor y el esfuerzo se prueba la fidelidad del hombre.
Columbano tenía los párpados cansados, iba a dormirse, y creyó que soñaba con una luz. Unas voces, como de ángeles, lo estaban acunando. Las voces se hacían más estridentes, hasta que escuchó:
– ¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra!
Se despertó sobresaltado. De repente se había detenido el viento. Oyó, todavía en el sueño, una voz parecida a la de su padre, que le dijo: “Levántate, Columbano”, y una voz dulcísima, más dulce que la de su madre, que le hablaba casi al oído: “Has llegado a tu destino”. Se despertó con dificultad. Frente a él había un acantilado diferente a los que había visto, un mundo nuevo, como recién creado, que se ofrecía a su vista. Era la costa de Bretaña. La luz del sueño, semejante a la estrella de Belén, era la antorcha de un faro. Los dos tripulantes gritaban de alegría, besaban el cielo de cubierta y daban gracias a Dios, que los había salvado de repente. El joven Galo se despertó y el color de la salud recuperó paulatinamente su pálido semblante. Se incorporó. Columbano le explicó todo. Se abrazaron. Lloraron de alegría. Estaba la marea baja y se descubría una pequeña playa al pie del acantilado. Después de tomar tierra, descubrieron que la balsa estaba perforada. Se hubieran hundido de no mediar los segundos de su salvación.
Las praderas del Pays de León estaban desiertas, pero a los dos misioneros les parecieron los dos brazos abiertos de un continente. Vieron a un pastor con coroza de paja que, como el Eumeo homérico, vigilaba con un perro de lanas una piara de cerdos. Le contaron su aventura. Galo todavía estaba enfermo, y a Columbano le dolía bastante la rodilla derecha que había herido en la refriega con la tripulación rebelde. Sus dos acompañantes se habían dispersado nada más poner pie en tierra. El buen porquero les dijo que trabajaba en las tierras del conde de Brest, del cual era vasallo, que no tenía otra religión que la que le habían enseñado, apenas ninguna.
Aquella tierra estaba en poder de los francos, pueblo belicoso que no conocía la latinidad ni la doctrina de Sidonio Apolinar, tan peligroso e inculto como el de los hunos que describiera Amiano Marcelino, que se defendía con frámeas, franciscas, espadas cortas y rodelas, y que usaban lorigas hechas de escamas de hierro para proteger el cuerpo. No eran aliados de la decadente Roma, como los visigodos de Tolosa, sino habitantes nómadas del norte de Europa, dedicados prácticamente al pillaje en un periodo en el que se había quebrado la moneda y la anarquía reinaba por doquier al haberse cortado las comunicaciones. El porquero dio de comer a los misioneros durante diez días, repartiendo de lo suyo, y luego se convirtió al cristianismo alegando que era la mejor religión de la que había tenido noticia. Columbano lo bautizó con una venera y agua fría de las montañas. El porquero se llamaba Alberich. Le pusieron de nombre Esteban, el santo de aquel día. Esteban fue el primer franco convertido a la fe cristiana.
Corría el año 590 de nuestra era. Aunque San Remigio había logrado bautizar a Clodoveo en Reims – conversión más bien política que implicaba una alianza con el poder espiritual del papa – la totalidad de su pueblo profesaba una religión primitiva fundamentada en la superstición. Los cuatro hijos de Clodoveo – Thierry, Clodomiro, Childeberto y Clotario- se repartieron la Galia a la muerte de su padre y se peleaban entre sí organizando la leva forzosa del campesinado. Ante la carga de los francos, los visigodos hubieron de trasladarse de Tolosa a Hispania, asentando la capital de su reino en Toledo. Roma estaba ocupada por Bizancio, cuyo emperador Justiniano soñaba con restaurar el Imperio de Occidente perdido en el 476. Ir de misionero a Francia suponía arriesgarse a perder probablemente la vida. Los francos salios originarios de Isel tenían fama de ser los más belicosos; los francos ripuarios de la margen derecha del Rin no estaban tan organizados, aunque obedecían a los mismos jefes. Se contaba que habían ahorcado a monjes, los habían torturado para quitarles el dinero o por confundirlos con espías de Roma. Columbano y Galo no ignoraban ninguno de estos pormenores, ni tampoco que San Patricio había preferido evangelizar Irlanda y no su tierra natal Bretaña según las instrucciones de San Germán de Auxerre, pero para ellos la vida estaba perdida en el momento en el que se embarcaron, y hacían suya la sentencia de Cristo: “quien pierda la vida, la ganará; quien la gane, la perderá”. Se prepararon para predicar por los caminos, al primer ser humano que encontrasen. Vieron a un hombre a caballo cerca de Aulne, por el camino de Cornualles. Llevaba a una mujer con hopalanda y fustigaba a su caballo con denuedo. Tenía un rostro sano, nórdico, con ojos rasgados y vivos y una cicatriz de espada en la mejilla. Se dirigieron a él en latín y no respondió. Luego Columbano le preguntó su nación en lengua bárbara alemana.
– Apártense de mi camino- les dijo en su lengua.
En esto, la mujer que llevaba en la grupa comenzó a pedir socorro gritando. Pedía que la salvasen de aquel hombre. Se oyó el sonido de un olifante. Se acercaba un destacamento de caballeros. El bárbaro empujó a los misioneros al suelo y salió corriendo a todo galope profiriendo insultos.
Venían veinte hombres montados en pencos bretones. Se detuvieron junto a los dos misioneros y les preguntaron en alemán, de malas maneras, si eran judíos y si llevaban dinero encima, así como si era cómplices del rapto de Gundemara, esposa del conde del Loira. Les explicaron que eran misioneros, que anunciaban el mensaje de Cristo y la redención del hombre y que no tenían nada que ver con la perpetración de ningún delito. No creyeron sus versiones. Los llevaron como rehenes a las tierras del conde. En todo esto que les ocurría, no se quejaban de la Fortuna voluble, sino que aceptaban la voluntad de Dios y le daban gracias por poder difundir el mensaje de la alegría en una región dominada por el salvajismo y la tristeza de los que padecen la tiranía de la muerte. En la comarca de Nantes, una espesa capa de nieve cubría el suelo con el armiño de su pureza, mientras los ganaderos con las manos callosas y los rostros renegridos por el trabajo conducían sus majadas de vacas, cabras y ovejas a sus apriscos. Los llevaron a presencia de un hombre pequeño de largos bigotes de rata, como Atila, que llevaba colgada de la cintura, sin tahalí, una espada con el filo de acero doble más larga que sus piernas. Era el Conde.
Los reunió en un establo con olor a estiércol de buey y los interrogó. No pudo acusarlos del rapto de su mujer, con la que acababa de casarse hacía una semana, y fueron absueltos. Los nobles de su séquito no cesaban de bromear acerca de los rehenes, de su condición religiosa e incluso de su fe nueva. Se burlaban de ellos. Les preguntaban vejatoriamente si eran marido y mujer, si eran capaces de beber un barril de cerveza y si conocían a una prostituta que se llamaba Gualteria la Fogosa. Ellos no respondían a los insultos y oraban en voz alta. Les dieron un arco y unas flechas para que ensayaran su puntería con una diana de corcho. No se movieron.
– No saben hacer nada – protestó el Conde en lengua franca.
Entonces ambos comenzaron a cantar el salmo del Buen Pastor con acento gregoriano.
– Esa es la lengua de los romanos- dijo uno del séquito al que le faltaba una oreja- Vienen de Roma. Saben hablar como hablan los romanos.
– ¿Qué romanos? –preguntó otro- ¿Los godos?
– No- le corrigió este- Yo estuve en los Campos Cataláunicos. Hablan como el general Aecio, que venía de Roma en Italia. Los romanos no son los godos, pero se parecen a los godos, y vencieron a los hunos.
– Yo nunca he visto a un romano- declaró el Conde- ¿Son todos como estos?
– Llevan las armas pintadas – repuso el otro- No son como estos. Pero estos son sacerdotes del dios de las tres caras, que es uno y tres y no deja de ser uno. Van con una cruz en la mano y hablan así, en romano.
– No se les entiende
– Eso es porque hablan en romano
Estaban discutiendo así cuando tocaron al arma con un cuerno de caza. Tomaron las espadas y salieron deprisa.
Las huestes de Clodomiro se habían insurreccionado en la Vendée, como una premonición de los futuros chuanes. Columbano y Galo, abandonados en una región en guerra, peregrinaron desde las tierras del Conde hasta las orillas del Loira. Aquella comarca estaba erizada de bosques. En un hayedo vieron a un lobo que les salió al encuentro. Era totalmente manso y les ofreció la cabeza para que se la acariciaran. A Galo le lamió las palmas de las manos y, luego, aullando delante de ellos, los llamaba como un perro para que lo siguieran. Lo siguieron hasta las tumultuosas orillas del Loira, que estaban desbordadas de agua mezclada con hielo y nieve, y allí no lo vieron más. Delante de ellos estaba un barquero joven, con rayos norteños y las facciones del rostro tan delicadas como las de una dama, vestido con una piel de foca medianamente curtida, junto a una canoa que parecía de marfil de lo blanca que era. Se subieron a la canoa con el barquero, cuya voz ejercitada en una canción desconocida era semejante a la de un castrati, y navegaron contra la corriente del Loira sin saber cómo, pues el barquero no manejaba remo ni pértiga. Le hicieron algunas preguntas, pero el joven no contestó, solo cantaba y sonreía. Mientras tanto, nevaba desde las alturas gruesos copos del tamaño de un puño. Los cuervos graznaban. La corriente del río discurría con un impulso tumultuoso en dirección contraria al itinerario de la canoa, invirtiéndose la ley de la naturaleza que obliga a todas las cosas a desplazarse hacia el abismo de la muerte. Columbano no daba crédito a lo que veía, pero su contundencia real lo conducía a aceptarlo. Galo llegó a tocar la corriente con sus dedos para persuadirse de que no era un sueño.
En la comarca de Neustria proliferaban los cazadores y los salteadores de caminos. Desde la canoa, entre los ruidos de la selva que alimentan el miedo, ambos misioneros vieron hogueras encendidas y músicos tañendo trompas de bronce, grupos de hombres y mujeres que danzaban saltando sobre el fuego, niños bebiendo la sangre de un toro sacrificado y los gritos de las víctimas de los holocaustos humanos antes de ser degollados por los druídas de ascendencia celta, ritos todos ellos que ponían los pelos de punta. Galo se hacía cruces y le preguntaba a su mentor si aquellas gentes no serían los descendientes de los expulsados de Sodoma.
– Son como fieras del campo- dijo Columbano- No conocen la palabra revelada, y aquellos que no conocen la palabra son animales.
– Esta tierra parece uno de los círculos del infierno – expresó Galo- porque sus habitantes están esclavizados por sus propios pecados y viven una vida que es igual a la muerte.
– Somos misioneros, hijo- explicó Columbano- y a todo nos hemos de acostumbrar. Dios es quien nos ha traído a estas tierras y él responde de nosotros. No temas a los que pueden matar el cuerpo y no pueden matar el alma. Teme solo a Aquel que puede matar las dos cosas porque fue él quien las dio.
Se encontraban en Saumur donde vieron castillos y ganados. El paso del tiempo había adquirido una velocidad prodigiosa. Estaban en las viñas de la Turena, cuyas cepas habían sido desvalijadas de hojas verdes por el invierno y bendecidas por el vellocino de la nieve. Vieron a hombres congelados, muertos, como manchas en la blancura. Distinguieron caballos y mulos semienterrados en los hielos, y a sus jinetes con los cuerpos desfigurados por las dentelladas de los lobos. Otras veces, las enormes cornamentas de los ciervos, abandonadas por los depredadores, sobresalían como retorcidas estacas en los despeñaderos abruptos.
En Tours solo había algunas iglesias humildes de la época de los godos, pequeñas como cabañas y con el techo de madera atacada por la carcoma, que se empleaban como graneros comunes de las aldeas vecinas. Soportaban frecuentes saqueos. Algunas eran moradas de bandidos. Semejante espectáculo era lo que quedaba de la diócesis de la que fuera obispo el generoso San Martín. ¡Qué diferentes eran aquellos pueblos de los que describían los historiadores Apiano Alejandrino y Dión Casio! ¡E incluso – pensaba Columbano- de los que describe el orgulloso César!
En el Berry, el barquero desapareció, y sobre la popa de la canoa se posó una paloma albina que llevaba un amicto rojo con una cruz griega cosida con hilo de plata – emblema de la pasión de Cristo- en el pico, en lugar del bíblico ramo de olivo. Creyeron que se trataba de la paloma mensajera de algún noble que, espantada por los halcones, se había refugiado en la barca con un presente de otro propietario. Pero el ave depositó la prenda a los pies de Galo y emprendió el vuelo hacia el Este hasta desaparecer en la enramada. Columbano interpretó aquel augurio como muy bueno para Galo, aunque no conocía el significado concreto de la cruz plateada enmarcada en bermellón que siglos más tarde se convertiría en el emblema de Suiza.
– En estas tierras tiene que haber cristianos – se dijo Columbano- De no ser así, ¿de dónde nos ha podido venir esta prenda?
Desde entonces y hasta su muerte o éxodo de este mundo reflexivo de otro mayor, Galo llevó siempre puesto aquel amicto que el cielo, en desconocidas circunstancias, le había regalado. La canoa se detuvo en las proximidades de unas placas de hielo que cortaban la corriente del que pasado el tiempo se llamaría afluente Cher. Los misioneros se vieron obligados a proseguir a pie su camino.
Seguía cayendo la nieve como un maná impoluto. La sed que castigaba a los misioneros fue aplacada con el agua de la nieve fundida entre las manos. En las viñas de Champagne presenciaron lamentables escenas, pero una voz interior les indicaba que prosiguieran su camino. Los pies se enterraban en la nieve. Cortando ramas de sauce con un cuchillo, Columbano fabricó unas raquetas semejantes a las que usan los escandinavos y las aplicó a sus pies y a los de Galo. Las tierras que más adelante constituirían la nación francesa, motor ideológico de la Europa Continental, eran entonces lugares más salvajes que el Lejano Oeste Norteamericano, que el Arauco chileno o que las remotas islas de Oceanía.
En las cercanías de una taiga de robles, un grupo de tres hombres de cabellos largos y barba tupida habían dejado atados sus caballos y amenazaban con frámeas a cinco doncellas campesinas para que se plegasen a sus instintos. Ellas ponían el grito en el cielo, pero los escasos viajeros que atravesaban a caballo la región pasaban de largo con una sonrisa de complicidad en los labios. A los dos misioneros, aquel episodio les recordó el suplicio de Santa Úrsula y las once mil vírgenes ante el ejército de los hunos, y esforzándose por imitar al buen samaritano, acudieron con valentía a los gritos de socorro. Se interpusieron entre los violadores. Columbano les dijo en lengua franca que aquel pecado sería castigado por la ira de Dios. Los tres hombres se reían de la tonsura de los monjes.
– Son judíos- declaró uno con la nariz enrojecida por el frío y la barba pajiza salpicada de nieve- Llevan circuncidada la cabeza.
Arrojaron una frámea que se clavó en la nieve a pocos centímetros de Galo. “Perdónales, señor” rezaba este, “no saben lo que hacen”.
Uno de ellos empujó a Columbano, quien resbaló y hundió su rostro en la nieve. Después tomaron por la fuerza a Galo y lo colgaron de un árbol por la cintura. El joven pataleaba para huir del suplicio y maldecía a sus agresores con anatemas de Isaías. Cuanto más enojado estaba, más se encendían en furor aquellas fieras con cuerpo de hombre.
– Parece una rata colgada- decían.
Y lo provocaban azotándolo con un estoque.
Columbano vio a su protegido torturado por aquellos diablos y una terrible oleada de ira subió a su cabeza. Desenclavó la frámea arrojada del suelo y, sintiendo en sus miembros la fuerza de David mientras oraba al Todopoderoso, clavó la punta del arma en el pecho de uno de los verdugos y atravesó su corazón malvado ensartando su cuerpo en un roble. Los estertores de agonía del moribundo enloquecieron a los crueles enemigos, a quienes arrebató el crujido de las costillas de su compañero. Gritando como hienas se echaron sobre Columbano dispuestos a matarlo. Pero una energía desconocida animaba los miembros del misionero. No llegaron a tocarle la piel cuando de una pedrada descalabró a uno deshaciéndole el cráneo que se coaguló de sangre y al otro, que se echó sobre él con la espada desenvainada y rechinándole los dientes de rabia le rompió el tabique nasal de un puñetazo y, retorciéndole la muñeca con violencia, le arrancó la espada a punto de clavarse en su cuerpo y le segó la cabeza con ella. La nieve se cubrió de espesa sangre. Columbano no daba crédito a lo que había hecho y atribuía la hazaña caballeresca a la voluntad de Dios. Las vírgenes lloraban a lágrima viva asustadas por la horrenda escena e ignorando la identidad de sus salvadores. Galo las bendijo mostrándoles un crucifijo de madera sin descortezar, como los que usaban San Jerónimo, San Antonio Abad y los anacoretas. Ellas se calmaron de repente porque aunque no conocían la doctrina cristiana, habían tenido noticia de algunos sacerdotes godos que llevaban el símbolo de la cruz y eran gente de paz. Los caballos de los verdugos estaban intactos y relinchaban amarrados a un tronco de encina. Dejaron dos de ellos a las vírgenes y partieron a lomos de un corcel bayo. Recorrieron las montañas del Sancerrois con la esperanza de encontrar algún monasterio alpino. El jamelgo estaba mal alimentado y se fatigaba mucho. Por fortuna, había bastante caza en las cumbres azotadas por el cierzo, y todos los días caía alguna liebre sacrificada a la flecha de Columbano. Dormían en cuevas cubiertos de pieles de las presas que cazaban, bajo las estalactitas y las colonias de murciélagos. Hacían las necesidades en los helechos, limpiándose en las hojas y lavándose en el agua helada.
En las cordilleras de Nivernais, un leproso que hacía sonar la campanilla de aviso les pidió que lo curasen.
– Sois monjes- les dijo- Yo también soy cristiano. Serví en el ejército de los godos. Contraje la lepra en Marsella y me relegaron a las montañas. Vivo con otros enfermos como yo en un alpendre cerca de aquí. En el evangelio se dice que Jesucristo curó a diez leprosos. Si queréis podéis curarme. Os lo pido por Dios. Tengo mujer e hijos. Conocí a Alarico en persona. Mi padre fue conde palaciego de Gundicaro, el rey de los burgundios, hasta que fueron vencidos por los hunos y mi familia pidió asilo en la corte de los godos que saquearon Roma. Tened piedad de mí, siervos de Dios.
Columbano le impuso las manos y le dijo: “Cúbrete el cuerpo de barro hasta que se seque. Después de siete semanas báñate en las aguas del Doubs y te curarás”. Lo siguieron hasta una cabaña de ramas de pino ensambladas. En menos de diez pies de cabaña vivían veintitrés leprosos, cada uno con una historia diferente y todos de orígenes nobles. El mismo diagnóstico le dio Columbano a todos los presentes. Ellos rezaban por él, decían que era un santo varón – tal vez un ángel, como el que guió a Tobías identificado con Galo- y se ofrecieron a seguirlo hasta el Doubs, el Jordán del cual esperaban la pronta curación. ¿Por qué razón Columbano les indicó la terapia de este río y no de otro? Ni él mismo sabía la causa, reservada a los designios de Dios, que son insondables.
En compañía de los veinticuatro enfermos – que a semejanza de Naamán el sirio, buscaban sin saberlo la salvación- los dos misioneros recorrieron a pie –pues el caballo lo habían perdido en las montañas- las regiones de Morvan y Côte d’or. La compañía de los leprosos beneficiaba a los misioneros, porque su contagiosa enfermedad hacía que los bárbaros con los que se encontraban – cazando, justando o jugando- se apartasen de ellos y no los interrogasen. Los campesinos y ganaderos les dejaban el camino libre maldiciéndolos y escupiendo detrás de ellos. Las noches las pasaban al raso o en graneros, establos o pajares. En Dijon, patria burgundia, el puente del Saona se había derrumbado. Construyeron una balsa de abeto y pasaron al otro lado. En medio de las dificultades, los leprosos eran capaces de reírse contando chistes. Columbano y Galo no se contagiaron de su enfermedad, pero sí de su humor porque, aunque la iglesia no lo diga, yo le aseguro don Megalonio, que un santo alegre es dos veces santo. “Estad alegres, os lo repito, estad alegres, que el reino de Dios está cerca”, recomienda el Apóstol de los gentiles. Con esta amena actitud, el camino que parecía en palabras de Rimbaud “una temporada en el infierno” se hizo liviano como un yugo de espuma. Mucho más tarde, los merovingios sedados por sus instintos salvajes recordarían con orgullo y devoción el viaje de estos dos siervos de Dios y los añadirían – casi inauguralmente- al panteón de sus héroes.
Por fin, una mañana de cielo encapotado que brillaba como la hoja de una espada, vieron la corriente del Doubs. ¿ Qué ocurrió aquella mañana todavía en la cuarta vigilia de la noche? Habían celebrado misa sobre el altar de una piedra granítica sin esculpir, con un pedazo de pan y un dedo de vino para la eucaristía. Después de la liturgia, el coro de los leprosos alababa a Dios a gritos. Las escamas putrefactas de la piel y la carne se les habían desprendido del cuerpo, así como los parásitos que las poblaban corrompiéndolas, y una piel nueva cubría sus miembros. ¡Estaban curados! ¡Y aún no habían tocado las aguas del Doubs, después de un año de enfermedad! ¡Estaban curados! Quien se ha librado de una desgracia alaba mucho más a su salvador que aquel que estuvo en gracia siempre y no conoció apenas el dolor, porque le debe una cantidad mayor de gratitud a quien lo libró de la aflicción. Estaban tan contentos que no podían refrenar su júbilo. Se echaron de cabeza al agua, en un bautismo entusiasta, se salpicaban y se miraban el cuerpo continuamente, como aquel que acaba de despertar de un sueño y no da crédito a lo que ve. Columbano y Galo se reían compartiendo su alegría, les llamaban “soldados de Gedeón”, “recién nacidos”, “niños con barba”. Se bañaron con ellos en las aguas que, en mitad de la nieve a medio derretir por el sol de aquel día, estaban cálidas como surtidores termales y murmuraban como ensueños de César Cui o Tchaikovsky. Se secaron con pieles de ciervo y se hicieron chilabas con ellas después de lavarlas y secarlas al sol.
– En el día de hoy hemos conocido a un santo- declaró uno de los redimidos que no había visto veintisiete estaciones como aquella- Soy el hijo de un milagro. Desde hoy, mañana de mi nacimiento, me ofrezco a vos, Columbano, para que me ordenéis monje como establece la Santa Madre Iglesia.
El resto de sus compañeros siguieron su ejemplo. Le pidieron a Columbano que fuera su prior. Este aceptó haciéndoles jurar los votos de pobreza, castidad y obediencia y mostrándoles un crucifijo para que lo besaran.
Iban a marcar el damero para construir una abadía, cuando una cierva cuyo pelaje parecía dorado, saliendo del bosque con dos cervatillos bramó frente a ellos. Tendieron el arco y colocaron en él una flecha. Pero la cierva pronunció una palabra con voz humana. La palabra era “sequatur me” (seguidme). Asombrados por la visión, los dos misioneros y sus conversos caminaron detrás de la cierva varias leguas hasta el emplazamiento del actual Luxeuil. Allí, la cierva se acostó en el suelo y dio de mamar a sus dos cervatillos delante de los veintiséis hombres.
– Aquí construiremos la abadía- declaró Columbano- Dentro de dos años estará terminada.
Pasados algunos días, un campesino de los alrededores preguntó a los novicios qué hacían. Le contaron el milagro de su curación. De allí a una semana, más de sesenta hombres descargaban en carros piedras de la cantera y trabajaban en la construcción de la abadía. Muy pronto, la población circundante se sumó al proyecto y, tras dos años de trabajo casi continuado, fundaron un monasterio bajo la regla del que después se llamaría San Columbano, a cuya sombra nacerían los conventos de Remiremont, Jumieges, Saint-Omer o Fontaines. Galo quiso quedarse con ellos, pero Columbano le recordó su sueño y le recomendó la partida. Era un día de la estación primaveral – concretamente era en abril, el mes en el que despiertan las flores- cuando, con una mula por montura y un campesino de los alrededores por única compañía, Galo se despidió de su mentor para evangelizar una tierra desconocida.
Hubo de atravesar el Jura, donde se refugiaban entonces los perseguidos por la justicia, y convivir con las fieras menos salvajes que los hombres. El campesino que lo acompañaba, al que le habían puesto por nombre Pedro después de su bautismo, conocía parte de la región, pero ignoraba la naturaleza de la nación que se extendía allende aquellas cordilleras, y sus miedos vanos, supersticiones y anatemas superaban lo poco que podía saber. Galo tenía que pensar por los dos, como quien tiene un niño a cargo – usted lo sabe muy bien, don Megalonio- y oraba continuamente a Dios para que le concediese la inteligencia suficiente para esclarecer cualquier enigma que se le presentase. Casi tardaron la mitad del mes en atravesar el Jura. Pedro se quejaba de dolor de muelas por los alimentos duros que ingerían, y de dolor de articulaciones y miembros por las grandes caminatas. Galo le administraba infusiones de mejorana, brebajes de savia de tejo y raíces de achicoria, y cataplasmas de lúpulo y espliego sobre los miembros doloridos. La carencia de frutas que aportasen a la nutrición fibra o vitaminas – Galeno las denominaba entonces no sé qué humores benignos- era paliada con el consumo de las hierbas que Dioscórides recoge en sus tratados, que contienen azúcares saturados necesarios para la movilidad, lo que Atwater y sus dicípulos y precursores denominarían posteriormente fructosa, el azúcar más saturado de la naturaleza. Con estos remedios continuaban el camino de sus dificultades que no tardarían en convertirse en motivo de su gloria.
Estaban ya en el Jura de Suabia, nombre que hace referencia al pueblo de los suevos procedentes del Rin medio, que en su huida de los visigodos aliados de Roma habían colonizado la Gallaecia en Hispania hasta su derrota por los visigodos hispanos al mando de su rey Leovigildo. Ya se veía desde los cerros cársicos la espejeante corriente del Neckar, cantado por Hölderlin, mientras llovía ruidosamente y soplaba el cierzo del oeste, alternando nubes con claros, sucediéndose las borrascas por la presión de los anticiclones, que bamboleaban los abetos de las alturas superiores a los 1000 metros de altitud, así como los arces y las hayas del monte bajo. Hallaron a unos campesinos en una aldea próxima a Hohenberg, que aunque no eran cristianos, sí eran caritativos, y les ofrecieron las porciones cortadas de un queso que más tarde se llamaría gruyére. Convirtieron a unos cuantos, que ni tan siquiera conocían el símbolo de la cruz, a otros tantos curaron de sus enfermedades y, por último, bendijeron a los que, por influencia del odio o del temor, persistían en su paganismo. Las montañas se iban haciendo cada vez más lisas y redondeadas por la misericordia del paso del tiempo, se contemplaban mesetas lisas y coronadas de hierba tierna donde Galo y Pedro descansaban de la fatiga del viaje, originado únicamente por la premonición de un sueño.
Llegaron a Neuchâtel. Vieron a algunos caballeros en sus monturas sin identidad clasificable que vivían del pillaje. Por fortuna conocían el mensaje cristiano, pues pertenecían a una legión sueva y alana que había servido en Italia y eran, además, católicos. Dejaron pasar a Galo y le suministraron forraje a su montura, así como a la de su acompañante. Incluso quisieron regalar una espada a Galo que este rechazó por parecerle un presente inútil a quien quería por vocación divina llevar la paz a los pueblos. Quedaron admirados de la fuerza espiritual que le impulsaba a asumir tantos peligros solo para llevarle una candela encendida a quien vivía en las espesas tinieblas de la tristeza y el dolor.
Un anochecer de un día de aquel mes de lluvias representado por el símbolo de Aries, el vellocino de la primavera, llegaron a orillas del lago de Neuchâtel. Era una lámina de cielo azul profundo sepultado entre montañas. Había algunas aldeas de ganaderos en los alrededores, cabañas de adobe y paja con el techo puntiagudo coronado por un fetiche para conjurar el mal de ojo. El pecado de la envidia – al que primitivamente se le llamaba mal de ojo o mirada maligna- es el primero de los males, pecados, vicios o defectos, por el cual se llevó a cabo la muerte de Abel por parte de su hermano Caín, también el primero de los crímenes. La violencia, de la que surge el delito que separa el cuerpo de la sociedad en miembros enfrentados que luchan hasta aniquilarse, nace siempre de la envidia, que engendra la soberbia, la ira, la avaricia, la gula, la lujuria y la pereza, llevando tras de sí a todos los pecados capitales. Esa molestia insignificante que experimenta el instinto ante el triunfo de una cualidad ajena, al alojarse como un virus en el organismo del alma, destruye la unidad del tejido de la virtud e infecta progresivamente los miembros hasta hacer de un buen hombre un criminal capaz de llegar a matar a sus semejantes. Por eso los pueblos anteriores a la civilización consideran a la envidia como una enfermedad peligrosa para la comunidad, hasta atribuirle la influencia sobrenatural de un espíritu maligno, que no es otro, don Megalonio, que el diablo, personificación del mal, del apetito de la bestia instintiva que en nosotros mora.
Hacía varios meses que más de la mitad de aquella población ganadera había muerto a consecuencia de un brote de tifus surgido de la peste de las vacas. Ninguno de aquellos hombres sencillos conocía la causa de la enfermedad cuyo bacilo sería aislado por los investigadores Ebert y Gaffky en el siglo industrial. Las principales víctimas de la epidemia eran niños – especialmente vulnerables por sus tiernos organismos todavía sin desarrollar-, mujeres parturientas y puérperas y ancianos. La población estaba tan asustada por el mal endémico que, guiándose por la charlatanería de la superstición, que es el negocio de los engañadores, había sacrificado los mejores ejemplares de su ganado a un ídolo estúpido que adoraban los celtas. Pero aquella enfermedad contagiosa, sin saberlo ellos, se convertiría en nada más y nada menos que en el motivo de su salvación al obrarse un milagro a través de ella, y lo que parecía triste oscuridad, no era si no un preludio de la luz. Cuando llegaron Galo y Pedro a la aldea castigada por el mal, los ganaderos se negaron a acogerlos alegando que los espíritus habían abolido la hospitalidad de la aldea. Enterados de la verdadera causa del problema, Galo oró a Dios y le dijo a Pedro: “Haz todo lo que yo te diga”. Después pidió al patriarca de la comunidad que reuniese todo su ganado en un mismo lugar porque había escuchado una voz divina que así se lo había indicado. El patriarca, un hombre de unos cincuenta años, sin dientes, con una barba sucia que le llegaba hasta los pies y amuletos de oro, plata y alecto colgando de su cintura revestida de piel de uro- que entonces todavía no se había extinguido-, celoso de los extranjeros que le arrebataban el monopolio de su vana ciencia y ponían en peligro su negocio echaba sapos y culebras por la boca contra los recién llegados, pero los ganaderos, asustados por el mal, forzaron la situación y obligaron al patriarca impotente a cumplir lo que se le mandaba. Galo ordenó hervir agua saturada de una infusión de ruda y espliego cuyo olor desagradable mareaba a los operarios. Después dijo: “bañad a cada res en el agua hervida durante una semana y construid un establo común para el número completo de cabezas de ganado”. Así lo hicieron. Al cabo de una semana la enfermedad de los animales desapareció. Mientras tanto, Galo curaba a los enfermos imponiéndoles las manos y suministrándoles nutrientes de hierbas desconocidas que crecían en los alrededores, y ninguno de ellos conoció la muerte desde su llegada. Aunque Galo había actuado por designio divino, el milagro –es decir, solución desconocida por la ciencia del momento- se puede atribuir en nuestros días al tifus murino, propagado por la picadura de las pulgas.
Al erradicar con el ungüento de la ruda, cuyo olor resulta insoportable para cualquier insecto, la plaga de pulgas del ganado, la enfermedad fue eliminada. A quienes no creen en milagros les diré que tales fenómenos son tomados por sobrenaturales en una determinada época, debido a una ignorancia científica, pero más tarde se descubre su causa mediante la observación y el experimento. “No tienen entonces” dirán algunos, “nada de divino”. Yo les demostraré que sí lo tienen, porque a ningún ser humano de una determinada época le es dado saber más que la ciencia de su propia época, de modo que si tiene acceso a un principio de curación secreto por revelación a partir de un pensamiento concebido tras la oración o la súplica a Dios, a eso se le llama milagro. Ejemplo de esto – lo diré así imitando su moralizante estilo, don Megalonio- puede ser el episodio en el que Moisés, para dar de beber al pueblo de los judíos, hiere tres veces una piedra con su bastón hasta que esta mana agua en mitad del desierto. Hoy en día la ciencia conoce que ciertos terrenos del desierto retienen agua de la lluvia, y que rompiendo la corteza del suelo se puede tener acceso a ella. Pero en la época de Moisés esto resultaba impensable. Así pues, fue este un milagro. Y si en nuestra época se conociese por revelación divina un antídoto para la enfermedad del sida, sería también un milagro, aunque más tarde se demostrase científicamente su causa.
Por estas razones, el pueblo entero de los ganaderos de Neuchâtel, que hasta entonces solo había visto ir y venir hordas itinerantes de vándalos que huían da la invasión de los hunos de Atila, cuyos caballos no llevaban silla, brida ni freno y que terminaría por establecerse en Andalucía en el sur de Hispania – nombre que deriva de Vandalicia o tierra de vándalos- hasta colonizar el norte de África que los musulmanes transformarían en el Magreb, tomó a los extranjeros por dioses, y las gentes se arrodillaban ante ellos besándoles los pies del mismo modo que los efesios habían hecho con Bernabé y Pablo de Tarso. A duras penas Galo les explicaba las Escrituras sin que los hombres y las mujeres sin cultura entendiesen una sola palabra, y se devanaba los sesos por ponerles ejemplos que no comprendían. Evocó las parábolas del evangelio, pero los términos de la siembra le sonaban extraños a aquellos montañeses dedicados a la cría de ganado. En cuanto a la cruz y a la resurrección de las muertos, ni uno solo entendía que los que habían fallecido pudieran salir del hades, e incluso tomaban a risa el hecho de que un muerto descarnado volviese a la vida para quitarle su antigua mujer al varón que se había casado recientemente con ella, compartiendo la opinión de los saduceos al respecto de esta cuestión, y los términos “ángeles” y “espíritus” eran para ellos como oír llover. Entonces a Galo se le ocurrió entrar en la esencia del mensaje. El Dios de los cristianos no pedía sacrificios ni venganza, sino solo bondad y misericordia del corazón.
– Si Dios es eterno, ¿creéis que puede morir?- les preguntaba.
– No- respondían.
– Pues la bondad de ese Dios llegó hasta tal punto y extremo – explicaba- que entregó a su único hijo único al suplicio de la muerte humana para que los que lo veían morir por su mensaje, creyesen en él. Como el hijo de Dios era divino como su padre, pues procedía del mismo linaje, no puedo morir por ser eterno, y su muerte fue solo aparente. Por eso, a los tres días, resucitó, y con él resucitamos todos los que en él creemos.
– ¿Y la cruz?- preguntaban
– La cruz simboliza la muerte y el sufrimiento del pecado, vencidos por el hijo de Dios.
– ¿Y quién era la madre de ese hijo de Dios?
– Una mujer que por su pureza alojó en su vientre – que es su voluntad- la semilla del espíritu divino, representando a toda la humanidad que asumió al hijo de Dios en su carne. Este es el misterio de la Encarnación.
– ¿Y qué manda ese Dios y ese hijo suyo que hagamos?
– Que lo améis a él a través de la obra de su hijo y a vuestro prójimo, que es vuestro hermano, sin envidiarle nada ni traicionarlo obedeciendo a esa envidia, para que así podáis vivir en paz.
– ¿Y el ritual del pan y el vino?
– Son el memorial de la muerte y resurrección de Cristo, que no es otra cosa que amor manifiesto. Se celebra el último día de la semana, domingo o día del Señor, por ser esta la fecha semanal en la que resucitó Cristo.
– ¿Y si no se celebra, Dios nos matará?
– No, pero caeréis en el pecado que os conducirá a la muerte, porque si no actualizáis el Sacrificio de Cristo o Eucaristía, os olvidaréis de hacer el bien y caeréis en el pecado, debido a que la memoria del hombre es frágil, y si no se renueva el recuerdo, se acaba perdiendo.
Con estas respuestas Galo esclarecía las dudas de aquellos hombres que, como los Cimerios, estaban acostumbrados a vivir en tinieblas y la luz repentina los deslumbraba.
La aldea constaba poco más o menos de unos doscientos habitantes, remanente de una antigua población diezmada por el tifus. En las orillas del lago – que no era el Tiberíades, pero hizo su oficio- Galo bautizó a todo el pueblo. El patriarca, al ver que las gentes seguían a aquel desconocido que traía la novedad de una luz nunca vista, se dejó bautizar también y refrenó su envidia cuando el misionero le otrorgó el sacramento sacerdotal, para que fuera pastor de su rebaño de hombres. Pedro, entretanto, era agasajado como hombre sabio por pertenecer antes que ellos a la Iglesia, siendo como era un campesino que no sabía leer ni tomar la pluma para hacer un garabato. Galo solo tenía una biblia en papel de Arabia que llevaba siempre consigo. Enseñó a leer al patriarca y se la regaló para que pudiese decir misa. El adivino convertido en sabio la aceptó con el celo de quien recibe un tesoro. Se había encariñado el misionero con aquella comunidad y le apenaba marcharse para perseguir la visión de un sueño. Dejó a Pedro con ellos y le encargó que velase por la paz de los hijos de Dios como lo haría un obispo, un sucesor de los Apóstoles, aunque no hubiese sido nombrado aún por el papa, que a la sazón se encontraba lejos. Después se fue. El pueblo lloró al despedirlo.
Los habitantes de las tierras altas de Suiza desconocían el feudalismo germánico y solo habían visto pasar la caballería de los nómadas hambrientos, desplazados por las guerras constantes por el dominio de los recursos escasos, hacia la relajada Roma. La bestia acostada sobre las aguas, en términos de San Juan, había expirado con la deposición y muerte del último emperador Rómulo Augústulo en el 476, aunque ya en el 410 Roma había sido saqueada por primera vez desde que en el 390 a.C. la invadiesen los galos sajones. Los ostrogodos ocupaban Italia tras la muerte de Teodorico el Amalo, los visigodos convertidos al catolicismo por Recaredo la Hispania; y Francia, a pesar del bautismo de Clodoveo, seguía en su mayor parte sin evangelizar por la afluencia de los francos procedentes de Normandía y Jutlandia. Suiza era una isla montañosa en medio de un océano de poliarquía y confusión. Las misiones no eran entonces tan difíciles como en los primeros tiempos de la Iglesia de Antioquía, cuando Pablo promovió la dáspora en el Imperio Romano, ni tan livianas como las que llevaron a cabo jesuitas, franciscanos y dominicos en América y Extremo Oriente en el siglo XVI, o las de los Padres Blancos en el África Colonial en época de Santa Teresita del Niño Jesús, a finales del siglo XIX. Las persecuciones no eran tan grandes como en época de Nerón o Diocleciano, pero el clero romano – la curia cardenalicia y el papa- lamentaban el oscurantismo del ocaso de una civilización. Las fronteras de Europa – que pasado el tiempo trazarían las del mundo- se definirían con el perfil actual de aquella temprana Edad Media, cuando los bárbaros del norte se repartían los despojos de la Antigüedad.
“Mucho puede” meditaba Galo, “ el magisterio de la Iglesia, el único capaz de modificar la brutalidad de los bárbaros. El papa León I le salió al encuentro al sanguinario Atila en Rávena, y logró convencer a quien Roma temía y soportaba. Solo la fe puede amansar a estos pueblos que viven como alimañas en sus madrigueras”. La cohesión de estas naciones aparentemente opuestas llegaría a partir del año 622 como oposición a la invasión musulmana – cuya guerra santa coránica, aparentemente religiosa, tiene un contenido nacionalista que sería contrarrestado por el movimiento simultáneo de las cruzadas- , y reforzaría la hermandad de unos estados que llegarían a las manos para defender sus intereses hasta que tras dos grandes guerras que alcanzarían la hecatombe atómica, se unirían en una comunidad económica y política establecida en Roma, sobre las ruinas de un imperio devastado por los excesos del paganismo y rehabilitado por la democracia liberal, cuyos principios ecuménicos están inspirados en la caridad cristiana.
De momento, Galo solo sabía lo más importante: que había que obrar según la voluntad de Dios, piedra angular de la sabiduría y resumen de la persona de Cristo. Lo demás se lo entregaba como basura restante a la corrupción y a la muerte.
Llovía en los prados. Las margaritas, las amapolas, los trolios y los narcisos abrían sus corolas como estrellas terrestres sobre el mantel resucitado de la primavera. Galo cortó una espuela de galán con flores de color amatista y la ató a su cayado de arce. Anduvo varios días sin ver a nadie, presenciando las escenas campestres de los animales que se emparejaban para el apareamiento y la prolongación de la vida. Observó el cortejo de los zorros, de los gamos y corzos, de las aves e incluso de las serpientes que, según el mito griego, a Tiresias le costaron el cambio de sexo. Los movimientos de la naturaleza – los fenómenos que siguiendo la teoría de Husserl son psicológicos- constituyen una perfecta orquestación, una composición musical sin una sola disonancia, donde hasta lo aparentemente malo contribuye esencialmente al desarrollo de lo bueno. ¿Qué podemos pensar cuando vemos emparejarse a los animales en una rima plena, cada uno con el semejante adecuado de su especie, sin que sea posible ni tan siquiera la más mínima confusión? ¡Ah! La confusión viene del hombre, cuando emplea su libertad para perjudicarse a sí mismo, cuando se niega a comprender esta admirable partitura de la creación obrada en nosotros a través de la percepción comprendida del amor, cuya perfección absoluta y exenta de toda regla es la belleza.
“A todas las especies animales dotadas de sensibilidad” pensaba Galo, “ les es dado ocupar un lugar en la mansión de la naturaleza, como elementos de su mobiliario. Solo el hombre, el huésped verdadero de la casa, no tiene donde reclinar la cabeza, porque todo para él es relativo excepto la identidad del propietario de la casa, su Señor. Por esa causa, sin su consideración, la naturaleza al hombre le resulta un agradable vacío, un silencio que solo puede preludiar la pronunciación de la palabra del dueño, en esa nada organizada del caballo del tiempo embridado al carro del espacio”.
Como a Orfeo, a Galo lo conocían los animales, o parecían conocerlo, y las fieras más salvajes lo saludaban como a un superior. Los ciervos y los gamos no huían en su presencia, los lobos lo respetaban cuando atravesaba las solitarias veredas, y las águilas se posaban cerca de las rocas o tocones donde él se sentaba. En aquella soledad, como el Redentor, tuvo tentaciones. Soñaba con súcubos femeninos, y por la mañana se despertaba sobresaltado ante la tranquilidad serena de la alborada. Por un momento, se imaginó el atuendo del papa al que nunca había visto – su tiara de oro, su báculo de plata, su dalmática, su camauro, su amicto, y la dignidad de su porte imperial, su sello de oro en el dedo-. Anhelaba el poder temporal, el premio placentero a sus trabajos. Quería experimentar el gozo de hablar con reyes y nobles, de vivir en un palacio y ser el representante de la Iglesia en la tierra, y bendecir a todo el mundo, y ser reconocido en cualquier parte, y comer a manteles solo por costumbre, y estar rodeado de sirvientes que considerasen un honor servirlo, y descansar en un lecho con olor a rosas. Sintió envidia por los que así vivían, mientras a él le dolían las piernas de caminar, y después sintió soberbia al considerar inferiores a él a todos los nobles de la tierra, y los odió en su fuero interno. Maldijo los festines de los cardenales, y aborreció a un Pontífice harto de comida y servicios, mientras él ejecutaba la palabra de Dios y no recibía otra cosa que trabajos a cambio, eso y dolores en cada miembro de su cuerpo. “¡Hipócritas!” clamó mientras la ira se le encendía. Tomando una piedra como un puñal, la deshizo contra el suelo. “¡Servidores del diablo! ¡Lobos con piel de cordero! ¡Pastores que maltratáis a las ovejas! ¡Hijos de una víbora, malvados!” exclamó, “Recogéis las flores del mundo y a los que hacen la voluntad del Padre les dais hieles y ajenjo por bebida. Sanedrín de fariseos, infieles al amor, ojalá Dios os extermine como hizo con Sodoma, Nínive y Babilonia”. Estaba triste. Conocía las maldades de los hombres de doble mirada – como usted, don Megalonio, gusta de decir- y ya no veía la belleza del paisaje, sumiéndose en una espiral de angustia que lo impelía al crimen, a la destrucción y a la venganza. “Aprended de mí” recordó haber leído en el evangelio, “que soy manso y humilde de corazón”. Esas palabras sonaban muy lejos de sus oídos. Para consumar la tentación vio a una pastora de cabellos dorados y piel de marfil al borde del camino que vigilaba un rebaño de cabras. Ella le sonrió sin conocerlo. Galo le habló en lengua bárbara. Le dijo que estaba casada y que su marido estaba lejos. Estas palabras le sonaron como un eco incesante a su corazón. Su mano se desplazó no sé cómo hasta el muslo derecho de la dama y esta sonrió encantadora, atrapándole en la red de sus seducciones. Sintió la piel fresca y suave, la sangre fluyendo debajo, los músculos tensos y la carne blanda y firme. Quiso reaccionar, pero ya las hormonas le habían paralizado el cuerpo extendiendo el fuego por sus miembros, como un incendio. Su voluntad estaba encadenada y luchaba por liberarse de la trampa, pero la red se extendía y el deber claudicaba ante el placer. Hizo un esfuerzo por pensar en la manzana de Eva, cerró los ojos por los que entraba el deseo comunicándose a su cuerpo y la voz de la pastora, que lo llamaba “lindo”, le abrasó la médula de sus entrañas. Tan agradable podía ser para un solitario la visión del mayor de los placeres humanos en un desierto que, si la eternidad dependiese de aquel insignificante y peregrino momento, la entregaría como el salario de la prostituta. Tan deprisa evoluciona el mal, a semejanza de los anillos de la serpiente del mítico engaño que envuelven los cuerpos hechizando a las almas, que cada segundo perdido es un paso más hacia la fosa.
De alguna manera, la voluntad acorralada de Galo, como la de San Antonio en Subiaco, pedía ayuda a Dios con una voz agonizante. Justo en el instante en el que la desnudez de la mujer activó sus genitales, la ayuda divina, “que nunca desampara a quien cree en ella”, se manifestó. El dolor de la picadura de una abeja le despertó del pecado. Le había alcanzado el veneno urticante de aquel insecto que, viniendo a morir a sus pies, lo había salvado. “¡Bendito dolor!” diría cuando hubiese recuperado la cordura. Se frotó la mano derecha a la altura del pulgar donde el aguijón lo había alcanzado produciéndole una hinchazón ardiente en la parte afectada. “¿Qué te ocurre, guapo?” preguntó la pastora semidesnuda bajo la sombra del hayedo, sin comprender el efecto invisible de la picadura, que había detenido la excitación de su amante enfriando la entrevista. Ya consciente, Galo despertó del hechizo de la vanidad a la comprensión de la inteligencia, y rechazó a la mujer. Todos aquellos quienes piensan que el dolor que engendra el mal de nada sirve y solo perjudica al hombre, sepan que solo en la noche del mal y del dolor la luz de la alborada se manifiesta, y el bien nace como una lámpara en el pesebre de la tristeza. En el placer se duerme el alma; en el dolor, sin embargo, se despierta. Como el padre que educa a su hijo con castigos para enseñarlo a dominar sus impulsos y a triunfar en la vida, así el Amor nos educa con el dolor para que nos parezcamos a él hasta llegar a identificarnos con su gracia, la felicidad.
Estaba Galo dando gracias a Dios por la merced que le había hecho, cuando he aquí que la mala mujer, engañada por su debilidad de espíritu, se arrojó sobre Galo con desesperación y colocó sus nalgas en las ingles del asceta. Pero el pecado que conduce a la muerte ya había sido absorbido por la victoria y de nada le sirvió a la mujer volver a la carga. Galo se apartó de su lado con violencia sin atender a sus llamadas, como hizo el patriarca José con la esposa de Putifar el egipcio. Fue entonces cuando vio la transformación que se operaba en el rostro del mal. La pastora lo miró con rabia mientras sus cabras se dispersaban por la cañada a gran velocidad. Su cara había cambiado, se había oscurecido su tez y en su cutis se apreciaban erupciones como de rubeola, y estaba cambiando mientras Galo la miraba. Llegaba a no identificar a la dama con aquel animal que no le sacaba el ojo de encima, poblado de vello en las mejillas, con la boca alargada en un hocico puntiagudo y unos ojos que se habían vuelto dos puntos negros y brillantes. No reaccionó hasta que vio el cuerpo exacto de una comadreja delante de él, con la grotesca contundencia educativa de un hecho. El organismo de Galo, debilitado por el hambre y la fatiga, había escenificado un espejismo – pues eso son las tentaciones- del cual había aprendido una lección moral, porque el peor enemigo del hombre está dentro de sí mismo y sus manifestaciones se obran a través del pensamiento, invisible palanca que mueve el tablado de lo aparente. Un pensamiento es la empuñadura de una acción. Todo pensamiento persistente termina por manifestarse en la dimensión o reino visible de una manera o de otra, ya sea por medio de una sensación o de una recreación imaginaria, cuyos efectos son idénticos si idéntica es la enseñanza.
Galo recobró el conocimiento en un lugar desconocido mientras saboreaba un bocado de trucha a la plancha. Frente a él había un pescador de frente arrugada y barba gris vestido con un manto de piel de lobo.
– Come- le dijo en alemán
Galo masticaba y deglutía a medida que recuperaba su memoria dormida.
– ¿Dónde estoy?- preguntó en alemán y después en latín “Ubi sum?”, y en sajón “Where are me?”.
– Come, no hables- le indicó el viejo.
Galo devoró una trucha, dos percas, una tenca y un rodio.
– Por Jesucristo le pregunto, ¿quién es usted?- interrogó al pescador.
– Soy Garten de Thun- le contestó este- Toda la vida me llamaron Garten el Cojo, porque tengo una pierna más corta que otra, eso es, y pesco en el lago y como de lo que pesco, y vivo en esta isla porque quiero.
– ¿Qué isla?- preguntó Galo.
– Esta es una isla – dijo el viejo sin darle más importancia.
Galo se levantó y caminó hacia la ribera próxima donde se irisaban las aguas. Veía un lago liso. A lo lejos se distinguía un bosque de hayas en el que recordó haber estado.
– Garten es bueno- habló el viejo- No tienes de qué temer. Come de lo que pesca y no roba de lo ajeno. Garten hace de todo: Garten caza, Garten cuida ganado, Garten cultiva trigo, Garten bebe vino puro y va a las fiestas, si hace falta. Lo único que no hace Garten es bailar con las mozas, porque Garten baila muy mal a la pata coja y las mozas no lo quieren de pareja. Prefieren a los mozos que les inflan la barriga. Solo eso.
– Anciano, gracias por haberme atendido como un buen samaritano- le agradeció Galo ofreciéndole la diestra.
El viejo no le estrechó la mano ni se movió del sitio.
– Anciano no sé quién es- replicó- Yo soy Garten el Cojo.
Galo comprendió su ignorancia.
– No estás bautizado, ¿verdad?- le preguntó.
– ¿Cómo “bautizado”? No estoy enfermo- se justificó- Hace un año tuve la peste. Me curé solo. Pero me dolía mucho estar solo. Por eso cuando veo a un enfermo solo, como tú antes de comer, me entra pena y lo traigo a casa, a la isla donde vivo para que no me ataquen los lobos. La gente del pueblo no me quiere, dice que tengo la peste y que traigo la enfermedad a los niños, y me apalean para que vaya fuera y no hable con los niños.
– ¿Crees en Dios? – lo interrogó Galo.
El viejo se asustó y abrió mucho la boca mientras se rascaba la espalda para espulgarse.
– No hables alto. Le tengo miedo.
– ¿Por qué?
Garten bajó la voz y acercó mucho su boca a la de Galo. Tenía una sola muela.
– Él me castiga muchas veces… Dice la gente que se enfada porque los hombres no le dan las reses que le hacen falta para comer. Es muy malo. Manda los rayos y la peste y come personas. Un brujo me lo dijo.
– Dios no es malo- declaró Galo- Dios es mi amigo, y el tuyo, si quieres, también.
Entonces el viejo retrocedió unos pasos y se dio una palmada en la frente.
– Mientes –habló- porque si Dios es tu amigo, no tenías que dejar ayudarte por Gasten. Él te ayudaría.
– Dejó que tú me ayudaras para comprobar si eras bueno- comentó Galo.
Garten se rascó la cabeza.
– ¿Tú eres brujo?- preguntó.
– No- confesó Galo- Soy misionero, y mi tarea es llevarle el nombre de Dios a todas las gentes, para que creyendo en él, se salven. Nada tienes que temer de Dios, amigo, pues cumples sus mandamientos, que son su voluntad, aunque no conoces su nombre. Eres semejante al hijo del viñador, que niega su deber con los labios pero lo cumple con sus obras. En verdad te digo que muchos honran a Dios con las palabras, pero su corazón está lejos de él. En cambio, tu corazón está cerca de Dios, pero tú todavía no lo sabes. Por eso he venido yo a decírtelo.
– Garten tiene miedo de Dios- reconoció el viejo meneando su cabeza canosa poblada de piojos- Si él se enfada, puede destruir el mundo, las tierras, la gente, todo. Mata a los niños, manda huracanes y tormentas y arrasa las casas. Tiene hambre. Dispara flechas de peste e incendia los bosques, y trae mucho mal y mucho dolor. Garten nunca llora, pero a Garten le murió un hijo hace mucho tiempo. Era pequeño y se parecía a Garten de joven. él y su madre murieron, y Garten los enterró al pie de un olmo, junto al lago, en otoño.
– El dolor y la muerte no viven de Dios- le explicó al monje- Vienen del hombre. Del hombre, cuando haciendo uso de su libertad, es infiel a su palabra y se emborracha de vanidades. El mundo, con su diferencia, es una tentación constante para el hombre, porque le ofrece caminos anchos y fáciles que van a la perdición. Pero el dolor nos educa como el castigo de un padre, que no quiere destruirnos, sino salvarnos. A ti te dolió mucho la muerte de tu hijo, pero respóndeme con el corazón en la mano, ¿no has sido mejor, más bondadoso, después de su muerte?
El viejo abrió la boca. Después escupió en el suelo. Le costaba reconocerlo.
– Sí- dijo al fin- Pero el hijo de Garten también era bueno. ¿Por qué lo mató?
– El hijo de Garten pasó a mejor vida y en este instante goza de amor pleno con los bienaventurados –explicó Galo con una sonrisa- Pero tú estás triste, porque se ha separado de ti. Lo que te duele es la separación. No obstante, ese dolor ha contribuido a hacerte mejor persona.
Garten quería replicar, pero no sabía cómo. ¿De dónde había surgido aquel individuo que en un instante le explicaba lo que durante toda su vida había estado oculto, en tinieblas de incomprensión? ¿Y no lo había devuelto a la vida él con sus propias manos? Esto no le cabía en la cabeza.
– Dios te ama- dijo Galo- Por eso ha hecho todo esto por ti.
– La gente no dice eso- objetó el pobre pescador como último refugio de su miedo.
– La ley de Dios no es la opinión de los hombres- corroboró el misionero- Los hombres juzgan según las apariencias, pero Dios juzga según el corazón.
Y le explicaba al viejo asustada por la inclemencia de su dura vida lo que era la ciudad o el amor, poniendo muchos ejemplos sencillos para disipar sus temores supersticiosos. Se sentía más firme en su resolución de servir a Dios cuando enseñaba a otros, porque no se acordaba tanto de su propio pecado. Le enseñó el rito de la eucaristía, igual en forma a la costumbre diaria de comer a la mesa, pero con un significado espiritual que trascendía la supervivencia de las células. Rezó con él el padrenuestro y le desglosó los versos esclareciéndole su significado con ejemplos tomados de la vida cotidiana. Una mañana lo bautizó con las aguas del lago, bendiciéndolo con la fórmula establecida por la tradición, mientras los patos, los gansos y los ánades alzaban el vuelo rumbo a otras regiones:
– Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Garten quiso conservar su nombre tras haber renacido. Después Galo le brindó la posibilidad de acompañarlo en su camino rumbo al este, donde le comunicara su sueño que estaba su destino. Abandonaron la Isla de la Soledad, en medio del lago de Thun, y partieron a evangelizar las aldeas. Los antiguos compatriotas de Garten se decían cuando lo veían pasar:
– ¿No es este Garten el Cojo, el pescador de la isla de Thun? ¿No lo expulsaron de Münsingen para que no trajese la peste al pueblo? ¿Qué hace ahora predicando con un extranjero este desgraciado?
Y se sorprendían de ver que Garten era otra persona, y de marginado y proscrito social se había convertido en un maestro. Una vez que Galo estaba predicando en la plaza en compañía de Garten, unos mozos de cabellos largos que vivían de la caza en los montes, envidiosos de aquel viejo al que insultaban cuando eran niños, dijeron en voz alta, para que todos lo oyesen:
– Escuchad a Garten el Cojo, que aprendió las letras ayer. ¡Parece un juez de distrito de noble familia, coronado por sus pulgas! Todavía huele a establo, pero ahora da leyes y habla igual que un conde, meneando el rabo como los perros apaleados.
En la plaza se oyeron murmullos y risas, y un viejo con las mejillas rojas de beber vino puro, se envalentonó y dijo:
– Es que ahora come de caliente y se cree un rey.
El pueblo reía. Galo interrumpió las murmuraciones:
– Garten era uno de los vuestros, y ahora Dios lo ha escogido para llevar su palabra a los pueblos. Si no lo escucháis a él, su enviado, tampoco escucháis al Dios que lo envió.
– ¡No es un enviado!- gritaban los ruines- ¡Es un cojo lleno de pulgas! ¡Es Garten, Garten el Cojo, el hijo de una mula!
– ¡Ay de vosotros, calumniadores – clamó Galo- que negáis la palabra de Dios y servís al diablo que os ha de dar muerte! Garten era tan pobre en su barro tenebroso como lo sois ahora vosotros, pero Dios por medio de su caridad manifestada en Jesucristo, Dios omnipotente otorgó la riqueza de su luz que a todas partes llega a este pobre, pues Él siente predilección por los humildes y abate a los soberbios, para que viéndolo transformado en lámpara, creyeseis. Nuestro Señor lo dice: “Nadie es profeta en su tierra” por eso obró más milagros en Cafarnaum que era una ciudad extranjera que en Nazaret, el pueblo de su infancia.
Después, Galo dijo a Garten: “Vámonos de aquí” y ambos abandonaron la comarca del Thun rumbo a los prados de Unterwalden, donde los alemanes del norte apacentaban sus rebaños. Garten ya no sentía su cojera, y caminaba como sobre el aire, con una agilidad sorprendente. La fuerza de su espíritu le había otorgado salud a su cuerpo. Al principio, el novicio sucesor de los Apóstoles – palabra griega que significa “enviados”- se preocupaba por la falta de alimento, pero Galo lo alentaba diciendo: “Nunca faltó alimento al servidor de Dios. ¿Cómo no iba a preocuparse un padre por las necesidades de su hijos?”. Y siempre hallaban caza fácil, o pesca, o frutos de temporada, o comida en casa de los huéspedes indígenas a los que convertían. Nunca les faltaba el pan, no aquel que sacia la gula, sino el que satisface la sola necesidad.
En Schwyz curaron a varios enfermos invocando a Dios para que su milagro los alumbrase. Devolvieron la movilidad a unos tullidos que tenían agarrotados los músculos de los brazos y de las piernas por una esclerosis, y se fueron dando gracias a Dios y admirando a quienes los veían. A un niño tuberculoso que tenía manchas de sangre coagulada en la piel lo curaron administrándole aceite de hígado de bremos, tímalos y corégonos para ahuyentar la enfermedad, del mismo modo que Tobías había curado a su mujer con las vísceras del pez que pescó el arcángel San Rafael. Se morían los jóvenes de malaria, y Galo fumigó con incienso y ruda a los mosquitos del verano que en el siglo XVIII serían conocidos como anopheles por los naturalistas – principalmente por Linneo-, propagadores de la infección. Varias mujeres hemorroísas – con flujo de sangre- se levaron el interior de la vagina con infusión de aloe vera y quedaron sanas. A los alcohólicos enfermos del hígado y a los que padecían cirrosis les administró hepática en grandes cantidades y les recomendó reposo absoluto, pues habían de pasar por obra de la palabra de la muerte a la vida, y debían de arrepentirse del funesto vicio de la embriaguez, que daña a la vez el cuerpo y el alma. Les llevaban en literas de sauce sobre los hombros de los familiares a enfermos de tétanos, a paralíticos crónicos, a enfermos mentales considerados locos o endemoniados, a ciegos, a sordomudos, y a todos los curaban Galo y Garten con la ayuda de Dios. Los que resucitaban de sus enfermedades se bautizaban en masa, y a Galo le llegó a doler la mano derecha de bautizar – como dicen que le aconteció a San Francisco Javier en extremo oriente- y tuvo que hacerlo temporalmente con la izquierda pidiendo ayuda a Garten en aquel ministerio, porque sus fuerzas se agotaban solo para administrar el primero de los sacramentos. El pueblo los adoraba llamándolos hijos de Dios y las madres les presentaban a sus bebés recién nacidos para que los bendijesen, pero él replicaba:
– Ahora que estáis bautizados, todos sois hijos de Dios, y su herencia es la vuestra, el reino de la paz y la alegría.
En medio de las tormentas los misioneros iban de casa en casa predicando y curando, y los rayos no les tocaban y caían casi a sus pies incendiando la maleza mientras la lluvia y el granizo amenazaban con hundir el cielo. Algunos creían que había llegado el tiempo vaticinado por San Juan en el Apocalipsis, y que el mundo se acabaría, pero Galo les recordaba las palabras del Divino Maestro: “No oigáis a los que os digan que aquí o allá está el Cristo, pues como un rayo que cruza de un extremo a otro el cielo, así será la venida del Hijo del Hombre”. Les invitaba al arrepentimiento, no obstante, diciendo: “No os durmáis, pues no sabéis el día ni la hora de la prueba”.
La fama de los dos misioneros que curaban toda clase de enfermedades se extendió a Zürich y a Glarus, y venían algunos enfermos a caballo y otros a pie para que Galo y Garten los curasen. Muchos, con solo recibir el bautismo, por obra de la fe que todo lo puede, perdían los síntomas de la enfermedad. Galo quería quedarse en aquella tierra y fundar allí un monasterio donde tanta gente se había convertido, pero recibió un oráculo en sueños ordenándole desviarse hacia el norte, en dirección al Appenzell. Cuando anunció al pueblo su partida, muchos quisieron seguirle, pero luego, al conocer su resolución de partir hacia una región poblada de fieras que no había podido ser habitada hasta entonces, solo un mozo joven llamado Rudenz – no llegaba a veinte años- curado de meningitis y con la mente sana, se ofreció a acompañarlo. Garten, por disposición de Galo, se quedó con aquella comunidad bautizada por él con el nombre de Cafarnaum –por asimilación con la homónima del evangelio, donde el Verbo encarnado había obrado tantos milagros- y se ofreció, viviendo en los votos de pobreza, castidad y obediencia a ser su pastor hasta su partida al reino de los cielos. Era domingo por la mañana cuando Galo, después de la eucaristía, junto con Rudenz, partieron hacia el norte montados en dos mulas tordillas. Aquella mañana las nubes del cielo parecían láminas de zinc, y una luz blanquecina se filtraba a través de ellas. Graznaban las cornejas y los alcaudones, y un gavilán les salió al encuentro persiguiendo una tórtola. Llovió un poco y después clareó. Descansaron en las praderas para comer y dejaron pacer a las mulas. Daba la casualidad de que un grupo de vecinos grisones, que habían servido en los ejércitos de los visigodos que saquearon Roma en el 410, se habían armado de alabardas francas para atacar la región de Unterwalden, que les debía tributo por una cuestión de lindes, y se habían instalado con sus caballos en aquellos mismos prados. Eran unos cincuenta. Al ver a Galo y a Rudenz, los confundieron con los campesinos de Unterwalden, y tres hombres de barba casi hasta la rodilla – pues se consideraba entre aquellos pueblos paganos un atributo de nobleza llevar la barba sin cortar, así como los cabellos- se fueron hacia ellos para robarlos y escarnecerlos. Rudenz estaba bebiendo un vaso de leche condensada que había traído para el viaje. Uno de ellos, sin decir esta boca es mía, se lo quitó de la mano y se puso a beber su contenido delante de él. Los otros, entretanto, se burlaban de ambos con insultos para provocarlos y vengarse en ellos de sus compatriotas. Entonces Rudenz se encaró con ellos y les dijo que eran reos de muerte quienes perseguían a los miembros de la Iglesia de Cristo, a sus siervos Galo y Rudenz de Schwyz. Al oír el nombre de Galo, los tres que allí estaban se postraron a sus pies, pues conocían su nombre por la fama de sus milagros. Llamaron a sus hombres e, hincando la rodilla en tierra al modo feudal, les pidió que los bautizase, porque aunque habían oído hablar de los cristianos, no sabían nada de su doctrina. Cerca de Wald, donde se encontraban, discurría un río de aguas procedentes de los glaciares próximos, que retumbaban con el viento y se derramaban en aludes, y allí Galo y Rudenz bautizaron a los cincuenta hombres. Algunos pocos, infectados de sarna, fueron curados. Después retomaron el camino al Appenzell atravesando el río en unas balsas de pino construidas por los soldados grisones. Ya en la otra orilla, caminaron durante dos días ininterrumpidos y al tercero llegaron a un bosque de abetos donde pernoctaron. Estaban en Appenzell, en un bosque de los valles. Había linces y lobos sueltos, y los dos misioneros permanecían sin provisiones porque se les habían acabado. Cazaron un gamo con la ballesta de Rudenz y, asando sus miembros al fuego, se alimentaron durante una semana. Un día llegaron a un prado. Galo se sintió indispuesto y quiso descansar. Reclinó la cabeza sobre una piedra, como Jacob, y soñó que allí estaba su vaticinada abadía. Se levantó y refirió el sueño a Rudenz, pero este replicó:
– Hemos dejado marchar a los hombres, y ahora nosotros dos solos no podemos levantar una abadía.
Galo le respondió:
– Lo que para los hombres parece imposible, para Dios no lo es, y Dios actúa a través de nosotros por medio del vehículo de la fe, que es nuestra libertad puesta a su disposición. ¿Qué es una semilla? Apenas un grano de arena, pero sembrada en la tierra hace germinar un árbol grande. Así es nuestra fe, débil en nosotros, porque somos débiles frente a la magnitud de la naturaleza, pero fuerte en quien nos la ha dado, cuya fuerza se manifiesta en nuestra debilidad absorbiéndola, como la luz absorbe a las tinieblas.
Y, diciendo esto, Galo talló un arado de madera y con él marcó en el suelo de la pradera verde próxima al bosque el perímetro de la abadía. Rudenz pidió ayuda a los canteros de la región pero estos le dijeron literalmente que hacía falta la fuerza de un oso para trasladar las piedras graníticas de la cantera al solar de la abadía, separadas por un kilómetro en cuesta. Fue esta la respuesta que dio a Galo. Entonces el misionero salió a hacer él mismo la tarea, y Rudenz se asombraba de ver la fe de aquel irlandés que había salido de su tierra allende el mar solo para cumplir la voluntad de Dios. Motivado por su ejemplo, lo acompañó decidido a llegar adonde él llegase, tomando dos hogazas de pan de cebada para el camino. Cuando iban hacia la cantera, de un claro del bosque surgió un enorme oso negro que acababa de despertar de su letargo invernal, hambriento por la hibernación, y les salió al encuentro rugiendo amenazador y levantándose sobre las patas traseras, les enseñaba sus garras corvas de casi un palmo de longitud. Rudenz, a pesar de estar acostumbrado a aquellas apariciones en las montañas helvéticas, se quedó petrificado por el miedo y los músculos de sus piernas se agarrotaron. Galo no tembló frente a la fiera hambrienta a punto de saltar sobre él, sino que arrojándole su propia hogaza de pan, le dijo:
– Come por hoy el alimento de la palabra, y hazte manso como aquel que la envió.
El animal devoró la hogaza con la delectación de un necesitado y miró a Galo, su benefactor, que le había regalado un alimento que no le había costado esfuerzo ni derramamiento de sangre, como a un amigo. Si bien es cierto que los animales son irracionales, su instinto es capaz de percibir emociones, y pueden comunicarse a través de ellas con el hombre. Por eso el perro es fiel a su amo, y el caballo conoce a su jinete. El oso reconoció instintivamente que Galo lo había ayudado y, perdiendo la fiereza, se acostó a sus pies con total confianza, poniendo su hocico al nivel del suelo. Galo entonces se aproximó a él y acarició con la mano su cabeza y alisó el pelaje denso de su lomo. El animal lamió sus dedos y se dejó acariciar. Rudenz creyó delirar cuando presenció la escena. Tenía miedo. Galo lo invitó a que pusiera su mano sobre la frente del oso echado a sus pies y el muchacho acarició una fiera salvaje a la que muchos cazadores no se hubieran atrevido a acercarse. Los picapedreros de la cantera quedaron sin habla cuando vieron a los dos misioneros llegar acompañados por el oso, que los seguía como un perro.
– Me habéis dicho- les intimó Galo a los siete canteros que entonces se encontraban trabajando- que sería necesaria la fuerza de un oso para construir la abadía. A quí os traigo lo que necesitáis.
Después oró a Dios y unció al carro de los picapedreros, tirado por una vaca celta, al propio oso que se dejó uncir por su benefactor, y arrastró una carga de dos quintales de peso hasta el emplazamiento de la abadía. Galo ordenó a los canteros que lo alimentasen con pan. El oso trasladó al damero todos los sillares necesarios para las paredes exteriores, y aún sobraron materiales para las bóvedas y las arquerías. Se extendió el milagro por Turgovia y Schaffhausen, referido de boca en boca, y los habitantes de los alrededores se ofrecieron voluntarios para colaborar en la construcción de la abadía que hoy se levanta en la ciudad de San Galo, comenzada en el año 613 y que desde 1983 ha sido declarada por la Unesco Patrimonio de la Humanidad. Hoy en día se conservan en su fachada exterior y, sobre todo, en su interior, elementos de la época tardobarroca, profusos y dinámicos. San Galo es el patrono de Suiza, y el símbolo de su amicto, la cruz blanca sobre campo de gules o rojo ha sido tomado como emblema de Suiza desde su independencia en 1848, y más tarde, durante las guerras de unificación italiana, invirtiendo los colores del campo y de la cruz, sería tomado el símbolo como emblema de la Cruz Roja Internacional fundada por el ginebrino Henri Dunant en 1859 para auxilio de las víctimas de guerra”.
Aquí terminó Frank su maravilloso y edificante relato sobre la Leyenda de San Galo y, por lo extenso y minucioso que era – como filigrana de sensaciones- se me antojó una sinfonía hablada. ¿Quién lo diría? Ya estábamos en Friburgo. Veía las murallas circulares y el pináculo de pizarra negra de la torre del Ayuntamiento taladrando el cielo como una escuadra de Chirico. La ciudad de Bertoldo de Zähringen fundada en 1178 emergía de las profundas simas del paisaje.
– Amigo bardo- le comenté- No tiene usted nada que envidiar a Bocaccio, a Chaucer, ni al anónimo narrador de las Mil y una Noches, pues no solo cuenta usted mejor un cuento que Gabriel García Márquez, sino casi al nivel de los mismos evangelistas.
– Como el cuento incluía la historia de mi patria – insinuó Frank con la contundencia expresiva del novelista Jakob Wassermann- no me resistí a tejer una narración que fuera, en cierto modo, ejemplar, como aquellas que con mucha fortuna relató el nacido en Alcalá de Henares, el español Miguel de Cervantes.
– Pues nada hay que decir- comenté como un Valery Larbaud muy peludo- sino que en su historia caben todas las historias. Es un cuento de cuentos su “Leyenda de San Galo”, porque su relato es capaz de salir de un corazón y de entrar en otro. Pero, ¡Marcelo!, ¿Se puede saber qué estás haciendo con esa lagartija en la mano? No me digas que mientras este señor contaba el cuento de su patria, tú te entretenías en cazar lagartijas como si la cosa no fuera contigo… ¿Y cómo has hecho para bajar del caballo sin que yo, que te sujeto la rienda, me diese cuenta?
– Estabas muy distraído, padre- respondió el niño riendo- así que mientras caminábamos vi esta lagartija y no tuve tiempo de resistirme a cogerla. Fue un trabajo difícil, pero al fin lo conseguí- reconoció el niño mostrándome el reptil de escamas verdes.
– Es una cría de lagarto ocelado- nos informó Frank- Son muy frecuentes durante esta estación, porque los huevos eclosionan y las crías huyen nada más nacer buscando el sol que calienta su sangre.
– Es ley de vida –reconocí- el buscar la luz que da energía y el huir de las tinieblas vacías. Esa verdad se aplica también al reino del espíritu, aunque el concepto de luz y de tiniebla es otro. ¡Oh! ¡Fíjese! ¡Qué hermoso día! En el azul de la cúpula suprema flota un archipiélago de velludas nubes blancas como castillos etéreos. No creo que Füsli pudiera pintar un cuadro tan simbólico como el de estas pomposas cícladas cuyo sueño vaporoso se haría carne en la lluvia de mañana. Y debajo, Friburgo se despierta al beso del príncipe del cielo como la bella durmiente del apólogo. ¡Por las costillas de Gargantúa! ¿Nos hemos pasado toda la noche de ayer en vela escuchando su relato, amigo Frank, o es que he perdido la noción del tiempo o, como dicen los actores, los papeles?
– No se equivoca, don Megalonio – respondió Frank consultando su cronómetro con la admiración de un Leibniz- Son las ocho y cuarto de la mañana, las 8:15 a.m., como dicen los británicos. Sería conveniente dejar las monturas y desayunar un chocolate, o lo que les apetezca.
– Sí, pero, ¿dónde dejar a los cuadrúpedos?- insinué- Habrá que devolvérselos a su legítimo dueño del Valais y pagar la deuda de su alquiler.
– Por eso no se preocupe- explicó Frank rebuscando en el bolsillo de la pelliza- La deuda está pagada. En cuanto a la devolución de los pencos, voy a llamar por teléfono a los operarios para que nos los envíen al dueño.
Marcó un número en su celular y dio el encargo. Al cabo de diez minutos, se presentaron dos jóvenes con un camión de transporte y cargaron con los dos caballos introduciéndolos en un vagón acondicionado.
– Ustedes los suizos- le dije al oído de Frank- tienen empresas para todo. Funcionan con la precisión de un cirujano, son más cibernéticos que Norbert Wiener, y no se les escapa ni un solo ministerio.
– Tal vez tengamos mucho de mecánicos, como usted dice- celebró con breve sonrisa el compositor- Aunque la matemática nórdica no puede suplantar a la espontaneidad mediterránea y, pasado el ecuador, nuestro tísico ritmo les hace reír a los bailarines.
– Ninguna virtud es absoluta – confesé con la contundencia de Boecio- Es por esa causa que siempre se puede aprender.
Estábamos en la autopista A-12 y los automóviles pasaban a nuestro lado como esculturas móviles de Boccioni.
– Tomemos un taxi a San Nicolás- dijo Frank sacándose el sombrero. Yo también me lo sacaba metafóricamente ante la radiante generosidad de aquel alumno de Apolo.
Ya a bordo del taxi, en menos que canta un gallo estábamos en la Basse-Ville, coronada por la ínfula azul del Sarine. Desayunamos en un café un chocolate exquisito servido en una jícara de porcelana de Sèvres con unas tostadas a la nórdica, untadas con abundante mantequilla azucarada. Los turistas rondaban las calles sacando fotografías a cualquier cosa, y hasta los excrementos de un perro les parecían algo ciertamente pintoresco. Esta expresión es solamente un decir, porque la ciudad estaba más limpia que una patena, y los tejidos de pizarra a cuatro aguas relucían como si los hubiesen fregado con amoniaco.
Estábamos en la molasse de San Nicolás cuando he aquí que – y perdónenme San José de Calasanz, Don Bosco, María Goretti y todos los educadores y pediatras si digo que un niño se parece a veces al mismo diablo- Marcelo sintió la irreprimible necesidad de desalojar la vejiga, y como le importaba un comino lo que pensasen de él los transeúntes, bajó la cremallera de la petrina y se puso a hacer lo que, entre otras cosas, nuestro padre Adán nos enseñó contra los neumáticos de un turismo. Frank y yo estábamos distraídos discutiendo sobre la fachada de la catedral, sobre si era gótica o no era gótica, sobre si tenía un cierto parecido o no con otra, sobre si la piedra sedimentaria con que estaba construida era más o menos resistente que la de Toscana, y de repente oímos voces y murmullos de una asamblea a nuestras espaldas. En torno al niño se agolpaba una multitud de curiosos de ambos sexos que le preguntaban en un idioma que no conocía su domicilio y el linaje de sus progenitores, así como si tenía o no tenía antecedentes penales.
– Apártense, gentes charlatanas – dije rescatando al niño del interrogatorio- Este es mi hijo amado, ¿qué le quieren?
El tumulto se hizo mayor. Frank intervino. Las mujeres me miraban con horror, y se detenían en mis sobacos poblados de vello largo, que nunca conoció las tijeras.
– Este niño maleducado – dijo un hombre con rostro afilado como una gubia en francés- estaba orinando en plena calle, estaba orinando igual que un perro vagabundo sobre las ruedas de un coche.
– Y se reía- apuntó una anciana con moño plateado y guantes de ante- Se reía induciendo a los otros niños a cometer una infracción.
– Parece un niño abandonado – comentó una mujer rubia con pecas graciosas- según va de vestido y calzado, y según tiene alborotado el pelo, cuyas puntas parecen púas de alambre.
– Señores –intervino Frank mediando como Moisés entre los egipcios- Este niño no es Oliver Twist, ni Huckleberry Finn, ni un niño de la piedra, sino el hijo de este noble señor que tengo a mi lado, el cual se precia de llamarse el eminentísimo don Polifemo Megalonio, también conocido entre los círculos de amigos como “El Cíclope Dandy”.
Era la primera vez que me daban aquella denominación. Yo la acepté como el caballo regalado, sin mirarle el diente.
– Deben disculpar si este tierno infante ha infringido las normas de ética cívica – prosiguió Frank con la parsimonia de un Alejo Carpentier-, pero no me negarán ninguno de ustedes que nada grave puede cometer un niño, un querubín como este que parece la figura central de un Nacimiento. ¿No han visitado la ciudad de Bruselas? ¿Y no han visto en el medio y medio de su plaza mayor la estatua gloriosa del Menneken Pis, haciendo sus tareas como Dios es servido? ¿Y no se sintieron orgullosos de sacar una fotografía junto a su fuente de aguas claras que discurren como un allegro de Chopin o como un lieder de Szymanowski?
Todos decían “así es” reconociéndolo con boca pequeña. Pero el civismo está tan arraigado en Suiza como el beriberi lo estuvo en la armada británica, y un profesor de Filosofía y Letras no pudo faltar en aquella reunión ni pudo dejar de pronunciarse como un portavoz de la oposición en el Parlamento:
– No está bien –dijo- apelar a los sentimientos para justificar sinrazones. Eduquemos a nuestros hijos, y mejor nos irá.
El pueblo daba vítores a aquella intervención. Yo no me resistí a recoger el cetro de la palabra del suelo, adonde lo habían arrojado las murmuraciones, y a levantarlo como a una bandera sobre el tumulto.
– Hombres y mujeres de buena voluntad – hablé con el optimismo cortés de un León Blum o de un Churchill- Aquí les dirige la palabra el padre de la criatura. Citan ustedes la educación, honor de la nación helvética, y yo les digo: “Ojalá los adultos fueran tan educados como este niño, y no existirían los conflictos ni las guerras”. Díganme ustedes con el corazón en la mano, no en el bolsillo, ¿qué es preferible, conculcar un precepto humano derivado de la costumbre o sacrificar un imperativo categórico de la conciencia, un mandamiento moral?. En efecto, las costumbres, como decía Ulpiano, son acuerdos tácitos del pueblo legitimados por el uso, y estas, con el tiempo, se transforman en leyes, las cuales institucionalizan una determinada forma de vida para un grupo de personas. Pero las costumbres y las leyes son relativas según el modelo de sociedad elegido, por el contrario, los imperativos morales son comunes a todos los hombres. Cuando vemos a alguien incumplir un precepto de la costumbre o la ley, como ahora lo ha hecho mi hijo, nos reímos y decimos: “Es un bárbaro o un salvaje”. Si nos trasladásemos a vivir en su sociedad y nos comportásemos como ahora nos comportamos, los bárbaros y salvajes seríamos nosotros. Ahora bien, si no cumplimos con el imperativo moral, no solamente somos unos salvajes, sino unos seres que se destruyen a sí mismos, y que ponen en peligro la convivencia social, porque no actúan según los mandatos de la razón, que son siempre buenos, sino según los caprichos de una libertad mal administrada, que deriva en el fracaso, en el dolor y en la muerte. ¿Son ustedes descendientes de aquellos fariseos del evangelio que colaban un mosquito y se tragaban un camello? No sean tan necios para dejar escapar al ladrón y prender a quien, de buena fe, lo aloja en su casa. Dejen libre la inocencia del niño, y persigan la culpabilidad del delincuente.
Así dije, y los presentes me escucharon con mucha atención y, cuando terminé de hablar, me aplaudieron con ambas manos. Marcelo subió la petrina con mucha solemnidad y dejó insinuar una carcajada de aprobación. Entre nosotros se coló un periodista pedestre que nos alargó un grueso micrófono a Frank y a mí para que respondiésemos a su interrogatorio de rigor. Yo le informé:
– Amigo, es ese niño el protagonista de la escena. Póstrese ante él y adórelo.
Con la velocidad de un reactor diésel, el periodista le hizo a Marcelo muchas preguntas, y él a todo respondía con una sonrisa espontánea, mirando a la cámara y poniendo el dedo en el visor como ejemplo de conducta. Tuve que tomar a Marcelo de la mano mientras Frank se quitaba al reportero de encima, que le preguntaba acerca de su obra musical, de sus aficiones, intentando sonsacarle alguna confesioncilla frívola sobre su vida privada. Nos refugiamos en la catedral- en aquel instante estaban rezando el rosario- y contemplamos la precisión magnífica del templo, edificio consagrado por el hombre para albergar la mayor de las concepciones humanas. Conté los 365 escalones de la torre principal, y no subí ni el primero. Después salimos a la calle y paseamos por el barrio del Bourg, y observamos la novedad del Funiculaire construido en 1899, una prueba de la excelencia de los países del norte de Europa para aprovechar la energía sobrante que se pierde en los procesos productivos, en este caso, del enorme potencial de las aguas residuales, que hubieran admirado a un Siemens. No nos subimos por temor a destrozar el invento, pues mis pies se deberían temer cien veces más que la nitroglicerina. El frío se colaba por las calles y les calaba a Frank y a Marcelo en los huesos, y a mí en el pelaje. Los turistas venidos del sur se imaginaban estar en el cero absoluto de Kelvin, a pesar del principio de incertidumbre de Heisenberg. Como un milagro patente manaban las fuentes de la Fuerza, de la Fidelidad, de la Samaritana, de la Valentía, de Nuestra Señora del Rosario, de San Jorge, de San Juan, de Sansón, del Salvaje, de Santa Ana, y de Jo Siffert. Me sorprendió que el agua que fluía no pasase de repente al estado sólido formando maravillosos témpanos. Frank me invitó a probar la cerveza Cardinal, y se sorprendió de que fuese capaz de beberme el contenido de una barrica sin que me hiciese el más mínimo efecto.
– Para mí no hay diferencia entre la cebada fermentada y la no fermentada – declaré con la contundencia del sastre Worth- El alcohol tiene en mí la misma repercusión que el agua con gas. Al fin y al cabo, ¿qué diferencia hay entre el furor de Baco y la suavidad de la quina?
– Hay un abismo de diferencia – bromeó Frank- como el abismo que va de la salud a la enfermedad.
– Ese es un abismo psicológico creado por el miedo – confesé- Lea usted a Marcuse, o mismamente, a Jules Supervielle.
– La farmacopea y la endocrinología aseguran que el alcohol se almacena en el hígado y lo dilata hasta deteriorarlo – aseguró Frank- Probablemente por esa razón el árabe Mahoma lo prohibió para su pueblo.
– Al fin y al cabo el alcohol no puede dañar si no se bebe- me justifiqué como lo haría sir John Falstaff o Tom Jones, si se diera el caso – Todo es malo en exceso, a juicio, por ejemplo, de Aristóteles, y también del mío, pero suprimir de raíz algo resulta demasiado mosaico y poco práctico, porque es el conjunto de todas las cosas sin exclusión de ninguna lo que forma la vida. La vida es una abstracción derivada de la percepción simultánea de todas las cosas, y rima con Dios, el mundo y el hombre, sus sinónimos.
– Y el mal, ¿con qué rima el mal?- preguntó con la astucia de Escoto Erígena el mimado de Euterpe, que sostenía un vaso casi rebosante de la efervescencia de su propia música.
– El mal no rima con nada – confesé- porque nada es.
– Entonces, ¿no existe?- se adelantó el compositor- Si no existe, ¿por qué lo nombra como un universal abstracto?
– El mal existe como negación – confesé- Es un espectro fabricado por nuestra libertad, como un ser mitológico, el diablo, en el cual muchos se confían y que es una trampa de su deseo que se hace pasar por verdad. La cizaña se parece al trigo. Se parece, pero no lo es. Muchos –en alguna ocasión todos lo hicimos- caen –caemos- en el engaño de la inconsciencia, que es el anzuelo del placer donde la mente más lúcida se duerme. Salomón cayó en el pecado – la negación de la felicidad- mediante su irrefrenable pasión por las mujeres, que le hacía perder la razón. Todo lo que no es consciente es malo.
– Ergo, el alcohol, que provoca la inconsciencia, es malo- dedujo cartesianamente Frank.
– Depende, como le digo, de la cantidad ingerida – comenté- El mal es una cuestión de medida. Lo que se pasa de la raya del circuito moral, eso es malo porque es excesivo, porque el campo de la moral o la fidelidad al bien consciente es más reducido que el campo existencial, y es por esa razón por la que se hace posible la libertad humana. Voy a ilustrar el argumento con la metáfora de un ejemplo: imagínese el jardín del Edén – símbolo del mundo visible-, imagínese a los dos representantes sexuados de la humanidad en su doble naturaleza apta para constituir el vínculo de la sociedad unida – esto es, a Adán y Eva-, imagínese la fruta del árbol prohibido – esto es, el concepto de prohibición o maldad-. Una conducta buena siempre supone una restricción de la acción, una censura invisible que divide el deber de la sensación. El árbol está ahí, pero su fruto no puede tocarse. Es una restricción. Un límite, una medida. Transgredir o pisar el límite, equivale a equivocarse.
– Pues aplíquese la máxima y beba usted con moderación, que ya se ha metido por lo menos doce vasos entre pecho y espalda – me aconsejó Frank con dulzura- Tenga en cuenta que tiene un hijo que cuidar, el sarmiento de su descendencia.
– ¡Oh! ¿Dónde estará ahora el titular de mi esperanza?- pregunté- Este pequeño Max Planck debe de estar haciendo pruebas cuánticas con un pedazo de teja, esto es, arrojándola en todas direcciones para comprobar si termina rompiéndose.
– Siempre me he preguntado desde que le conozco- intimó conmigo Frank- cómo siendo usted un cíclope, un monstruo de un solo ojo…
– Y además ciego –repuse- Ese detalle no debe olvidarse.
– Es decir- prosiguió mi amigo con el talante opaco de Prokófiev- cómo un esperpento o una caricatura viva del ser humano, que Homero y Hesíodo tratan ciertamente de salvaje, inculto, antropófago y bruto, puede estar con cualquiera hablando tranquilamente de los arquetipos universales del hombre, y además educando como un Sócrates a quien le escucha. Este debe ser el misterio mayor de la humanidad.
– Se equivoca de parte a parte –inquirí- El misterio mayor de la humanidad es el de la Encarnación. Este misterio se conecta con aquel. El Padre Universal otorga el Espíritu de su Verbo a quien quiere, sin discriminación, pues no hace diferencia entre las personas, ya sean jívaros, lestrigones o cíclopes, como yo. El Espíritu o la energía interior que mana del amor libre tiene siete dones: sabiduría, consejo, ciencia, entendimiento, fortaleza, piedad y temor de Dios o caridad. Esos dones son tan potentes que pueden transformar a un ser cavernoso como el que le habla en un maestro.
– No he hablado hasta ahora con un ser tan lúcido como usted – me confesó el compositor fijando en mí sus firmes ojos- Es un mito que se ha hecho cuerpo visible, algo así como un milagro.
Mientras hablábamos, la gente nos miraba con ojos incrédulos. Marcelo jugaba distraído con una cucharilla de café y yo me rascaba las orejas con mis uñas corvas de azor. Las voces perdidas en el espacio del local creaban el silencio. En el tumulto resonaban las notas sensitivas de un pianista escondido en una nada aparente, detrás de la bambalina de una columna, exótico como un gramófono o como un mechero de Bunsen, y metafísico en su original armonía como la pintura de Juan Gris. La música es extemporánea, no pertenece al tiempo, sino que crea el tiempo. Su exquisita fuerza liberaliza el sentido y paraliza la fluidez de la emoción en la patria comprensiva del conocimiento. Si no me creen, hagan la experiencia de escuchar música con los ojos cerrados y verán un universo solo de pensamientos. Por esa razón la lluvia es tan emocionante, por su ritmo armónico que parece un lenguaje secreto. Únicamente lo secreto atrae al hombre.
Hice el esfuerzo de leer en las caras de las personas la contundencia numérica de las sensaciones, y me encontré con que cada semblante me recordaba una parte de mi vida. Las expresiones eran para mí recuerdos. ¡Y eso que mi retina está ya amortajada! ¡Valiente cosa es el ver sin ojos! La tolvanera de imágenes a tutiplén que elevaban el vuelo como mariposas plexipo en el intervalo absoluto de mi mente podrían dar qué decir a un surrealista, si es que esos ejemplares de ufólogo existen y no son actores disfrazados de profetas.
Vinieron a interrumpir la lúcida alucinación un par de guardias civiles del cantón, sonrientes ediles casi robóticos que pidieron unos bocks y se acodaron en la barra muy juntos, como si estuvieran enamorados. Se descubrieron las cabezas cinematográficamente, como los espectros de Hollywood, y sostuvieron los quepis en la mano izquierda con servil fema alemana y cortés licencia francesa, arrugando el uniforme de la ley en la barra manchada de la costumbre. Cantaba una diva – una corista, mejor dicho, discípula de la Naná de Zola o de las modelos degradadas de Toulouse-Lautrec- a la que un telonero en el escenario interior del café con metopas y acantos dorados por la plática sialista de la sucesión humana – siempre prospectiva- presentaba como “Ligeia” con aquel encanto misterioso del visionario taumaturgo estadounidense. Era esta cocotte una cola de pavo real esplendorosa, radiante de ojos que la miraban y de lentejuelas que la absorbían hasta los extremos acuchillados de los que emergían como ninfas emotivas y gemelas unas rotundas y blancas piernas. Interpretaba su papel seductor con amaneramiento cortesano, luciendo unos guantes de lana negra hasta los codos – juego de contraste entre la desnudez y el abrigo que, a modo de odalisca turca, sobrecoge la candidez del que la contempla como un quinto elemento de la naturaleza – y trataba de hacer ondular su cuerpo al son de la música encandiladora, convirtiéndose en el centro de la atención de una espiral giratoria que en torno a ella desplegaba los pétalos de sus variedades. El vodevil se desvanecía en cadencias lánguidas como sirenas tuberculosas que, pálidas y débiles, se acostaban en la impasible e insuficiente calma chicha de los acordes. Recordé a aquel espectro trovadoresco de Rimbaud, al siempre adolescente Bob Dylan, imitador del bohemio Pierrot Lunaire de Albert Giraud. Recordé los anatemas del cabalista Elías Canetti en su ensayo “Masa y poder”, donde maldice tácitamente el ídolo de la máquina y la industria, más terrible que el golem de Praga, metamorfoseado en el sobredorado becerro empapelado en billetes de dólar del capital. “Capital del dolor” cité a Éluard agregando en un solo vertedero simbólico la máquina y su consiguiente decadencia espiritual, con todos los sentidos falsos de las telecomunicaciones alienantes – los mass media y el Gran Hermano Internet-, la violencia que engendran los metales – el dinero y la guerra- arrancados de las entrañas terrestres, y el cadáver pútrido y hediondo del interés consumido en una salsa de bacterias.
El símbolo- pensé con un deje de amargura ,más propia de Swedemborg o de Alexis Kivi que de este plantígrado que les habla- se desarrolla especialmente en el ambiente claustrofóbico de la civilización industrial, verdaderamente orwelliana y babilónica, debido a que la falta de elementos naturales a primera vista en una ciudad, por ejemplo, el verde de la hierba, provoca que el observador asocie el residuo de una máquina o de un instrumento de fabricación humana a través de un proceso productivo centralizado – esto es, industrial o en masa o en serie taylorista-, por ejemplo, un tornillo o una tuerca, con ese elemento que falta. Así se desarrolla el hermetismo del arte actual, tan técnico y difícil de comprender a simple vista que autores como Ortega y Gasset lo han titulado de “deshumanizado”, por ser excesivamente críptico. Pero ese cripticismo lo provoca la sociedad cuando pretende sustituir la naturaleza original siempre cambiante y dinámica por el cabaret de la civilización, que no es más que una réplica que va perdiendo progresivamente su significado. Me vienen a la mente los dolorosos versos de “Poeta en Nueva York” de Federico García Lorca, que acusan esta situación, o también los de algunos poetas estadounidenses de la “generación beat” como Frank O’Hara, Kenneth Rexroth o Allen Ginnsberg; y asimismo el teorema gráfico de la denominada “action painting” de Pollock.
Esta civilización positivista, tecnocratista, que se refugia en el paraíso artificial de sus cuatros paredes opacas y falsamente luminosas como el espejo del Foliès- Bergére de Manet, que canta boleros, baila tangos y valses y fuma rubio sin cesar contaminando con la manipulación genética de sus hábitos las fuentes de la vida, febrilmente, con la misma hidropesía burguesa de las revoluciones liberales del XIX, que en el XX produjo la hecatombe de las dos guerras mundiales y desastres ecológicos como el deterioro de la capa de ozono en la Antártida, el desastre nuclear de Chernobil o el cambio climático, es la misma que se queja de las nuevas técnicas del arte, que se ha hecho cada vez más satírico como corresponde a una sociedad cuyos valores han descendido vertiginosamente. No hay más que pasearse por una ciudad para ver de cerca a los homúnculos de Millares pintados en las calles, decrépitos, sin fe y sin esperanza como los españoles de Azorín y Baroja, Cándidos Corderos que trabajan en la Administración de ocho a dos y que solo saben hablar de sueldos, salarios y planes de pensiones. Estos larguiruchos muñecos de alambre, como las esculturas de Giacometti y las pinturas de Modigliani, se mueven al compás de los campos magnéticos de la opinión pública del periodismo político, oscilando entre izquierda y derecha sin saber muy bien qué extremo escoger del Parlamento Gástrico – el símil es de Daumier- para sentar el culo correctamente. De esta desertización progresiva de los principios morales concebidos a partir del contacto directo con la naturaleza hablan de las obras de Rothko y de Pollock, los escenarios de De Kooning y Gorky, las sinfonías cuánticas de Kandinsky, Klee o Maliévich, las composiciones de Tàpies, las degradaciones de Saura, los collages cúbicos de Picasso, Braque o Léger, los pintoresquismos de Matisse derivados del último impresionismo fauvista, los dibujos cromáticos y metafísicos de Mondrian, las excentricidades figurativas de Dalí, Miró, Magritte, Max Ernst, Carrá o De Chirico, los sarcasmos de Marcel Duchamp y las esculturas geométricas de Brancusi y Duchamp-Villon, los orfismos críticos de Delaunay, los expresionismos de Munch y Van Gogh, y de todo el grupo Der Blaue Reiter ( “El jinete azul”): Ensor, Heckel, Kirchner, Schiele, Kokoschka, Nolde, Marc; los hedonismos psicoanalistas de Gustav Klimt, los collages de Bacon, las simplicidades de González, las confusiones infantiles de Dubuffet, los hiperrealismos que parodian la fotografía y el pop-art que se burla de la cultura de masas derivada del consumismo norteamericano nacido en los años veinte del siglo de las grandes guerras, y tantas otras piezas que se me olvidan, como las esculturas de Moore, los desnudos de Modigliani o los velocismos de Boccioni y Balla. Todas ellas retratan en múltiples series un solo rasgo de nuestra sociedad: el miedo. El miedo, la duda o la inseguridad derivada de una vida en tinieblas, mecánica, inmanente y tan tediosa como vacía.
Todo esto me vino a la cabeza con el debut de la cantante encantadora que interpretaba la letra de las composiciones haciendo vibrar su pecho de cristal como el plumaje de un ruiseñor. Terminó el bolero hispanoamericano “Bésame mucho” con aplausos y lluvia de claveles sobre el escenario, que parecía un púlpito. En esto estaba la masa uniforme del público cuando he aquí que el senescal – presentador, ataviado de smoking y con una gardenia en el ojal me clavó sus ojuelos de hurón y, señalándome con su dedo índice de baratero me rogó que subiera al escenario. “No me haré de rogar” pensé. De hecho, aquel Aristide Bruant de acento gascón, como D’Artagnan, creía que yo iba disfrazado de lo que en realidad era, y me pedía encarecidamente que bailase una giga para deleitar a los circunstantes, que nunca habían visto nada semejante desde que el mundo fue creado de la nada irreal por quien bien sabía hacer las cosas. Ascendí – prefiero decir descendí- a aquella plataforma luminosa, tramoya tísica de lucecillas de Edison que parpadeaban con los colores del arco iris, y bailé lo que supe. Cuando los espectadores vieron mi lomo peludo sostenido en el arco de medio punto de mis piernas ejecutando una contradanza ágil como una montaña que baila con ritmo nadie pudo contener con las dos manos la risa que brotaba de su boca absorta. Incluso Frank Martin chasqueó la lengua con aquella interpretación. El éxito fue rotundo. El público gritaba como una fiera hambrienta que quería más espectáculo. El patrón no podía echarse atrás, porque si yo me iba, se iría conmigo toda su clientela. Me pidió de rodillas que bailase un tango con Ligeia.
– Nunca bailé un tango –le aseguré- Tengo los pies demasiado pesados.
– Da lo mismo- me declaró el tramoyista en francés- Haga lo que usted quiera.
De modo que pusieron en el tocadiscos un vinilo de Gardel mientras la banda hacía que soplaba, y aquel postre femenino me pidió que la tomara por la cintura con mis manos de palafrenero, con las uñas sin podar y corvas como guadañas. Yo hice lo que me mandaron. Bailé como pude, mientras mi pareja de baile, sílfide casi aérea, saltaba como una corza para huir de mis terribles pisotones. Era digna de ver aquella varieté. Había más de mil cámaras grabando el entreacto, y la gente se peleaba por ver la escena. Nadie se fijaba ya en el tierno pecho ni en las piernas blancas de la mujer, sino en mi lomo peludo y mis piernas retorcidas como columnas salomónicas. El pianista no era capaz de pulsar las teclas de la pianola, de la risa que le acometía por momentos. La rabera del local se llenaba de mirones. Nos pusieron “Dos gardenias” y después “La cumparsita”. Aquellas gentes no entendían el castellano, pero se sabían de memoria las letras de las canciones, y tarareaban al unísono las coplas como si fuesen padrenuestros. Se parecía bastante aquello a la ópera china, y los gritos se sucedían al estilo de las cargas de metralla, uno detrás de otro sin tregua y con estruendo implacable. El patrón sabía que mi pantagruélica interpretación era un negocio que generaba dividendos como la banca Rothschild, y atacaba temas y más temas indefinidamente, a modo de préstamos de usurero, para mantener aquel burdo tinglado de vanidades, digna Tarpeya de ociosos. ¡Sí, ya lo creo! Si Tackeray estuviese allí en aquel preciso momento, podría escribir otra “Feria de vanidades” en aquel Music Hall. Los borrachos aplaudían animados por el furor de Baco con unos semblantes muy parecidos a los homónimos de Velázquez. Entró un judío al que llamaban Mosche (Moisés) arrastrando un schwyzerörgeli, un hackbrett y un trümpi característicos de la música tradicional suiza, y cuando trató de interrumpir el acto para tocar lo suyo lo echaron de allí a patadas entre los circunstantes poseídos por las ménades del espectáculo. Ya habíamos destrozado el escenario de madera de aglomerado bailando “La canguela”, “El entrerriano”, “El choclo”, “Caminito” y “El día que me quieras”, cuando nos impusieron desde bastidores la “circus polka” de Stravinski, cansados ya los oídos presentes de tanto bandoneón.

Llora, llora, corazón,
llora si tienes por qué,
que no es delito en el hombre
llorar por una mujer,
seguían cantando los borrachos lanzando las gorras al aire, a pesar de que la polca y las marchosas mazurcas que nos esperaban ya gemían como bisagras oxidadas. El compadrito arrabalero de Buenos Aires dio paso a las obsesiones de Chopin. De ahí pasamos al minué Don Giovanni de Mozart, que interpreté con el donaire de un búfalo y el empaque de un cachalote, como un Luis XIV que, en lugar de manto de armiño, lucía una sábana de pelos espesos pegados a la piel. En el intervalo cantabile de una suite, estrené mi voz cavernosa y campanuda que rompía los cristales y los tímpanos. A los presentes les pareció que acababan de llegar los cuatro jinetes del Apocalipsis envueltos en densas volutas de humo de tabaco. El pianista ya no tocaba y se reía con las manos también. El patrón harpagoniano se excitaba pensando en los beneficios.

Rebecca, Rebecca, get your big legs off of me.
¡Ya estábamos en los shuffles negroides del rock and roll! Ya habíamos interpretado algo de gospel y blues a la gregoriana, rugiendo a dos carrillos. Recuerdo que yo meneaba mi esqueleto de dinosaurio antediluviano con mucho ritmo, como una araña sobre una sartén, haciendo del “Big Mama Thornton” un charlestón, provocando un terremoto en el inmueble que volcó mesas y sillas excediendo los grados de la escala Richter. Aquello era una bacanal. Ya no veía a Frank, asustado sin duda por la tectónica de las masas humanas. Los hidalgos de la prensa desplegaron sus cámaras móviles y filmaban sin perder un ápice de lo que sucedía, desde todos los puntos posibles, como el pincel de Cézanne, la exhibición del movimiento ondulatorio de mis caderas. Ligeia se había desmayado. El patrón no sabía si reír o llorar, y cantaba como un energúmeno, abriendo su enorme bocaza sin dientes de sapo partero. Me vino a rescatar del maremágnum de la sociedad del espectáculo – Guy Debord ha sido especialmente lúcido al acuñar este término- la imagen de la inocencia en figura de ese niño redentor que siempre está por venir al mundo, encarnado en mi adorable, pequeñuelo, juguetón y travieso Marcelo, cuya vida era un diamante en mis manos cansadas del arado del tiempo. Vino así, de repente, como vienen los ángeles, sin preguntar ni ceca ni meca, porque sí, porque simplemente, me amaba. Subió al escenario y me saltó al cuello con la agilidad de un tarsero de Borneo.
– Hace mucho ruido aquí, padre – me dijo- Vámonos a otra parte.
– Sí, hijo mío, ya nos vamos ahora – le prometí conmovido- Este foro es capaz de corromper al mismo Diógenes. El espectáculo posee un efecto que podríamos denominar “Pigmalión”, según aquel mito griego del escultor que se enamoró de su obra, tan bien recreado por el fabiano Bernard Shaw en una pieza teatral del mismo nombre, en la que un anciano forma a una señorita que después lo abandona ingratamente – ¿no hace lo propio la sociedad con sus maestros?-. En el espectáculo, el actor – pues siempre es un actor aquel que interpreta para el público- se engrandece con los aplausos de los espectadores, y los espectadores aplauden porque creen que el actor lo merece, aunque ellos no sepan muy bien por qué. De modo que nos encontramos ante un círculo vicioso pigmaliónico: el actor cree que lo hace bien porque le aplauden, y los que le aplauden lo hacen porque creen que lo hace bien. Nadie entiende muy bien qué es lo que pasa: ni el actor ni los espectadores, y todos se comportan imitando el comportamiento de los demás. El único que comprende lo que ocurre es quien provoca la situación, el empresario, que levanta un escenario para obtener dinero a título privativo, sin importarle ni poco ni mucho lo que pueda sucederle a la sociedad. De este modo, unos y otros se lanzan al coliseo del negocio – cuya principal acepción es el entretenimiento- sacrificando cada día nuevos gladiadores ante los ojos de un público que, acostumbrado a todos los vicios, desea sensaciones cada vez más fuertes, y solo se terminan saciando con la propia sangre derramada, que es el extremo al que puede llegar la diversión sin control racional. En una sociedad de empresarios – y no de moralistas, ya sean sacerdotes o laicos, militares o civiles, políticos o electores- el espectáculo –como en la Roma imperial del poder centralizado- se convierte en el granero de la plebe, en la máquina logística que a través de los carteles propagandísticos de las telecomunicaciones – prensa, radio, televisión, internet, por este orden de importancia yendo de menor a mayor- domina la opinión pública y amasa al vulgo para que se convierta en el producto de una ideología, en la clave de un sistema o de una doctrina propagandística sobre un determinado estilo de vida. Claro que, este simbólico becerro de oro que instituye una mentalidad apartada de la espontánea faz de la naturaleza, más tarde o más temprano es abolido por la necesidad de las cosas, que se rebelan contra la máscara de su artificio. Tú, Marcelo mío, eres esa pequeña sencillez del mundo que me rescata de la tiranía de las invenciones vanas de los hombres, de sus diversiones y de sus cruentas fiestas, para enseñarme la felicidad brillante que late al fondo de tus ojos.
Besaba a mi hijo en la cabeza cuando escuché una sarta de improperios e insultos dirigidos a mí por parte del público, que se encaraba conmigo por haber detenido el espectáculo. “¡Allons, decage!” gritaba un ginebrino pelirrojo con una botella de cointreau en la mano. El patrón estaba furioso. El “Ça ira” empezaba a encender la mecha de su cartucho de descontento general. Un atrevido ocioso con los ojos chispeantes de ron lanzó una botella que se rompió con estrépito en el escenario. Este fue el pistoletazo de salida de otros muchos objetos de cristal que estallaron como minas junto a nosotros. El patrón subió al escenario con la intención de asirme por las solapas de la americana y amenazarme con despedirme, pero yo no tenía solapas, ni americana, ni podía ser despedido de ninguna manera, porque para empezar, no había sido contratado. Por eso el buitre trasnochado de aquel abominable negocio se limitó a aletear como un cuervo caído en una trampa. Lo aparté con una mano y, con Marcelo en los brazos como un San Antonio de Padua, avancé entre la turbamulta de juerguistas, tahúres, logreros, faranduleros y pillos hacia la salida del local abriéndome paso con mis codos de hormigón.
Algunos estudiantes vestidos de punta en blanco, con camisa y zapatos charolados, de ademán altivo y desenfadado como el de los Beatles, tiernos lovelaces o rastignacs que se cataban los piojos de su inexperiencia en la vida, me jalearon cuando pasaba como un tsunami a su lado, resuelto a dejar aquel antro de perversión para respirar el aire puro de la calle. “No, sino haceos miel y comeros han moscas” recordé aquel refrán aprendido en mi infancia siciliana, y volviéndome hacia los pollos recién salidos del corral los miré fijamente con mi único ojo de fuego y les abrasé las entrañas como si fuese la mismísima fiebre amarilla. Adoctrinar a la juventud – y si no, Juan Bautista de La Salle me desmienta- resulta más fácil que corregir a los veteranos viciosos de la edad madura, pues el hábito es más firme y, además, la capacidad de aprender disminuye cuando las canas ilustran nuestros cabellos. De modo que ya había abierto la puerta de castaño con montante de vidrio biselado para marcharme, cuando noté que un barrigudo calvo a medias, con los ojos muy separados y las sienes enjutas de verdes venas hinchadas, me interceptó. Era el patrón. “Mouton de merde!” me chilló a la altura del pubis, “Allons, debauché, bête de ménagerie, vénez ici…”. Me aseguró que iba a impedir que le arruinase el negocio. Le había destrozado el escenario bailando y el público estaba rabioso porque había detenido el espectáculo. “Contrate, si quiere, a los hermanos Marx. Yo no trabajo para nadie, y menos para un cómitre negrero como usted”. Dicho esto, salí de allí sin despedirme. El día estaba bastante fresco – unos dos grados Celsius haría- cuando salí con Marcelo de La Coupole, que así se llamaba el café-concierto aquel, a imitación del original parisino de la rue Neuve-Sainte-Geneviève, en las cercanías de la cúpula del Panteón al que debe su nombre. Sin duda alguna, La Coupole era un panteón de ídolos vanos de neón y fluorescente que podrían acatarrar la mente firme de Francis Bacon. Junto al puente de Zaehringen nos aguardaba Frank con su fusta de fresno a lo Philleas Fogg o a lo Stephen Dedalus, no al lado de un simón, de una tartana o de una diligencia, como en la novela francesa del siglo del positivismo romántico, sino fumándose una pipa bien abrigado con bufanda de lana, y junto a un mercedes alemán – la marca es una metonimia necesaria- que, como quien no quiere la cosa, nos esperaba con los intermitentes encendidos y parpadeantes.
– Pensé que no llegarían nunca – se quejó nuestro anfitrión- Usted, don Megalonio, se encontraba como un pez en el agua en el cabaret. Le sienta bien la bohemia.
– Decía Séneca que es bueno pasarse de vez en cuando al campo enemigo para conocer su táctica – agregué- Como a Dante, me gusta callejear hasta por el infierno.
– ¿Qué le parece si continuamos el itinerario con la visita a las exposiciones de Jean Tinguely y Niki de Saint Phalle?- me preguntó el sinfónico Frank Martin con el tono de un aria ondulada como la probable voz de Orfeo- En este taxi podemos llegar al edificio donde se exhiben sus obras públicas a una velocidad supersónica.
– Dejémonos de velocidades, querido Arión de los delfines armónicos, que no hay nada tan veloz como la muerte, que nunca deja de llegar a tiempo – confesé- Mejor es hacer poco y bien que mucho y mal, porque todo lo que corre es efímero e inestable, y dura, en boca de Job, lo que tarda en pasar un soplo. Tanto da una blanca como dos negras, y una negra como dos corcheas, y una corchea como dos fusas. Así lo expreso para serle más coloquial en su registro, para que vea que no ha caído en saco roto su compañía.
– Ya lo veo- me felicitó el compositor sacándose el sombrero con el pulgar y el dedo corazón, con deportividad mundana, mientras el taxista nos abría la puerta y yo tardaba de cargar mi cuerpo en el asiento trasero de cuero negro.
En la exposición de Jean Tinguely, entre bedeles y espectadores, me enamoré de la escultura “Réquiem pour une feuille morte”. Nunca encontré una composición tan lírica y melancólica, que revelase tan nítidamente el mecanicismo europeo extendido, a través de las telecomunicaciones, a la pelota rodada del mundo. Un complicado mecanismo de ruedas y engranajes de sofisticada ingeniería y de metálica astucia – como la máquina exhibida en la atelana filmada “Tiempos modernos” o aquel cacharro ilusionista de Pascal que fabricaba orgón, o la “máquina del tiempo” de H.G.Wells, o el clavileño de Ariosto, o la nave espacial que tocó en 1969 la piel de la luna – transmitía un movimiento inicial hasta una hoja seca e inerte que se desplazaba livianamente como un cadáver animado. Hablo en pasado porque estoy recordando, pero el Arte es siempre presente, porque se actualiza en cada nueva observación. Esa hoja seca es la muerte, y la máquina es una ráfaga de aire encadenada en un conducto humano – los principios genéticos del soplo divino, los valores morales universales, transmitidos mediante el ingenio de la tecnología de generación en generación que transmite una danza divertida – la danza de la muerte- al cadáver de la presunta realidad. Parece pesimista, como una versión mecánica del Eclesiastés. Pero es genial, porque es la imagen alegórica exacta de la sociedad tecnológica. Muchos dirán que es decadente, y tienen razón al decirlo, pero nuestra civilización anclada en sus prejuicios históricos es también decadente,y, en este caso, en esta “pintura negra”, el artista se limita a reflejar fielmente la situación como una radiografía naturalista, sin entrar en una valoración personal de la misma, al modo del criticismo sarcástico de la ironía cuyo género fundamental es la sátira. El género de la sátira es el más extendido en el arte de las épocas materialistas en las cuales los valores bucólicos comienzan a decaer. Así, en la época imperial romana posterior a Augusto se desarrollaron especialmente la sátira y el epigrama – ahí tenemos a Juvenal, a Marcial, a Persio, a Petronio, a Apuleyo, a Estacio, a Lucano ( en cuya “Farsalia” se aprecia un acento de réplica contra el poder social establecido), a Séneca ( cuyas tragedias griegas deformadas en pasiones incontrolables y sarcásticas darían lugar al teatro isabelino y shakespeariano), a Catulo y a Lucrecio, sus precursores-; en la época barroca del siglo XVI y XVII surgieron autores como Quevedo, Rabelais, Cervantes, Tristán L’Hermite, Villon, Manrique, Cochanowski, Erasmo de Rotterdam, que a veces derivaron hacia la metafísica; en el siglo XIX se destacó especialmente en la sátira Byron, y a partir de él el movimiento romántico –crítico llamado realismo, y el humorismo de Wilde; en el siglo XX, el existencialismo de Kierkegaard marcó casi toda la literatura, que se convirtió en una queja y burla constantes – se pueden citar a Unamuno, a Joyce, a Péguy, a Chesterton, a Gide, a Graham Greene, a Sartre, a Céline, a Saint-Exúpery, a Bernanos, a Pirandello, a Huxley, a Orwell, a Rilke, a Kafka, a Mauriac, a Baroja, y un largo etcétera-. En las artes plásticas, a menudo las obras satíricas son menos valoradas que las obras idealizadas; a título de ejemplo, la Piedad de Miguel Ángel es preferida al Grito de Munch. Si bien es cierto que las obras idealizadas son más completas que las sarcásticas, pues las primeras crean un lenguaje y las otras aluden a un lenguaje ya creado, tanto las unas como las otras son necesarias para el crecimiento del espíritu humano, es decir, la materialización del espíritu o el sentimiento en el molde de la experiencia histórica. Y si no me creen, miren estos pelos míos, este ojo ciego enorme y esta boca de alpargata con dientes de sierra mellada, ¿no consideran que estos encantos de mi fisonomía son fundamentales para la paz social? ¿Acaso un cíclope no ama, como cualquier hombre, ni le gusta oler el perfume de las rosas? Pues sepan que estas manos callosas no del trabajo manual, sino del esfuerzo de señalar los errores de los bípedos llamados a la inmortalidad, han acariciado el rostro delicado de un niño.
Salimos de Friburgo a eso de las cuatro de la tarde cuando el bocal blanquecino del sol tímido calentaba más, rumbo a Berna. Llegamos a las seis a la ciudad ursulina en la cual el duque Bertoldo V de Zahringen había atravesado con su jabalina al fiero mamífero antes de construir en el lugar en el que la pieza había caído la primera muralla. Como siempre he padecido una enfermedad crónica denominada por la medicina anterior a Hipócrates, Celso, Galeno y Avicena con el cruel y coloquial sustantivo de “hambre”, enfermedad degenerativa si no se le administra tratamiento a tiempo, para la que no existe vacuna de prevención ni a Jenner se le ocurrió tal idea, estaba yo meditabundo cuando sentía que el duodeno se quejaba como un diputado por su ración, y el yeyuno y el ilión le hacían coro con sus tiples como los actores de la orchestra griega. Tal era la facundia de mis tripas, que no era necesaria otra música en la calle, y a los transeúntes de la Marktgasse les debió parecer que llevaba a las Valkirias de Wagner en la barriga. Encontramos un figón húngaro que exhibía gulash en los escaparates. Marcelo se pegaba a ellos con la lengua también, y había que despegarlo a manotadas. Frank se ofreció a comer con nosotros por última vez , porque había sido invitado por la Orquesta Filarmónica de Viena para asistir a la interpretación de su oratorio “El misterio de la Navidad”, y debía partir en expreso para estar al día siguiente en la capital austríaca. El local era recoleto, aunque fino y no tabernario, servido por un matrimonio de judíos exiliados de Hungría durante el holocausto nacionalsocialista. El patrón llevaba una barba similar a la de Lajos Kossuth, y su hijo – un mocetón de veintiocho años que servía como camarero- iba peinado a lo Endre Ady. En las paredes había réplicas de acuarelas y grabados de L’Ilustration con manchas de aceite, quinqués antiguos, la bandera húngara enmarcada en un corcho y clavada con chinchetas, y retratos de Bela Kun en blanco y negro, además de gorros frigios generalizados durante la dominación comunista, que pendían de la pared atados los hilos de algodón que los sujetaban en alcayatas de acero. Las casas y mesones de los exiliados son siempre museos vivos, réplicas de su patria abandonada, porque dondequiera que vaya el hombre, su patria lo sigue en su memoria.
Cuando me senté a la mesa, una camilla redonda de caoba con mantel a cuadros plastificado, la silla crujió bajo mi enorme peso. Nos sirvieron diligentemente el gulash en una fuente abundante de caolín blanco, donde campeaban bañados en salsa de paprika unos gruesos pedazos de carne de buey cortados con estilete de las proximidades de la columna vertebral a la altura de los riñones del rumiante alimentado con la blanca hierba de la puszta. Cogimos, como se suele decir, al toro por los cuernos, y en menos que canta un gallo dejamos la fuente monda y lironda, como tabla rasa, envasando proteínas y lípidos a modo de erisictones, sin dar tregua a las mandíbulas y mascando cómicamente.
– Este buey- dije al terminar mi ración caciquil- no creo que vuelva a trotar por la pradera, porque el amor que le tengo lo ha unido a mi cuerpo, y somos, como los esposos, una sola carne.
– Esas bodas son las mejores- comentó Frank limpiándose las comisuras de los labios con mucha cortesía, con la diplomacia de Ulysses Grant- Y si además se acompañan de un tinto garnacho, no les hace falta música.
– A mí me gusta más esta comida que cualquier otra – dijo Marcelo imitando a Frank a lo zafio, manchándose más todavía si cabe- Ya no recuerdo cómo sabe la que comí ayer, y me importa poco recordarlo.
– Agua pasada no mueve molino- sentenció Frank- Lo pasado, pasado está, y hay que renovarlo haciéndolo presente de nuevo, actualizándolo, resucitándolo como la primavera resucita los vegetales. La memoria es siempre joven, como la divinidad y el amor, pero las cosas pasan bastante rápido, a prisa, sin atender a ruegos ni a recomendaciones, a ambiciones ni a deseos. Oú sont las neiges d’antan? Ubi sunt? Cuán presto se va el placer. Díganlo todos los títulos mundanos, todas las potestades, frágiles ministerios elementales que se disuelven en la absorción cósmica de la luz del principio. El cuchichí de los fenómenos apenas sirve para esbozar una pálida idea. La relatividad de las cosas es el camino, y el camino es la verdad, y la verdad es la vida. Y la vida es la percepción del sentimiento, cuyo rostro es visible solo a partir de la destrucción propia, en cuya tela de imágenes está oculta la dorada piel de lo perseguido, la presencia sustantiva – y no conjugada en la apariencia- del Ser, el infinitivo de su Verbo. Si la semilla no muere no puede dar fruto, porque la transformación no puede producirse, y para que el principio –que es la causa- y el final – que es la consecuencia- se unan, hay que pasar por el medio, el proceso, la ausencia, el dolor – en cierta medida-, el tiempo o la separación, en definitiva.
– Usted ha hablado mejor que lo harían Heidegger, Mounier, Lammenais y Husserl juntos- confesé mascando el guiso con fruición epicúrea- Se deshace en la boca, quiero decir, las dificultades del universo se deshacen al contacto de su lengua, que es más aguda que una espada para dividir y separar las misceláneas de las confusiones, poniendo cada cosa en su sitio, a semejanza del Espíritu, cuya energía inmaterial pone en orden la materia y la mete en cintura, colocando a cada elemento el marbete de su servidumbre a una causa superior, que es la potencia mental en cuyo trono se sienta el Bien Omnipotente.
– ¿Qué hay de postre?- preguntó Marcelo.
– Este pequeño anhela los premios del placer –apuntó Frank con una sonrisa de Lavoisier- ¿A quién le amarga un dulce? Pero, ¿no sabes, renacuajo, que el mejor dulce es aquel que no se toma nunca, porque resistir y renunciar a los encantos sensibles es lo que nos hace libres y nos acerca a los dioses, que son los elementos naturales, detrás de los cuales está una razón invisible llamada Dios o Creador, que organiza los pasos de esos dioses en la dirección del tiempo? Pero tú todavía eres muy pequeño, y como no tienes pecados aún, tampoco tienes tentaciones. Cuando seas mayor, con todo lo que has aprendido con este hombre – si es que se puede llamar hombre el que tiene un solo ojo- seguro que le darás mil vueltas a Séneca, a Zenón, a Cleantes, a Epícteto y a Confucio.
– A mí me gusta el azúcar, la nata y las fresas – argumentó el niño frunciendo el entrecejo para imitarme cuando levantaba la voz para sentenciar algo relevante.¿Qué tienen de mano el azúcar, la nata y las fresas? Son sabrosas y hacen disfrutar el paladar. Eso es bueno, porque sabe y es agradable, y si es agradable pues entonces es bueno también, siendo como es agradable, porque lo agradable lo quiere todo el mundo, y lo desagradable no lo quiere nadie.
– Eso es hablar con el vientre – rió Frank- Comer o ser comido. Di que sí. Sardanápalo te aplaude. En un niño la naturaleza y la moral van unidas, porque el tierno infante, cuya libertad no está aún manifiesta, dice lo que siente de modo espontáneo. Pero el adulto cae a menudo en la tentación de no decir lo que siente para engañar a su contrario acerca de sus intenciones y aprovecharse así de su ignorancia. Obraron de este modo los amantes arquetípicos del género humano, Adán y Eva, quienes después de haber pecado, se ocultaron, pero a consecuencia de su ocultamiento perdieron el paraíso de la felicidad.
– Dichoso quien os oiga – inquirí a Frank- No será necesario que aprenda a leer.
La gente del figón hablaba como nosotros, en voz alta, sin importarle a nadie el graznar como un ganso. Se escuchaba en el tocadiscos, cuyos altavoces estaban repartidos por el techo del local, cubierto de láminas de porispán, la “rapsodia húngara” de Liszt. El humo de la cocina salía en forma de caperuzas gaseosas con un olor a carne sazonada con ajo, perejil, apio y laurel. Las paredes ocultas por tablillas de roble ensambladas y barnizadas de linóleo estaban tamizadas de gotitas líquidas de humedad, a modo de artificial rocío o de maná figurado. Bela Kun tenía el cristal de su retrato empañado por el vapor en condensación, que cubría la máscara de su doctrina con un velo de despectivo olvido, caricaturizando su mueca en la de un juguete de trapo. Si Esteban I, el evangelizador de la nación magiar, hubiese estado en aquel figón, con la corona de metal resplandeciente que le había regalado Silvestre II en el año 1000 de nuestra era, no hubiese eructado con tanta contundencia como lo hice y recordando desde el esófago servidor la tiranía de su amo el estómago, del que emanan, como los eructos, todas las doctrinas humanas inventadas de espaldas a la divinidad del amor. El camarero húngaro que parecía la réplica de Endre Ady nos preguntó qué tal estaba la comida, y si habían sido de nuestro agrado los platos servidos. Hablaba con cierta dificultad el francés. Yo, que soy tan curioso como un científico, traté de sonsacarle relatos acerca de su vida pública y privada sin tocar en aspectos exclusivamente personales, al estilo del cronista español Mariano José de Larra, no para ponerlos en artículos de periódico al día siguiente vendiendo sus palabras, sino para enriquecer y concrescer mi propia historia.
– Mi nombre es Arpad – nos contó el joven cómodamente sentado en una silla, como posando para una entrevista filmada en el ídolo audiovisual de las masas vulgares – Mis padres, los dueños de este restaurante, descienden de unos emigrantes de Budapest. No quiero decir en qué condiciones emigraron porque no viene al caso, solo les informaré de que desde la última locura de Europa se instalaron en la capital suiza con una mano delante y otra detrás, sin más propiedades que su fuerza de trabajo y sus deseos de mejorar de fortuna, como la de todos los exiliados. Sus padres –mis abuelos- ya eran mayores cuando llegaron y murieron al cabo de cinco años, y yo nací veinte años después de su muerte, para ser más exactos, en 1970. Mis padres, Pál ( Pablo) y Teresa Kádár, me bautizaron con el nombre de Arpad en homenaje al héroe nacional de Hungría que se enfrentó al emperador Otón I del Sacro Imperio Germánico al mando de nueve tribus de hombres. Hungría se precia de ser la patria natural de los hunos que, encabezados por el caudillo Atila, pusieron en jaque al Imperio Romano y provocaron las invasiones bárbaras que ocuparon las provincias latinas, las cuales más tarde darían lugar a los modernos estados de Europa. Dice una leyenda – y no hay leyenda que no tenga algo de verdadero, y si no, díganlo Blake o Morris, amplificada esa verdad por la emoción de quienes la cuentan- que el príncipe Nemrod de Mesopotamia, el mismo que mandó construir la torre de Babel, tuvo dos hijos con unas ninfas eslavas, Hunor y Magor. El primero fundaría el pueblo errante de los hunos que crearía la nación de los mongoles, y el segundo la nación magiar instalada en el Bajo Danubio, pueblos que, aunque se diferencian en los hábitos de vida – los hunos son nómadas y los magiares sedentarios- a menudo se confunden y se integran en la raza húngara, deudora de la eslava. La Viena que conquistaría Carlomagno asediando la fortaleza del ring, dominada por los Habsburgo que expulsarían de Occidente a la nación turca, se convertiría en nuestra metrópolis tras la muerte violenta del hijo de Matías Corvino, príncipe renacentista imitador de Lorenzo de Médicis, y el mejor monarca que tuvo esta nación. Hungría formó parte del Imperio Austrohúngaro hasta 1918, al finalizar la Primera Guerra Mundial, escindiendo definitivamente las cabezas del águila bicéfala. Surgió entonces, como forma de estado necesaria, la República, tras el exterminio liberal – tan defendido por el anarquismo- de las últimas coronas hereditarias imperiales derivadas del reparto militar de las naciones libres. El comunismo de la Rusia de 1917 estaba extendiéndose como el “fantasma” del que hablara Carlos Marx, y Hungría, nación recientemente industrializada y con gran riesgo de contagiarse de la infección del proletariado de las fábricas, cuyos sectores de economía artesanal y agrícola peligraban ante la avalancha del capitalismo consumista de procedencia británica y, sobre todo, estadounidense, se pasaron en seguida a las filas de los bolcheviques. Este embate social llevó al poder a Bela Kun, el mismo que ustedes ven en ese retrato – y señaló al petimetre enmarcado en polvo, como un cadáver- al que nuestra familia siempre admiró por los tristes acontecimientos que vendrían más tarde. Yo desciendo de raíces semitas, como más de la mitad de los europeos y norteamericanos, y nada tengo que avergonzarme de quienes me dieron la vida, aunque fueran hijos del mismo Caín, porque la conducta no se hereda, y por esa razón es posible la libertad humana. Pero resucitando su barbarismo anterior a la difusión de la doctrina cristiana, la opinión pública de los países con gran inmigración de origen hebreo le echó la culpa de las crisis económicas – cuyas raíces son siempre crisis morales- del capitalismo colonial de Adam Smith, al pueblo maldito de la Biblia. Tenemos el ejemplo del caso Dreyfus en Francia, acusado por la pluma de Émile Zola, y la neurosis de la Alemania pro-nazi, hundida por las deudas de guerra injustamente en la ridícula Paz de Versalles. En Hungría, el antisemitismo se incrementó a partir del crack de la Bolsa de Nueva York en 1929, y el terror pagano de las “Cruces flechadas” anexionó la región magiar al expansionismo alemán del nietzschiano Adolfo Hitler, anunciado premonitoriamente por el libelo “¡Alerta, Europa!” de Thomas Mann y condenado por la encíclica del papa Pío XI “Mit Brennender Sorge” ( “Con profunda preocupación”) de 1937. Ya en la Segunda Guerra Mundial, Hungría fue ocupada por las tropas nazis en 1944, y fue en este año en el que mis abuelos decidieron exiliarse. Reconstruida Europa por los aliados, mis abuelos, junto con mis padres, se quedaron en Berna trabajando en este restaurante, que ha mantenido a tres generaciones y aún, si Dios lo permite, va camino de mantener también a la cuarta. Desde pequeño, mi condición de exiliado me hizo preocuparme especialmente por la cultura de mi país, y desde los catorce años leía a Sandor Petofi, a Tinodi, a Balassa, a Gÿongyösi, a Ady –del que he copiado este peinado, si se fijan ustedes-, a Faludi, a Raday, a Verseghy, Bacsányi, Csokonai y Zisfaludy, a Lajos Zilahy, a Biró, a Kássak, a Sáközi, György o Kemény, y en definitiva, a casi todos los autores húngaros. Y tengo como reliquias de mi filmoteca los largometrajes “Los sin esperanza” de Jancso, “Los diez mil soles” de F. Kosa, “Profesor Hannibal” de Fabri y “Días helados” de Napok.
– Eso y la música de Liszt, de Béla Bartok, y de Kodály bastan para hacer Hungría de cualquier parte- aseveró Frank mordiendo la pipa de ámbar.
– Así es- confesó el joven Arpad- Aunque yo me crié en Berna, fui al colegio de los salesianos de Don Bosco y, ya de mayor, frecuento las discotecas suizas de la ciudad para divertirme y conocer chicas, porque no hay que olvidar que la alianza entre hombre y mujer es una institución de derecho natural necesaria para la edificación social por medio de la familia, aunque no por eso olvido la pureza castiza de mis raíces – como suele decirse por ahí- y respeto a los antepasados de quienes soy heredero universal, y los honro como se merecen, pues honrarlos a ellos es honrarme a mí mismo, que de ellos vengo.
– El respeto al mos maiorum- intervine- es la base y el fundamento de la subsistencia social, porque la experiencia de los antepasados es, pura y llanamente, la forma de vida actual, y a ellos les debemos los errores y aciertos de nuestras costumbres elevadas a leyes por el uso. Suele ocurrir que las generaciones modernas olvidan a menudo los trabajos de las generaciones antiguas, sus esfuerzos para construir la sociedad actual, porque el pasado se olvida con facilidad si no se actualiza. Ahora bien, yo le diré, y grabe esto a fuego en su memoria: el éxito de un pueblo frente a sus contemporáneos se debe únicamente a la facultad que tiene para recordar su historia, de la que derivan los principios de sus preceptos culturales. Allí donde nacemos, la naturaleza nos enseña lo mismo de una manera distinta: a un esquimal su entorno le adoctrina en idénticas verdades que a un ecuatoriano el suyo. Pero lo hace de una manera diferente dependiendo de la latitud, que es la distancia que los separa, la cual es la dificultad inmanente, la “tentación” que ha de vencer el ser humano para perfeccionarse a sí mismo. Nuestros conocimientos proceden directamente del entorno inmediato comunicados a través de la primera célula social, que es la familia – pues hasta las crías de los animales gregarios que más se acercan al barro de nuestra constitución reciben sus primeras enseñanzas de los adultos, y los imitan en todo para terminar por ser independientes -, de modo que de sus costumbres dependen las nuestras, como los sarmientos parten del tronco de la vid, que es la sociedad original o, como dice la Biblia, de “nuestros primeros padres”. Ocurre que una crianza despreocupada nos hace pródigos para retener las enseñanzas recibidas, porque no conocemos el mundo más que por referencias y esas mismas referencias despreciamos porque no conocemos el mundo, y, abandonando la herencia de la cultura, nos fortificamos en nuestro egoísmo disfrutando de los placeres baratos del mercado de las vanidades, y alabamos a los pueblos que nos suministran sus vicios, olvidando las virtudes que aprendimos. Solo después de que el mundo nos paga con la moneda de la desgracia, regresamos a la casa paterna del buen vivir y pedimos con lágrimas en los ojos que nos admitan en ella de nuevo como antaño. Aquellas naciones célebres por su prosperidad y riqueza, cuyos ejemplos patentes son la antigua Roma, la Gran Bretaña victoriana o los Estados Unidos de Lincoln, se caracterizaron por la observancia de sus tradiciones, y cuando esto no hicieron, terminaron por corromperse. La Roma de Catón y Lucrecia cuando conoció los deleites del poder se prostituyó convirtiéndose en la Capital del Vicio con Calígula y Nerón, Heliogábalo y Cómodo; la Gran Bretaña victoriana pasó a ser la madrastra del colonialismo con Eduardo VII y sus sucesores hasta terminar en el conflicto de las Dos Guerras Mundiales; y Estados Unidos, cuando probó la repostería del capitalismo abandonando los valores consagrados de los Padres Fundadores, tuvo su castigo en la crisis de Wall Street en 1929, después de una oleada de despilfarro consumista y de frivolidad en las mascaradas de Hollywood. La actual civilización, con su desarrollo mecánico y sus rascacielos soberbios, pretende sepultar en la fosa común a la cultura y a la tradición, sus cimientos, y camina como un ciego sin saber a dónde. Por eso vendrán días en los que se tambalearán las ciudades, y el terremoto de la Necesidad destruirá la red de la pericia y la ciencia del bienestar, porque le hemos dado la espalda a la verdad para vivir en una confortable mentira. Si la juventud tomase su ejemplo, amigo Arpad, viviríamos en un mundo más justo, pero puesto que la mayoría escoge el camino fácil de la perdición, el castigo no tardará en llegar para ella, y sus fiestas se tornarán en lamentaciones. Usted, no obstante, verá la desgracia desde su casa construida sobre roca, porque no se ha dejado seducir por el mal enemigo que a la muerte irremisible nos conduce, presos como pajarillos en el lazo de sus señuelos deleitables. Usted disfruta y se recrea, como a su juventud conviene, pero no niega la verdad manifestada en los valores que le han enseñado. No solo hay placer en el mundo, sino también dolor, y hay que tener en cuenta los dos extremos de la vida, midiendo nuestra conducta con la regla de la razón, que es la moral. La tecnología les ha llevado a los jóvenes a pensar que lo sabían todo, y a despreciar los consejos de sus padres, ya que las habituales novedades de la sociedad industrial les han hecho considerar que sus progenitores eran unos ignorantes, cuando no hay novedad que del pasado no venga. Da lástima ver a los adolescentes emborrachándose mientras sus padres trabajan para mantenerlos, cebándose con algarrobas como los cerdos para la matanza. Creen estar en un parque de atracciones cuando se encuentran en un campo de concentración. Los despertará una calavera futura, como a la Magdalena. Pero creo que me he alargado en esto más que un predicador de Alaska, y pido perdón por ser tan prolijo. Turgueniev hubiera podido escribir veinte tomos más de “Los padres y los hijos” con esta dilatada disertación.
– Todo lo que ha dicho es tan verdadero – aseveró Frank expulsando por la chimenea de su pipa una columna de humo blanco que parecía incienso quemado- que nada se puede objetar a ello. Me sorprendo de que don Megalonio, siendo un miembro de la raza casi extinguida de los cíclopes pueda saber tanto sin prácticamente haber salido de su isla natal, la soleada Sicilia. Confieso haber comprobado experimentalmente aquel aforismo evangélico que asevera: “El Espíritu os lo enseñará todo”. Sí, es el Espíritu o la comprensión el que llega a nosotros, el que nos alcanza y nos enciende cuando lo buscamos, y no es nuestra memoria terrestre la que encuentra las respuestas, es una energía superior, a imagen de un pájaro – o de una paloma mensajera, como gustan de decir las letras divinas-, la que se posa y hace su nido en la pobreza de nuestras experiencias. La Sabiduría no es otra cosa que el vacío que antecede a su venida, esa nada desierta y acogedora en la que se posa. Mientras hablo, me viene a la memoria la imagen de un cuadro de William H. Hunt que tiene por título “Luz del mundo”. En él aparece un rey vestido con túnica, manto y corona que representa el Verbo encarnado o manifiesto, con un farol de luz en la mano izquierda y el brazo derecho alzado en actitud de llamar a una puerta – el mundo- que se encuentra en el extremo derecho del lienzo, al fondo del cual surge un bosque –la dimensión o el espacio-, en cuyo centro se sitúa el sol a modo de punto de fuga, enmarcando con su halo la cabeza del rey. El Verbo no solo se encarnó una vez en el Mesías que padeció en la cruz, sino que se encarna cada día, vestido con la túnica del espíritu y el manto de piel de la memoria en aquel que lo recibe en la casa de su mente. A causa de esta verdad veo cómo don Megalonio, aparentando ser – perdóneme si me excedo, pero así es como lo veo yo, tal cual- una bestia de pies a cabeza, con olor a establo a leguas, y con semblante de hombre de las cavernas – que no creo que los neandertales que estudia la antropología tengan un aspecto más refinado ni una elegancia más bizarra los pitecántropos, pues, por obra y gracia de este espíritu todopoderoso, se vuelve más sabio que el rey Salomón y más cortés y bien criado que el pícaro Voltaire, siendo un Lohengrin de la educación capaz de competir en delicadeza con un cisne que es, a juicio de modernistas, el ave más bella del mundo.
– Le agradezco esos altaneros elogios- repuse un tanto mohíno, con el humor de Groussac- A fe mía que me ha pintado guapo y que solo le faltó ponerme las banderillas. Sin duda que, siendo compositor, tiene usted tacto musical para tocar las cuerdas del corazón y para aplicar suaves scherzos al alma de los amigos. Prokófiev y Rachmáninov suelen ser violentos en sus ejecuciones, pero esta vez confieso que han sido superados por su discípulo.
– No era mi intención zaherir- se excusó Frank- Bien sabe Dios la admiración que siento por usted en todos los aspectos, pero es precisamente esa admiración incondicional la que me obliga a hablar de mis impresiones lisa y llanamente, y usted sabe que para tomar una fotografía – al menos, Nadar así lo estableció- es preciso revelar los negativos del carrete, y esos negativos – como las confesiones desagradables- son necesarios para delinear el contorno luminoso de un retrato.
– Mi padre es el mejor hombre del mundo – intervino entonces Marcelo más empingorotado que un Nostradamus- Nadie me trató nunca tan bien como él desde que se fueron papá y mamá, y me trajo desde Palermo hasta aquí, enseñándome muchas cosas que no conocía y que nunca había vista.
– ¿Es este su hijo?- me preguntó Arpad sonriendo incrédulo.
– Es mi hijo adoptivo- declaré- Yo lo tomé bajo mi capa para educarlo y hacer de él una persona.
– Pues he de confesar que se le parece tanto como el polo norte al desierto del Kalahari- insinuó Arpad alisándose los cabellos brillantes, duros y tersos como la crin del percherón.
– Las apariencias engañan – comenté jugueteando con un mondadientes y extrayendo pedazos de carne de un tamaño descomunal que se habían quedado atrapados entre mis muelas como ruedas de molino, con los que podría alimentarse a un banco de tiburones blancos. Es pública opinión que nos parecemos como un huevo a otro, y no diría algo distinto el hermano Mendel.
Se escuchó el chasquido inconfundible de los cristales rotos estallando en el pavimento de plaqueta y esparciendo un repentino génesis por la estancia, del mismo modo que si una bomba de relojería pudiese en su explosión crear y no destruir. Arpad se levantó y ayudó a sus padres a recoger el desperfecto.
– Estás conversando con esos clientes y no atiendes a las obligaciones del negocio- le reprochó su padre.
Tal ímpetu musical, a imagen de un concierto de Honegger, despertó a los presentes. Frank consultó su reloj de pulsera, un cronómetro de titanio que no tenía nada que envidiar a aquellas máquinas de Breguet que contaban el tiempo en la marina, del cual se hubiera podido enamorar el metódico Leibniz de las mónadas y las entelequias. Con el ademán esquivo de un Eugenio María de Hostos, dijo:
– Se me hace tarde. Debo tomar el expreso.
Me tendió la mano y me dio un abrazo antes de marcharse. Bien sabe Dios lo tristes que son las despedidas.
– Nunca he pasado momentos más felices que los que he vivido a su lado – reconoció con una grata expresión de sus facciones, definidas en un gesto inconfundible que me quedó grabado en la memoria por su sencillez y autenticidad, clásico como el sereno ingenio de Boileau – Desgraciadamente, tengo que ausentarme. Espero de corazón que pronto nos volvamos a ver.
– Si el destino lo consintiese- repuse- por mi voluntad nos veríamos cada día, porque me es tan grata su compañía como el rocío a la mañana. La distancia nos separa, pero el corazón nos une.
Me abracé a él y su pecho aceptó la masa pilosa de mi tórax. Después besó a Marcelo en la frente y le regaló una bolsa de caramelos belgas, de sabor afrutado y cuerpo de píldora. La dulzura de ese recuerdo, que preludia la esperanza de un futuro encuentro, me llevaron a hacer memoria de Ernst Bloch y de su ensayo “El principio de esperanza”, así como de “Ensayo de una crítica de la vida y de una ciencia de la práctica” de Maurice Blondel, que ahondan en el significado suprafenoménico de los sentimientos y de las acciones, por encima de las teorías y de las opiniones.
Después de ponerse el sombrero y de invitarnos elegantemente a la comida, el compositor Frank Martin, como el Cristo recreado en su “Gólgota”, desapareció con la mano abierta.
A su ausencia siguió el vacío de las inmanencias. Volvieron los vapores de la cocina, los ruidos de la muchedumbre, el calor de los radiadores, las letras muertas de los periódicos atrasados.
– ¿Le apetece a usted un chupito de coñac?- me preguntó la madre de Arpad con el mandil puesto.
– No se moleste- contesté.
– ¿Prefiere brandy, whisky, aguardiente, vodka, tequila, ron, ginebra?- ennumeró la dama con retintín de máquina expendedora.
– No bebo alcohol- especifiqué- ya sea dilatado o fermentado, malteado y sin maltear, salvo en contadas ocasiones.
– Sírvame un jerez- pidió irónicamente Marcelo.
– ¿Desde cuando bebes tú brebajes etílicos?- repuse.
– Es que cuando tenía cinco años- comentó el niño- me encontré con un hombre que pedía en la calle, y que tenía mucha barba, de muchos colores, y me dijo que me acercara a él, y yo me acerqué y le olía el aliento como a humo de coche, que me asustó y me echó para atrás porque pensé que le ardía la barriga, y va y me dice: “¿Tienes algo de jerez?” y yo le pregunté: “¿Qué es jerez?”. Entonces el señor me dice riendo: “Cuando seas mayor ya lo sabrás. Es una medicina que cura a todos los enfermos”. Por eso me acordé ahora del jerez, y tengo ganas de probarlo para saber cómo sabe y qué efectos tiene, si cura o no cura.
– ¿Y qué necesidad tienes de curarte, si estás sano de los pies a la cabeza?- pregunté riendo.
– Quién sabe- sentenció Marcelo como un La Rochefoucauld- si tomando jerez me curo más todavía, para estar más sano de lo que estoy, porque nunca está uno completamente sano. Tal vez con ese jarabe se curen todos los dolores.
– El dolor- confesé con ese tono magistral que me caracteriza, como un neurólogo más avezado que Santiago Ramón y Cajal, que Bayle, que Parkinson, Magendie, Flourens o Cushing- es un sistema de aviso instintivo, que conecta el entorno al sujeto, de modo que cuando el entorno varía, el sujeto siente o percibe el estímulo de su entorno y modifica una conducta que en un principio es errónea. El dolor y el placer son hermanos, y su razón de ser es la necesidad de organizar los elementos y los cuerpos sensibles en su justo medio natural, para prevenirlos de la destrucción o de una muerte violenta. El placer nos guía hacia lo naturalmente favorable para la vida, y el dolor nos disuade de lo naturalmente desfavorable. Solamente el ser racional puede, mediante un ejercicio de abstracción, preferir el dolor al placer para perfeccionarse y alcanzar un vínculo más fuerte con el principio de la vida, evadiendo lo aparente para unirse a lo estable que sostiene el imaginismo de la variación.
– Entonces, ¿beber jerez es malo o no es malo?- preguntó Marcelo.
– Beberlo no es malo, pero no beberlo es sin duda mejor- declaré- Y en tu caso, no beberlo es una obligación, porque eres un imberbe todavía, ni tan siquiera púber, y no te puedes enfrentar a un enemigo que es más fuerte que tú, y que ha hecho bajar la cabeza aún a sabios y a santos.
– Si todos los hombres fueran como usted- confesó la madre de Arpad- no habría borrachos ni drogadictos, y este mundo sería un paraíso, pero, ¡ay!, ¿qué tendrán en la cabeza quienes gastan su dinero y su salud en volverse locos, y en malversar y dilapidar su vida y la de quienes están a su lado? ¿A quiénes aman los viciosos que caen en el crimen de matarse a sí mismos por la mano y de inocularse el veneno de la perversión? ¿Acaso sus madres los dieron a luz para que se volviesen unos cadáveres en vida, acaso les fue dado el don de la inteligencia para que eligiesen libremente ser bestias?
– No todos eligen bien-repuse- porque la existencia, que es una tentación constante según atestigua la patrística, requiere esfuerzo indeclinable para ser vencida, y hay Swinburnes y Claudeles que tuvieron la oportunidad de convertirse a la vida verdadera y de volverse al camino recto, pero hay otros muchos que se dejaron seducir por la senda de los apetitos – una senda ancha como una autovía, pero sin salida al final- y, estimando más la dopamina de las pasiones que la paz feliz de la inteligencia, terminaron tristemente con el caudal de sus cualidades, y se enterraron con pala y azadón en vida. Mucho atrae el etanol a quienes no están contentos, y sus endorfinas liberadas en el organismo asesinan el dolor, el maestro que les da clase indicándole dónde se encuentran los problemas y las dificultades, de modo que sin guía ni preceptor, son polillas que se abrasan en el fuego de la noche.
– Buen sermón sería ese para la juventud inexperta- reconoció la hostelera.
Estaba sonando la letra de la canción Kurutz en el tocadiscos cuando nos levantamos para marcharnos. Cuando estaba poniendo mi enorme planta de mamut en el umbral de la puerta acristalada, y Marcelo se zambullía en el frío de la calle, Arpad me detuvo y me rogó que le diese una dirección o un teléfono para ponerse en contacto conmigo, pues pocos hombres- o ninguno- había visto como yo en este tabal de arenques que es el mundo.
– Con mucho gusto le daría ambas cosas – le confesé- pero yo, como el hijo del hombre, no tengo dónde reclinar la cabeza, y vago por el planeta como una pluma llevada por el viento. En cuanto al teléfono, Graham Bell no existe para mí. De todas formas, no se preocupe, porque allí adonde vaya sabrá de mí con solo preguntar mi nombre, pues soy bien visible, y mi masa capilar no pasa desapercibida.
Así me despedí, con las dos manos, una ayudando a la otra, y me adentré con mi hijo adoptivo por la capital federal, dando la espalda a la Torre del Reloj enmarcada en el azul seráfico del firmamentillo que se manifestaba entre los tejados de las casas. Caminé por los barrios de la Ciudad Vieja, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1983, junto con el pillastre de mi pupilo, y llegamos al puente del Aar, concretamente al Puente de Nidegg en la Snydeggbrücke o Fosa de los Osos, y allí nos detuvimos a ver correr el agua, que es cosa fina y ejercicio noble. Como saben de buena tinta ustedes que soy tan ciego como el esmirnense Homero, me vi impelido a preguntarle a mi hijo adoptivo qué forman tenían los hilos del agua que corría como espejo móvil por el cauce acostumbrado, y él me explicaba punto por punto la fisonomía de los cabellos fluyentes cual ninfas temblorosas. No se asombren ustedes de que nos entretuviésemos describiendo las figuras vagas e inestables del líquido elemento elevado a principio por Tales de Mileto, pues sepan ustedes que es el agua el archivo del tiempo, museo de la historia, letra de la vida e imagen de la memoria y de su guardián el recuerdo, y contiene más verdades una gota de agua que toda la ciencia humana. De este modo, leyendo de cabo a rabo la “Crónica de Berno” nos enteramos de tantos detalles como contemplando el dorso del río Aar, que procede al igual que todos los ríos, de fuente escondida.
– E igual a eme ce cuadrado- dije- O al revés, diría Branner.
– ¿Qué?- preguntó Marcelo, mientras tiraba piedras al cauce del cristal grueso como un tabardo transparente.
– Me refiero a la fórmula magistral de la teoría de la relatividad – expliqué- desarrollada por Einstein en esta ciudad elemental. Espacio igual a masa por velocidad de la luz al cuadrado. El espacio es la energía, y la energía, teológicamente, es el resultado de la acción divina, su Verbo. Y ese verbo de cuya boca o igualdad surge el universo, como su misma voz que ondula y constituye las formas externas, origina los dos componentes de la vida, la luz invisible en su velocidad y la masa visible a través de ella. La masa es la apariencia que depende de la luz y es, por lo tanto, perecedera, mortal y sujeta a cambios; la luz es su causa inmortal y su único agente. Por esta regla, todo lo que se aproxima a la luz es bueno e inmortal, y lo que cae en el dominio de las tinieblas de la masa es malo y mortal. Un nuevo mito creacionista que explica lo mismo que el Génesis, pero en lenguaje aritmético, que es más limitado y más exacto que el nominal, y no hay fábula griega que en su olimpo de dioses no recogiese, por poco o por mucho, esta fórmula aparentemente tan novedosa, que vincula la física de Newton a la metafísica de Aristóteles.
– Yo sé algún cuento de esos- me explicó Marcelo sin cesar de tirar piedras cada vez mayores al río- Mi abuelo me contó de pequeño, cuando era más pequeño de lo que soy ahora, porque ahora ya soy grande y sé hablar y antes no sabía, un cuento muy bonito de caperucita roja, otro de un muñeco de madera que se llamaba Pinocho al que le crecía la nariz cuando mentía, otro de un patito que era feo y se llamaba el patito feo, otro de un soldadito de plomo al que le faltaba una pierna y que se había enamorado de una muñeca, otro de un gato que no sé cómo se llamaba.
– El gato con botas- apunté.
– ¡Sí!- exclamó el niño como un ministro- ¡Se llamaba el gato con botas porque tenía unas botas y andaba con ellas, y yo nunca viera a un gato andar con botas, porque la mayoría de los gatos andan descalzos y no llevan botas, para que no los oigan los ratones cuando van a cazar.
– Tal vez este gato cazase otro tipo de ratones, o ratas, que es otra posibilidad. No será por falta de alimañas por lo que ayunará el gato- repuse.
– ¿Qué son alimañas?- preguntó el niño.
Iba a responder tal vez con otra fórmula de física cuántica que pusiese en un apuro a Feyman y en un brete a Oppenheimer, cuando he aquí que se llegó a nosotros, enfundado en azul Prusia, un guardia civil del distrito que me privó de la respuesta que iba a darle a Marcelo.
– Gutten Morgen- saludó en alemán haciendo visera con la mano derecha, gesto inventado por Francis Drake. Cuando se dirigen a uno en alemán, por regla general, o le van a hablar a uno de trigonometría, o bien le van a acusar de una infracción contra las normas draconianas de orden público. Sorprendentemente, en este caso – ¡curiosa anécdota!- no demandaban nuestra atención en lengua teutona para ninguno de los dos amenos ministerios- ¿Es usted don Polifemo, conocido por otro nombre como don Megalonio?
– Servidor de usted – declaré tendiéndole mi áspera mano rematada en garras de cóndor- ¿Qué se le ofrece, buen hombre?
El edil no contestó. Se limitó a mirar a Marcelo fijando la vista en él como un detective privado que pretende obtener una prueba donde nunca la hubo. Hasta tal punto barrenaba con el berbiquí de su mirada gatuna los gestos más usuales del niño, que aquel escrupuloso análisis de laboratorio de investigación biológica me llevó a pensar que aquel sujeto era la réplica de algún personaje trivial de “El halcón maltés”.
– ¿Cómo se llama este niño?- preguntó señalándolo de tal modo que poco faltó para que le pusiera la yema del índice en la nariz achatada.
– Se llama Marcelo- respondí. Y después comenté con orgullo- Es mi hijo.
– Identifíquese – ordenó el enfundado agente con acento de auvernés- Carnet, pasaporte, saque todo lo que tenga.
– Identificado estoy- confesé con la simplicidad del tío Tom- No llevo ropa encima, salvo la piel y el pelo con el que mi madre me trajo al mundo, que no lo cambiaría por la mejor prenda de marta cibelina, de visón o de armiño. En cuanto a lo de sacar todo lo que tengo, nunca me han hecho esa proposición, pero aunque parezco un apache – al menos como los pintan en los largometrajes llamados westerns derivados de los folletines caballerescos de Ferdinand Cooper y Zane Grey- soy un individuo decente y buen administrador de mi libertad sexual, y no me dejo convencer para un oficio tan íntimo de cualquiera, aparte que profeso la religión cristiana católica, y aunque respeto todas las orientaciones sexuales que no sean violentas o sin consentimiento de ambas partes, no practico la sodomía, por la que siento profundo aborrecimiento por ser contraria al orden natural.
– ¿No lleva carnet encima?- preguntó el benemérito- Permítame que le ponga una multa de 300 euros.
– Le agradecería- confesé con voz suave- que en lugar de ponerme esa multa no me lo pusiera, no porque yo no lo permita – ¡que vive Dios que soy permisivo!- sino porque las sanciones no son elegantes en las relaciones humanas. Todo el mundo tiene faltas, y no por eso vamos a acusar a todo el mundo, que es fácil ver la paja en el ojo ajeno, pero difícil resulta ver la viga en el propio. ¿Acabamos de conocernos y ya peleados, como matrimonio primerizo? No, amigo, eluda ese primer impulso. Aparte, tenga en cuenta que es locura pedirle al que no tiene, y yo en lugar de trescientos euros acuñados y con linda efigie, le daría mil o dos mil si los tuviera, pero como no los tengo, resulta inútil querer dárselos.
– Por favor, acompáñeme a comisaría – me invitó galantemente el gendarme del cantón frunciendo el mostacho rubio como el heno o la cerveza de Turingia, abundante en amargo lúpulo- Se le acusa de un presunto delito de secuestro de este niño.
– No soy yo un hotentote para secuestrar a nadie- protesté clavando mi pupila de azabache en el rostro albino del germano- Marcelo, tú puedes sacarnos de este enredo. Dile a este hombre si estás conmigo por propia voluntad, o si por el contrario te retengo a mi lado.
– Estoy con él porque quiero- dijo el niño con los ojos muy abiertos ( “como palomas de dicha” podría haber escrito Aleixandre)- Es mi padre.
– Ya ve cómo una voz inocente termina con las controversias- confesé.
– Es un menor- objetó el policía imitando el ademán británico de Scotland Yard- La palabra de un menor no equivale a consentimiento.
– Muy bien- repuse entonces- señor agente de la autoridad, ángel de la guarda de la seguridad ciudadana, condúzcame adonde quiera, que como la víctima que va al sacrificio, así iré yo a la mesa de disección. No miente el escudo bernés cuando tiene una fiera rampante por emblema.
– Permítame- volvió a la carga aquel virtual verdugo, blandiendo el hacha de sus prerrogativas- ponerle las esposas. Es un trámite necesario.
– Póngame las esposas y el cascabel si quiere- dije- que, aunque sean esposas frívolas, como las de Erich von Stroheim, y aunque esta ciudad no sea Montecarlo, bien me estarán. No obstante –el que avisa no es traidor- tenga cuidado al colocármelas, no sea que suceda lo que narra el mito de Plutón y de Sísifo, en el que es segundo, que era el reo, le puso las esposas al primero, que era policía. Siempre está bien informar de estas cosas, especialmente cuando el interlocutor de uno no es, como en este caso, braquicéfalo.
Estaba indignado por aquel lamentable incidente. Causaba risa presenciar la escena de un hombrecillo de un palmo llevando cautivo a un gigante del tamaño de una montaña, y si algún ilustrador ilustre fuese capaz de mostrar en grabado o estampado este efecto, Gustave Doré lo pondría sobre su cabeza.
– Solicito la asistencia de un abogado- clamé con ira como si fuera el mismísimo Danton conducido a la terrorífica guillotina- Lo primero que voy a hacer cuando llegue a la sala del interrogatorio será instar un habeas corpus, que no fue poco el mérito del Bill of Rights inglés al constituirlo en derecho fundamental. Ya que usted se ha propuesto tratarme con el rigor afilado de las leyes, yo no me quedaré atrás y le diré cuántas son cinco.
– Puede alegar lo que usted considere para su derecho – me aseguró aquel inquisidorcillo en tono remoquete de sheriff anglosajón, que no parecía sino una barrica que hablaba- Y también tiene derecho a guardar silencio, así como a no confesarse culpable.
– Es imposible- dije- de todo punto que me confiese culpable no siéndolo, aunque no estaría de más interpretar el papel de gánster yanqui, o de malhechor mejicano de Coahuila o Chihuahua, o en fin, un cicatero de cualquier nacionalidad, que la maldad no tiene patria y es, por desgracia, patrimonio de todas las naciones. Gracias a un hombre que, siendo inocente, aceptó la pena impuesta al culpable, el amor de Dios se manifestó entre los seres humanos.
– Tengo gana de ir al baño- manifestó Marcelo en estado de alarma infantil, más temible que el olifante de Roldán o que la flecha rota que se usa a modo de aviso entre los marines estadounidenses, cuando amenaza un riesgo nuclear.
– Como puede ver- repuse- tenemos que aplazar este expolio hasta que Marcelo satisfaga su necesidad inminente, que corre peligro de ser ejecutada antes de tiempo de manera que nos pese a todos y que cause daños irreparables, así que aplacemos el toque de retreta por el retrete, al menos durante los minutos que requiere el decisivo acto.
En fin, tuvimos que hacer escala en unos baños públicos que parecían privados según estaban de limpios, pues despedían un suave olor a palo de rosa los inodoros perfumados con ambientadores de colonia que hubieran recreado incluso a Des Esseintes o a Brummel. Marcelo hizo aquello que solo él puede hacer, con la parsimonia de un emperador. El gendarme del cantón hizo guardia a la puerta del excusado, en mitad de las calles de Lorraine sazonadas de los más variopintos transeúntes, teniéndome sujeto como si custodiara a un tigre de Siberia y no a un hombre. De vez en cuando hablaba con sus colegas de la benemérita por el walkie-talkie en alemán cerrado, que no le entendiera ni Heine si se diera el caso. Las parejas creyeron al vernos así, cogidos de la mano a la puerta del water y con la mirada puesta en el vacío, que debíamos ser un grupo escultórico en carne viva o una de esas atracciones turísticas tan típicas de las metrópolis congestionadas de semáforos y de humo de automóvil, y se sacaban fotos delante de nosotros para presumir de souvenir delante de sus vecinos del extranjero, sin lograr encuadrar mi disforme figura en el visor de la cámara, ya fuera digital o de carrete plastificado. El guardia se daba a todos los diablos mirando el reloj que no dejaba de menear las agujas, porque la disciplina suiza y alemana podría llevar a un teutón a administrarse a sí mismo la propia muerte por no llegar a tiempo al otro mundo, donde, como no existe el tiempo por ser allí los acontecimientos simultáneos y no sucesivos, no sé qué se haría el pobre hombre sin poder justificar su disciplina en la fuga de los segundos.
Terminó Marcelo su obra y nos embarcamos en el coche-patrulla de la policía helvética, que llevaba las luces de la carrocería apagadas –o tal vez no las tenía, porque las luces suelen ser escasas- y la sirena dormida en el mar del silencio, pues para no infringir las normas severas que prohíben la contaminación acústica, no decía ni pío. Acabamos en comisaría a eso de las seis de la tarde, porque en el coche patrulla campeaban al menos veinticinco relojes como veinticinco soles todos concertados a maravilla, tan consonantes como las rimas de Racine, que hubieran atormentado sádicamente al payador que entonase aquel bolero sentimental que reza más o menos, con una voz más digna que la mía:
Reloj, no marques las horas
porque voy a enloquecer.
Sí, poco le faltaba a fe para enloquecer a uno que fuese menos católico que yo, con semejante perro por guía turístico, que no hacía otra actividad que contar las décimas de segundo con la misma minucia que un millonario cuenta los billetitos de su romance lucrativo, acariciando la cantidad con la lengua. Dentro del paralelepípedo que rotuló el burgomaestre – el alcalde para los mediterráneos- nos pusieron delante a un interrogante – ¿de qué otro modo más escolástico se puede llamar al que pregunta?- con gafas como catalejos – tal eran de gruesas y entradas en carnes- que me preguntó nombre y profesión. El nombre se lo dije porque me lo sé de memoria y no necesito el manual de Luh para recordarlo, pero la profesión nunca la tuve ni la tengo, si no es el aprender, arte que no tiene fin, por lo cual, considerando que aquel oficial uniformado de funda de paraguas quería saber algo que pertenecía a mi fuero interno, le hice confesión, como un Tomás Moro, de mi profesión de fe.
– Soy católico, apostólico y romano, buen rezador de rosarios y magnífico devoto mariano, especialmente de la Virgen de Loreto y de la de Adrano, cerca del monte Etna, de donde soy natural.
– Con profesión me refiero al trabajo que desempeña- rectificó el interrogante- ¿Con qué se gana la vida?
– La vida me la gané el día en el que me dio a luz mi madre- expliqué casi con el tono de una arietta de Metastasio- Todo viviente trabaja desde que nace hasta que muere, porque sufrir las inclemencias de la vida, y hasta respirar, es un trabajo. En cuanto a ocupación en la colmena de la sociedad – Cela bien lo dijo al describir el trajineo de Madrid-, no soy ni proletario ni funcionario, sino viajero y contador de cuentos, pues todo es uno.
Estábamos en estos tejemanejes cuando he aquí que llega el abogado, un joven de unos treinta años con un levitón que le llegaba a las rodillas y aún se las pasaba. Me preguntó si era su cliente. Yo le dije que era su amigo, porque cliente es quizá una palabra demasiado fría para designar a un semejante. Abrió los vademécums que trañia en el maletín de secretario de Estado- un código penal suizo y una ley de enjuiciamiento criminal de senda nacionalidad- de modo que con un digesto en una mano y otro en la otra parecía el abogado una bitácora, alternando la vista para leer a dos carrillos o con ambos ojos como los bizcos camaleones.
– ¿Cuál es su nacionalidad?- me preguntó en francés.
– Soy siciliano- confesé- pero no tengo carta de naturaleza, porque el pueblo de los cíclopes, al que tengo el honor de pertenecer, vive de acuerdo con las normas anteriores a la Revolución Francesa, normas y costumbres anteriores incluso a Noé y a sus tres hijos que se repartieron el mundo.
– Comprendo- sentenció el letrado con un deje de “barrister” inglés, chulo como una remolacha- Es usted un aborigen que vive del nomadismo, un indio que no está bautizado ni identificado en el Registro Civil. Se han dado casos así entre los navajos, etnia de Estados Unidos, y entre los papúas de Nueva Guinea, así como de otras razas autóctonas que conviven en entornos tribales.
– Ah, no- interrumpí la tarabilla del bartulino- Yo estoy bautizado por la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana, pues mi familia ha sido evengelizada por los misioneros franciscanos, según aquel mandato del propio Jesús Nazareno, aún no manifestada su caridad en el árbol de la Cruz: “Anunciad la buena noticia a toda criatura” refiriéndose con este apelativo genérico a “criatura racional”. La raza de los cíclopes, que desciende de la de los gigantes mitológicos que poblaron el mundo durante la era de los titanes, en Grecia, y durante los periodos históricos antediluvianos de la época de Set, hijo de Adán, que debe coincidir con el paleolítico superior de los antropólogos durante la era cuaternaria de la glaciación- nombre que le da la peleontología al diluvio-, es una raza hermana de la de los lestrigones de Campania y de la de los Sinántropos en China, y así lo atestiguan los restos de los esqueletos que se han encontrado pertenecientes a mamíferos antropomórficos, sin que la ciencia, la gaya ciencia, sepa muy bien a qué atribuir tales hallazgos.
– Ya me parecía que usted no era de aquí – apuntó el abogado con la pedantería que le es propia a los que nada comprenden, porque así entendía quién era yo como podría entender de los vegetales que podrían cultivarse en los probables planetas de la galaxia Andrómeda – Le noto un acento sureño, y los rasgos de la cara que tiene también son típicos de la raza mongoloide, con esos ojos, bueno, con ese ojo tan grande que le sobresale tan característico de esa raza. Por todo lo expuesto, suplico al Juzgado…
– Esta es la comisaría de policía, no el juzgado- informó militarmente el interrogante.
– Ah, disculpe, señoría- se dio una palmada en la frente el leguleyo- Es la costumbre. Pacta sunt servanda. Mi mujer siempre me dice lo mismo también: “no estás en el juzgado, no estás en el juzgado”, porque hasta en la cama respeto los protocolos forenses. Lex in corpore, decía no sé si Gayo o Papiniano, o tal vez Graciano, si mal no recuerdo. Sed prima facie, tengo que alegar que mi cliente está indefenso, porque no figura en expedientes ni en autos su culpabilidad. Además, su condición de extranjero indígena se puede considerar un supuesto de alteración de la percepción – porque no tiene, claro está, idéntica percepción al ciudadano medio, como prueba su talla, que es manifiestamente superior a la media- que excluye la imputabilidad y lo convierte en inimputable. Aunque este niño que responde al nombre de Marcelo – esto me recuerda otro caso que gané en el noventa y ocho- a simple vista no se parece en casi nada al que dice ser su padre, no por eso, señores del jurado, han de precipitarse en su decisión. ¡No! ¡No! In patientia salus est. Este niño ha comido, ha jugado, ha convivido con este hombre y sería perjudicial para su desarrollo apartarlo de su tutela. ¿Qué ocurre? ¿Porque tenga un solo ojo van a caer ustedes, miembros de tan noble curia, en la pasión abominable de la discriminación racial, que tan malos frutos ha dado recientemente? ¡Lejos de ustedes esa tentación! Juzguen, señorías, de acuerdo con la sana crítica, teniendo en mente los derechos fundamentales del niño que nos han costado sangre, sudor y lágrimas, así como la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 adoptada por la asamblea de la ONU después de los incidentes bélicos y lamentables de las dos grandes guerras y el oscurantismo inherente de sus artefactos de muerte que todavía les resuenan a más de uno en los oídos. Este hombre es inocente. ¿Acaso se han vuelto en plena era democrática antidreyfusistas o prototalitarios?
– Le digo, señor abogado – volvió a informar el interrogante esta vez con cierto enfado autoritario- que no está en el juzgado, ni este es un juicio todavía, ni siquiera una instrucción, sino una investigación preliminar de la policía.
– Estaría bien que mi cliente solicitara la atención médica- clamó el abogado como uno de esos funcionarios carcomidos de Chéjov- Puede tener la tensión baja, o tal vez esté deshidratado por el esfuerzo del interrogatorio, y quién sabe, quién sabe, si no padece amnesia por la falta de alimento.
En esto último llevaba razón el paniaguado, porque me había olvidado de instar el habeas corpus, pero con esto me divertía más que con cien funciones circenses. Quiso la suerte, caprichosa dama que no se para en marras, hacer de las suyas en esta ocasión solemne y tan poco propicia a lúdicas zarandajas, y vio el cielo abierto con las malquerencias de Marcelo hacia las instituciones consagradas por la ley y la costumbre, así como con la intempestiva ebullición de sus continuas necesidades. En definitiva, al niño se le antojó sonarse los mocos y se encontró sin pañuelo ni cosa que se le pareciese, por lo que, viéndose desvalido y en un trance urgente, buscó con la vista sucedáneos del lenzuelo, y los encontró donde menos lo esperaba, en los papeles del interrogante, quien, tan fuera de lo común, estaba con los ojos en Babia y con la atención en la luna. El niño tomó en la mano los papeles recién mecanografiados con el programa informático Word, los arrugó como bayeta y sopló por las narices hasta expeler con la velocidad de un reactor toda la mucosidad que llevaba dentro, dejando los documentos de revista. El interrogante estaba en sus trece, sin enterarse de nada ni poco ni mucho, y, sin detectar la fechoría del infante, quiso cometer la imprudencia de garabatear en el papel oficial, y a poco se tropezó con la escorrentía de la masa semilíquida que se le adhirió a las manos como viscoso petróleo crudo, y, asustado, creyendo que la mucosa era arsénico, ántrax o veneno activo, puso el grito en el cielo. Vino el comisario con cinco policías de servicio, el abogado se desgañitaba propagando el pánico de que aquellos papeles habían sido envenenados por una banda de criminales organizados que disponían de la más alta tecnología y que se dedicaban profesionalmente a atentar contra la vida de los agentes de la autoridad y los letrados que tan necesarios eran al Poder Judicial del Estado de Derecho. Tanto chilló contando atrocidades, muertes, asesinatos, homicidios, atentados, que se sabía de memoria y los soltaba por la boca como una carraca de feria, que los gendarmes, aunque acostumbrados a tales chismes, se asustaron, y mandaron venir a un forense para que analizara aquella sustancia. Yo estaba saboreando con la mente unos versos de Tristan Derème pertenecientes a su poemario “El caracol azul”, porque tales escenas me invitaban a la ensoñación, pues para mí, cuanto más solemne resulta algo, más me conduce a la fantasía de la asociación imaginaria que preludia la comprensión. Mientras tanto, vino el forense con prisas del Instituto Anatómico y tomó fotografías de la prueba para analizarla visualmente a sus anchas, y en todo el tiempo que duró la operación no cesó de gritar el abogado, ni hubo manera humana de cerrarle la boca. Parecía que el infectado era él y no los documentos, y para relajar al personal, contaba casos en los que más de veinte personas habían muerto por respirar gas tóxico procedente de una cagada de paloma que había ingerido toxina butulínica. El médico le tuvo que pedir que se callase o que, si era un hipocondríaco, saliese de la estancia.
– No puedo – braceaba el legista- Tengo que defender a mi cliente. Además, ¿quién me dice que no estoy intoxicado? Lo primero es sacarme de esta duda, para administrarme rápidamente el antídoto correspondiente que por vida de Ulpiano, que ya creo que estoy sintiendo los efectos del envenenamiento.
– No hay todavía ningún envenenamiento –porfiaba el doctor- Estése callado y déjeme investigar.
– ¿Cómo que no, está completamente seguro de lo que dice? –protestó el letrado- ¿No huele aquí algo a curare o a estrofanto?
– A mí me huele a chamusquina- se permitió el lujo de decir un policía grisón, rubio como un ascua, con la gorra terciada a la torera.
El forense no encontraba el ángulo de visión exacto para concentrarse en el análisis toxicológico, y suspiraba a cada rato profundamente, como si tuviera entre las manos una operación quirúrgica a vida o muerte. Marcelo estaba todo el rato riéndose, como quien conocía de buena tinta la causa de lo sucedido y, cuando veía al médico agacharse con tensa reverencia para encuadrar sus mocos brillantes sobre el papel estallaba en carcajadas tan grandes que lo tumbaban.
– Ese niño está enfermo- decía el abogado con el rostro desencajado por la angustia- Tiene la enfermedad de la risa. Yo he visto en un documental televisivo los efectos de esa terrible enfermedad en una población de indios yanomamis en el Amazonas. La enfermedad se llama kuru y fue descubierta por el médico Carleton Gajdusek en 1956. Asegura que proviene del canibalismo, y que los hawaianos la poseían desde tiempos remotos por conservar la costumbre bárbara de devorar a sus antepasados, especialmente la masa encefálica que incuba la patología – aseguró el alumno de Baldo dándoselas de erudito delante del doctor para impresionar a su auditorio, pues no hay exposición que hagan los abogados que no tenga por fin último llamar la atención- Una anécdota histórica que leí en un artículo del Times refiere que la última reina de Hawaii que recuerdo que se llamaba Lilliukalani, le dijo a la reina Victoria en Buckingham que por sus venas corría sangre inglesa, porque sus antepasados en 1779 habían devorado los cadáveres del capitán Cook y de su tripulación, así que miren si va desencaminado el comentario.
– La mejor manera de prevenir enfermedades- tomé entonces la palabra- es cerrar la boca, porque hay un refrán que asegura científicamente que en boca cerrada no entran moscas, dicho a mayores, mi hijo es lo suficientemente sagaz para no devorar el cerebro de nadie, teniendo uno propio que muchos desearían para sí.
Celebró el doctor la indirecta contra la chocarrería del Gamaliel letrado, que no por esas dejó de seguir garlando lo que pudo. Seguía el galeno examinando de lejos la sustancia, y como era suizo, preciso, exacto y metódico, no quiso aventurarse en una hipótesis intempestiva sobre la naturaleza de aquel fluido oleaginoso, y confesó:
– Señores, aunque tengo una opinión ciertamente fundamentada acerca de la identidad de la materia semilíquida que brilla sobre los papeles oficiales, no quiero aventurarme a emitir un dictamen que pueda resultar intempestivo y perjudicial para las fuerzas de seguridad del estado helvético, por lo que determino que esta extraña sustancia sometida a controversia sea examinada por un químico y analizada en el laboratorio correspondiente de la policía.
Esta declaración fue la campanada que desató como un tifón la risa de Marcelo, porque a pesar de no entender el significado de algunos tecnicismos que empleó el alumno de Esculapio, comprendió por dónde iban los tiros de la resolución. No puedo seguir conservando las formas y, tendiéndose en el suelo como una nutria, se desató en una gran carcajada semejante a un ataque epiléptico momentáneo, solo que en este caso las convulsiones eran voluntarias y saludables, y además, contagiosas, porque viendo reír al niño con tal convicción, algunos miembros de la policía allí presentes lo acompañaron en su hilarante ejercicio.
– Está enfermo, no cabe duda- volvió a la carga el letrado- Y no solo afectan los síntomas al niño, sino que se empieza a propagar la enfermedad por esa sala, como prueban las risas de estos señores. Es un virus que está en el aire. Hay que abrir las ventanas.
Un oficial de bigote engominado telefoneó al Colegio de Químicos. Vinieron dos jóvenes de bata blanca, un hombre y una mujer, cargados de buretas y objetos de medición. Montaron un microscopio electrónico plegable, uno de aquellos ingeniosos modelos inventados por Müller, tomaron una muestra del líquido – que ya comenzaba a solidificarse y a adquirir una coloración amarillenta- y la colocaron en la platina. Causaba asombro el ver aquel despliegue de instrumentos mecánicos como caballos de Troya, dispuestos a penetrar en la ciudadela de la materia para aislar sus partículas que se dividen hasta el infinito matemático descubierto por Giordano Bruno, como si se propusiesen marear divinamente a los que tratan humanamente de controlar sus leyes. Ese mismo disparate del conocimiento absoluto a partir del análisis fue el mismo que llevó a los materialistas a la negación de la libertad humana y a la caída en la sima del determinismo, el escepticismo más ignorante. A título de ejemplo, el médico Mettrie redactó una “Historia natural del alma” cuyo rótulo ya lo dice todo. Sea la ciencia para el hombre, y no el hombre para la ciencia, pues el único método infalible de comprensión es el sentimiento a partir del recuerdo interpretado de una sensación.
Los dos químicos contemplaron, turnándose como los centinelas, la muestra por los binoculares, poniendo gestos de estar confusos ante la magnitud de dificultad que entrañaba aquel enigma, digno de la esfinge de Tebas, nudo gordiano que daría qué decir a un psicoanalista. ¡Qué nocivo para la electroscopia puede llegar a ser el residuo biológico de la mala fe de Marcelo! ¡Si Mendeleiev lo viera, la tabla periódica tendría un nuevo elemento: el moco de niño!
– No podemos- tomó la palabra el químico, tras haber consultado con su compañera- determinar con precisión la naturaleza de la muestra, porque creemos que se trata de materia biológica, y así, resulta ser competencia de un bioquímico.
– ¿Y luego ustedes qué son?- preguntó un oficial.
– Somos químicos- dijo el portavoz del comité de investigación- pero no bioquímicos.
“¡Oh, Especialidad, cuántos son tus méritos!”, pensé, “en el principio de los tiempos todas las ciencias convergían en una, la Inocencia, que se dedicaba a retener y clasificar los instantes fugaces de las sensaciones, pero el continuo ocio de algunos y la forma de vida repetitiva que inauguraron las máquinas de la civilización creó la nueva necesidad de dividir en ramas ese árbol de la ciencia, y cuando los curiosos quisieron llegar al final de una rama, esta se bifurcó para despistarlos y confundirlos, y la curiosidad fue aumentando a medida que las ramas se bifurcaban generando la ilusión del movimiento, adaptación o progreso, y los géneros se dividieron en especies y en subespecies hasta perder de vista la referencia del tronco, del lenguaje, cuya raíz es la emoción”.
Ya iban a despedirse los químicos por incompetencia de aquella labor, cuando Marcelo, que no era ningún Mr. Hyde, decidió confesar su torpeza de embadurnar los papeles con la brea de sus narices, para desengañar a la curia policial.
– Señores – dijo el niño con la elocuencia de un San Juan Crisóstomo, o de un Ronald Reagan, tomando un ejemplo más profano y menos elegante- Yo he sido, y no otro, el único autor de este desaguisado. Confieso que me he sonado los mocos en los papeles del interrogatorio. No lo considero un delito, sino una travesura propia de un niño como soy yo, sin más importancia que la que tiene, que es ninguna. Disculpen la pedantería de mis palabras y esta seca confesión ex abrupto, pero es que los niños imitan todo lo que ven hacer a los mayores.
Todo el auditorio, excepto mi gigantesca persona, se quedó in albis, sin saber qué decir ni qué contestar. Los primeros en reír fueron los integrantes del cuerpo de policía, especialmente el comisario, que era presbiteriano y bastante fanático, terco e incrédulo como lo son por tradición los seglares de la Iglesia Reformada de Zuinglio y Calvino, aunque en cierto modo antipapistas según la mentalidad del siglo XVI, más fariseos y prohebraístas – en el sentido cabalista de la expresión- que otra cosa, quien –digo el comisario, no Calvino- abrió la boca para propagar la obertura de su risa.
– Suele acontecer- insinuó enseñando al sonreír una muela de oro y dos endodoncias de lo más chic, como un Auguste Dupin, un Arsenio Lupin u otro maniquí del folletín policíaco- que buscando lo más intrincado, olvidemos lo más evidente. La policía científica ( yo me atrevo a afirmar que la ciencia es también una policía, porque tiene como fin último el control del entorno para utilizarlo a su favor) emplea métodos de investigación basados en la experiencia para descubrir crímenes y desenmascarar a los criminales. Normalmente, tales métodos son sencillos y se basan en criterios de utilidad inmediata, pero a veces caen en un laberinto de enredos y en la locura ciega de querer entrar en la psicología del criminal para desarticular sus planes. Es esta rama de la investigación policial la que se conoce como criminología. Nosotros, señores, no podemos entrar y registrar la mente de nadie con o sin auto judicial, porque la mente es una sede inviolable donde se encuentran a solas el individuo y su conciencia, su cuerpo y su alma. Por esa razón, la ciencia nunca es completa y es siempre parcial, porque juzga sobre apariencias o sobre hechos, y no sobre causas, de forma inductiva y no deductiva. Cuando la ciencia se desarrolla en especialidades, se divide en partes estudiadas individualmente y sin conexión entre sí, y olvida su centro básico, que es – Descartes fue uno de los primeros en reconocerlo- el sentido común o la conceptualización de las sensaciones por medio del lenguaje. Por esa razón, en su ceguera se pierde en las partes y en las partículas –como decía Hoffmanstahl- y olvida la integridad del todo. La confirmación de esta teoría de las teorías, que es la del sentido común, es lo que nos acaba de suceder aquí mismo: un niño se ha sonado los mocos sobre un papel y, en lugar de atender y de buscar las causas del suceso anteriormente desconocido en la evidencia, hemos caído en la ceguera de considerar nuestros falsos dogmas y prejuicios leídos y estudiados en lugar de observar directamente los fenómenos de un caso que un niño sin esfuerzo podría resolver.
Tuve que aplaudir ante aquella conclusión que era a la vez, como todas las buenas conclusiones, un colofón y una moraleja. La pareja de químicos, acostumbrados a la balanza de Lavoisier, a la hipótesis de Avogadro, a la ley de las proporciones múltiples de Dalton, a las leyes gaseosas de Gy-Lussac, a la ley de las proporciones definidas de Proust, a los números proporcionales de Berzelius, a la termoquímica de Berthelot, a la crioscopia de Raoult, a la licuación de los gases de Faraday, a los metales alcalinos y alcalinotérreos de Davy, a la química biológica de Pasteur – que excedía sus competencias- , a la teoría de la coordinación de Werner, a la radiactividad de Becquerel y de los esposos Curie, a la polimerización de Standinger para la fabricación de plásticos, sin olvidar el vidrio de Solvay y la siderurgia de Bessemer y Thomas, pues digo que tales químicos agacharon la cabeza ante las razones del comisario, que excedían los principios de la alquimia.
“¡Cuánta novelería folletinesca propagada por la linterna mágica del cine en frívolos films como Historia de un crimen, Los misterios de Nueva York, La marca del fuego o toda la filmografía de Hitchcock y Losey a partir de la serie negra del heroecito de barrio Mike Hammer que refleja al hombre de negocios fracasado de la especulación truncada de 1929 y su homónimo, el Jack Cade británico Sherlock Holmes, cuánta tinta vanidosa acaba de echar por tierra este comisario helvético, este Licurgo del buen decir!. Con su intervención acaba de barrer un género”.
Después de la afortunada intervención de aquel sagaz gendarme cuyo nombre no puede de ninguna manera quedar silenciado, y así diré que tenía el honor de llamarse don Osvald Stauffacher, gran degustador de las ostras de la Hansa y de Dinamarca, así como de los leuciscos que se pescan con caña en el lago de los Cuatro Cantones, con cincuenta y ocho años a la espalda y veintisiete en el servicio, comisario primero del distrito de Berna – ciudad en el cantón del mismo nombre, aficionado a la caza mayor- en cuyo arte sobresalía y le sacaba la cabeza a los griegos Acteón y Céfalo, tebano el uno y ateniense el otro- así como a la cerveza tudesca y al vino español amontillado. Uno de sus ojillos derechos era el teniente Keil, un joven desenvuelto y pícaro – dentro de la legalidad, claro está- que se pagaba a él como una lapa buscando un posible ascenso, que el ir hacia arriba- aunque no siempre por medios honestos, por desgracia- es el deseo permanente del hombre. Este novato que podría pasar por cadete, después de que todos celebrásemos la intervención del comisario con el buen éxito de la verdadera gratitud, para dárselas de entendido, no quiso quedarse atrás en las adulaciones a su superior, y así, musitó, con la boca pegada, como una dama, al oído del orador:
– Ha sido un comentario brillante, mi comisario.
El aludido no contestó, limitándose a asentir con la cabeza, como diciendo: “Bien sé que te esfuerzas por cosechar con la lengua, que es el arado más fácil que existe, y no pierdes ocasión de abrir la boca en todas las ferias para que se te vean los dientes. Pero como tus hechos no sucedan a tus palabras, edificas sobre pantano”. Después quiso dar visto para sentencia a aquel paripé en el que yo estaba implicado, y concluyó diciendo:
– Este niño, señores, nos acaba de hacer hombres con su enseñanza. Ha provocado y ha concluido felizmente este intrincado caso, más laberíntico que el de María Roget , así que, de acuerdo con el principio de mérito y capacidad consagrado en la normativa de la policía, se merece un premio, aunque sea microscópico. Y considero que como la causa de este enredo fue la ausencia oportuna de un pañuelo, qué mejor regalo para este aspirante a oficial de policía que uno propio, pero no uno cualquiera, sino uno que lleve estampadas o cosidas con hilo de batista las iniciales de la policía helvética, que son, a saber, la pe y la hache, si mal no recuerdo, para que este honor le acompañe hasta su mayoría de edad, y sea un temprano favor a su currículum.
Todos los presentes aplaudimos el equitativo veredicto. Entonces Marcelo, a quien ya se le había pegado el alemán culto y parlaba ya como un Goethe o un Schopenhauer, quiso replicar:
– Señores, buenos son los honores y yo no los desprecio ni los maldigo, pero un premio simbólico como es ese no es más que una bonita postal de despedida si no se acompaña con una dádiva más sustanciosa, para que gocen juntamente el cuerpo y el alma, como suele decirme mi papá Megalonio. Yo, a decir verdad, más prefiero en esta coyuntura un sugus que el mejor pañuelo bordado, porque para sonarme los mocos bien me vale un kleenex o una servilleta de papel, y no necesito iniciales para limpiarme la nariz con ellas. Lo que sí me apetecería más que nada en el mundo serían unos bombones suizos –especialmente esos de crema de mantequilla que se derriten en la lengua y que dejan un sabor a cacao dulce- porque saboreándolos, me acordaría uno por uno de todos ustedes, y no digo más, que estas no son pláticas para un menor de edad.
Quedaron estupefactos los presentes del Quos Ego de mi bien criado vástago, que hablaba como los ángeles, y parecía un San Juan Crisóstomo en miniatura. El único que no las tenía todas consigo era el abogado de oficio, que estaba pálido como un muerto viendo hablar ak niño, porque seguía creyendo que su modo inusual de comportarse era un síntoma de enfermedad.
– ¿Quién diría- declaró el comisario- que un entrañable enanito al que no se le han caído todavía los dientes de leche se exprese con mayor desenvoltura que un veterano en el oficio? ¡Qué alegría para quien lo ha educado! Se me cae la baba viendo hablar y gesticular a este enfant térrible, y me gustaría que fuese mi hijo, pues ni un Böcklin hubiese pintado tan lindo un serafín del empíreo como la naturaleza lo ha pintado a él. Propongo que se le regale, no ya una caja de bombones artesanos y redondos como huevos filosóficos, sino un castillo de chocolate para él solo mayor que Babelberg o que Sans-Souci en cuya empalizada se escriba en caracteres de Bodoni: “Hic est Castra Marcellorum, infantiae imperator”.
– Eso no- intervine alzando mi cavernosa voz de refinado Gerión- Una dosis demasiado alta de sacarosa puede ser nociva para el páncreas, y puede motivar sin previo aviso una diabetes. Ni siquiera Epicuro haría algo semejante. Mejor es poco y suficiente que mucho y excesivo.
– No se hable más- dispuso el comisario- désele al niño lo que pide, moderado por la tutela del padre, y caso resuelto.
– ¿Y qué hacemos con el interrogatorio motivado por la denuncia?- preguntó el oficial que hacía de interrogante.
– Archívese la causa, y listo- ordenó el comisario Stauffacher- No hay indicios de criminalidad alguna. El niño dice que es su padre y nosotros creemos que es su hijo.
– ¿Y la documentación?- volvió a la carga el interrogante.
– Esa falta leve bien puede cancelársele por un comportamiento tan ejemplar como ha tenido al educar a su hijo como un Solón.
– ¿Y mis honorarios? –preguntó el abogado- ¿Quién me paga mis honorarios?
– No ha habido pleito, de modo que no tiene obligación de cobrar.
– Non aprobo – protestó el abogado con su habitual auri sacra fames- Deberíamos proseguir interrogando al padre y al hijo. Sigo pensando que ese niño ha ingerido algún tipo de veneno o estupefaciente. Si no fuese así, ¿cómo podría hablar como si fuese un adulto? Aquí hay gato encerrado.
– Le convendría a usted tomar el veneno de Mitrídates- dije- que era una costumbre que tenía el antiguo rey de Bitinia, quien, para inmunizarse de un posible envenenamiento, ingería veneno todos los días en pequeñas dosis, y de ese modo no había tósigo que le afectase, pues llevaba la triaca en el cuerpo. El único que muestra estar envenenado en esta concurrencia es usted, envenenado de codicia, porque busca con todas sus artimañas un mal pleito para cobrar sus honorarios, y sería capaz de sembrar discordia hasta en su familia, olvidando el bien común, con tal de sacar tajada.
Con esta recriminación se quedó un tanto avergonzado el letrado que no tenía más deontología que Caco o que Landrú, y el cuerpo de policía se rió como si cada uno de los oficiales que lo componían fuera un miembro asociado a un solo organismo biológico.
Salimos de comisaría al anochecer, y después de dormir en una habitación de hotel del distrito de Bümpliz-Bethlehem, que nos pagó de buena gana el comisario Stauffacher de su bolsillo por aquella alegre velada digna de figurar en los anales de sus memorias, determinamos marcharnos al día siguiente rumbo a Schwyz para ver de cerca el Lago de los Cuatro Cantones donde, según Schiller, había nacido Guillermo Tell. No pudimos resistirnos a la tentación de alojarnos en el Hotel Ritz, haciendo homenaje al emprendedor empresario suizo del mismo nombre con los bolsillos rotos de nuestra pobreza que, a no ser por la misericordia del comisario Stauffacher –quien alquiló para nosotros una suite con vistas al Aar- nos hubiera descubierto todo el lomo. El botones nos avisó a las 7:00 a.m. que habíamos tomado un billete para las ocho. Marcelo estaba harto de bombones y apenas desayunó. Yo hice honores a la mantequilla y al enmental, y después al chocolate a la taza servido en jícara de Sévres con la parsimonia hambrienta de un campesino del Jura. Salimos del hotel como reyes- o mejor sería decir como barriles, con los estómagos fornidos por la atlética dieta más consistente que la de Enrique VIII- presumiendo a la hidalga delante de los petimetres que exhibían con orgullo la anatomía de sus billeteras. “De paja y heno, el vientre lleno” dijo un sabio de la antigüedad que podría competir con los siete sabios de Grecia. Me permití el lujo de que un lacayo del hotel me llevase las maletas a la calle con el ceremonial de Carlos V- ¡y qué maletas, Dios mío, si eran fardos de trasbordo solo para darme la satisfacción de aparentar!- y la lentitud de una procesión del Corpus, para que a todos los comensales les diera tiempo de ver la buena vida que se daba mi peluda figura. Tuve que llamar a Marcelo a gritos porque, seducido por el funcionamiento del ascensor, estaba jugando a subir y bajar en él y no se decidía a poner los pies en la calle, donde se le quebraría como pompa de jabón aquel aparatoso boato. Después de aquellos simposios, convites y calaveradas de un día nos había impresionado mucho la llegada del ómnibus y el ambiente apretado y gazmoñero del pueblo llano, que se hacinaba en el interior del vehículo sin licencias a la cortesía, hablando alto, dando codazos imprevisibles e involuntarios y destripando el lenguaje con algunas que otras palabras malsonantes. ¡ Cuánto me recordó aquello a “La taberna” de Zola, pero me callé por respeto a los circunstantes, entre los cuales no desdecía nada mi pelaje!
– ¿Te has dado cuenta, Marcelo – adoctrinaba a mi hijo con dulzura rousseaniana- de lo que es la vida? Salimos de un ambiente y entramos en otro tan distinto que parece no pertenecer al mismo mundo. En verdad no se equivocaba aquel periodista y demógrafo llamado Alfred Sauvy quien en 1952 escribió en el periódico L’Observateur – tomando prestado el argumento de Siéyes- un artículo en el que demostraba que el mundo podía dividirse en tres bloques separados entre sí: primer mundo, segundo mundo y tercer mundo. Esto no es algo exclusivo de la era industrial, sino de todas las épocas, incluida la Edad de Oro, porque la diferencia es propia de la naturaleza y, así, se contagia a los hombres que, siendo iguales, viven en ambientes diferentes. Por eso no hay que envanecerse en la riqueza, porque ella es pasajera y efímera y nos abandona como un traje roto, dejándonos en cueros, que es como vinimos al mundo. Mira, la pobreza es un lujo, porque quien la posee conoce la vida mejor que el rico, cebado para su muerte en la mayoría de los casos, porque entre el entramado de sus distracciones y entretenimientos pierde de vista la desnudez de la verdad que, como la luz, necesita espacio libre para manifestarse. ¿De qué te sirven los bombones que comiste? Ya no existen, te han abandonado. Y han dejado en ti una nostalgia de algo mejor.
– Sí- reconoció Marcelo bajando la cabeza- Han dejado en mí las ganas de tomarme otros, porque no son tan fáciles de olvidar bombones como esos.
– Oye- le pregunté con la curiosidad de un pedagogo- ¿Cómo fue que hablaste tan bien en la comisaría que los dejaste a todos con la boca abierta, como Cristo entre los Doctores de la Ley? ¿De dónde te salieron las palabras?
– Del corazón- dijo el niño como un Itúrbide poniendo su mano derecha debajo de la tetilla izquierda- Él sabe hablar cuando quiere.
Acaricié sus cabellos como rayos de sol.
– Estás hecho un estagirita – le dije sonriendo con orgullo de padre- Podrías darle clases de lógica a Jurgen Habermas.
– Es que a los mayores hay que decírselo todo- suspiró el niño- Si no, no aprenden.
– Tienes razón- reconocí con cierta fingida misantropía a lo Sartre, digo fingida, porque yo amo al hombre por encima de mí mismo, y por esa causa, por muchos crímenes que cometa, por muchos pecados que acumule, siempre aguardaré como un hermano un poco feo su conversión definitiva en la forma de este niño que siempre me acompaña, en el cual se manifiestan por igual la inocencia y la alegría – Pero tengamos esperanza, como la tuvieron el almirante Cristóbal Colón y su tripulación en el océano atlántico, antes de conseguir contemplar su idea materializada en un continente. Si bien la tierra que nos promete la vanidad industrial del hombre es la misma que cubrirá nuestra fosa, hay otra tierra prometida detrás de la cortina diluviana del desconocimiento, que es una tierra inmaterial ardorosa y suave como una ciudad de luz, alojada como el águila real en el nido vacío de nuestra mente, hoguera más brillante que la primera estrella fotografiada por William Bond.
Aunque yo me considero un buen padre y nada tengo que envidiar al pére Goriot ni a sus émulos, a veces, el metabolismo sensible de un niño necesita las caricias de una madre o de una nodriza por lo menos. Sin demostrar vergüenza alguna, al estilo de un calmuco o de un cowboy, Marcelo saltó al colo de una jovencita con peinado a la inglesa y cabello largo de color pajizo que viajaba en un asiento a nuestra derecha y, rodeando su cintura con los brazos, colocó sus mejillas sonrosadas sobre su pecho. La joven se asustó al principio, pero después, influida por su instinto maternal, le tomó cariño al pequeño bóer. Acariciándole el flequillo con sus blancas manos de costurera y echándoselo hacia atrás para despejarle la frente, le preguntó su nombre. Marcelo me señaló con el índice para indicar mi paternidad. La chica me miró con el asombro con el que se contempla un volcán en erupción o una tormenta de arena en el desierto. No se atrevió a hablarme al ver la bizarría de mi rostro, el calafateado de mis facciones curtidas y pilosos como piel de pantera, y el bello ojo que la miraba desde su ceguera, con el cariño de un preceptor. La hermosa muchacha no era capaz de detener su mirada en mi cuerpo de miembros caprichosos. Tal vez –quien sabe- el travieso Cupido en la figura de Marcelo hubiese tocado su corazón con una flecha de oro, delicadamente, y por una vez, Galatea perseguiría a Polifemo. Lo cierto era que el hijo de mis entrañas estaba jugueteando con los cabellos largos de aquella Jane Eyre que se había encontrado por el camino, y a fe que se aprovechaba más que bien de sus caricias. Esa maternidad improvisada que estaba presenciando, sutil y vaporosa como una pintura de Segalen, y a veces tan contundente y artificiosa en su expresividad como un mural de Jordaens o de José María Sert, exhibía la vegetación de su hermosura espontánea en la cámara del ómnibus de la civilización, el pastiche folletinesco de sus prejuicios cómicos, tan semejantes a una mofa de Paul Scarron. Pasajeros hacinados en un compartimento donde se escuchaba la sonata trivial de las circunstancias, gente con los ojos vendados por los gestos aprendidos de una mecánica ópera, caras pintadas – como insinuó Poud- en la nada amasada de la multitud. Paciencia. También tiene que haber una luz – aún de candil o de quinqué- para ellos. Cuesta creer, aún con la convicción del historiador Charles Seignobos, que los miembros amorfos de la multitud deben ser asimismo hermanos de alguien.
Santa Bernardette, que vio en 1858 a la Inmaculada Concepción de Lourdes, y los pastorcitos Lucía, Francisco y Jacinta, que en 1917 vieron a la Virgen de Fátima en Cova d’Iria, pongan su rocío de alegría sobre la hoja de hisopo de nuestra esperanza. Y ya no sigo contando mucho más del éxodo humano, señores míos, porque, si mal no recuerdo, en este instante anunció la megafonía que habíamos llegado al Cantón de Schwyz, de donde Suiza toma el nombre, y enfrente de nosotros, a través de la cristalería del vehículo a motor, admirábamos la gasa azulísima del Lago de los Cuatro Cantones entre montañas nevadas enmarcadas por el trino de los pájaros y el recuerdo idealizado de las cornamusas. Las masas humanas, estimuladas a despertar de su letargo, salían en filas desordenadas del ómnibus con sus equipajes con ruedas y sin ellas y arribaban entre el barullo de los comentarios al asfalto de la estación.
Hacía un día espléndido y el cielo estaba despejado. Nada más toqué el suelo después del trayecto se me ocurrió que por nuestra cuenta sería hermoso que mi hijo y yo recorriéramos en barca el lago, porque aquella era una buena hora para navegar y no hacía apenas viento en el valle. Caminando por la verde ribera donde se agrupaban los ánades que con su cuac cuac alzaban el vuelo a las regiones ingrávidas del firmamento al acercarnos a ellos, vimos algunas águilas imperiales planeando sobre nuestras cabezas, perdidas allá en el azul eterno como una mano abierta e infinita. Y vimos también a un pescador de tencas- de esas que decoraban las mesas de las dinastías europeas- que silbaba un kuhreihen mientras preparaba su estrecha embarcación de remos para hacerse al agua. Estaba enhebrando el sedal en la caña y corría y descorría el carrete para comprobar si estaba bien tenso. Le preguntamos si nos podría enseñar el lago a bordo de su chalupita, que aunque no era ni un galeón, ni una fragata, ni un yate ni un trasatlántico, para nosotros valía más que el Mayflower que arribó a Massachussets cargado de puritanos ingleses, o que la Victoria de la primera circunnavegación de Magallanes y Elcano. Acordamos el precio para subir en aquel bote o botijo – por precio me refiero a gratitud, pues no soy amigo del metálico para hacer amistades por el mundo- en compañía del barquero, con la alegría –como dice la copla popular- de que sin ser niñas bonitas, no pagábamos dinero. El pescador dijo llamarse Karl, nos contó que tenía dos hijos y una hija de la edad de Marcelo a la que le gustaba sobremanera saltar a la comba. Cuando esto oyó, el zalamero de mi hijo de siete años le hizo al barquero muchas preguntas sobre su hija, interesándose como un sociólogo por aquella materia más que por cualquier otra. De esta manera, ignoraba un paisaje que hubiese extasiado a un fotógrafo o a un pintor, y tenía la mente ocupada con el hechizo del eterno femenino, al que enriquecía con el desnudo de su imaginación, como han hecho todos los hombres desde el principio de los tiempos, que fue ayer como quien dice. “Marcelo” estuve a punto de decirle, “mira que en el océano de la mujer muchos han navegado o se han tirado de cabeza, como Leandro el animoso, pero pocos han llegado a la otra orilla. Lo que ves en la mujer es una representación de una idea tuya. No tomes, incauto, la parte por el todo, ni te encapriches con sus encantos que te arrastran al remolino, y pon tierra por medio entre lo que ves y lo que imaginas, que no es oro todo lo que reluce, y el amor que nace de la razón es bueno, pero el atractivo de la pasión incontrolada lleva a la muerte sin remedio”. Pero me callé. Y en esto estábamos, cuando oímos un ruido de cuernos de caza y una gritería que recordaba a un circo romano o a un campo de fútbol. Le preguntamos al barquero qué era aquel espectáculo.
– Ah- dijo sin impacientarse- El toro de Uri está luchando con el Dragón de Weiler en la Catedral del Diablo.
– ¿Cómo?- pregunté sin poder desentrañar una respuesta tan enigmática.
La solución a este misterio se acaba de refugiar en el capítulo siguiente.

20. DON MEGALONIO Y SU HIJO LLEGAN A ZURICH, DONDE SE ENCUENTRAN CON EL NARRADOR DE ESTA HISTORIA DE HISTORIAS, QUIEN LOS SIGUE CON SU RELATO HASTA ALEMANIA, Y NO ES POCO LO QUE SUCEDE MIENTRAS TANTO

Aconseja el vate Horacio en su “Epístola ad Pisones” que para narrar la historia de un personaje, el escritor ha de ser homogéneo y que el principio y el final de un relato han de ser por igual consistentes. Para ser fiel a esta advertencia, el narrador de esta historia no tiene más que seguir un hilo que él mismo ha descubierto, tocado y presenciado, por lo cual no le será preciso mentir con invenciones no venidas a cuento las carencias de su discurso, pues su personaje lleva en sí mismo la historia, es la historia. Dicho esto para que los lectores no se admiren de que esta narración esté distribuida como está y no de otro modo –con capítulos más breves o sin ellos, por ejemplo-, el sabio Literano, que se limita a grabar en letras un cuento, porque no es amigo de la escenografía de la linterna mágica y prefiere que una imagen plana no sustituya a un referente, prosigue, como el cronista, fiel a su monografía, escribiendo como habla y hablando como escribe, para no contradecirse. Por esa razón cedámosle al cíclope la palabra, que él sabrá explicarse mejor que cien filósofos.
Estábamos en el bote escuchando aquellos sonidos semejantes a una pírrica o a una marcha militar, con la fuerza expresiva de una composición musical de Szymanowski. El barquero, como todos los tales, era lacónico y cuando respondía, tardaba mucho en decir lo que se quería saber de él. Tuve que sonsacarle la información de aquel evento casi con piqueta y punterola, como un minero, y al fin se decidió a soltar algo de sustancia mezclada con el grisú de su lentitud al hablar.
– Una leyenda suiza- comentó- de los tiempos en los que los suecos llegaron a esta región huyendo de la hambruna que se desató en su patria, recogida por los hermanos Grimm en un libro titulado “Deustche Sagen”, que ustedes tal vez conozcan, refiere que en la comarca de Weiler en el cantón de Unterwalden, próximo a estas regiones del Gran Lago, existía un dragón muy peligroso que perseguía y mataba a la gente ( yo no sé cómo lo haría, porque no he visto un dragón en mi vida y desconozco las costumbres que tienen), y por esa razón nadie habitaba la región de Weiler, en el cantón de Unterwalden. Un tal Winkelried, perseguido por la justicia por homicidio, se ofreció a matar al dragón a cambio del indulto de su pena, y consiguió sacrificarlo con una espada que tenía, que debía de cortar mejor que la Excalibur del rey Arturo, pero como era orgulloso como lo son la mayoría de los jóvenes, después de matar al animal, sin preocuparse de limpiar la hoja de la espada, alzó el arma en señal de victoria, y el veneno activísimo del dragón –peor que el de la víbora- le corrió por el brazo y le infectó las heridas causándole la muerte. En cuanto al toro de Uri, su origen es completamente distinto. En el cantón de Uri- cuyo emblema es el toro de la fortaleza y el vigor- se consagró la costumbre de denominar así al oficial del ejército de leva que tocaba el cuerno que anunciaba la guerra, quien vestía una piel de toro por caperuza, con los cuernos al descubierto. La Catedral del Diablo es esa peña que ahora están viendo ustedes –y señaló con el dedo un altozano donde estaban reunidos un grupo de gente aplaudiendo a dos individuos disfrazados, el uno de dragón y el otro de toro, quienes representaban una escaramuza ritual sin dañarse, teatralmente, como las danzas festivas de las tribus salvajes- donde todos los años por estas fechas se representa el combate entre el toro de Uri y el dragón de Weiler, con el fin de rememorar el pasado y de recuperar las tradiciones para que las nuevas generaciones no olviden ni pierdan de vista, con el desarrollo de la tecnología en las ciudades, los orígenes de su pueblo.
– Bien me parecen esas representaciones- repuse- porque el pasado, sea cual sea, es la tierra en la que se siembra el presente, y las transformaciones modernas, por muy locuaces que puedan llegar a ser, se sustentan en la tierra del pasado, y sin él, se desvanecen en una artificiosa desaparición. Los etnógrafos y etnólogos antiguos como Herodoto, Pausanias, Estrabón o Plutarco, y los modernos como Tylor, Morgan o Bastian, Lévi-Strauss, Nadel, Kardiner, Linton, Caro Baroja, Graebner, Baumann o Malinowski, coinciden en la opinión de que las formas de vida se suceden unas a otras cíclicamente, como las estaciones o las edades del hombre, y que ninguna de ellas es completamente desterrada por la sucesiva, porque el pasado siempre vuelve haciéndose futuro. El recuerdo permite perpetuar un concepto en los encadenados nacimientos del tiempo, hacer que surja en cada época con diferente vestido, aunque con el mismo rostro.
– ¡Quiero ver ese combate!- exclamó Marcelo mirando muy fijamente mientras se asomaba por la proa del bote- ¡Yo deseo que gane el toro bueno y que mate al dragón malo, pero que tenga cuidado de limpiarse los cuernos después, para que no se envenene!
– Pero vamos a ver, hombrecito- le dije- ¿No te das cuenta de que es una representación?
– Quién sabe- repuso el pillastre con el escepticismo de un Pirrón de Élide- Tú no lo sabes, porque lo acabas de ver, como yo, ahora, y ¡mira cómo gritan! ¡Se pelean de verdad!
El barquero se reía. Cruzó un águila pescadora rozando casi la cabeza de Marcelo.
Se admiraban, casi encadenados, los promontorios Peñasco de Buggis ( en alemán Buggistrat), el Monte Axil (Axenberg), el Cuchillo Ganchudo ( Hakenmesser) y la propia Catedral del Diablo ( Teufelsmünster) donde se gestaba la contienda ritual y folclórica que estábamos presenciando, todos ellos accidentes geográficos de simbolismo nacional, recogidos en la “Historia de la Confederación Suiza” de Johannes Müller. La música de las zampoñas, de las gaitas y de las cornamusas atraían de tal manera a Marcelo que no era quien de admirar la divina belleza del paisaje en cuatro estratos organizada, a semejanza de los cuatro elementos: el cielo azul, las cumbres blancas, las laderas verdes de vegetación incontable, y el lago espejeante que rimaba con el color extenso del inmemorial firmamento. Alguien que pudiese disfrutar del don de la vista – alguien que, a diferencia de quien les habla, no interpretase las imágenes a partir del Braille de su pensamiento- podría vislumbrar en la lejanía la velocidad traslúcida de un gamo, la cornamenta de un ciervo o la silueta afilada de un zorro o de un tejón.
Pero ya estábamos en la orilla y el barquero se había exiliado a su fortín de Estrasburgo, quiero decir, que se había despedido de nosotros con un palmo de narices, porque no teníamos otra cosa que darle más que las gracias, y a título de propina, un saludo a su familia. Aunque la Catedral del Diablo es un risco bastante prominente sobre el nivel del lago – equivalente al del mar- mi complexión atlética y hercúlea no topó con ninguna dificultad a la hora de escalarlo, porque para los gigantes bien peinados como yo no hay montañas, sierras, macizos, mesetas ni cordilleras, y todo es tan llano y liso como la palma de una mano.
Lo cierto es que la cúspide del promontorio resulta ser bastante accidentada, y allí sopla un viento del sur que pone los pelos de punta, de donde debe proceder su terrorífico nombre. Si bien es verdad que cuando ascendí a la empinada cumbre llevaba a Marcelo sobre los hombros, como un gerifalte, una vez puesto el pie en la cima ventosa donde se desarrollaba el ritual de aquella romería, me vi obligado a refugiar al niño en las alacenas de mi pelaje para que no enfermase de catarro, de gripe o de pulmonía. Había allí más de cincuenta personas que hacían corro alrededor de los dos intérpretes que, al son de los instrumentos de viento, escenificaban la contienda cuerpo a cuerpo. Tal era la distracción que les proporcionaba la escena, que no repararon en el ogro comedido que se les acercaba y que entre mil se distinguiera como se distingue un elefante en un rebaño de ovejas. La mayoría de los espectadores eran helvéticos, pero había entre ellos tres parejas de estadounidenses- amén de franceses, belgas, alemanes, checos y españoles- que se hacían cruces viendo aquel ritual que les parecía una reminiscencia de la barbarie.
– Mira cómo se mueven – murmuraba una mujer de Illinois a su marido, un desenfadado hombre de negocios- Parecen masais, y no europeos. Se visten como jefes tribales y bailan, seguramente, para ahuyentar a los malos espíritus. Solo les falta llevar flechas y plumas, como los cherokees de Oklahoma.
El marido callaba y se reía. Entonces yo no puede resistir la tentación de inmiscuirme en una conversación ajena, porque me parecía que aquella mujer estaba en un grave error de ignorancia civilizada que era preciso disipar, como lo hubiera hecho, de encontrarse allí, el escritor francés Georges Duhamel, quien en dos de sus obras, “Civilización” y “Escenas de la vida futura”, acusaba ya estos crasos errores.
– Señora mía- interrumpí al matrimonio- Disculpe que me meta donde no me llaman, en una conversación privada, como si fuera el responsable de alguno de esos escándalos baratos de la opinión pública fabricados por el periodismo de las grandes capitales – llámese Watergate u otro titular de la prensa amarilla, rosa o violeta-, pero he de corregir, a semejanza del maestro que el hombre de buena fe lleva dentro, un error habitual de los ciudadanos de las populosas metrópolis que copian el boato de la Roma Antigua. Les diré. Lo que ustedes consideran una barbarie es el principio de la cultura, las costumbres elevadas a leyes por obra y gracia del sentido común, los arquetipos que Jung denominaba sentimientos sociales, los cuales edifican la verdadera convivencia social. ¿Les parece irrisorio y anacrónico revivir una costumbre antigua? Si así no se hiciese, y no existiera el recuerdo, el hombre no podría considerarse un ser social, porque la memoria es el vínculo que une a los hombres. Podrán ustedes objetarme que hay costumbres que se deben conservar y otras que se deben abolir, como los sacrificios humanos y algunas prácticas análogas. Pero nunca se deben abolir aquellas que, sin constituir un daño manifiesto al ser humano en cualquiera de sus manifestaciones –y aquí incluyo la práctica autorizada del aborto, que es el sacrificio de quienes no pueden quejarse ni intervenir en la vida pública, porque estando concebidos, aún no han nacido-, constituyen la esencia o el carácter de un pueblo que interactúa con su territorio, algo que los historiadores y pensadores alemanes como Savigny o Heine han denominado Volksgeist, o “espíritu de los pueblos”. Las leyendas populares, aunque aparentemente falsas y obsoletas por la ciencia del momento posterior al de su invención, contienen preceptos morales de sabiduría popular que deben ser tenidos en cuenta, porque son universalmente verdaderos. Esto llevó a los artistas de todos los tiempos –especialmente a Wagner, recopilador de los mitos germanos, y posteriormente a músicos como Stravinsky o Rimski-Korsakov, Kodály, Enesco, Manuel de Falla y tantos otros que no me caben en la digresión – a recoger esas leyendas adaptadas a la mentalidad de otras épocas. Y si ustedes piensan que el territorio de los Estados Unidos, de antecedentes ilustrados de los que deriva su Constitución ejemplar, no existen mitos ni costumbres profanas que no tienen nada que ver con la razón ni con el amor religioso, yo les indicaré uno solo. ¿No es verdad que en el estado de Dakota del Sur existe un monte llamado Rushmore, en el que están esculpidas las cabezas de los presidentes Washington, Jefferson, Roosevelt y Lincoln? ¿No era la costumbre de erigir colosos que representan cabezas de gobernantes propia de Egipto, del Méjico olmeca o de los aborígenes de la isla de Pascua? ¿Y no tienen ustedes a orgullo el que su estado nativo posea tales estatuas? Pues entonces no sean como los asirios, que destruían los ídolos ajenos para erigir los suyos propios, y respeten las costumbres de otros pueblos para que ellos respeten las del suyo.
– Excuse me- me interrumpió el marido de la señora que había insinuado el desafortunado comentario- Mi nombre es Bill, y el de mi esposa Mary. Somos de Chicago. ¿De dónde es usted? ¿Por qué no se quita el abrigo de piel de oso? Le debe de pesar mucho, aunque el viento arrecia con la fuerza de una apisonadora.
– Se equivocan – les aclaré en buen inglés de Cornualles, donde, según la leyenda, nació la madre del mítico rey Arturo, Igraine, y de donde partieron John Smith y los Padres Peregrinos, a bordo del Mayflower, para llegar a Massachussets y fundar la Plymouth americana, primera ciudad anglófona en Estados Unidos- No visto abrigo alguno. Es mi propia piel lo que ustedes están viendo. Supongo que para alguien de Chicago debe ser difícil asumir esta verdad, y lo interpretará tal vez como el argumento de una película de licántropos, escenificación imbuida de mitología céltica, recogida en la fábula griega de Licaón, rey de Arcadia que por servir en un banquete a Zeus carne humana, fue transformado en lobo –si las Metamorfosis de Ovidio no mienten- y ahora debe de andar por esos montes aullando a la luna. Pero la Revista de Psiquiatría que se edita en Nueva York, en su número de 1994, asegura que existe una patología – provocada probablemente por la ingesta de estupefacientes- asimilable a la licantropía, porque el enfermo que la padece cree ser un lobo por un breve lapso de tiempo, tal vez por un trastorno hormonal estimulado artificialmente, y luego vuelve a la normalidad. Yo, señores, no soy licántropo, aunque citando a Plauto, bien veo que el hombre es un lobo para el hombre, y las más de las veces me siento hombre porque pienso como hombre, y me lamento del hecho de que los hombres no sean mejores los unos con los otros. Por eso intervengo siempre que puedo en las disputas de los hijos de Adán de doble mirada, árbitro como Moisés entre los de su pueblo, o como el Redentor de la Cruz entre todos los pueblos, siguiendo los pasos de la virtud y eludiendo los del vicio, ahuyentando la discordia y sembrando la concordia, para que su árbol dé frutos de felicidad, que es el mayor grado de comprensión que existe. La Declaración de Independencia de los Estados Unidos, redactada en 1776 por Thomas Jefferson, y la Constitución Americana de 1787 coinciden en perseguir, a través de las leyes que elevan el rango de las costumbres – siguiendo las directrices de las doctrinas humanísticas de Locke y Montesquieu- la felicidad de la nación, entendida como la cohesión social que solo se puede lograr tomando la decisión libre de amar a los demás como a uno mismo. Y aunque muchos, malversando su libertad, defiendan sus bestiales intereses contra el hombre, la obra de unos pocos buenos – por ser el bien más poderoso que el mal- redimirá los crímenes de todos los malvados.
– ¿Quién es este extraño yeti que tan bien habla?- preguntó la turista de Chicago- Que me maten si Lincoln dijo algo mejor. ¿Será un descendiente suyo? Pregúntale si es de Springfield – le dijo al oído a su cónyuge.
– ¿Es usted de Springfield?- me preguntó el tal Bill.
– No soy sino de Sicilia, la Trinacria griega- confesé con el mismo orgullo que Patrick Henry podría tener al decir ante una asamblea continental que era virginiano- Nací en las entrañas del volcán Etna, en el que dice la leyenda que Empédocles se arrojó, aunque yo no he visto el cadáver por ninguna parte, porque soy invidente, y no me haría decir otra cosa el carbono 14.
– ¿Es usted pariente del presidente Barack Obama?- me preguntó Bill- Mi apellido es Stewart. ¿Cuál es el suyo?
– No tengo el gusto de conocer al primer presidente afroamericano de la Fran Icaria Yanqui – comenté- pero tendría mucho gusto en estrecharle la mano, porque me parece un buen hombre, y el cambio de legislatura no me hará afirmar lo contrario. Sean ustedes demócratas o republicanos, gibelinos o güelfos, optimates o populares, derechistas o socialistas, han de reconocer esta evidencia. En cuanto a mi apellido, no lo tengo, porque la raza de los cíclopes, a la que pertenece este atlético ejemplar que tienen delante, no tiene por costumbre usar más de un nombre de pila. Mi nombre es Polifemo, también conocido como Megalonio, mi otro nombre.
– ¿Me permite que le saque una fotografía?- me preguntó Mary de Chicago sonriendo- Es usted un individuo curioso.
– Todas las que quiera- repuse- Y a mi hijo Marcelo también, si así lo decide, que parece un niño de oro, según es de inocente.Si Solomos se inspiró en Lord Byron para escribir el “Himno de la Libertad”, actual himno griego, fue porque no conocía a este niño, el cual es una alegoría de la libertad misma.
Viendo que la pareja de americanos nos sacaba instantáneas como puños, los restantes espectadores de la epopeya suiza les dieron la espalda a los ejecutantes y nos rodearon como el gauchaje de la pampa argentina rodea a los ganados. Sin hacer ninguna pregunta, extrajeron sus cámaras digitales –y nadie usaba los graciosos modelos de Schambach- y nos saturaron de fotografías, disparándonos la metralla de sus flashes deslumbrantes, como fusileros del ejército, sin darnos tiempo a poner linda cara ni a posar como monarcas. Los dos ejecutantes del rito de Uri y Weiler nos miraron de mal talante, creyendo que éramos una atracción de charlatanes y comediantes italianos que les estábamos robando el público. De repente, interrumpieron su representación propia del santuario de Bayreuth y, quitándose las capuchas de sus disfraces, se encararon con nosotros, imaginando que yo era un individuo disfrazado de cíclope que me hacía acompañar del niño Baco, y sacando por conclusión que nosotros dos pertenecíamos a una compañía de actores que representábamos los mitos griegos, para hacerles la competencia a ellos, que representaban los mitos germanos. Se formó un guirigay cuando el que iba disfrazado de dragón, un joven rubio con cuatro pelos por barba, me interpeló para que me quitase la capucha del disfraz y así pudiera verle la cara a quien había interrumpido su espectáculo con el fin de dar parte a las autoridades, y cuando yo le respondí, como no podía ser menos, que no iba disfrazado, sino que así me había parido mi madre. Creyó que estaba provocándolo, y de esta manera, comenzó a insultarme ordenándome que me fuese de allí o que si no lo pagaría caro. Le hice tanto caso como Tomás Moro, lord canciller de Inglaterra, se lo hizo al obeso monarca Enrique VIII cuando le ordenó que no lo acusara de sus faltas con el fin de defender contra el papa la reforma anglicana. La juventud es resuelta, como expresa Mickievicz en su “Oda a la juventud”, pero es también temeraria e irreflexiva, y actúa antes de calibrar las consecuencias, lamentando más tarde su intemperancia. Así, el falso dragón no pudo reprimir su cólera cuando topó con mi firmeza de carácter y decidió pasar de las razones a las manos para dar a entender su enojo. Como no alcanzaba a otra parte más elevada de mi cuerpo, aquel endriago que echaba fuego por la boca golpeó con sus nudillos mi vientre, y la fuerza de su puño se dispersó por el odre de cuero relleno de mi abdomen. Con el golpe, que no le salió como esperaba, perdió el equilibrio y cayó, entre los gritos de la concurrencia, a los pies de Marcelo, quien quiso vengarse del agravio poniendo el pie encima de la espalda del mozo derribado.
– No te ensañes con el vencido – le advertí- porque la venganza contra un semejante es un acicate del mal, y antes favorece a la pasión violenta que a la enseñanza, y no sirve más que para echar leña al fuego de la perversidad de la cólera.
Del suelo de donde estaba se levantó el dragón, con el disfraz de espuma revestida de lienzo roto a la altura del pecho y de las manos, contra los que se había golpeado. Le comenzó a sangrar la nariz y, tomando un pañuelo de papel, se limpió con él, mientras su compañero – el toro de Uri-, lo asistía. Me dio lástima el joven caído y, apartándome de la multitud que nos cercaba, me dirigí a él para decirle:
– Amigo, le aseguro que está en un error al pedirme que me descubra la cara, porque estoy a cara descubierta. Soy yo, y no otro, Polifemo Megalonio, conocido con el apelativo de “El cíclope dandy”, quien le está hablando. Hizo mal en tomarse la justicia por la mano, porque las más de las veces le sale al juez del caldero el tiro por la culata. Tribunales hay, magistrados sobran para medir con un rasero de equidad su demanda y la mía, sin necesidad de recurrir al desastre del conflicto, perjudicial para ambas partes.
– Déjeme en paz- dijo el joven con el enojo ya disipado, aunque resentido por la caída- Usted ha venido a interrumpir nuestro espectáculo.
– No es verdad- confesé- Permítame…
– Vamos a denunciarlo- se encaró conmigo el toro de Uri- Si piensa que va a quedar impune, se equivoca, por muy cíclope que sea.
– No pueden denunciarme ni demandarme por delito, falta ni infracción alguna- repuse- porque yo no he hecho más que venir aquí como espectador y conversar con dos personas.
– Usted ha interrumpido la recreación de un mito nacional para promocionar un mito extranjero- soltó por fin el dragón, demostrando que era aquella su verdadera preocupación, como muchacho nacionalista que era.
– ¡Así que aquí está el quid de la cuestión!- me admiré- Ahora lo comprendo todo. Les aclararé en seguida este pormenor.
La gente, al ver que me había acercado a los actores, hizo un círculo – como el citoplasma de una célula- en torno al núcleo de nosotros cuatro.
– Miren- expliqué con la parsimonia de Sholojov- Los mitos son los cuentos orales de un pueblo, enriquecidos por las aportaciones de cada contador o narrador, que recogen la mentalidad o forma de vida y recopilan las costumbres de una nación – nombre que hace alusión a un grupo de personas con una forma de vida parecida-. Esos mitos contienen elementos universales y otros locales, pero la parte universal, al ser común a todos los seres humanos, tiene una importancia mayor. Por esa razón las recreaciones fabulísticas no pertenecen a un único grupo humano con unas características de autónoma organización social, sino al cuerpo completo de la humanidad, al cual toda nación pertenece, empleando aquella parábola paulina, como miembro parcialmente independiente conectado a la dependencia de un organismo homogéneo. Ninguna manifestación mitológica griega ha sido universalmente más aceptada que la propia de cada nación ha sido porque ha sabido extrapolarse de su ámbito local – perdiendo parte de su particularismo- para englobar una realidad más amplia. De modo, que saliendo de una geografía, ha conquistado todas las geografías por la desnudez de sus metáforas. Pero la mitología germana – cuyos símbolos caballerescos, a veces exagerados, han creado arquetipos monumentales, desde Hamlet al Quijote, pasando por Fausto o Cyrano de Bergerac – no le va en zaga a la griega, e incluso se identifica muchas feces con ella, y también con la bíblica, que desde la diáspora del cristianismo ha sido aceptada como la más próxima al corazón humano. ¿Qué diferencia hay, en efecto, salvo la procedencia, entre Tor y Júpiter o Zeus, o entre Lohengrin y Hércules, o entre el rey Arturo y el rey Minos, o incluso – aunque esta analogía es ya más difícil- entre Caín y Tántalo? ¿No es el Jafet hijo de Noé el Jápeto griego, visto de otra forma? Pues si todo sirve para parecido fin, aceptémoslo como similar en nuestro corazón, y no separemos a la fábula de su moraleja, porque entonces será solo un disfraz para causar risa y entretenimiento sin ningún tipo de importancia moral que aconseje su conservación.
De verdad que es una sensación ridícula- pero por eso mismo profundamente trascendente y necesaria- el escuchar un aplauso en lo alto de un promontorio donde los vientos de los cuatro puntos cardinales- el aquilón o bóreas del norte, el noto del sur, el euro del este y el céfiro del oeste- silban como áspides y soplan como fuelles, despeinándolo a uno y erizándole los cabellos tal que si se los lacase, dejándolo con la macabra estética punk de los jóvenes de las urbes industriales y populosas de la segunda mitad del siglo XX, que no parecen sino nuevos bárbaros, peores que los masagetas o que los trolls germánicos, casi renovadores del ritual de la plagiocefalia. Así sentía yo los aplausos de la multitud en aquel risco después de que esta me oyese arengar como un Leónidas a los dos jóvenes intérpretes.
– ¿No ve?- protestó el dragón dirigiéndose a mí- Aparte de habernos interrumpido el espectáculo, se lleva también nuestros aplausos. En mala hora ha venido usted aquí, pues esta prédica que acaba de darnos es más propia de una conferencia de un Ateneo o de una Academia, y ahora va a ser difícil pasar la gorra y recaudar el dinero que teníamos pensado recaudar hoy para marcharnos a Ginebra y montar una compañía de teatro. De modo que con sus buenas intenciones nos acaba de arruinar el negocio.
– Eso no será así, impetuosos jóvenes- expliqué- porque del bien nunca puede nacer el mal, sino que el buen árbol ha de dar por fuerza buenos frutos. Este pequeño debut –semejante al del compositor británico sir Arthur Bliss cuando estrenó en 1921 su “Rhapsody”- no ha de apenaros ni disuadiros de recaudar fondos para un arte tan noble como el del teatro. Os propongo actuar con vosotros ahora mismo y con estos pelos, y el dinero que recaudéis, para vosotros sea.
Los dos intérpretes se miraron.
– ¿Así? ¿Sin ensayar ni nada?- preguntó estupefacto el toro de Uri.
– Ya ensayaremos cuando termine la función- declaré- ¡Ea, Marcelo! ¡Tú tocarás la cornamusa! ¡Sopla fuerte!- y le entregué de las manos del toro un instrumento que pesaba más que él.
Después, dirigiéndome a los gaiteros escoceses, que eran unos diez y estaban detenidos sin saber muy bien qué hacer, con sus faldas a cuadros y la cara también a cuadros mirando aquel suceso, les pedí una falda para mí, porque creía que vestido de esta manera, el espectáculo sería más vistoso y alegre. Me prestaron la saya de un gaitero obeso de las islas Shetland, que por sus dimensiones me iba al dedillo, y, después de predisponer al público para el improvisado baile, di el gong de salida. No hay palabras suficientes en el diccionario- ni aún en el de Littré- para expresar la emoción de ver a un Tifeo barrigudo como yo bailando con una falta encarnada a saltos con la coreografía de un toro y de un dragón meneando el esqueleto. Estoy seguro de que Ricardo III de Gloucester o Fernando III de España, en la Edad Media, o Isabel II de Inglaterra y Juan Carlos I de Borbón, hubiesen dado su trono encantados por ver semejante performance. Marcelo soplaba como un ángel, hinchando los carrillos y tocando lo que saliere, a estilo André Breton, y a veces se detenía a tomar aire, y volvía a pintar como un claxon. Los gaiteros escoceses no podían tocar de la risa, e intentaban hacer las cosas a la vez, de modo que tocaban flojito como si estuviesen enfermos de pulmonía. No creo que desde tiempos del rey Bruce un escocés se riera tanto. La gente aplaudía a rabiar y gritaba con el temple de quienes asisten – en su mayor parte jóvenes, chicos y chicas- a esas kermesses y bacanales de origen tribal que llaman conciertos de rock and roll. Terminamos. Nos pidieron otra, y otra, y otra, más, así que acabamos molidos como civera, sin sentir los cuerpos que teníamos. Marcelo fue el encargado de pasar la gorra – que era la caperuza del dragón- que se llenó de euros en moneda y billete, como si aquello fuera el domund. “Sonaba que era una maravilla, a metal pesado, como unas castañuelas”, dirían después los intérpretes.
– ¿Ven ustedes –les dije a los jóvenes- lo que va de lo vivo a lo pintado? ¿Qué les parece de asimilar la mitología griega a la germánica? ¿No lo consideran adecuado? ¿Cayeron ya de la burra de su terquedad? Con este dinero pueden montar, no una compañía de teatro, sino un despacho en Broadway.
– Todo se le debemos a usted- dijo el dragón- Aquí hay, por lo menos, unos dos mil euros. ¡Y pensar que estuve a punto de cometer una locura! Perdone, don Megalonio. Nuestra inexperiencia ha sido la culpable de todo esto.
– No pasa nada, amigo –lo disculpé- Iuventus non exspectat. Esta anécdota les servirá para su carrera, aunque solo sea para representar mejor “El mal de la juventud” de Ferdinand Bruckner. Nada cae en saco roto.
– ¿No quiere una parte de la ganancia?- me preguntó el toro- Usted se la merece.
– Sí- se apresuró a decir Marcelo, codicioso, echando mano a las monedas.
– Noli me tangere- dije retirando suavemente a mi hijo del capital- Nosotros no precisamos ese dinero para vivir y solo nos serviría para adquirir vicios. Ustedes, ustedes, jóvenes y emprendedores, monten esa compañía en Ginebra y lleven la cultura por el mundo.
Me agradecieron tanto aquel gesto generoso los dos intérpretes, que se abrazaron a mí sin poder contenerse, con lágrimas de gratitud. Me entregaron una tarjeta con sus nombres ( se llamaban Joseph Stahl- el que iba disfrazado de dragón-, y Gotard Spellman – el que iba de toro-) con sus teléfonos y direcciones de correo postal y electrónico, para que contactase con ellos cuando quisiese. Los gaiteros –pagados por el landamann o alcalde- nos despidieron con una salva de pitidos. La gente nos aplaudió de nuevo. Llegaron dos helicópteros para llevar a la gente a Lucerna, de donde venían, pero yo no quise subirme alegando que mi peso podía hacer naufragar a un portaaviones, cuanto más hundir a un helicóptero.
Manifiestamente, aquel aglutinamiento de personal en la cima de un risco, evocaba a la vez “La sala roja” de Strindberg y algunas escenas pintorescas del Werther de Goethe.
Con Marcelo sobre mis hombros, descendí al llano asustando a los rebecos y a las jinetas, a los lirones y a los cárabos, que ya salían de sus escondrijos presintiendo el mantón negro con lentejuelas de la noche. Nosotros nos disponíamos a conciliar el sueño al pairo o a techo descubierto, que es lo mismo que decir a la intemperie, sobre un lecho no muy mullido de esparcilla. Ya estábamos haciéndole los honores a la cama dura con colchón no de muelles ni de látex, sino de tierra apretada como el pedernal, un tanto húmeda, sobre la cual el viento segaba cabezas, quiero decir que soplaba a pleno pulmón, cuando he aquí que – al igual que sucede en una de esas leyendas nórdicas, como la de “El holandés errante”- vimos aparecer sobre el lago un resplandor, y después el ruido de un fantasma sonoro que se acercaba. “Este” decía entre mí, “ no debe ser el fantasma de la ópera, porque nos encontramos lejos de París, ni tampoco puede ser, de ningún modo, Nuestro Señor caminando sobre las aguas a estas horas – pues los milagros requieren pureza de alma, y no vertederos de pecados como tengo yo en ella, que podrían llenar un millón de confesionarios-, así que este debe ser uno de los buques fantasma que llevan por tripulación a una cofradía de descarnados esqueletos sin pudor de carne que los vista, con un sochantre o un druída celta por capitán, con infinitos camarotes en la borda, con velas de fuego o brasa y maromas de humo, y esas cosas tan lindas de ver”. ¡Qué sugerente, más que un lienzo de Redon, era percibir el sonido de las aguas fluyendo sin imagen que las acompañase, dando lugar a que la mente viese lo que sentía a las claras! Marcelo se arrebujó contra mí, como un hurón, y me pidió encarecidamente que lo defendiese.
– ¿De quién? –pregunté- Este no es ningún enemigo. No es más que una emoción enmascarada de sombra.
– Eso es precisamente lo que me da miedo- explicó el niño gesticulando- La sombra.
– No estás seguro de ti mismo- dije- Por eso tienes miedo. ¿Qué piensas que son las cosas más que pulgadas de un espejo?
Y ya no pudimos continuar dialogando, porque el barco flamígero de los esqueletos pálidos y anémicos del temor se manifestó con la arboladura barnizada de crestas de fuego de San Telmo, con las velas de sangre coagulada que goteaba en la cubierta teñida de grana, con los palos mayor, de mesana y del trinquete unidos en sus extremos formando el vértice de un pináculo que llegaba sostener como un andamio la bóveda umbilical del cielo- muy parecida, metafóricamente hablando, al “Microcosmos” del poeta Maurice Scève-, con las gavias infestadas de colonias de murciélagos que gritaban como una infantería de suegras histéricas más allá de lo que pudiera pensar Charcot, y con una cantata improvisada de baladas grotescas de una tripulación de almas en pena, o al menos, apenadas, como colofón o corolario de tan disparatado aguafuerte. Claro que todo lo que estoy diciendo no era tan onírico como lo vimos nosotros, porque la lengua se encoge de hombros a la hora de describir una escena de una magnitud tan hiperbólica que hacen falta – como sucede en las figuraciones del dibujante Salvador Dalí- bastantes pinzas para que pueda sostenerse en el entendimiento. Había rostros tristes y demacrados, con los ojos vaciados y el cráneo también, con los dientes cariados por el escorbuto y la falta de dentífrico, con la mirada perdida sin esperanza de poder encontrarla, con los huesos blanqueados por la osteoporosis. El paquebote huesudo parecía emanar frío – como el buque frigorífico de Charles Tellier- y desprendía un olor penetrante no a algalia ni a jabón de Marsella, sino a montones de estiércol apilado en fardos de esparto deshilachado, para dar mayor dramatismo a aquel monstruo de suciedad y falta de higiene y buen gusto. Cuando estaba a menos de tres metros de nosotros, el paquebote dio un grito de sirena afónica o agónica o al menos desafinada y una horrorosa calavera – o un calavera, creo recordar, que llevaba un puro en la boca y un vaso de vodka en la diestra- nos hizo una seña. Después nos preguntó en ruso de Pushkin o Solzhenitsin, conservando la horrible cara rubicunda de alcohol:
– ¿Quieren subir al barco? Estamos celebrando una boda.
– ¿Son ustedes de carne y hueso o solo de hueso mondo?- pregunté en buen cirílico, como un kulak.
El calavera no me debió entender muy bien y metió el cráneo en el castillo de proa como para preguntar algo y luego salió con la misma cara y dijo:
– Pueden subir a bordo. ¡Tenemos caviar y vodka! Les haremos un sitio.
No nos hicimos de rogar- porque la noche estaba fresquita para pasarla a la intemperie- y nos embarcamos por la escalera del buque que parecía un yate de recreo, aunque ustedes no ignoran que se trataba de un barco fantasma, tal vez venido del polo norte o del polo sur, con gente triste aunque parecía alegre, con ambiente festivo pero no del todo. Dentro del barco estaba todo San Petersburgo, lo digo porque los desposados pertenecían a este ilustre enclave ruso consagrado por el zar Pedro I para servir de puente entre Europa y Asia, y los invitados de la boda, vestidos de etiqueta- solo se veían fracs, smokins, chalecos, claqués y trajes de noche- no cesaban de cantar romanzas, de bailar al son de violines y de balalaikas, y de comer y beber como suidos epicúreos. La novia estaba reunida con la madrina y otras damas en el castillo de popa, comentando anécdotas de matrimonio entre risas, y el novio festejaba en cubierta, a base de tragos de ginebra y vodka, su despedida de soltero.
– No bebas mucho- le decían sus amigos- Esta noche debes cumplir.
– Si no bebo nada, si no bebo nada – se quejaba el novio, con las mejillas encendidas por el alcohol, mientras echaba gaznate abajo litros de etanol báquico.
– Usted- me dijeron- tómese un té caliente por lo menos.
– Enciéndanme el samovar- repuse- Aunque no se debe abusar de la cafeína, como hacen los británicos, un día es un día.
– ¿Es usted siberiano?- me preguntó un joven de rostro de porcelana, ingeniero de minas cerca de Yasnáia Poliana, cuna de Tólstoi.
– No- contesté- ¿Por qué lo pregunta?
– Es por el pelo- me dijo con naturalidad- Lo tiene muy largo.
– Siempre he tenido mucho pelo- me expliqué- No es que estuviese en un gulag sometido a trabajos forzados como Iván Denisovich en épocas oscuras que no quiero recordar, ni tampoco soy un antiguo mújik de esos que fueron siervos hasta la emancipación general de Alejandro II decretada en 1861 – con esto quería darle a entender a mi interlocutor que conocía la historia rusa- Lo cierto es que fui, como Esaú, peludo desde mi nacimiento.
– ¿Y ese único ojo que tiene sobre la frente, lo tiene también desde su nacimiento?- me preguntó el ingeniero. No hay sobre la corteza terrestre un individuo tan realista como un ruso, ni tan llano y sincero, como demuestra la literatura varega desde la Crónica de Néstor hasta Boris Pasternak.
– Lo del ojo único, que usted tan bien ha apreciado –comenté- es un elemento esencial de mi fisonomía. Soy un tanto cejijunto, aunque no soy mongoloide ni descendiente de Tamerlán, si no siciliano.
– Pues juraría que era usted cosaco- apuntó el joven masticando una croqueta- Yo me llamo Alexei Ivanóvich. ¿Y usted?
– Yo me llamo Polifemo, aunque puede usted llamarme Megalonio si así lo desea- declaré, y para imitarlo a mi manera, me metí en el buche una docena de croquetas- Estoy entusiasmado por presenciar de cerca una fiesta rusa, como las que se pueden leer en las novelas de Turgueniev, Dostoyevski o Gorki. La nación rusa, que hereda el nombre del soberano Rúrik – del que deriva el nombre Rodrigo-, que quiere decir “halcón”, surgió de la confluencia del pueblo escandinavo con el pueblo eslavo de Novgórod. Trasladada la capital del imperio a Kiev en las orillas del Mar Negro, el príncipe Vladimiro convirtió la nación al cristianismo ortodoxo y le dio el alfabeto griego por sistema de escritura, según las enseñanzas de los monjes Cirilo y Metodio. Su hijo Yarosláv el Sabio edificaría los templos de Santa Sofía de Kiev y su homónima de Novgórod, a imitación del templo de Hagia Sofía de Constantinopla, actual Estambul. Con el tiempo, el pueblo ruso de Kiev se trasladaría al norte y entraría en combate con el pueblo mongol de la Horda de Oro, y un príncipe de Moscú, Iván III, conquistaría su territorio. Un descendiente del moscovita, Iván IV, llamado “El terrible” por su natural resuelto e implacable, se convertiría en el primer zar con plenos poderes de Rusia, convirtiéndola a ella en un Estado de Autoridad Unificada, con un ejército de boyardos o nobles al servicio del soberano. La palabra “zar” deriva de “césar”, así como su homónima alemana “kaiser”. Su hijo Fiodor I (Federico I) lo sucedió, y después, el gobierno pasaría a su cuñado Boris Godunov, quien convirtió a Moscú en patriarcado ortodoxo y preludió un periodo de revueltas que terminarían con la coronación de Miguel III en 1613, inaugurando la dinastía de los Romanov, que reinaría en Rusia hasta la revolución de 1917. En 1689, un hijo del zar Alejo I, Pedro I el Grande, arrebataría Finlandia al rey Carlos XII de Suecia y fundaría la ciudad de San Petersburgo en 1703, convirtiéndose en “emperador de todas las Rusias”. Catalina I, su esposa, lo sucedió. Después lo harían su nieto Pedro II , Ana Ivanovna y la hija de Pedro el Grande, Isabel I. Pedro III, sobrino de Isabel, se desposó con una alemana que pasó a reinar a su muerte como Catalina II llamada la Grande, a causa del asesinato de su marido. La Revolución Francesa se extendió por Europa durante su reinado, y su hijo Pablo I, a punto de atacar a la Compañía Británica de las Indias Orientales, fue asesinado como lo fuera su padre, purgando con sangre lo que la sangre había engendrado. Alejandro I, su hijo, se enfrentó a Napoleón Bonaparte, general y tirano, en los tiempos que se describen en “Guerra y Paz” de Tóstoi, y lo venció en 1812. Su hermano lo sucedió como Nicolás I, preocupándose por combatir las ideas constitucionales que defendían las sociedades secretas a través del espionaje político. Alejandro II, su sucesor, aboliría la servidumbre en 1861, y Alejandro III introduciría la Revolución Industrial en Rusia – causa de la crisis posterior- y construiría el ferrocarril Transiberiano. Nicolás II, último zar, no pudo hacer frente a las transformaciones de su país. A causa de la introducción del sistema industrial, que fabricaba productos en masa, se abarataron los costes de las materias primas, y los campesinos se veían obligados a trabajar el doble para ganar lo mismo. Por esta razón se desencadenó la Revolución Rusa de 1917. El zar abdicó y el marxismo del sindicalista Lenin implantó una dictadura totalitaria bajo la apariencia de una mejora para el pueblo. El bolchevismo – socialismo mayoritario en Rusia, según una denominación parlamentaria- se apropió de las fábricas y las nacionalizó, y el Partido Comunista – a partir de la formación del Ejército Rojo- dejó de ser un sector de la Cámara Legislativa para convertirse en una Curia Regia solapada al servicio de Lenin, pasando a gobernar el país con plenos poderes, como un sindicato único, y convirtiendo a Rusia en un imperio expansionista bajo la denominación de federación soviética – soviet significaba “agrupación de obreros” o “sindicato”-, como rezan las siglas URSS ( Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas). El plan de nacionalización, añadido a los gastos de la guerra, no salió como esperaba el inventor de las “Tesis de Abril”, y en 1922 se hubo de volver al capitalismo liberal para recaudar fondos para desarrollar el plan. El sucedor de Lenin, Stalin ( cuyo apelativo significa “acero”), aprovechando los ingresos del intervalo capitalista, se esforzó en industrializar masivamente la nación y en colectivizar también masivamente las tierras para consolidar el socialismo, sometiendo al pueblo ruso a un régimen de servidumbre industrial que regresaba al feudalismo – esta vez no agrario- de antes de 1861. La URSS se convirtió, junto con EEUU, en el país más poderoso del mundo. El socialismo de la URSS y el capitalismo de EEUU combatían – a través de campañas propagandísticas e intervenciones militares- por repartirse el mundo, como Roma y Cartago o España y Portugal en la época del Tratado de Tordesillas. Iniciaron la carrera tecnológica –armamentística y de investigación- como dos gigantes sin inteligencia que tratan de superarse el uno al otro, sin caer en la cuenta de que se imitan el uno al otro. Rusia construyó el primer satélite espacial – se llamaba Sputnik, si no he tenido la fortuna de olvidarlo- y EEUU tocó la piel de la luna en 1969. Obviando estas efemérides gloriosas – la Batracomiomaquia de Homero las recreaba a la perfección-, la URSS practicaba en el interior del país un “gobierno de guillotina”, con torturas feudales y trabajos forzados en gulags o campos de concentración, y EEUU descubría cada día novedades pintorescas en armamento nuclear, empleando elementos radiactivos aislados del entorno por Becquerel y los esposos Curie- el uranio, que celebra a Urano; el polonio, que hace honor a Polonia; o el plutonio, que se refiere al infernal Plutón-. Ambos estados, celosos de su influencia, instalaban bases militares en los territorios amigos o ponían muros entre sus amantes y su enemigo – el muro de Berlín, por ejemplo, derribado en 1989- para contener sus celos insistentes. Este romance encubierto terminó en un madrigal de derrota, porque la URSS no podía sostenerse por más tiempo sobre sus pies de barro a causa de las malversaciones operadas en su patrimonio humano por obra y gracia de las instituciones revolucionarias que pretendían convertir al hombre en una máquina obediente sin fe ni esperanza, y EEUU estaba aburrido de tanta rencilla de zarzuela y de tan poco sentido común. De este modo, se reconciliaron reconociendo que se amaban desde hacía mucho tiempo – como moros y cristianos según Claudel- y se dieron un esperado beso prometiendo no separarse nunca más. En 1985, el presidente del Partido Comunista, Miguel Gorbachov, aprobó el plan de la “Perestroika” o reestructuración, suprimiendo la falaz ideología del comunismo marxista, herejía política que, como todas las herejías separatistas – pues todo lo separado perece- terminó en un estrepitoso derrumbamiento. La Santa Rusia – como la llamaba Dostoyevski- alcanzó las mayores cimas y los mayores abismos, fue ejemplo y ruina de los pueblos, esa troika – en terminología de Gógol- que avanzaba por la taiga sin saber adónde. Todavía hoy en día camina cabizbaja de tantos desengaños, pero resuelta – con la vitalidad de sus emociones- a coronar la cumbre de su esfuerzo.
Durante todo este epítome, digno de Justino, de la historia de Rusia que hilvané con mi lengua ensalivada, estuvo Alexei Ivanóvich mirándome con la esperanza de que terminase, pero como yo no lo hacía, daba bostezos de un palmo de diámetro y decía que sí con la cabeza. Mientras esto ocurría, se nos acercaron unos juerguistas –uno de ellos era el novio, con la camisa rota según un ritual antiguo- , borrachos como cubas y bailando el rigodón de las eses, y se me echaron al cuello llamándome “abuelo Grishka” e invitándome a beber una botella de whisky. Muy poderoso es Baco para hacer que las neuronas deliren hasta el punto de confundir a un monstruo piloso como yo con un abuelo de quien sea. Marcelo, que venía hambriento del camino, estaba engullendo rebanadas de pan con caviar y foie-gras y no daba abasto a ayudarse con pies y manos. Unos graciosos con las mejillas coloradas como frambuesas querían que bebiese un vaso de vodka como si fuese agua del grifo, y le acercaban a la boca el licor ardiente y le decían en ruso:
– Bebe esto, patriarca, y verás cómo te haces hombre.
Entonces, desasiéndome de los borrachos que estaban más etilizados que los de Velázquez, me interpuse entre mi hijo y aquellos corruptores de la tierna juventud –fantasmas sin duda eran, porque tenían escasa consistencia y se caían por los suelos fregándolos con sus risas destempladas- y con un rugido de león constitucional enseñé los dientes puntiagudos que Dios me dio, bayonetas de marfil o espolones de trirreme, y solté estas cuatro cosas:
– ¿Será posible- interrogué retóricamente- que con los años no aterrice el juicio en las cabezas? ¿Qué se saca del alcohol más que locura y abundancia de triglicéridos? ¿Y no les basta con refocilarse como gorrinos en sus vicios para tratar de inducir a un menor de edad al consumo de semejante nitroglicerina? ¿Creen acaso que este niño es Dionisos, el nacido dos veces, el mismo que el marino Acetes encontró en Quíos y que transformó a toda su tripulación en un banco de delfines? Aquellos que negocian con los niños aprovechándose de su inocencia, siendo como es la infancia el principio de la vida, tendrán tal castigo y tal pena que más les valiera para eludirla atarse al pescuezo una rueda de molino y tirarse al mar, porque su fin adquirirá la dimensión de su culpa. ¡Maditos sean los pederastas, envenenadores de la inocencia a la que nunca vencerá la envidia, raza de víboras, benceno corrupto! ¿No saben que un niño es la imagen más perfecta del hombre, su esencia definida? ¿No adivinan que en su aparente debilidad se encuentra la raíz de la fortaleza? ¿Y entonces? ¿Qué tienen en mente, muñecos de paja que arde sin dejar rastro, para poner sus sucias manos y las manchadas yemas de sus dedos en el cutis de este principito?
Pero los juerguistas se encontraban demasiado ebrios en aquella tesitura para darme una respuesta concertada, y solo insinuaban polcas y mazurcas desgarbadas y saludos militares sarcásticos a mi persona que terminaban en apoteósicas risotadas. Entonces, el ingeniero Alexei Ivanóvich intervino en la trifulca poniendo paz con la paloma de sus brazos abiertos, para evitar que yo diese merecido castigo a aquellos infelices, a pesar de todo, mis anfitriones.
– Téngase en sus estribos, camarada Megalonio – me dijo en un ruso que parecía serbio, o en un serbio que parecía ruso- Un hombre que conoce al dedillo la historia de Rusia no puede ignorar que nada hay que seduzca más a un peterburgués que una buena borrachera con todas las de la ley, y un borracho es un individuo con la razón dormida. En este barco estamos todos un poco colocados, pues son las regiones de Eslavonia – entre las que se encuentra Rusia- aficionadas en extremo al zumo fermentado de la uva y a sus variedades destiladas – aguardiente, ginebra, vodka, brandy, tequila, ron, whisky o cerveza, e incluso ponche, coñac o triple sec, nos entran como bálsamos en el estómago y nos curan de todas las dolencias-, pero solo abusamos de ellas, hasta la embriaguez, en fechas señaladas como esta, porque somos de natural alegre y dicharachero, pero no tenemos peores inclinaciones que las de estar en compañía los unos con los otros, disfrutando de la fiesta en comunidad, pues es este el único modo en el que puede celebrarse una fiesta. No se amuralle usted también – como ese muro de Berlín del que habla tapó una mitad de la misma ciudad- y deje a su hijo que se divierta, que por un día que lo haga no le va a pasar nada. Mire, en el castillo de proa estamos los varones, pero en el castillo de popa se encuentran las mujeres, incluida la novia, celebrando en tal harén su despedida de soltera. Como es usted un cronista de las costumbres y un censor de los vicios no temo que se produzca ningún desaguisado cuando le presente a las representantes del bello sexo – que son palmeras de Siria en belleza y esplendor- a semejanza del incidente mitológico que enfrentó a los lapitas con los centauros.
– Descuide-repuse- que no soy yo centauro alguno, aunque me parezco bastante. Llévenos junto a las mujeres, que no tenemos reparo en verlas, por muy hermosas que sean.
Y así, el ingeniero nos condujo a Marcelo y a mí al castillo de popa de aquel barco fantasma, más lleno de luces de bujía que el siglo XVIII. Entramos en un salón recamado de terciopelo rojo donde se escuchaba música de acordeones y de concertinas, dividido por una mesa alargada de esas con que los pintores amueblan sus Últimas Cenas. Vimos – este verbo es metafórico para mi retina cartuja, siempre en penumbra cinematográfica- un piano de cola oculto por una cortina de coral o de raso, detrás de la cual una pianista tocaba la cavatina de la ópera “Norma” de Bellini conocida por “Casta Diva”, en honor a la novia quien, con el velo sobre la espalda a la antigua usanza, cantaba en italiano con una voz luminosa que llenaba de luciérnagas de deseo y de candilejas de dulzura toda la estancia. A su alrededor, como damas de corte, estaban sus amigas y parientes jóvenes oyendo su solo con sereno continente, luciendo modelos de ocasión. Alexei Ivanóvich, interrumpiendo el concierto al que aplaudí con todas las manos, como un paladín de aquel Gran Mundo Cortesano que se deshizo con la máquina de coser, muchas veces frívolo, otras más sugerente que el sistema operativo de los ordenadores que amasan pellas de datos, barajan cifras y corrigen muecas, digo que le presentó al ilustre colegio de damas mi grotesca figura. Como aquellas chicas no eran de las fáciles, de esas que los tenorios como yo conquistamos de cuatro en cuatro, pues algunas de ellas, que tenían un lugar para cada cabello, se rieron por lo bajo al apreciar el porte del galán que venía a verlas. Y no era para menos, porque la que me escogiese como pareja de baile interpretaría el papel principal en el cuento “La bella y la bestia”. Me enteré de que la novia se llamaba Natalia Zevereva y había sido actriz de teatro, cantante de ópera y bailarina de ballet – había interpretado “El lago de los cisnes” en el teatro Bolchoi de Moscú-, y por si fuera poco, gimnasta que compitió en los Juegos Olímpicos de Montreal.
– Si iguales virtudes tiene como casada que como soltera –argüí- ni santa Matilde o santa Margarita la superarán en discreción y cortesía, pero andan las aguas turbias en esto del matrimonio, porque las costumbres relajadas de la sociedad de consumo provocan que por un quítame allá esas pajas se divorcien dos cónyuges, y esto ocurre porque la gente no se casa por amor, sino por satisfacer la sensualidad, y una vez gustado el placer, cada cual se va para su casa. De esto tiene culpa, cómo no, la carencia de valores producida por la economía de masa, en la que los convenios –imitando a los productos- duran tanto como los cigarrillos. Si el hombre fuese una máquina – como pretende hacernos creer el materialismo obeso de las metrópolis- ya estaría oxidado por tantos años de uso, como una armadura vieja. Las personas, como dijo Kant, no son medios, sino fines en sí mismas. Para el hombre – que lo comprende- ha sido creado todo lo que existe bajo el sol. Atienda bien a esto que voy a decirle, señorita: un matrimonio es un pacto de amor para fundar una nueva creación – la familia-, y los dos cónyuges han de unirse formando una sola carne, que quiere decir un solo universo en el amor que los ha unido, restaurando la divina enseñanza de la naturaleza, obra magnífica, que a pesar de ser diversa e infinita está unida por un hilo de lógica. El amor es el sentimiento que lo explica todo, de raíz desconocida aunque de frutos patentes en las cosas sensibles. El amor lo entiende todo y no desprecia nada, como expresó el apóstol Pablo de Tarso, y no consiente la infidelidad, que es un paso hacia la infelicidad, alejándonos de la fuente de ese amor que mantiene la salud de nuestro ánimo y de nuestro espíritu. Procure amar a su marido no solo por su atractivo carnal, sino sobre todo por lo que significa para su vida, y perdone sus defectos y trate de corregirlos con suavidad, porque con suavidad se consigue cualquier cosa, por difícil que sea. En fin, cualquier conducta que una y no separe será buena. Practíquela. Y para que su cónyuge la comprenda procure comprenderlo a él, de acuerdo con ese amor que les ha unido.
– Lo tendré en cuenta, caballero – dijo la novia meditando en su corazón mis palabras- Pero ahora que está entre nosotros, ¿le apetecería bailar un rato? ¿Tal vez un vals de Strauss o un fragmento de “Canciones de un camarada errante” de Mahler? ¡Qué bien le irían estas últimas a un camarada como es usted, que nos ha hecho compañía hoy!
– Hermosas damas- susurré con ese encanto de Lovelace que me caracteriza- No puedo negarme a ver con el alma la melodía de sus movimientos de sílfides o de esferas celestes de esas que les gustaba enamorar a Kepler, pero pedirme a mí que baile al compás de esos cuerpos como plumas es un acto temerario, porque allí donde pisan mis pies no crece la hierba, como se decía del huno Atila.
En tanto esto decía, Marcelo, ese niñosol de ojos garzos, se ofreció a bailar con una dama de cabellos negros, largos y sedosos, invitándola de un modo peculiar. Le saltó al colo, rodeó con los brazos su cuello y colocó el rostro sobre su pecho de nácar blando. No le hizo falta saber ruso. La chica se rindió sin condiciones.
– Voy a bailar con este hombrecito – dijo la conquistada, que se llamaba Olga Kapitova- ¡Quién Sabe dónde acabará esto!
– ¡Pon el disco de “El Danubio azul”!- ordenó la novia al criado, entre risas.
Como hijo de su padre que es, Marcelo es capaz de reducir a cenizas el más pintado de los bailes, poniendo de vuelta y media al Bolingbroke más atrevido. En esta ocasión no se deslució y, haciéndose el snob, llevaba el ritmo del baile de modo graciosísimo, porque solo le llegaba a los muslos a su pareja y, aún así, la conducía haciendo círculos por la pista que parecían un diagrama de Venn por su trazado caprichoso que podría volver loco a un geómetra euclidiano o no euclidiano. La dama se había ruborizado y él se había puesto colorado de alegría comprobando la incidencia de su debut, y dejándose llevar por la vanagloria de ver todos los ojos puestos en él, se salió del guión y dio un salto de rana de esos que se hacen en las contradanzas y en los cancanes, aterrizando con tal fortuna que le pisó el pie izquierdo a su pareja y, dando un traspiés, coronó la hazaña en el suelo sin lastimarse, porque hizo almohada con las manos y con las rodillas y, fingiéndose muerto por unos segundos, como la zarigüella, elevó después los brazos triunfantes al público.
– ¡Qué agilidad!- exclamaron las damas aplaudiendo.
El debutante estaba tan contento que perdió los estribos y quiso laurearse con la apoteosis del divo. Pero, ¡qué apoteosis! Aproximándose a su pareja – en el tono festivo que aparece en los lienzos de Tiziano- levantó las faldas de su pareja a alturas arriesgadas –desde la gravedad es más grave- invirtiendo el puritanismo del Hudibras de Butler, e interpretando de un modo surreal “La viuda alegre” de Lehár. Eso ya pasaba de castaño a oscuro. Marcelo salió corriendo hacia el público y se echó al colo de una rubia varega llamada Irina Koslovich.
– Si piensas- le dijo al niño- que vas a hacer lo mismo con todas, y estás muy equivocado. ¿Qué te crees tú, golfo, seductor? ¿Que vas a gozar a todas las mujeres del mundo, marchitando sus flores y haciéndolas sufrir después con su ausencia? Ese juego no te va a funcionar contigo, pues te has encontrado con una dama de hierro capaz de ponerte en tus casillas, galán imberbe. No pongas caritas, que no me vas a convencer.
Marcelo, en efecto, estaba juntando los labios en señal de arrepentimiento.
La velada fue de lo más alegre. Hacia las siete de la mañana, aproximadamente, entraron los novios en la alcoba con la intención de inaugurar su unión, de consagrada, o si se quiere –dicho sea canónicamente- de perfeccionarla. En cubierta, cuando despuntaban los maitines del alba, nos dijeron que estábamos a la altura de Lucerna. Nos despedimos de los peterburgueses- excepto de los novios, que estaban degustando su luna d miel- y desembarcamos del barco fantasma que, a pesar de ser soviético – y de ahí viene lo de espectral, por aquella frase del “fantasma comunista” de Carlos Marx- estaba cargado de buenas personas. Lo vimos disolverse en el espacio detrás de nosotros con mucha educación y muy buena crianza.
En Lucerna – aprovechando una promoción turística, que ofrecía billetes gratuitos a Zurich- tomamos un tranvía a esta ciudad. Pusimos los pies en la Turicum romana, princesa de su cantón, cuyas torres como agujas de calceta se reflejaban en el lago que la besa. Zurich, biela del comercio transalpino, enriquecida desde el siglo XVI por las labores de la seda, al término de la ruta de san Gotardo, es una encrucijada entre todos los caminos de Europa. Fue asilo de refugiados y exiliados políticos, de intelectuales, de apátridas, de artistas. Recibió oleadas de trabajadores y obreros industriales procedentes del campo cuando se consagró la máquina como medio de producción. Conoció las herejías reformadas y separatistas – aunque necesarias, por otra parte – del predicador Zuinglio, alumno de Lutero, enemigo del poder temporal del papado por los abusos cometidos a lo largo de su historia, del simonismo o mercado de indulgencias, de la política de las excomuniones a los rivales estratégicos, del nepotismo y, en definitiva, de las abominaciones mundanas de un poder presuntamente espiritual cuyos titulares cayeron en la tentación del lucro diabólico que divide a los hombres, al ser contrario al amor que los une. Todavía sonreían los muros de la abadía de Fraumünster, edificada por orden de Luis el Germánico, monarca carolingio, en el año de gracia 853. Este había sido el origen de la ciudad, aunque con el tiempo, la emancipación secular convirtió a la cabeza del cantón en territorio libre desde 1218, cuando el emperador Federico II, le otorgó un fuero, y caída en las manos de los Habsburgo, recuperó su libertad de 1400. Probablemente sea Zurich la ciudad más activa de Suiza, como demuestra la temprana constitución liberal de 1821, las abundantes fábricas textiles, la actividad bancaria bien organizada según criterios de eficiencia que emanan directamente de la disciplina de sus habitantes, y la proliferación de compañías de seguros que prevén los imprevistos del bien controlado tráfico económico, detalle este último que convierta a la población en la Hartford europea, como es aquella la “ciudad de los seguros” en el territorio de los Estados Unidos.
Mientras caminábamos por la ciudad antigua, contemplando los palacios de tejado redondeado de pizarra negra que recordaban a los de Philibert Delorme, me preguntaba dónde estaría ubicado aquel “café Voltaire” que había visto nacer el dadaísmo en la época de entreguerras, en la primera mitad del siglo XX, donde se había llevado a cabo el último gran enfrentamiento de los estados europeos, opuestos por intereses coloniales. Me imaginaba al rumano Tristán Tzara abriendo un diccionario al azar delante de su tertulia – como si de una charada se tratase- y poniendo nombre a su movimiento cultural con la primera palabra con la que se había topado, Dadá, onomatopeya del balbuceo de un niño, conjugándola con la terminación “ismo” inventada por el ingenioso Marinetti en aquel sarcástico manifiesto publicado en el sensacionalista periódico Le Figaro. Quienes no se ríen con el humor de las vanguardias artísticas de la primera mitad del siglo XX, con la sensibilidad hiperbolizada del romanticismo llorón del XIX, con el conceptismo ingenioso y marcialesco del barroco del siglo XVII, y con la hipocresía académica del XVIII, no saben lo que es pasárselo bien, porque ignoran que la exageración de los estilos de la moda de la civilización son, en verdad, críticas simpáticas a la decadencia de valores rurales y a la parsimonia babilónica de los protocolos urbanos. Cada uno de estos estilos es un chiste que provoca hilaridad en quien lo comprende, mejor para la terapia de la carcajada que las cosquillas.
Estábamos buscando el “café Voltaire” ,como iba diciendo, cuando tropezamos con este local llamado “café Europa” donde ustedes me escuchan como atenta curia o feroz parlamento, con los oídos abiertos y las bocas también. De ustedes depende, estimados feacios de esta odisea en el espacio simbólico del mundo, que nosotros prosigamos nuestro viaje con otra agradable anécdota que contar, porque llegando al hemisferio de la historia, el futuro – al que no le queda más remedio que ser pasado- campea como nube blanca en el cielo azul cobalto cuando aún no ha llovido.
Aquí interrumpió el cíclope su crónica de viaje antes de beberse de un solo trago una jarra de leche condensada que le había escanciado el nunca suficientemente alabado tabernero Hans Hesse, natural de las tierras que baña el Rhin de los Nibelungos. El sabio –o al menos, instruido- historiador Literano, que tiene el honor de ser y de parecer el que escribe esta monografía prodigiosa que Plutarco tuvo ocasión de recopilar en sus Vidas Paralelas, por no tener semejante con el que compararla, el que no tiene vergüenza en sacar a la luz estos hechos con la pulcritud contrastada de Beda el Venerable, el que estaba en el principio – aún no siendo el Verbo- porque la historia que cuenta parte de él, el que se desvive por grabar en el archivo de la memoria cada uno de los movimientos naturales de un personaje que es también una persona con la que se puede hablar, el que, en definitiva, le presenta al lector al cíclope y al cíclope el lector, hizo la siguiente observación, digna de Escoto Erígena o de Emerson:
– Señor Don Megalonio, su historia es el mejor relato que he oído o leído en mi vida, y no creo que Harún al Rashid escuchara uno mejor ni mejor contado. Siendo como es de este modo, no deseo, como narrador omnisciente o como narrador testigo, instalarme en las alturas de la ionosfera, allá en el empíreo del cielo consciente, para burilar cada gesto suyo, porque me siento incapaz de hacerlo tratando el tema como se merece. Sea usted quien cuente en primera persona su vida y sus andanzas, y yo seré el cronista y el escribano que levante acta de su verdad, porque la verdad que habla por sí misma es más agradable que la más agradable mentira.
– No tengo ningún inconveniente en aceptar tal muestra de humildad por su parte- se expresó mi modelo, hermoso como pocos- pero la necesidad de los hechos se interpone en nuestro camino, porque, ¿ cómo voy a contar en pretérito una historia que todavía no he vivido?
– Unifique los tiempos en uno solo – repuso Literano- No le voy a pedir que conjugue en infinitivo los tiempos verbales, porque el relato sonaría a falso, por ser el infinitivo un tiempo abstracto y no concreto. Ahora bien, procure narrar la historia al mismo tiempo que la vive, y utilice el pasado, porque todo lo que nos sucede ya nos ha sucedido cuando lo contamos.
– Me parece un correcto apunte – confesó don Megalonio con las garras sobre la boscosa mejilla- En verdad, contar hechos que aún no han sucedido me parece más propio de la poesía épica – que al ser inspirada se permite esas licencias- que del género histórico. Ahora bien, ¿ por qué no unificar, aunque solo sea por una vez, ambos criterios? Que Mommsen y Snorri Sturluson me perdonen, por juntar Eddas con epítomes, y por ser el protagonista quien cuente la historia, como en el monólogo teatral. No hay acontecimiento nuevo que no tenga su destello innovador, aunque sea subatómico. Dicho esto, prosigo, que las Academias de este mundo me van a agradecer estas digresiones.
En el citado “café Europa” conocí al que había de ser mi biógrafo, un joven de cejas espesas y gafas livianas que a veces fumaba en pipa de ámbar y a menudo no lo hacía, cuyo semblante de frente despejada como un cielo de julio enmarcaba dos ojos profundos, una nariz esbelta y una boca de comisuras rectas que recordaba a Thomas Wolfe, a no ser por la breve perilla triangular y pitagórica que sobresalía tímidamente de su mentón. También conocí a Hans Hesse, el tabernero, un alemán ahenobarbo, parecido – es probable, pues yo no lo traté- a aquel Gunter del Cantar de los Nibelungos, rey de los burgundios que tenía su corte en Worms. Estaban con ellos un borracho y un jugador, como representantes de la Orden de las Vanidades Humanas, que son entretenidas como ellas solas, aunque siempre nos dejan con mal sabor de boca. Les narré como pude la historia de mi vida, de tal modo –no es por presumir, es por confesarme delante de ustedes- que no creo que Apiano Alejandrino, Amiano Marcelino o Eusebio de Cesarea lo hubieran hecho con tanta parsimonia. Después de un periodo aproximado de tres horas- la ciencia experimental ha pretendido abolir el misterio de las medidas imprecisas, tratando fallidamente de sustituir las emociones por números, sin saber que los números son emociones- me levanté de la silla y, llamando a Marcelo con un silbido, le dije que nos íbamos. Literano, nuestro cronista, nos aseguró que nos acompañaría en alma, como obediente criado, así que desde ahora no aludiré a él, pues todos saben que el alma es invisible y, por ende, su fisonomía es indescifrable. Después de comer, Marcelo y yo tomamos el camino del aeropuerto, porque queríamos saber lo que era volar, que en un principio había sido monopolio de los pájaros, y ahora cualquiera podía darse de alas. Siempre anhelando subir, el hombre había conquistado las alturas con el ingenio de sus caballos de Troya, y en las extensiones remotas de su falso cielo se había encontrado con otro cielo encima de aquel, como si la divinidad multiplicase los objetos para confundir a esa pulga con cerebro de barro y delirios de grandeza. Sin embargo, esa pulga está llamada a algo grande, pero no siguiendo el camino ancho de la apariencia, sino la senda estrecha de los sentimientos.
El aeropuerto estaba atestado de gente de todas las razas posibles. La operadora hablaba en las múltiples lenguas de Babel, y las escaleras mecánicas subían y bajaban, bajaban y subían como la roca de Sísifo. En las pantallas – iba a decir “telepantallas”, discúlpenme por no haber lo dicho- estaban los horarios de los vuelos, con las banderas de cada país y la traducción en cada idioma, que no eran pocos los que allí había.
– Atiende bien, Marcelo – le dije a mi pupilo adoptivo- Tenemos que tomar uno de esos cóndores de metal que se ven en la pista, un avión, para marchar rumbo a Alemania, que quiero ver de cerca el palacio de Sans-Souci y la Puerta de Brandemburgo, si es que no los cambiaron de sitio últimamente.
– ¡Qué bien! ¡Voy a montarme en un avión de esos que vuelan!- exclamó el niño abriendo los brazos- Hace mucho tiempo que quiero tocar las nubes, pero nunca se me pone el día bueno para hacerlo.
– Pues ahora podrás palpar el aire que tanto deseó manipular lascivamente el humanista Leonardo da Vinci – confesé- y merced al cual el piloto Alphonse Penaud, en 1871, realizó el primer viaje aéreo en un aparato más pesado que el aire en el jardín de las Tullerías, llegando a tocar con la cabeza las ramas más altas de los árboles.
– ¿Y allá arriba en el cielo alto, habrá palacios, y jardines, y esas cosas?- preguntó Marcelo.
– Sin duda- repuse- porque el aire está lleno de castillos y de estudiantes, que, al decir de sus maestros, están siempre en las nubes, y a estas alturas deben de tener una factoría en ellas, y vivirán de lo que recauden con el mercado del viento, que sopla en casi todas las cabezas.
– ¡No me digas, padre!- exclamó el niño- ¿También hay viento en la cabeza?
– Viento y pájaros también- contesté de buena tinta- porque, de no ser así, la ciencia no daría saltos tan largos, ni se saldría de sus casillas. Pero no hay nada que suba que no tenga que bajar, como afirmaba el licenciado Pero Grullo, doctor honoris causa por la Universidad del Desengaño. Además, si te fijas, las cosas caen siempre hacia el mismo sitio.
– Sí- afirmó Marcelo- Lo que ocurre es que la gente no sabe lo que es volar hacia abajo, aunque decía Mafalda que no hay arriba ni abajo, pero eso no puede ser, porque entonces volar sería imposible.
En estas pláticas estábamos cuando llegamos a la taquilla. La turba que se agrupaba en fila india delante de las ventanillas nos miraba como si yo fuese el mismísimo Harald Bluetooth, primer rey cristiano de Dinamarca y Noruega – patrocinador, a principios del siglo XXI, de la tecnología de comunicación infrarroja- y Marcelo fuese su hijo San Olaf, soberano de Escandinavia y por poco rey de Bulgaria. No sabíamos qué hacernos para disimular y parecer humildes ante aquella observación constante que nos hacía caer en el vicio de la soberbia. Cuando nos llegó el turno, me sentí como “El barbero de Sevilla” al fin de la ópera de Rossini, corrido de tanta atención y pletórico de tan hueco aplauso.
Un bello niño de junco,
anchos hombros, fino talle,
piel de nocturna manzana,
boca triste y ojos grandes.
Esa imagen del romance reproducía Marcelo cuando se aproximó al mostrador de la taquilla, que le daba por el cuello.
– ¿A dónde van?- preguntó la taquillera.
– Filósofa nos ha salido- comenté- El ser humano no sabe de dónde viene ni a dónde va, ni puede reclinar la cabeza más que en la almohada de la caridad. Ya sea Flammarión ya Spinoza quienes expliquen el teorema del mundo, no podrán darle una orientación diferente a la existencia.
– ¿Van a embarcarse y no saben a dónde van?- preguntó con sarcasmo la uniformada dependienta.
– Embarcarse es el último destino – contesté- Caronte pone a cada cual en el lugar que ha escogido. Pues es ley de vida, señorita, que todo lo que nace ha de volver a nacer otra vez de una manera distinta, pues cada nacimiento es una fracción más del rostro de la verdad. Y ese rostro es la misma Belleza, con mayúscula, si no lo pone en duda el suyo.
– Señor, le agradezco el piropo, pero haga el favor de contestar a lo que le pregunto- dijo la dependienta con muestras de ansiedad- ¿Qué destino van a escoger?
– ¿Acaso el destino puede escogerse?- reconocí como lo hubiera hecho Anaximandro- Las circunstancias me han puesto en este lugar donde he visto resumida en un cuerpo dulce todas las hermosuras de la vida. Benditas sean, pues, las circunstancias.
Marcelo no prestaba atención a este diálogo amoroso en el que el deseo se entrevistaba con el desdén. Estaba distraído mirando un mapa que no entendía y, de pronto, colocó el dedo índice sobre un punto.
– Quiero ir a Berlín- dijo resuelto- Berlín está en Alemania, así que tenemos que ir a Berlín, donde está Alemania.
– ¿Quieren ir a Berlín?- preguntó la dependienta con alivio, al comprobar que se había quebrado el círculo vicioso de la seducción- Les expido ahora mismo el billete.
– Procure- susurré con la voz más suave que me salió- poner en ese billete sus sentimientos limpios y sinceros, sin prejuicios sociales que le impidan expresarse con libertad, porque las palabras que salen del corazón son capaces de vencer a todas las retóricas. ¡Lo que va de tiempos a tiempos! Antes del movimiento obrero surgido del maquinismo industrial y de la maquinación materialista de Büchner y de los nuevos idólatras del paganismo del progreso, eran los varones quienes daban en primer paso en las relaciones amorosas, escribiéndole billetes a las damas con la tinta de su propia sangre, y ahora, después del sufragismo inglés y de Rosa Luxemburgo, son ellas las que expiden billetes a máquina y nos dan vez para que vayamos a hacerles terreno.
– ¿Se puede saber de qué habla, señor?- preguntó con sorpresa la dependienta, alzando el talle, y entonces fue cuando vi que llevaba a la altura de la abertura cruel de la camisa, que solo insinuaba las riquezas ocultas, una plaquita con el nombre “Margarita”- Le estoy tramitando el expediente de vuelo.
– ¡Ay, Margarita, Margarita!- exclamé con un suspiro de trovador- ¡Más dura que mármol a mis quejas! ¡Cómo te haces la desentendida cuando escuchas latir mi corazón al compás de tu voz! Yo, perdido en el mapa de tus encantos, ¿cómo puedo encontrar mi destino si tú no me tiendes el hilo de tu ayuda en tal laberinto de emociones como despiertas en mi interior? ¿Qué será de mí si no poner remedio a este incendio, más devastador que el de Troya o que el de Londres del año 1666, que destruyó las cuatro quintas partes de la ciudad – incluido el teatro The Globe, donde Marlowe y Shakespeare representaban sus piezas-, si no te decides a apagar con una gotita de misericordia tamaña calamidad? ¿De qué te sirve, mujer, endurecer el corazón como un risco, cuando el fuego del amor ablanda hasta el hierro? ¿Serás una Anaxarte, una Inés de Castro, una Dafne que desprecies a quien te quiere, y ames a quien te aborrece? Mujeres que, como la “Penthesilea” sinfónica de Hugo Wolf, decís “no” y cerráis la puerta a vuestra felicidad, para decir “sí” cuando tal vez ya sea demasiado tarde, cuando quizás, quizás, quizás, pero no digo más, que te arrepentirás de haber dado una negativa categórica a un galán singular como soy yo, difícil de olvidar cuando se le trata. ¡Vámonos, Marcelo, vámonos a Berlín o más lejos todavía si cabe, para que esta fiera áspera no tenga a quien echarle la culpa de lo que le pase!
– ¿Llevan equipaje?- preguntó la dependienta.
– Omnia mea mecum porto- dije.
Y, sin despedirme de aquella ingrata de la taquilla, di la vuelta con despecho, tomé a mi hijo de la mano y me fui sin mirar atrás para apercibirme de si me había olvidado de algo. Ya en la pista, subimos al pájaro de hierro por la escalerilla – tuve que ladearme un poco para caber entre ambas barandillas- y nos sentamos en tres asientos, dos para mí y uno para mi acompañarte, que era asaz minúsculo, como era yo desmesurado. Las azafatas, hermosas como valkirias, nos pidieron que nos abrochásemos los cinturones antes de despegar. Yo alegué gigantopatía – que es la enfermedad del gran tamaño de los gigantes- para no tener que apretarme el cinturón y poder seguir viviendo holgadamente, según es mi natural.
– Si el piloto se ve obligado a practicar un aterrizaje forzoso – me explicó la vocinglera ninfa de las aerolíneas helvéticas- su cuerpo saldrá despedido como una masa mecánica hacia adelante y podrá lesionarse con más facilidad.
– No se preocupe por mí, orquídea de los aires- le susurré a la azafata haciéndole una seña de zarzuela con mi tupida ceja boscosa- porque no faltándole cebo al palomar, no le faltarán palomas. Yo soy un diamante de dureza, y no hay quien me haga un rasguño así sea del tamaño de un paramecio. Tengo el pecho de bronce y el cerebro de hierro.
No obstante, aconsejé a Marcelo abrocharse el cinturón para apoyar la fragilidad vigilada por su padre en la columna de la prevención. Los pasajeros no cesaban de mirar la calabaza velluda de mi cabeza, que sobresalía de mi asiento como sobresale el Kilimanjaro sobre el nivel del mar.
El clavileño de aluminio despegó, después de tomar carrerilla, y se subió a lomos del viento, que bufaba como un dragón chino. Se comenzó a elevar la tramoya, impulsada por las corrientes de aire que expelían los reactores, y muy pronto el paisaje disminuyó de tamaño hasta volverse minúsculo, relativizándose cada objeto – árboles, llanuras, montes- en un remoto recuerdo que iba disolviéndose en los prolegómenos de la lejanía trasfigurada en paulatina luz. Los objetos que parecían enormes, amenazaban ahora con desaparecer, y solo quedaba la memoria del sujeto, mayor que todas aquellas latitudes aparentes. Solo quedaba una emoción invisible, roca de comprensión o palabra percibida y alta como el más alto de los montes o elevaciones, mientras el mundo pasaba.
Muy pronto el pájaro de fuego que nos transportaba – que tenía las plumas de oro, préstamo del sol, como el de Stravinsky- comenzó a pacer en praderas de nubes aplastadas por el aire, con los lóbulos de nácar luminoso peinados por el viento, y Marcelo creyó encontrarse en su patria, en el país de las formas libres. No le llegaba contemplar por la ventanilla aquellos prodigios. Quería tocarlos, abrazarlos y disfrutarlos en todas sus dimensiones. Pidió a la azafata que lo asomaran al balcón del avión para tocar las nubes.
– No tenemos balcón- rió la azafata.
– Pues entonces- protestó el niño- abran las ventanas para que las nubes puedan entrar al avión.
Exigía el cumplimiento de lo que, según él, no era un capricho sino una sed de conocimiento muy legítima, como la de pisar la luna o hacer una barbacoa en el sol, porque el hombre desea conocer para entender el mundo en el que vive, con el fin de esclarecer el misterio de la existencia.
– Escucha, hijo- le expliqué como un Spencer- Si la vida es un árbol y la ciencia un fruto de ese árbol, el hombre siempre aspira a gustar el fruto para comprender el mundo, que es el conjunto de la vida. Pero ese fruto ha sido prohibido por la divinidad para probar nuestra fidelidad, de modo que mediante su ausencia estrechemos los lazos que nos unen al amor, su manifestación a través del verbo de la razón o la palabra. Si nos diese lo que pedíamos el primer día, ¿qué mérito tendríamos? No comprenderíamos el amor y no gozaríamos del significado del rito, que es perecedero. De esta manera fueron tentados nuestros primeros padres, que comieron el fruto y murieron, porque no comprendían lo que significaba. Por ello fue necesario el sacrificio de sangre del dolor y del trabajo, para llegar a merecer lo que la infidelidad nos había negado, esto es, la felicidad, y así lo expresó el sacrificio del Hijo de Dios – representación del hombre- en el árbol de la vida convertido en cruz de sufrimiento, para recuperar en esta prueba el bien perdido, y restaurar la antigua fidelidad que nos había hecho felices. Porque el fruto de la ciencia no es más que una impresión, y jamás llega a degustarse por completo, y cuanto más se come, más se desea comer, convirtiéndose en una seducción que se alimenta de nuestra carencia de felicidad, y que se asemeja al castigo de Tántalo, en cuanto nunca se alcanza la perfección absoluta que nos hace felices y nos regala la paz. Aquel que es infiel a quien le ama, se engaña divirtiéndose con sus amantes, porque estas no son más que sombras de su remordimiento. Y no será feliz hasta que reconozca que ha sido infiel y que desea recuperar el estado antiguo a través de la gracia de la reconciliación con su cónyuge verdadero. Hoy en día –este proceso se inició con la Revolución Científica en el siglo XVII- el materialismo pretende sustituir la religión por la fisiología, nueva práctica idolátrica, reduciendo las emociones a reacciones químicas. ¡Necios! ¿Qué está antes, la emoción que mueve al hombre al conocimiento, o el conocimiento mismo? ¿Qué está antes, el ojo o la imagen? ¿Acaso se puede incluir el ojo en la imagen, cuando está antes que ella? ¿Entonces, cómo se pretende confundir la emoción creadora con la criatura epistemológica que nace de ella? El becerro de oro de la ciencia –una criatura que se toma por divinidad- se eleva al altar del positivismo y confunde la gordura con la alegría, cuando ambas pertenecen a mundos distintos separados, aunque concordantes, como están el cielo y la tierra. La reacción química es una imagen del ojo que mira, no el ojo mismo. Y si el ojo es el amor o la conciencia, ¿cómo puede estar la reacción química en él, si emana de él como representación suya, al igual que la sombra emana del objeto y no al revés? Pero estos idólatras, confundidos por la obsesión de tocar lo que no comprenden, hacen como tú, Marcelo, y quieren abrir la ventanilla de la razón para accidentarse con la locura. Confórmate, hijo mío, con ver lo que tienes delante, y procura no encapricharte con vanidades, porque si llegas a tocar la nube, te llevarás un desengaño.
Por supuesto, la azafata no entendió ni poco ni mucho lo que le aconsejé a mi hijo adoptivo, pero aplaudió mi recomendación de no abrir la ventanilla. Marcelo se sentía exiliado en un mundo sin nubes y, pegando su cara al cristal del ojo de buey todo lo que podía, suspiraba contemplando de lejos la tierra prometida.
– ¡Qué bien estaría ahí!- exclamaba como un patriota- Una tierra blanca, donde se puede jugar eternamente, ¿quién la encontrará?
– Un día vivirás en una tierra mejor que esa- lo consolé- cuando tus méritos te hayan conducido a ella.
– De momento- declaró- me gustaría vivir en ésta.
– Deja que el tiempo participe en tu deseo- le comenté- El tiempo es el arquitecto de la vida, y pone cada cosa en el lugar que le corresponde.
– Cuéntame un cuento- me pidió Marcelo- Creo que hoy me encuentro sentimental.
– Está bien- consentí- Tú lo has querido. Érase una vez un colibrí que volaba de flor en flor, como un calavera, y al que le gustaba ser una mariposa. Él pensaba de este modo –le prestaré, como buen camarada autor, mi flujo de conciencia para que pueda pensar por sí mismo- : “Si yo fuera una mariposa, podría volar más despacio, y tal vez fuese más feliz”. Por esta razón estaba preocupado, y comenzó a odiarse a sí mismo por ser un colibrí y no una mariposa, como deseaba. Se llegó a convencer de que su preocupación venía no de un deseo improcedente – pues la naturaleza otorga a cada cual lo que le corresponde- sino del hecho innato de ser un colibrí y no una mariposa. Comenzó a envidiar la supuesta felicidad de sus modelos, y, para resarcirse de su insatisfacción, trató de imitarlos en todo, hasta llegar a confundirse con ellos, y de formar parte de sus bandadas lentas y estereotipadas como bailes de máscaras. Con el tiempo se convirtió en una mariposa más. Convencido de su metamorfosis, un día acudió a beber a un estanque entre dos hojas de hevea – que es el árbol del caucho, para los legos- y descubrió su antigua imagen pintada en la superficie del agua. Sintió nostalgia y yo diría que lloró, aunque digan los naturalistas que solo el hombre llora. Y quiso recuperar su imagen perdida, aquel paraíso de inocencia previo a su curioso deseo de convertirse en mariposa. “¡Cuánto me he equivocado” pensó, “al querer salir de mí mismo para parecer lo que no soy, solo porque se me había prohibido por naturaleza! He caído en la trampa de considerar que lo desconocido es mejor que lo conocido, solo porque no tengo acceso a él, y ahora que lo conozco, descubro que no es absolutamente nada y quiero regresar al pasado, al que renuncié. Pero, ¿cómo regresar, una vez que he roto todos los vínculos que me unían con él, cómo olvidar el tiempo que he perdido?”. En este monólogo interior estaba – que les da mil vueltas a los de Luciano de Samosata, a los de Dujardin y a los de Joyce- cuando después de revolotear por el sotobosque de la selva tratando de recordar las posturas antiguas de su yo soterrado en el disfraz de la apariencia, volvió la vista atrás – como dice el poeta Machado- y descubrió un enjambre de mariposas que lo seguían y lo imitaban.
– El avión se prepara para aterrizar – se oyó la voz como de muchas aguas de la megafonía.
– ¡Qué cuento tan bonito!- exclamó el niño- ¿Quién te lo contó?
– Me lo contó la vida-repuse- Mi hermana, la vida, que no era solo la hermana de Boris Pásternak. Todos somos colibríes, a veces. Por eso no sabemos que el paraíso que buscamos está dentro de nosotros.
Alemania sí que estaba, en aquel instante, debajo de nosotros. El país de los dieciséis estados –los católicos Baviera y Baden, las dos Renanias que fueron testigos del Cantar de los Nibelungos, las tres Sajonias que fueron el origen del pueblo germano, los ducados anexos de Scleswig-Holstein que pertenecieron a Dinamarca y más tarde a Prusia, la Pomerania al norte, las tres ciudades-estado Hamburgo, Bremen y Berlín, el Brandeburgo de los conciertos de Johann Sebastian Bach, la Turingia interior de los Minnesänger, los occidentales Hesse y el Sarre tpdavía francófono – se estiraba debajo de la suspensión aérea que nos sostenía. Nos aproximábamos a la capital del país de los Trece Tilos, a la Germania de Tácito, al Sacro Imperio de la Edad Media, unificado en la Alemania de Bismarck bajo la égida de Guillermo I de Prusia en 1871.
El aeropuerto de Berlín Oeste nos recibió con los brazos abiertos, eufórico ya por la ansiada reconciliación de 1989. Se veía que estaba contento, porque nada más detenerse el avión en la pista nos rogaron que bajásemos a honrar el país con nuestros pies. Nos bajamos del hipogrifo alado con muestras de querer hacer una buena entrada en el territorio teutón, visitando, en primer lugar, los retretes, para depositar en ellos la confianza de tan largo viaje. No se le cocía el pan a Marcelo con el ansia que tenía de ver en persona la Puerta de Brandeburgo, porque siempre había oído hablar de ella y no sabía a dónde conducía, ni de qué color tenía el pestillo. Como si de potentados nos tratásemos – Rothschilds o tal vez mercurios de la Bolsa- pedimos una limusina en el aeropuerto con el dinero que nos había sobrado del billete de avión, que era ninguno, porque la azafata suiza, ensimismada con mis dotes de Macías, nos había dado paso libre a las aerolíneas, y probablemente también a su corazón. El taxista – un rubión muy barbado- nos condujo en aquel carro de combate asirio, o en aquel tanque germano, directamente a la Puerta de Brandeburgo sin hablar ni una palabra, ignoro si sorprendido por mi exhuberancia capilar o por el perfume que uso, que no es otro que el sudor que naturalmente mana de los poros de mi acorazada epidermis. Rememoré la película de linterna mágica “Berlín, sinfonía de una gran ciudad” realizada en 1927 por Walter Ruttmann. Sus planos estaban en lo que veía con la mirada del alma y en lo que tocaba con los dedos de mis sentidos, desde el Tempelhof o aeródromo del que partíamos, concretamente desde Johannisthal, hasta la Sublime Puerta, situada en el centro de la ciudad, en su acrópolis, como los propíleos de Atenas, obra de Fidias, de los cuales era una cercana réplica. En las proximidades de Steglitz vimos a un grupo de adolescentes fumando en la calle, como una legión de enanos nibelungos entretenidos con sus sortilegios, derrotados por el vicio, habitantes de galerías subterráneas donde la luz no acampa. Sentí deseos, como buen Sigfrido que soy, de predicarles un mensaje de alegría para que saliendo de sus cavernas artificiales, vieran directamente el sol de la comprensión. Pero la limusina corría tanto – a pesar de que solo iba a 80 km/h, como una locomotora de Watt- que no pude materializarme entre aquellos jóvenes ni regalarles una semilla de esperanza. “Esta hazaña no es para mí”, pensé, “el mundo necesita hombres y mujeres que lleven la palabra a quienes la han perdido por el hechizo de las malas conductas. Al igual que el sacerdote lleva la comunión al enfermo, así el bueno ha de llevar la palabra –que es la síntesis del amor y de la comprensión, el espíritu que consuela- a quien se ha perdido y a quien su debilidad aísla de sus semejantes. La humanidad necesita que cada cual sea mensajero de la palabra y misionero de la verdad, para que los pobres – la pobreza es siempre de espíritu- y los débiles que carecen de ayuda pueden acceder al reino de la alegría, y sepan que Dios, materializado en el amor de todos, los ama también a ellos y no los deshereda, porque la herencia de la felicidad solo se adquiere al compartirse”.
No pude hacer, pues, en aquella ocasión de Sigfrido, mostrándoles a aquellos nibelungos el tesoro que poseían y enseñándoles a administrarlo, porque esta tarea estaba reservada para mis sucesores, que son todos los hombres que escuchen o lean mis palabras.
No hicimos otra cosa que arribar a la Plaza de París, y ya Marcelo preguntó con vivas muestras de ansiedad dónde se encontraba la Puerta de sus deseos.
– Ahí está- le indiqué señalándole la mole de 26m de alto, 65’5 de ancho y 11 de largo, obra de Carl Gotthard Langhans, tan joven como siempre- Ahí está el Arco de Triunfo Germánico, aguardándote para coronarte Emperador en el Reichstag, según tus enormes méritos. ¡Ánimo, valiente elector de Palermo, demuestra que desciendes de Federico II de Italia o de Federico el Grande de Prusia y que eres tan tudesco como Lessing, como Heine, como Fichte, como Kant, como Schelling o como Schopenhauer, padres del idealismo filosófico! ¡Triunfa muchacho, que los triunfos son para las personas de buena voluntad, y los fracasos para los malvados destinados a extinguirse como heno quemado entre el fuego de sus intrigas y maquinaciones! ¡Sé un nuevo Otón, primer emperador del Sacro Imperio Germánico elegido en el año aún próximo de 936! ¡Ordena las montañas y los valles y pon cada cosa en el sitio que le corresponde, como si de fichas de dominó se tratasen! ¡Berlín te sonríe, vir optimus, niño agraciado, brote tierno del árbol de la vida! La madre Alemania te está diciendo “ven aquí”. ¿No la oyes? El remoto país de Tácito, donde los hombres todavía se visten con pieles y las mujeres no conocen la infidelidad de poner cuernos a sus maridos, donde el cordero pace con el león y el banquero abraza a su cliente sin cobrárselo en moneda ni billete, donde la guardia civil no pone multas, sino que besa a quienes, por error, cometen una infracción, ese remotísimo país, digo, está tocando la trompeta a la inocencia encarnada que eres tú, el único gobernador legítimo, el único que con vara de hierro- semejante en tus tiernas manos a una vara de algodón- administras justicia con equidad y obediencia, quitándole al que sobra y dándole al que falta. Cíñete la diadema, infante ausonio, ajústate la púrpura y pon la justicia en tu dedo como un anillo, para no olvidarte jamás de ella, y sentándote en el trono de la caridad, haz de los pueblos un solo pueblo, y de los hombres un solo corazón.
– ¿Pero de verdad es esa la Puerta de Brandeburgo?- preguntó incrédulo Marcelo, sin considerar el esfuerzo retórico que me había costado componer su discurso de consagración.
– Esa es-dije- si no ha cambiado de nombre ese emblema del idealismo europeo, que recoge la tradición griega del clasicismo austero, versionador y mitificador de la naturaleza, escenificación del criterio de Winckelmann. Es esa la entrada a la ciudad nacida de la fusión entre el antiguo Berlín y el pueblo de Cölln, sucedida en 1307.
– ¿Y esos caballos que están encima de ella? ¿Para qué sirven?- preguntó el niño señalando con el dedo.
– Es una cuádriga ornamental- repuse-Simboliza la armonía de la Inteligencia ( el auriga) que guía el carro de la Naturaleza, arrastrado por los cuatro elementos, que son los cuatro caballos que lo preceden y del que deriva su nombre griego cuádriga, esto es, “cuatro caballos o carro guiado por cuatro caballos”.
Nos bajamos del taxi-limusina como si fuese una carroza de elector, y Marcelo, ya coronado de la gloria inmortal del vencimiento, avanzó por la Plaza de París como el cometa Halley por el cielo, después de que su ayo, que era yo, le pagase al taxista tudesco, a aquel Automedonte o a aquel Krisna conductor de vehículos nobiliarios, con una sonrisa de gratitud que tardó en comprender. Iba Su Excelencia Inocente paseándose por la plaza con solemnidad, con su pantalón roto y su jersey descolorido, saludando con la cabeza a los transeúntes que se agrupaban como enjambres de mosquitos que a ser anopheles, hubieran infectado al mundo de malaria, como en tiempos recientes lo habían hecho de una misantrópica ideología sin pies ni cabeza, nacida de la ira neurótica del filósofo Nietzsche. Estaba la ciudad casi a cero grados aquella tarde y Marcelo no sentía el frío, de tan contento como iba mientras tomaba posesión de su cargo y ocupaba formalmente aquellos territorios que ya eran de su propiedad, porque estaban anexionándose a su recuerdo. Al llegar a la Sublime Puerta pasó por debajo de su dintel – no era arco, por desgracia- como hacían los generales romanos, sonriendo y saludando con la mano alzada a los transeúntes, quienes se sorprendían mucho de presenciar un ritual tan bello como ridículo. Aspiraba Marcelo, ya Emperador, grandes bocanadas de aire que invadían los bronquios de sus pulmones, sumergidos como branquias en aquella idílica magnificencia tan estable como el agua que fluye copiando imágenes. Se veía hecho un Enrique IV, encumbrado a las altas esferas de la música por las composiciones de Anton Bruckner y retratado por Holbein, tocando con el dedo los castillos de las nubes, crecido y definido con la estatura de un gigante. Viendo a mi pequeño Wilheim Meister ebrio de mundanería y delirante de vacua ceremonia, quise aconsejarle con la voz suave del sentido común que dejase aquellas zacapellas y que se acordase de sus postrimerías.
– ¡Memento homo, Marcelle, memento homo!- le grité como hacían los esclavos de la vanidosa Roma con sus señores, cuando estos obtenían un triunfo- ¿Qué caprichos son estos? ¿Te imaginas que ya eres un Gran Dictador, como el del cómico Charles Chaplin, o como el rey que rabió? ¿Sabes qué final tuvo Julio César, un final de tragedia griega, con treinta y tres puñaladas de los pecados y vicios que le persiguieron en vida y que ensuciaron su memoria? Si quieres mandar y vencer, ajusta a tus sienes la corona de espinas del Verbo Encarnado, y reina sobre el trono de la cruz del servicio y del esfuerzo, porque solo el trabajo y el servicio a las buenas intenciones salvan al hombre. Naciste desnudo para vestirte de tus obras, ¿o ya los inciensos, cinamomos, yacusis y demás baños de sangre de este pícaro y engañador mundo te han sedado las facultades del entendimiento? Mira por ti y gobiérnate a ti mismo, que tu alma y tu conciencia valen más que la suma de todos los imperios visibles.
– No sé qué me ocurre- confesó Marcelo- Desde que has dicho que soy emperador, parece que me falta el aire. Las cosas se han hecho más pequeñas de repente. Necesito espacio vital, una llanura infinita que pueda decir que es mía. Esta gente que pasea a nuestro lado me pone enfermo. Me gustaría coger a cada uno y peinarlo a mi manera, oficialmente, según mi gusto, y darle órdenes para que me obedeciesen. Si opusiesen resistencia a mis mandatos, me ahogaría de rabia y sería capaz de exterminarlos a todos, aunque solo fuese verbalmente, sin derramamiento de sangre. No me gusta ese señor gordo con jersey a cuadros, ni esa señora con gafas de culo de vaso, ni ese niño que juega con un camión de plástico que yo no tengo. ¿Acaso un emperador puede tolerar ver estas cosas? Si yo soy el soberano, todo tiene que parecérseme. ¡Qué aburrida es la vida de un emperador! Con estos problemas en la cabeza, ¿cuándo tiene tiempo para jugar?
– Hijo mío- repuse como el mejor de los maquiavelos, muy próximo a Cohen- Deja esos achaques propios de un maniático como Iván el Terrible, zar de Rusia, que dividió su enorme estado en dos partes y se atrincheró en una de ellas por temor a los imaginarios enemigos de la otra, y disfruta de lo que contemplas, porque la caverna del universo, donde anida y se encarna el espíritu, es un saludo constante que produce maravilla y asombro.
A causa del desfile de Marcelo, como un oficialete barbilampiño, unos cuantos berlineses serios, fríos, formales y trabajadores se nos quedaron mirando con curiosidad científica, sin hablar entre ellos, y extrayendo de los bolsillos de sus anoraks un block de notas, se pusieron a dibujarnos a lápiz. Eran caricaturistas. Viéndolos tan entretenidos con unos modelos que requerían el pincel de Durero para dejarlos hermosos e idealizados, nos aproximamos a ellos y les preguntamos dónde estaba la Catedral de Berlín, porque yo tenía la intención de confesarme y- así se lo comuniqué a ellos- de consagrar a Marcelo en la basílica como sucesor de Guillermo II y kaiser o emperador de Alemania. Era una buena broma, capaz de hacer reír a un muerto, pero los berlineses reaccionaron de forma muy diferente a como lo esperaba. Los cuatro presentes se miraron unos a otros y uno de ellos, con un rostro harinoso, extrajo de los oídos los auriculares de su walkman, que berreaba como un condenado, y dijo con humildad, en alemán del norte:
– Alemania es una república desde 1918, y desde 1947 es una república federal.
– Es decir- insistí- que los emperadores no se coronan en el lugar habitual. ¿Podría indicarme cuál es la cabina de coronación más cercana? Es una cuestión urgente. Se trata de una toma de posesión.
A pesar de aquella segunda y fallida tentativa de carcajada, los cuatro paladines no mostraron síntomas de desternillamiento, por lo que deduje que tal vez estuviesen vacunados contra la epidemia, y su sistema inmunológico contaría con leucocitos de mármol. Caricaturistas como eran, lectores históricos del Journal pour rire de 1848, discípulos de Daumier y Beardsley y ciudadanos de un estado liberal – democrático burgués, condición esta última muy propicia al ejercicio de la sátira urbana- porque el género satírico es, desde Lucilio, esencialmente urbano-, no se sorprendieron – Oh tempora, oh mores!- de ver delante de ellos a una caricatura en carne y hueso, a una mueca de la naturaleza que les estaba planteando pedagógica y mayéuticamente disparates por preguntas. ¡Valientes hijos de Leónidas, solo dignos de asustarse por un ratón o por un borracho, como el revolucionario de la pieza de Luca Caragiale! ¡Oh nunca suficientemente alabados vástagos de Germania, berlineses de acero, sin bisagras para reír ni articulaciones para temblar! Bismarck hubiese estado orgulloso de ellos en el trance de ver que sus atónitos ojos tenían delante de sus narices a un bisonte erguido – tal vez sin cuernos- como yo, y no mostraban debilidad en sufrir un repentino ataque de risa o en salir corriendo noblemente en dirección opuesta a mi pilosa humanidad. ¡Qué robles arraigados a la valentía! ¡Qué juventud con agallas de escualo! ¡Qué sillares del muro de la patria! Pero ahora recuerdo que la comparación con un muro tal vez no sea la más afortunada.
– Disculpen, entretenidos ciudadanos- me expliqué delante de ellos- Mi hijo, este que aquí ven ha sido nombrado por mí emperador del mundo, administrador de todos los cargos temporales del planeta chato que habitamos, especialmente de Europa, su institutriz. Como Alemania ha sido desde siempre cuna de emperadores, llegando a su mayor auge territorial con Carlos V de Gante, me hacía ilusión ungirlo y ceñirle la diadema en la Catedral de Berlín, para admiración de los vecinos de su aldea. Tiene todas las cualidades para ser un perfecto führer: es guapo como su padre y valiente como un oso, juguetón y atrevido, chistoso y risuelo cuando quiere, y muy cariñoso cuando así lo decide. Sería un error, como escribía Carlyle en sus atildados artículos, mantener una república cuando hay tan buenos monarcas autócratas vacantes, que son capaces de disolver un parlamento como el primero y de ayudar al bien común con buenas intenciones y bien elaborados discursos.
– La constitución de 1947…- apuntó un mozalbete del populoso grupo que bien podía representar al pueblo alemán, con el rostro de perfil afilado y los dientes como compuertas de presa hidráulica, tales eran de grandiosos – prohíbe terminantemente las coronaciones de reyes y emperadores, así como las manifestaciones militares de la ideología nazi. Si usted corona emperador a alguien, se le considerará según la ley vigente un rebelde y un golpista.
– ¿Y quién habla de la constitución de 1947?- protesté como un Falstaff- Yo hablo de la Bula de Oro de 1356, sellada por Carlos IV, que reglamenta la elección al Sacro Imperio, con sus treinta y un artículos, la cual establece un número de siete electores encargados de elegir al emperador: el arzobispo de Maguncia- archicanciller de Germania-, el arzobispo de Colonia –archicanciller de Italia-, el de Tréveris –archicanciller de Arlés-, el elector de Bohemia –gran escanciador o copero mayor-, el elector del Palatinado – gran senescal-, el elector de Sajonia – gran mariscal-, y el elector de Brandeburgo – gran chambelán-. En treinta días deben elegir al soberano y coronarlo en Aquisgrán, aunque desde la unificación alemana de Bismarck y el kaiser Guillermo I de Prusia conjuntamente en 1871- los cuales se unificaron en solemne matrimonio político como canciller y monarca respectivamente-, yo prefiero la Catedral de Berlín construida por Guillermo II tanto al Aquisgrán carolingio como al San Pedro del Vaticano, porque no quiero tener enredos con el papa ni confusiones entre el poder temporal y espiritual o entre trono y altar, pues siempre son liosas tales confusiones. Denme luego las riendas del Estado, que este intrépido y bravucón jinete sabrá darle el forraje que necesita.
– Estamos dudando de que entienda usted el alemán, señor- me explicó un chico escuálido, con el pelo rizado, que intentaba adivinar mi nacionalidad mirando fijamente al ojo solitario que lo enfilaba- Aquí no reconocemos emperador a nadie, y mucho menos al papa. Tenemos leyes democráticas y solo aceptamos al pueblo como soberano.
– Pues preséntenme ustedes al pueblo- consentí- para llegar a un acuerdo favorable a ambas partes, porque mi niño, coronado o sin coronar, no es impetuoso ni malcriado, como Carlos XII de Suecia o Alarico el visigodo, para ordenar por un quítame allá esas pajas o por un disputatis disputandis o un malentendido amistoso que sus huestes, sus hordas y sus ejércitos terciados de fusiles y bayonetas, monteros y cascanueces, cañones y artillería pesada, granadas y naranjas, bombas y bombones, entren a saco en la ciudad y desordenen todo, poniendo patas arriba los monumentos y armando barullo y zarandaja. Yo prefiero tender la mano a tender el hierro, porque el que a hierro mata a hierro muere. Pero en esto de gobernar, todo es empezar, y hablando con el pueblo de este tema yo no dudo de que llegaremos a una conclusión, y tal vez nos hagamos amigos, yo como gobernante – porque soy el tutor y padre de mi hijo que gobierna- y él como gobernado. No hay mejor alianza que esta, para que el mandar y el obedecer, que son los dos poderes naturales, estén divididos y no se cometan abusos ni injerencias entre ellos, como argumenta el teórico Montesquieu parafraseando a Locke, porque separando los sujetos y dándole a cada cual una parcela de poder – al que manda ser obedecido y al que obedece ser obediente- no habrá conflictos de intereses ni cahiers de dóleances, porque cada cual tendrá una parte equivalente en nomenclatura a la del otro.
– Señor-dijo el berlinés de pelo rizado aventurando una sonrisa- No hemos estudiado ciencias políticas, aunque si usted quiere exponer sus ideas, tenemos una universidad a su disposición. Puede, si así lo decide, solicitar un aula y ofrecer una conferencia al auditorio general, siempre y cuando no haga apología de ningún delito de modo directo, incitando a los que lo escuchan a perpetrarlo.
– Por esa regla de tres- supuse- hoy día el dramaturgo de Stratford no podría estrenar “Hamlet”. Pero bien está que lo estados velen por la policía criminal, porque al ser las poblaciones urbanas mayores en número de habitantes que las rurales, la policía ha de ser también mayor. Dicen que detrás de la cruz está el diablo, y muchas veces, bajo la apariencia de un predicador late el corazón de un malvado, siendo así un lobo con piel de cordero. No son las palabras, sino las obras, las que retratan y caracterizan al hombre. Por sus obras se distinguen los buenos de los malos, como el trigo de la cizaña. Aquel que se lucre en su obra, y no obre para su lucro, ese será el bueno. Y dicho esto, les digo también que no se preocupen demasiado por el frívolo asunto de la coronación de mi hijo, porque él lleva un nimbo, no una corona, y no necesita oro cuando su inocencia por sí mismo resplandece. Condúzcanme, eso sí, a la Catedral construida por Guillermo II, para que pueda rezar una oración a San Bonifacio, patrón de Alemania, si es que tras la planificación de Albert Speer en 1939 y tras los desastres de la guerra, la peor plaga humana, se conserva aún en su lugar.
Los cuatro berlineses nos condujeron en séquito imperial desde la Plaza de París hasta el bulevar Unter den Linden o “Bajo los tilos”, pintoresco y singular, poblado por pintores que exhibían sus caballetes “a plein air”, como los impresionistas franceses, costumbre consagrada desde la invención de los tubos de pintura, que permite la conservación de esta y su transporte. Marcelo y yo quisimos retratarnos en lienzo, sometiendo a la regla del arte –que es la libertad- los rasgos de nuestra atrevida fisonomía, y para tal menester ofrecimos al artista –un japonés que tenía un estilo similar al de Fujita- todo el patrimonio del que disponíamos, que era – así lo determinamos después de un inveterado ejercicio de contabilidad que hubiese sorprendido a Fra Luca Pacioli – una incondicional y definitiva sonrisa. El japonés aceptó el precio –pues sin duda malinterpretó, las cifras son equívocas, la suma ofrecida- y decidió aceptar un encargo que el propio Apeles hubiera rechazado por ineptitud del modelo, y a Kandinsky hubiera hecho sudar entre tanta trigonometría de caprichosas formas como abundaban en mi enorme rostro. El japonés me miró la cara achatando sus ojos de gato, después observó a Marcelo con idéntica precisión samurai o tal vez shogunística, como un Tokugawa, y por último trazó una línea indefinida con carboncillo en la abismal blancura del lienzo. De repente, se detuvo y, cruzando las piernas sobre la silla capitoné en la que su delgado cuerpo – apenas bambú trenzado- se separaba del suelo en contemplativa elevación, dejó caer el cálamo de la mano derecha y el pincel y la paleta de la izquierda y confesó:
– No puedo hacerlo.
Le pregunté inmediatamente si deseaba que nos pusiésemos de perfil, para que pudiese captar mejor la luz oblicua de la tarde nublada.
– No es eso- aseguró el pintor nipón.
– Entonces, ¿qué es?- preguntó Marcelo con extremada curiosidad.
– Es que- susurró el japonés pasándose la mano por la frente- Es que el arte que me asiste no dispone de capacidad suficiente para caracterizar unos semblantes tan apartados de lo habitual como son los suyos, y además tan diferentes entre sí que no pueden conciliarse en un mismo cuadro, porque el contraste entre ellos es tan grande como una montaña.
Y el pintor aseguró, juró y perjuró con la mano sobre el pecho que la tarea de reproducir nuestros rasgos y de trasladarlos al cuadro era un trabajo de chinos, no de japoneses, y que no le hubiera parecido más fácil el encargo de pintar el jardín zen del Saiho-ji con una precisión matemática, siendo como es una meditación humana materializada en un espacio natural, o de dibujar hilo por hilo los cabellos fluyentes de una cascada.
– No hay meditación, amigo- le dije al pintor- tan compleja como el relieve natural, que es siempre nuevo según la salud de nuestra mirada, y no hay artificio que se le compare. Pero es el arte un testimonio sentimental de certeza racional, o una encarnación de la verdad bajo el nombre y sello del artista, y tiene la validez de la palabra comunicada a través del ciclo de las generaciones. Lo que ocurre es que usted, acostumbrado como está a pintar artificios que otros han pintado antes, siguiendo la escuela de la opinión o la tendencia vigente, se encuentra desnudo, como el sabio, ante la expresión natural cara a cara, y cuando se le presenta un elemento imprevisto a su técnica, inmediatamente deja caer la regla de su escuela. Hágame caso, pinte con el corazón, que nunca se equivoca, y sea Deus pictor de su propia obra.
– No es eso- protestó el japonés- ¿Es que cómo puedo juntar tanta belleza como tiene el niño a la vez que pinto tanta fealdad como tiene su padre?
– Deje las apariencias- le aconsejé- y conviértase de corazón. En todo hay belleza, porque todo es armónico. Hay que saber encontrarla, aunque sea con pico, pala y azadón, o incluso con paleadora, dado el caso.
Como la vida es corta y el arte es largo, aunque es la primera la regla del segundo, después de regalarle al pintor nipón el secreto de la proporción áurea con estas o parecidas palabras, proseguí mi camino junto con mi sucesor, que me precedía, y el séquito de los cuatro jóvenes berlineses. Pasaban ralentizados los vehículos por la calzada, como si de diapositivas se tratasen o párrafos de una novela costumbrista del flamenco Cyriel Buysse. El sol estaba ya dorando el crepúsculo cuando superada ya la avenida del bulevar Unter den Linden llegamos al Lustgarten o Jardín del Placer, donde se alzaba como una esmeralda tallada por un platero la impetuosa catedral, joya de la Reforma Protestante en Alemania, dama de piedra que nos observaba con sus enormes ojos verdes. Yo no cesaba de admirar la precisión cupular de su fachada, obra ejemplar de la arquitectura alemana por el vigor de la estructura, la sobriedad de los motivos decorativos y la precisión geométrica del conjunto, capaz de admirar a un ciego como yo. Decidí que en aquel majestuoso templo, Marcelo se ceñiría la corona del imperio y luciría un manto de armiño o por lo menos de astracán, y que libaría en copa de oro – bastaría con que fuese dorada- el licor de su victoria. Pero el pillastre, el granuja, el zascandil y el bullebulle de Marcelo, ¿qué creen que estaba haciendo, señores, mientras su padre le tomaba las medidas al edificio más emblemático de Berlín? ¡Estaba cazando cochinillas de la humedad en los parterres del Lustgarten! ¡Nada más y nada menos que cazando cochinillas mientras yo me desvivía recorriendo con la memoria el linaje completo de los Hohenzollern sucesores de los Habsburgo! ¡Vivir para ver!
– Pero ven aquí, pícaro de ti- le dije tomándolo por la muñeca y apartándolo de su innoble oficio de distraído- ¿Te parece equitativo andar entretenido con placeres frívolos mientras yo me preocupo y me quemo las cejas por tu futuro? Yo estoy intentando por todos los medios, ¡oh cerdo de Epicuro! mezclar tu sangre colorada con la azul de la aristocracia de capa y espada, rocín flaco y galgo corredor, y tú, mientras tanto, persigues niñerías.
– Es que soy un niño – aseguró mi pupilo- ¿Qué puedo hacer mejor que andar en niñerías?
No supe qué responder, tan sincera había sido la pregunta.
– ¿Qué opinas tú de la rama de los Hohenzollern? ¿Qué te parece de su linaje?- le pregunté con insistencia- ¿Consideras que tienen mejor origen que los Habsburgo, que su estirpe es más limpia o más sucia, más clara o más turbia? ¿Te cae bien el archiduque Francisco Fernando, fallecido en atentado terrorista, o prefieres el trato de los Leopoldos, dueños de Bélgica?
– ¿Quiénes son los Absurdo, quienes los Jogging-Coles, quiénes los Leopoldos?- preguntó el niño con asombro.
– ¡Desdichado tarambana!- bramé con los achaques de la honra y otras lindezas por el estilo- ¿Cómo no conoces a los que te precedieron en el cargo que estás a punto de ocupar? ¡A ver, mísero de ti! ¿Si mañana una princesa agraciada y rica como Isabel de Baviera – la encantadora Sisí, que jamás negaba- se acerca a ti con mucho continente, en carroza o en rolls-royce, y te pregunta en alemán si quieres casarte con ella y elevar tu estirpe humilde al rango y categoría de noble, arriesgándose a celebrar un matrimonio morganático contigo – que será como Las Bodas de Fígaro- para que en adelante puedas lucir espada y arreos brillantes de caballería, y para que puedas llevar un halcón en el puño y una jauría de perros ladradores detrás de ti, y para que comas en platos de oro con cubertería de plata y para que no des un palo al agua en toda tu vida, dime, pillabán desnaturalizado, tú, qué contestarías?
– Nada- respondió el niño- porque yo no sé hablar alemán.
– ¿Ah no?- me impacienté- ¿Y con una mujer de ese linaje, qué vas a hacer tú sin saber idiomas?
– ¿Con qué mujer?- preguntó el niño.
– Con esa- respondí- Con esa que te estoy presentando. ¿Te pondrías con ella a cazar cochinillas?
– Sería buena idea- aseguró mi joven emperadorcito metiéndose un dedo en la nariz- Pero yo no veo ninguna mujer por aquí que sea eso que dices.
– Aún tienes poco mundo encima, aunque tú eres el mundo, porque tienes la fuerza de la pureza en tus entrañas – comenté mientras la gente nos miraba extasiada como si fuésemos los ridículos extraterrestres que describe H.G.Wells en “La guerra de los mundos”- Pero yo resolveré este dilema, este enigma, este nudo gordiano, este tinglado informático con la sutileza de la inteligencia ajena. Por suerte nos es necesario recurrir a la antigua Roma, como hizo Hermann Broch en “La muerte de Virgilio”, porque aquí al lado, a mano derecha, tengo un ilustre senado de cuatro canosos jóvenes que me sacarán de dudas y pondrán los puntos sobre las íes. ¡Ea, hijos de la nación alemana, decid sin miedo, porque no hay por qué tenerlo cuando se habla de la familia y del árbol genealógico de la patria, decid quiénes fueron los Hohenzollern, los Hohenstauffen, los Sajonia-Coburgo, los duques de Schleswig y de Holstein, los Neoburgos y los duques del Palatinado, los señores de la Casa de Baviera y los archiduques de Westfalia, sin contar a los marqueses, condes, vizcondes, barones, infanzones e hidalgos de los esquejes afines! ¡Decidlo pronto, para que este temerario chiquillo sepa a qué atenerse!
Los jóvenes se miraron aturdidos, consultándose con la vista.
Unos a otros se miran,
y a todos tiembla la barba.
– No sabemos quiénes fueron esas familias- aseguró uno de los del séquito de las anoraks, llamado Albert o Alberto, rubio y con la tez pálida y pecosa, y con el walkman con el que lo conocí en la mano derecha- Supongo que serían familias como el resto de familias que habitan sobre el globo terráqueo.
– ¡Por San Bonifacio, que estas generaciones nuevas tienen la memoria de una ameba!- exclamé con ira dando un salto de canguro gigantesco, por la rabia contenida que experimentaba- Y por esa regla de tres, tampoco sabrán sin duda quiénes fueron los caudillos de la Guerra de los Treinta Años, que enfrentó a las naciones católicas contra las protestantes, ni lo que sucedió en la Querella de las Investiduras entre el papa Gregorio VII y el emperador del Sacro Imperio Germánico Enrique IV, ni la evangelización del territorio prusiano por la Orden Teutónica, ni las diversiones de Federico el Grande conocerán tampoco, ni las aficiones de Bismarck o la manera que tenía de acariciar a su perro, un dogo con carlancas, al que llamaba su mejor amigo y su más inteligente criado.
– Lo cierto es que no sabemos nada de eso- se explicó Albert- Somos estudiantes de informática, y dedicamos nuestro tiempo al estudio de la programación. Nos centramos en los procesadores, en los pixels, en los discos duros, en los sistemas operativos, en las interfaz, en las páginas de la red de internet, en los antivirus, en los buscadores, en los fondos de pantalla, en los software, en los hardware y en otros menesteres semejantes. ¿Qué nos puede decir de todo esto? ¿Puede aconsejarnos algo sobre electrónica, sobre las computadoras nacidas de la pericia de Konrad Zuse, o tal vez sobre la robótica y sus aplicaciones a la industria?
– Sin duda- articulé- es la programación uno de mis fuertes, y su rompecabezas virtual, semejante al número áureo de los pitagóricos, una cuestión que me quita el sueño. No soy yo Nemrod, el cazador de supercherías y el constructor de la Torre de Babel, aunque valoro el noble ejercicio de la informática si su técnica se emplea para el bien, pues también los templos son edificios y tienen su ingeniosa arquitectura. Es tanta la vanidad de los linajes como la de los programas, y si la vejez achacosa pierde el tiempo edificando sobre arena, la juventud la imita haciéndolo sobre papeles e imágenes cuyo producto informe resulta muy similar.
Con estas y otras pláticas se nos echó la noche encima, una noche fría centroeuropea, sombreada de nubes, con unos cuantos relámpagos decorativos.
– Vamos a hacer jaula de Faraday a alguna parte- propuso uno de nuestro séquito, un joven llamado Hubert o Huberto, presintiendo la tormenta- Ustedes, amigos extranjeros, sígannos, que les llevaremos a buen puerto.
– Nos vamos a fiar por una vez de la servidumbre- propuse- como hizo aquel rey que rabió llamado Lear el Celta, que repartió sus bienes antes de estirar la pata, como un hombre sin seso, y después se echó las manos a la cabeza cuando sus hijas lo abandonaron en la noche helada con una mano delante y otra detrás, según la versión teatral de Shakespeare. Pero nosotros seremos precavidos por la cuenta que nos trae, y haremos prometer a estos jóvenes que no nos harán ningún desaguisado, sino guisado y bien guisado como prescriben los manuales de cocina que contienen toda la política gástrica del mundo, y que si nos asaltan, nos defenderán con los puños crispados como buenos vasallos y valientes ciudadanos, haciéndoles frente a las balas o a los explosivos con sus pechos intrépidos y con sus narices afiladas, demostrando a la vejez que deja tras de sí a una invencible juventud.
– Si nos atacan con arma blanca o negra, yo seré el primero que huya- confesó Marcelo como un Toussaint Louverture, un Capitán Grant o como ese gloriosísimo rey Juan VI de Portugal, el mismo que cuando vio y sintió que el usurpador Napoleón Bonaparte con su profuso ejército de dragones que expulsaban fuego por sus fusiles estaba dispuesto a cruzar los Pirineos para conquistar su reino, lo desafió huyendo a toda velocidad a la colonia de Brasil con su hijo Pedro, quien se convertiría en el primer emperador de ese estado en 1822.
Quise conocer la explicación de esa feroz decisión.
– Yo huiré- se explicó Marcelo como un Demóstenes, cuya respuesta había sido idéntica en otra ocasión distinta- para avisar a la policía, y regresaré con refuerzos.
– No se necesita esa diligencia- manifestó otro joven llamado Gunter, como el soberano burgundio de los Nibelungos que peleó él solo contra Brunilda de Islandia, una mujer muy peleona- Berlín es una ciudad tranquila. Se puede pasear el perro sin temor a que lo secuestren a uno.
Iba a referirles – y de hecho les referí- el suceso de nuestro secuestro en Venecia, cuando arribamos a Postdamer Platz ( al día siguiente visitaríamos el Museo Antiguo en el Lustgarten, donde se conserva el sensual busto de Nefertiti) y terminé con entusiasmo épico la narración de la escena de mi vida que ustedes ya conocen, porque ustedes y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo, cuando admirábamos la azotea altiva de los rascacielos tan altos como la cueva donde nací, capitaneados por el edificio de la Deustche Bahn, señera compañía ferroviaria, colosal como la frente pétrea de Fafner.
– Lo mejor que podemos hacer ahora- declaró con sabio dicharacho el cetrino Wilhelm, mientras Albert, Hubert y Gunter asentían con la cabeza haciendo ondear sus cabellos, juguetones como las crines de los caballos del sol- no es irnos a dormir, porque la noche en Berlín es tan resplandeciente como el día, sino irnos a bailar a la discoteca del Sony Center.
– ¿Ustedes creen que este tierno infante mío adornado con las ínfulas imperiales será quién de pervertirse en una kermesse indigna de su edad?- protesté- ¿Y se imaginan por un momento mi disforme complexión danzando al compás de esta sintonía de bielas que llaman música tecno?
– ¿Por qué no?- argumentó Wilhelm- Los emperadores, los niños y los cíclopes también deben divertirse.
– ¿A quien le ha oído decir, joven, que yo soy un cíclope?- le pregunté a mi interlocutor con insistencia- ¿En qué lo ha adivinado, pues creo que no le he dado a entender en poco ni en mucho que tengo un solo ojo sobre la frente y la misma estatura que Goliat el filisteo?
– Me lo dijo un pajarito- confesó el joven sonriendo- Tal vez el Espíritu Santo que está en todos los corazones humanos y, por tanto, en todas las cosas, me lo dijo.
– Notable atrevimiento ha tenido ese pajarito- comenté- o ese divino espíritu.
Bajo la atrevida cúpula del Sony Center, enorme tinglado propagandístico y publicitario de la sociedad industrial de consumo, foro boario de quincalla tecnológica y aparatosa mueca de neón y ruido, allí nos vimos los seis, Marcelo y yo con nuestro séquito, envueltos en una arquitectura de humo. Entramos en la Babilonia de la discoteca, un laberinto de destellos y tinieblas y un coro de gemidos musicales inarmónicos que me llegó a recordar a una boca del Erebo, donde acostumbraban a penetrar los héroes de la antigüedad y salir indemnes apenas una hora más tarde. Los polícromos espasmos de luz ebria que perfilaban las cabezas de los presentes por unos segundos, así como la mezcolanza melódica de los pinchadiscos, que hacían relajar los músculos, me hizo exclamar:
– “¡Oh dioses, que ejercéis el imperio de las almas, calladas sombras, Caos y Flegetón! ¡Oh vastas moradas de la noche y del silencio: que me sea lícito narrar las cosas que he oído! ¡Que vuestra voluntad me consienta descubrir los arcanos enterrados en el tenebroso corazón de la tierra!”- ,parafraseando a Virgilio con acento de Wozzeck. Entre los espectros humanos que aforaban la gran sala creí ver de repente a Mefistófeles y a Fausto paseándose en volandas por los rincones oscuros del vasto Caos en busca de la quintaesencia del instante absoluto, indagando como alquimistas en las sinuosidades maternales de Lo Femenino – o la campana de la Creación que alberga el solo impulso del Creador- y sonsacando en fórmulas y silogismos la incapacidad de su tarea. Supongo que vi en las simas de aquella cripta de voces y rostros resplandecientes, que hubieran entusiasmado a Novalis, los cuatro ríos del continente infernal marcados en cuatro colores: el Aqueronte, el Flegetonte, el Cocito y el Estigio, los cuales desembocan – como es sabido de todos los navegantes- en un gran lago mayor que el Baikal y el Michigan juntos, denominado Laguna Estigia, que tiene una profundidad ilimitada donde nadan peces sabrosos que se pescan con la mano y que reproducen los pensamientos que hemos tenido en vida. Por las aguas de esa laguna juran los dioses, es decir, los fenómenos animados de la naturaleza. Si los poetas han dicho esto y mucho más, ¿por qué no voy a hacer de Dante por un día? Y el lugar, como podrán deducir ustedes, no se prestaba para menos.
La juventud se arracimaba en la pista y practicaba el cortejo nupcial de todos los vertebrados, compartiendo música de oráculo caldeo o de fábrica decimonónica, bebiendo alcoholes para entrar en trance de evasión, danzando y desinhibiéndose en sociedad, celebrando una perpetua fiesta semejante a la del rey Baltasar, despreocupada e inquieta, en la que me imaginé aquella mano providente escribiendo de pronto unas letras en la pared.
– Anímese, don Megalonio- me dijeron los de mi séquito- y dé ejemplo a su hijo de cómo se baila con todas las de la ley.
– Esta es música de máquinas, no de hombres- repuse- Y ofende los oídos acostumbrados a la armonía.
– ¡Esta música mola!- exclamó de pronto Marcelo, contagiado de aquel pandemónium- ¡Voy a ligar con esa chica! – y señaló a una rubia con minifalda que movía los brazos como un cefalópodo.
– ¡Vade retro, hijo!- clamé- ¡Apártate de esas sirenas de ojos saltones y senos saltarines, de esas mujeres frívolas que solo saben provocar a los ciudadanos de bien! ¿Acaso piensas que una meretriz de esa calaña puede fundar una familia sobre bases sólidas? Te inclinas a un placer momentáneo, ¿eh, goloso? Ven acá, esto no es para niños, sino para adultos que vienen en busca de una aventura, o de trabajadores que acuden a relajarse en lugares de festejo y gorja, regocijo y ocio. La diversión es tan necesaria como el trabajo, y ambos cooperan para el mismo fin, que es fundar una convivencia estable y alegre. Pero un niño como tú, que está siempre entretenido aprendiendo y disfrutando, no necesita de estos cachivaches y de estas zarandajas para pasárselo bien. ¿A dónde vas? ¿Qué vas a hacer con esa chica? ¡No la conoces de nada y…! ¡Válgame Dios! ¿Cómo vas a bailar con ella, si no le llegas a la cintura? ¡Menudo Don Juan de apenas un metro! ¡Si Hoffmann te viese, se reiría durante un siglo!
– Hágale la salva, don Megalonio- me propuso Albert, el único de nuestro séquito que no se había confundido ya entre la multitud, gritando a pleno pulmón creyendo que no lo oía, ignorando que la raza de los cíclopes es capaz de oír la caída de una aguja en la arena de un anfiteatro- ¡Desentumezca esas articulaciones! ¡Menee las bisagras! ¡Déjese llevar por la música, que ella sabrá a dónde ir con usted! Relaje los gemelos, destense el sóleo, haga vibrar el recto mayor del abdomen, mueva el trapecio y el esternocleidomastoideo, sacuda el bíceps y el tríceps, no olvide los flexores tibiales, ni los pectorales, ni los sartorios, ni los rectos anteriores y posteriores ni los glúteos ni los esplenios.
– En fin, allá voy- dije como anunciando un vendaval- ¡Háganse a un lado, criaturas, que van a ver a un monte bailar! ¡Dios nos coja confesados!
Y, diciendo esto, destemplé mis miembros y comencé a moverme al compás de aquellos chirridos y pizzicatos, a los que no está bien llamar acordes. No hay Musa a la que pueda invocar para que describa con precisión aquellos movimientos casi sobrenaturales, aquellos arabescos que parecían movimientos sísmicos, aquellas rotaciones, traslaciones y eclípticas que la mole de mi grandeza insinuaba, atrafagando sus músculos y confundiendo a sus observaciones. No hay comparación para esta fenomenología cáustica, para esta bigornia epistemológica, para esta congregación de butiondos caballos de vapor de altísimo voltaje que constituirían la rutina de mi ejercicio, y solo podrían aproximarse tautológicamente al mítico baile de Shiva en la tradición cultural de la India, a Shiva, la personoficación de la armonía y de la destrucción, haciendo sus pinitos sobre el monte Meru más allá del Himalaya. Fue entonces cuando los distraídos devotos de la discoteca que imitaban los gemidos de los apolíneos discos compactos leídos por tecnología láser comenzaron a danzar una contradanza no inspirada en aquellos acordes desacordados fabricados industrialmente, no en aquellos gazapos cacofónicos, digo, peores que los gallos de Quérilo de Yaso, sino en el temblor telúrico de mis movimientos teutónicos. Marcelo, mi hijo menor de edad, el retoño de mis pilosidades, estaba a un centímetro de distancia de la boca de su pareja de baile, quien lo había tomado en abrazos para tenerlo más cerca de sí, y prolongaba sus belfos en dirección a la rosa de los amados, esforzándose al máximo por alcanzarlos. Aunque soy ciego, no ignoran ustedes que veo bastante bien, y a veces más que un lince o que un telescopio, y no se me escapa ni una célula, ya sea procariota o eucariota. De este modo, al volver la vista atrás, como la mujer de Lot, me descubrí a mí mismo como el centro de un campo magnético que atraía con una energía de muchos cuantos y con una fuerza de considerables newtons a todas las mujeres de la pista, las cuales danzaban a mi alrededor como satélites. Debía ser aquella la música de las esferas que sedujo a Pitágoras y a Kepler, y encontró una ley física detrás de aquello agradecimiento: los cuerpos de mayor masa atraen a los de masa menor con una fuerza directamente proporcional al cuadrado de la distancia que los separa. Comprendí entonces que la psicología no es más que fisiología salvo en la parcela consciente de la libertad humana, esa roca divina del libro de los salmos que organiza nuestras vidas y las separa de los restantes organismos vivos que están bajo la égida de ese amor sentido, de ese espíritu que es el hálito que orienta el barro de nuestras sensaciones conforme al plan del Ser Supremo, el cual es el amoroso origen que abraza todo en su unidad temporal y carnal, siendo él atemporal y espiritual, energía pura en la máquina visible de la materia. ¡Todas las mujeres a mi alrededor! ¡Qué envidia experimentaba hacia mí entonces el conjunto de la juventud que había acudido a la discoteca a divertirse, con la esperanza de cortejar a una hembra! Los apuestos jóvenes, efebos y currutacos, alumnos de la moda sport del poliéster, se preguntaban entre sí qué sería lo que tanto atraía a las mujeres de mi fisonomía, si era acaso mi boca de ogro, mi ojo de pupila tenebrosa, mi pelaje cerdoso de mamífero de la era glacial, o tal vez mis colmillos de tigre siberiano o de esmilodonte cuaternario, en consonancia con mis grandes orejas, paquidérmicas pero no asnales ni puntiagudas ni próximas a las del rey Midas. Algunos creían que yo era una animación en tres dimensiones de esas que se diseñan artificialmente por medio de programas informáticos muy cibernéticos, un pelele movido por palancas de videojuego, una marioneta de cordajes e hilazas o un guiñol de ventrílocuo, y se quedaron sorprendidísimos al comprobar que respiraba el mismo aire que ellos y que no era un dibujo animado ni un monigote virtual, sino un ser de carne y hueso, y de más carne que hueso. Es más, con el ejército de aquel ballet sísmico más próximo a Saint-Säens que a Rimsky-Korsakov, me comenzaron a sudar las axilas y a difundir en la atmósfera cerrada de la basílica un perfume hormonal más pestífero que el benceno, el cual por donde pasaba, abría boquetes y claros entre la muchedumbre. Entonces comprendieron los sectarios del entretenimiento lo que va de lo vivo a lo pintado cuando olieron el saúco que chorreaba por mi espalda como la mirra por la barba de Aarón, y la discoteca comenzó a evacuarse a marchas forzadas como una ciudad en llamas, y pasados diez minutos solo estábamos Marcelo y yo contorsionándonos en la solana de las luces de colores. El pinchadiscos no sabía a qué santo encomendarse cuando vio aquella epidemia, y dejó de fijarse en lo que hacía, por lo que la música comenzó a recordarme, por su disonancia y batahola, a los yunques y martillos insoportables de la fragua de mi infancia en el monte Etna – que nada tenían que ver con las armónicas imitaciones de Wagner- muy próximos a la música estocástica, por el choque dinamitado de los sonidos y el accidente de los tonos de la escala griega. Me entró nostalgia con aquel Guernica y derramé una lágrima que puso punto final al espectáculo, porque dejó la pista encharcada como un pantano y brillante como un coral, y no necesitó otra música. Visto lo visto- eran casi las dos de la mañana y Marcelo tenía un tanto así de resaca festiva- nos recogimos a nuestros aposentos para dormir, y como no habíamos alquilado habitación ni cama, ni suite ni camerino alguno, apelamos a la caridad pública de los senescales, que eran los guardias de seguridad del Sony Center, los cuales al ver mi descomunal figura y mis miembros que despedían un humor no de cinamomo ni de malobatro, áloe o benjuí, más bien, por el contrario, de betún y gas natural, nos cedieron con diligencia una sección de una tienda de colchones antes de escabullirse como ardillas sin darnos tiempo a que les viésemos la cara y a que les preguntásemos por sus parientes, linaje y estado civil. Nos despertamos a la mañana siguiente a eso de las once. Marcelo, extenuado por los extravíos de la noche, no quería levantarse, por lo cual tuve que recordarle lo que Marco Aurelio escribía en sus Meditaciones- “Para ser hombre me levanto”- con el fin de que el chaval no juntase los maitines con las completas.
Aquel día, que era miércoles, llovía a raudales en Unter den Linden. Le hice a Marcelo un paraguas con un retal de raso roto untado con cera y los residuos de un somier jubilado por los vendedores de colchones y convertido en chatarra devaluada por la tiranía del tiempo que pone todo patas arriba a pesar de lo que pudiera decir aquel griego que, preludiando a Alfred de Vigny, encerró a ese déspota en una botella de vino. Marcelo no quiso que su padre saliera a la calle sin paraguas, expuesto como estaba a mojarse si decidía hacerlo.
– ¿Pero no sabes, hombre de poca fe y párvulo de doble mirada – le increpé con el acento del Maestro de los Hombres- que la raza de los cíclopes está circuncisa de cabeza, y el agua resbala por su piel como por las plumas del ánade, del pingüino, del arao, del cormorán o del frailecillo? Ponerme a mí un paraguas sobre la cabeza es como intentar abrigar con borceguíes y polainas a un satélite especial.
– Mientras yo voy tapado – argumentó el niño- no quiero que mi padre vaya destapado y sin nada sobre la cabeza, como si no fuera mi padre. Un hijo tiene que imitar al padre que lo engendró, porque es su modelo y su precursor. ¿Acaso no derivan las costumbres de la imitación de los antepasados? ¿Y no son las costumbres leyes más tarde? ¿Y no son las leyes…?
– Basta- le interrumpí- que llevas camino de nunca acabar con tanto encabalgamiento que podría poner malva a Gregorio Nacianceno. Comprendo tus reproches, hijo ejemplar que honras a tu padre adoptivo a pesar de tener aparentemente tan poco en común con él. ¡Qué enseñanza para los hijos del mundo! Aquel que recibe la bendición de su padre fortalece su casa, y aquel que lo obedece, a pesar de las diferencias que con él tenga, derrite sus faltas como el hielo se derrite cerca del fuego. En efecto, la gloria del padre es la gloria del hijo, y la gloria del hijo el consuelo del padre. El mismo Dios quiso respetar la estructura de la familia para materializarse entre los hombres, para acercar a unos hombres a otros otorgando su energía inmensa al tejido de sus propios vínculos. Aquel que no estima a su familia no puede conocer la caridad, porque desconoce la relación que lo acerca a su semejante, y todo lo que hace se pierde como un soplo de viento que pasa, porque no está construido sobre la piedra sólida del amor eterno, que está antes y después del hombre. Quien no edifica desde el principio de la caridad fraterna, que reconoce en los hermanos la identidad del padre, para la muerte edifica y para la destrucción acumula.
Esto dicho, pues no reconozco otra teología que las buenas obras, las cuales son el pan del trabajo que nos alimentan, me fabriqué otro paraguas con aquellos despojos del tamaño aproximado de una rodela o de un motor de automóvil y salí con mi hijo a la calle dando qué hablar a los berlineses de la Isla Spree, que no se admiraran más si viesen al busto de la reina Nefertiti o a la Atenea de Pérgamo del Altes Museum caminando sin rumbo o con él por los aledaños del Memorial del Holocausto diseñado por Peter Eisenman. El dragón del metro nos condujo a la Isla de los Museos donde hicimos de robinsones imitando las expediciones de Humboldt por el Nuevo Mundo en las intrincadas selvas de araucanos, jívaros y yanomamos. Cuando los turistas nos veían paseando por los pasillos de la Nationalgalerie o del Museo Bode, cogidos de la mano y señalando las vitrinas o los cuadros expuestos de Brueghel, Rembrandt, Rubens o Van der Weyden nos observaban más a nosotros dos que a las piezas exhibidas. Marcelo se divertía acariciando a los pekineses de las damas, botones cerdosos que no eran azules, como el que pinta el dramaturgo Abell, sino bayos y terrosos como las fieras que rodeaban a San Huberto. Salimos al Tiergarten de pinos estirados como aristócratas, con las ropas del color del lignito purpurado por el tibio alumbre del crepúsculo, con las piñas abiertas en el suelo y los troncos y ramas poblados de martas, jinetas y garduñas. Encontramos allí a un patriota germano de los antiguos, con chistera y fusta de fresno con la cabeza de un oso en la empuñadura y gabardina talar que le llegaba casi hasta los tobillos. Se llamaba Rodolfo o Rudolf, pero su apellido no era Hess, sino Lübeck, y semejaba un minnesänger que había perdido el laúd. Se nos acercó y, nada más verme, exclamó gritando:
– ¡Mein Gott!
Después, como Hindemburg, comenzó a toser un tanto atenazado por el esfuerzo de gritar estentóreamente frente a un micrófono imaginario, y se puso a mirarme de hito en hito sin decir nada, desde la planta de los pies hasta la punta de los cabellos, deteniéndose en mi pipudo rostro de una raza no registrada por Morgan ni Tylor. Tal insistente observación me pareció violenta y ridícula, así que decidí romper el hielo de aquel témpano y le pregunté al paisano, en alemán de Namibia, el más próximo a mi fonética:
– ¿Busca algo, hermano?
– Lo que buscaba ya lo he encontrado- confesó aquel idealista teutón y, tratando de imitar a Hölderlin, declamó- “Lo que aquí somos, allá un dios lo completa / con digna, sabia, y dulce recompensa”. Dichosas sean las Valkirias, que a un nuevo Valhala me han conducido! ¡Usted, usted es el hombre que buscaba mi pueblo!
– Yo soy el que soy, aunque soy en otro que me anima- declaré- Y usted, ¿con quién me confunde?
– Cráneo de neanderthal, frente despejada, dos ojos fundidos en uno, anchos hombros, estatura de jotun – bisbiseó el patriota como si rezase una letanía- ¡Por santa Eduvigis, es él! ¡Es Euforión, el hijo de Alemania, el ario supremo!
Y diciendo esto, se me echó a los brazos sollozando y cantando fragmentos de “El anillo de los Nibelungos”.
– ¿Por casualidad es usted Werther? ¿Qué diablos quiere de mí?- le pregunté.
– ¡Dichosos los ojos que te ven, Sigfrido! ¡Creí que Hagen te había matado! ¡Estás vivo, Euforión! ¡Estás en pie, führer!- siguió gritando el patriota sin dejar de arrugarme el pelaje.
– Aquí tienes, Marcelo, a un opiómano – le confesé a mi pupilo señalándole a aquel esperpento valleinclanesco, aquel tronado y falto de juicio fanático salido de una pieza expresionista de Wiss – Mira lo que es un hombre que se enamora de los vicios, mira en qué terminan los placeres sin freno de cordura.
– ¡Dame un beso, héroe hijo de Thor, pariente de los inmortales!- y se precipitó hacia mi boca saltando como un corzo.
– ¡Estése quieto, señor loco, no se me arrime tanto que no está el horno para bollos, tengamos y tengamos, y no me toque las teclas que no respondo de mí!- bramé.
– ¡Tiene la fiereza de un oso y la lengua de un caudillo!- prosiguió el delirante.
-No quiera saber cómo tengo los puños, que a fe que lo pasará de la peor manera. ¿Qué le ocurre? ¿Está en trance o que? ¿Quiere el trípode de la sibila?
– Lo que quiero es un héroe de raza aria, y ya lo he encontrado- confesó el enclenque maniquí con voz de falsete, como si estuviese hechizado o poseído del demonio de sus crímenes, como Orestes el argivo o Macbeth el escocés – ¡Salva a mi patria, estirpe de Sigfrido, Parsifal de Alemania! El nuestro es un país sin fronteras, como la anchura de tu abdomen.
– Hágase a un lado, alumno del diablo- le dije al que ya consideraba demente y con un tornillo de menos entre los cascos de corcho de alcornoque- ¿no ve que este niño le ve hacer estos excesos y tomará miedo a los de su nación? Ya, ya veo de qué pie cojea, que no es otro que el de su cabeza. ¡Oh, espíritu débil y mal encaminado, oh voluble corazón humano, pajarillo en la red del engaño, gusano en el polvo, animal perdido en la noche! ¿Por qué vendiste al lucro tu entendimiento? ¿Por qué abandonaste la recta senda del bien y caíste en el precipicio de tus pasiones sin estribo? ¿Qué hiciste de tu libertad? ¿Dónde pusiste la vista que Dios te dio? ¿Quién te robó la palabra que recibiste? Su mal es el mal de muchos, el egoísmo que engendra envidia, y la envidia que conduce al crimen. Caín mató a su hermano golpeándole en la cabeza con un bastón y luego se escondió en su morada cotidiana, pero ya no era la misma. La sangre de su hermano clamaba desde la tierra, desde la memoria, y testificaba contra él desde el abismo de su conciencia, y allá donde fuese llevaba impresa en su alma la marca de su crimen. La tierra no le daba frutos, porque no encontraba la paz en ningún sitio, y fue a buscar domicilio con las bestias sin inteligencia, fuera de la sociedad y de su familia por no haberse arrepentido de su pecado. En el siglo XX d.C. ocurrió algo análogo. La máquina industrial trajo prosperidad a los pueblos, pero cambió las formas de vida. La explotación feudal de los trabajadores enriqueció a los patronos, pero perjudicó a los campesinos que emigraban a las ciudades y recibían como obreros de fábrica sus salarios. Esta situación desembocó en una solución dictatorial, el comunismo marxista de 1917. El resto de los Estados de Europa, ante la amenaza socialista o colectivista, intentaron practicar su propio socialismo, y los Estados más recientemente creados y unificados – Alemania e Italia- instauraron un socialismo de raíz nacionalista, el nacionalsocialismo alemán y el fascismo italiano. Fundándose en el materialismo de Nietzsche que asumía como moral la doctrina darwinista, sobrevaloraron lo propio frente a lo ajeno y consideraron a sus vecinos como enemigos. El colonialismo industrial, que desembocó en la Primera Guerra Mundial, castigó a Alemania con una deuda externa desproporcionada y culpó a sus aliados de guerra, cuando todos los estados coloniales habían sido igualmente culpables en alimentar el odio del lucro masivo, que terminó en ese fatal desenlace. Alemania inventó un enemigo, el judío errante asilado en Europa, para atacar bajo un pretexto al resto de las naciones, e Italia la apoyó para recuperar su prestigio perdido con la caída del Imperio Romano, sembrando la muerte en su patria e invadiendo los estados vecinos con sus tropas en campaña. La historia de los campos de concentración y la legalización de las torturas corporales constituye una revitalización del barbarismo anterior a la era cristiana – que es la edad de la caridad- y a la implantación del liberalismo democrático de tradición clásica. Tras la Segunda Guerra Mundial, las naciones regularon mediante ley los derechos de los trabajadores para que no volviese a producirse una catástrofe humana de tal magnitud. Pero no terminó la expiación de los crímenes genocidas en Nuremberg, porque muchos nacionalistas, como usted, han caído en la neurosis del imperialismo que es contrario a la igualdad y propio de los pueblos bárbaros, que establecían su dominio esclavizando a sus vecinos para apropiarse de territorio y fuentes de riqueza y para hacer frente a los imperios enemigos. A ustedes, alemanes, ¿qué les parecería si otro estado los invadiese y los considerase inferiores a su población? ¿No se sublevarían? ¿Y entonces, cómo pretenden quitarles la libertad a quienes nacieron iguales a ustedes, pues la igualdad la da el entendimiento, y no la complexión física, que es vana apariencia y arrugado traje? ¿No me ve a mí, que soy aparentemente un monstruo, hablar como un maestro de la palabra, porque otro superior a mí me indica lo que tengo que decir? Sea hombre, y no bestia, pues sin los demás no es usted nada, y con los demás, lo es todo, porque en la unidad está el poder, que es el amor, y Dios mismo.
– ¡Divino Euforión!- exclamó el pobre hombre- ¡Qué voz tan dulce, como las aguas del Rin y la cavatina de Lorelei! Vivan por siempre tus discursos, y sean eternos como las cosas.
– Ande, ande- le dije apartándolo de mi peludo vientre- Siga su camino y desde ahora tome la línea recta hacia el bien y no las curvas hacia la perdición. ¡Y abríguese, que hace frío! El patriota se fue como había venido y nos quedamos Marcelo y yo en el bosque, mirando para las copas de los árboles que enamoraron a Beethoven. La lluvia había cesado. A la mañana siguiente tomamos el tranvía hacia Postdam, capital de Brandeburgo y sede de la corona prusiana. Íbamos escuchando por los altavoces la arquitectura templaria de Bach, emblema de los contrafuertes, columnas, volutas y bóvedas y arcos de la civilización. Llegamos a Postdam a la hora del té en Gran Bretaña, porque nos habíamos quedado a comer una ristra de salchichas Frankfurt cerca de la catedral de Santa Eduvigis y, terminado el ágape, pagamos con la voluntad, como es habitual en nosotros. Acto seguido le habíamos hecho un saludo “por defuera” al complejo museístico de Mies van der Rohe, y nos habíamos colado en el tranvía sin billete ni billetera, como viajeros que van a lo suyo. Así –dicen las Escrituras- viajó Tobías guiado por el ángel, pescando en los ríos peces de colores con la ayuda de San Rafael, y así viajaba yo con mi pupilo de la mano, allanando los senderos para el paso de la Cultura, como Embajador de la Palabra. Nuestro destino es unir lo que estaba separado, abolir las fronteras que distancian a los hombres y tender la mano a todos los pueblos, para inaugurar la Comunicación, que ha de ser común, aunque nunca exenta de la naturaleza del hombre, esto es, impuesta contra su libertad de decisión en el marco establecido por el espacio natural.
– Hemos llegado a punto de tomarnos el té en las Termas Romanas de Schinkel y Persius- dije al oído a Marcelo cuando estábamos frente a la Puerta de Brandemburgo de Postdam.
– ¿Tomamos el té en las Termas?- se extrañó el niño con los ojos muy abiertos- ¿Pero eso no es para bañarse? ¿Cómo vas a tomar el té y bañarte al mismo tiempo? ¿Es posible?
– Todo es posible- confesé- hasta que un monstruo como yo diga todo lo que estoy diciendo. Estas Termas, además de baños turcos y de toilettes francesas, contienen villas renacentistas y un pabellón del té. Yo creo que es un sitio digno para nosotros.
– Será digno si hay pasteles- sentenció Marcelo- porque tomar el té sin pasteles es como tomar un café sin azúcar.
– Que no falten los pasteles-declaré.
– Y un poco de soda- completó el niño.
– ¿Dónde has oído hablar de soda tú?- le pregunté con sorpresa- ¿No llegas a los ocho abriles y mencionas la soda? ¿Para qué necesitas tú el agua carbonatada, Des Esseintes en miniatura?
– En la discoteca escuché a un chico hablar en alemán, porque Berlín es de Alemania, y como yo entiendo el alemán bastante bien, porque te oigo a ti hablar- se justificó el niño construyendo tinglados lógicos como los de Hegel- pues entonces escuché que el chico decía al camarero: “Ponme un nosequé con soda”. Y era un chico alto y bien parecido, como quisiera ser yo de mayor, y veo que cuando el camarero le lleva la bebida se la bebe de un trago, y de allí a poco conoce a una chica muy guapa y la coge de la cintura y le da un beso en la boca. Y digo yo que todo eso debe ser de la soda, por efecto de la soda esa, que hizo que el chico conociera a la chica, y de no ser la soda nada de eso hubiera pasado, porque yo me fijé muy bien.
– Abandona esas aporías- le aconsejé- ¿O acaso eres un alquimista vano, como esos modernos científicos experimentales que pretenden encontrar el sentido de la vida en una micropartícula o en una mónada sin patas, ni pies, ni cabeza? ¿No sabes que la piedra filosofal es tu corazón? ¿Pues entonces? ¿Por qué buscas fuera de ti, como el Mowgli de Kipling, en la ficción, y el Pablo de Tarso bíblico, en la historia previa a su conversión, lo que solo dentro de ti se encuentra? Para entablar relaciones con una chica, o con otro ser humano o persona, no es necesaria la soda, sino la voluntad y el libre albedrío.
– Ya –aseguró el niño dando un manotazo al aire- Pero la soda también ayuda.
– Puedes tomarla como placebo- indiqué- La medicina refiere historias muy curiosas de enfermos que se curaban psicológicamente al persuadirse de que estaban curados, como ocurre en “El enfermo imaginario” de Moliére. Pero mucho mejor es no caer en supersticiones, que son manías racionales, para que la razón juzgue por sí misma y para no hacer idolatría de las cosas, pues toda idolatría es mala, en cuanto pone la esperanza del hombre en algo que no puede ser firme y que es borrado por el tiempo.
– ¿Y si a mí me gusta la soda- preguntó el niño- soy supersticioso?
– No- contesté- siempre y cuando no la necesites como se necesita el agua y el pan y, no pudiendo pasar sin ella, le atribuyas propiedades que no tiene.
Ya habíamos llegado al Pabellón del Té. Ante la mirada de los turistas y de los guardias de seguridad, que traducía un asombro sin precedentes, pedimos un té en un café próximo al monumento abierto al público, como secuaces de Tom Jones, pagamos con nuestra habitual moneda y nos trasladamos al pabellón rococó, que hacía juego con mi pelambre lanuda, y bebimos a las cinco en punto hora berlinesa ante la atónita mirada de los visitantes y de los guardias de seguridad, quienes pensaron sin duda que pertenecíamos al decorado de chinerías y no nos dijeron nada. De allí nos trasladamos con celeridad al palacio de Sans Souci, residencia de Federico el Grande diseñada por el arquitecto Georg Wenzeslaus von Knobelsdorff y terminada en 1744. Sans Souci es un palacio vegetal, antecedente y precursor del modernismo del siglo XX que se convertiría en el estilo europeo por excelencia, en el que la arquitectura imita los bosques y las corrientes de agua en piedra y metal, emblema del urbanismo. Una ciudad es una selva de piedra; un palacio, una árbol debajo de cuya copa se duerme; y un templo, una réplica del firmamento. Sans Souci es como la filosofía kantiana, un monumento que expresa la emoción que produce en el hombre la exhuberancia de la naturaleza, que es la orla del manto divino. Todo el idealismo alemán cabe en Sans Souci, caracterizado en el asombro atávico de los Himnos a la Noche de Novalis. Embebidos en lo que Kant denomina “impresión de lo sublime” con la boca abierta y los brazos cruzados, espectros del Ser de Heidegger, “con la oscuridad a nuestras espaldas” como refiere Goethe, no vimos venir al toro que estaba a punto de embestirnos, y que no era otro que el Tiempo, el Tiempo de tercos resoplidos. Pero nada podía hacer el Tiempo con los que pertenecen al palacio de la memoria y no entran en su jurisdicción, y por mucho que pitase y que bufase, no le quedaba otra que romper su cornamenta al colisionar contra nosotros. Y si no, el capítulo siguiente dirá si me equivoco.
21. DE LA CONVERSACIÓN QUE MANTUVO DON MEGALONIO CON UN ESQUELETO EN VIENA, CON LAS CONCLUSIONES QUE SACARON Y OTRAS QUE DEJARON DE SACAR
“¡Oh Muerte, dónde está tu Victoria!” se canta en el domingo de Resurrección. Las aguas de la Muerte han derribado al caballo y al caballero, y han hundido los carros de las potestades humanas en el polvo, pero aquellos que a la Vida pertenecían no pudieron morir, y pasaron a pie enjuto al otro lado sin que las aguas de la Muerte los mojasen siquiera, y vieron a sus perseguidores, a los instintos, a los pecados, a los vicios y a las debilidades, perecen ahogados cuando trataban de alcanzarlos. En el pasaje del éxodo bíblico, en el que se narra la Pascua o el Paso del pueblo judío a través del Mar Rojo que representa el vínculo de la sangre, la naturaleza carnal, mientras el pueblo egipcio –el pecado- le sale al encuentro y parece ahogado en las aguas de la Muerte, se representan los dos extremos de la existencia humana, los dos caminos, el de la condenación o la desaparición, y el de la salvación, la inmortalidad o la memoria. La única victoria posible es la victoria sobre la Muerte, y esta se alcanza con la esperanza que separa las aguas, con la fe que nos hace confiar hacia el horizonte de esa esperanza, y con la caridad o la voluntad de caminar hacia ese fin. De ese modo, las tres potencias del alma o la personalidad – memoria, entendimiento y voluntad- , obran por las virtudes de la esperanza, la fe y la caridad. La memoria espera porque recuerda, el entendimiento confía porque comprende, y la voluntad ama porque obra. También el mismo Ser Universal, Ser Supremo en cuanto que síntesis de todos los seres particulares, es en el Principio o Padre fe, en el Ahora o Hijo esperanza, y en el Final o Espíritu caridad, según los tres momentos temporales, personas o máscaras del movimiento, a saber, el pasado, el presente y el futuro, que son uno en sustancia como el Ser lo es también.
De este modo que la razón asimila, y que la lógica establece, ¿qué podemos temer nosotros dos del tiempo, yo que soy en todo y represento en parte al Genio o a la Voluntad de Querer y mi hijo Marcelo, que es en todo como yo y representa al mundo o Voluntad de Poder o de Aprender? No podemos albergar temor alguno, como demuestra el experimento siguiente, pues la ciencia necesita meter la mano en la llaga del costado de los argumentos para convertirse de que son verdaderos y no fingidos, y no le basta la certeza emocional para creer.
Así que enfrente estábamos de la exuberante fachada de Sans Souci donde Voltaire había almorzado con Federico el Grande, extasiados ante la majestad de aquella hermosura. Las cariátides nos miraban desde la fachada como sirenas musicales y los viñedos nos envolvían. ¿Cómo recordar que estábamos en mitad de un jardín frente al palacio más bello de Europa, expresión del idealismo alemán que es la estatua que resume la mentalidad de Occidente: la filosofía griega y el hálito de fuego de la armonía cristiano? Un existencialista de la era industrial como Kierkegaard, el joven europeo que siguiendo el modelo mítico de Kullervo, se rebela contra las ataduras de la civilización, pensaría que un enorme palacio es una enorme calavera. No es el lujo rococó lo que reivindico cuando digo que Sans Souci es el símbolo del idealismo occidental, es la diafaneidad soberana de la Idea, la luz de la inteligencia o la Mente, la Madre Espiritual del Hombre, lo que representa este monumento. Al igual que la Idea, el palacio es una piedra hueca que alberga en su interior una morada, un vientre o una cavidad para la vida oculta que está a punto de manifestarse como un niño perfecto en la claridad de la gloria, que es la felicidad. Esa piedra, humanizada por las cariátides de las sensaciones, tiene ménsulas doradas o recuerdos de la caricia del sol de la caridad, que relumbran presintiendo un próximo triunfo. Y lo demás, puede borrarse del sentido. Sans Souci no hace gala de la ridiculez matemática de Versalles, de los protocolos ceremoniosos de Schönnbrunn, de las muecas plagiarias de San Petersburgo o de la rigidez castiza de El Escorial. No en vano fue un filósofo su promotor, y a pesar de un nombre que invita a la pereza, constituye la materialización de la identidad europea, que no es otra que la esperanza y la ilusión de llevar al mundo un mensaje de paz, como la paloma que lleva una rama de olivo en el pico, a pesar de los errores históricos, inherentes al vicio y al pecado humano, que han testificado contra ella. Occidente no es un ensueño vano, una pompa de ocio, un entretenimiento ingenioso, como pueden pensar Oriente o el continente americano y las islas de Oceanía, a causa del yugo que la codicia colonialista les impuso, porque el pecado que enciende el mal es una parte del hombre que cuesta someter, y a veces se desboca como un caballo mal embridado, produciendo heridas y estragos en la unidad de los seres humanos. No, no es el bienestar de los derechos democráticos, las “nos preocupaciones”, la seguridad social o la política económica del liberalismo los distintivos que coronan a la princesa Europa, raptada en ocasiones por el toro de barbarie, es la felicidad de creerse portadores de un mensaje sencillo de fraternidad el trono de su Cultura, que la Civilización de la Codicia Industrial y el granero del capitalismo han desvirtuado en ese toro bárbaro que en la corrida del tiempo venceremos, extenuados como estará por las verónicas de nuestro capote de buenas intenciones. Casi diría “amén”, de no ser porque tengo que continuar la historia.
Así pues, estábamos en el jardín. Y estando en el jardín, de pronto escuchamos algo así como la Trompeta del Juicio. Era el pitido de una bocina. Marcelo se dio la vuelta y creyendo ver a un ruiseñor con acento de tiple, vio, en cambio, la metálica carrocería de un Mercedes Benz que amenazaba con echársele encima. De la ventanilla abierta surgió la cabeza descolorida de un maleado arriero bien vestido y mal educado:
– ¡Apártense, hijos de perra!- exclamó en alemán, escupiendo denuestos por una enorme boca de sapo de Malasia- ¡Moved el puto culo! ¿No tenéis ojos o qué, paletos?
– ¿Quién rebuzna por ahí?- pregunté sin volverme- Marcelo, ve a mirar si se ha escapado del establo alguna cabeza de ganado, o algún cerdo de la piara.
– Hay un coche detrás de nosotros- dijo Marcelo- Y hay un hombre que está gritando no sé qué por la ventanilla. Tiene cara de tonto, aunque no creo que lo sea. A lo mejor es un actor de teatro o de cine, que ambas cosas son lo mismo.
– Pues déjalo que interprete- concluí- Y procura hacerle poco caso.
Nosotros continuamos, como atlantes, sosteniendo la belleza de aquel palacio sobre nuestros hombros. Ni siquiera la lira de Vogelwende podría separarnos de la emoción de lo sublime que nos comunicaba aquella caverna ideal que tanto me recordaba a la mía en las entrañas del Mongibelo. ¡Oh Platón! ¿Acaso tú tocaste con los dedos del pensamiento la rosa mística del éxtasis, que es el sentir – no la enajenación, como consideran los necios – sin que te viesen obligado a detenerte, a quedarte quieto delante de la composición materializada de tu voluntad, imagen sonriente de lo invisible? Como la rosa, la emoción parte de la perífrasis de los pétalos hacia el oculto botón del centro, conduciendo la atención desde lo manifiesto hasta lo sutil y secreto que se disfraza en tinieblas que nos atraen seduciéndonos en el cortejo de la huida o la existencia, y allí, en el centro, sumergidos en el cristal de la noche como un tálamo de unión, vemos emerger la victoria de una repentina comprensión que no necesita análisis, porque es la síntesis de todo. Desde el extremo de lo grande o visible hasta el extremo de lo pequeño o invisible alcanzamos el centro de lo maravilloso.
En esto estaba, como un Sheridan o un Hristo Botev, cuando noté el tacto de una mano ruda sobre mi espalda pilosa. Volví mi enorme rostro y en lugar de un ángel de Sansovino o de un serafín de Andrea del Sarto vi un pendenciero de Gutusso, que se encaraba conmigo y no hablaba como hombre, al contrario, bramaba como una bestia sorprendida por un cazador.
– ¿Qué pasa, monstruo de Gila?- me insultó- ¿No ves venir el coche? ¿De dónde vienes, de la montaña, de la puta montaña vienes? ¿No sabes que hay un parking aquí para los turistas? ¿Qué te crees, que eres el landgrave, vertedero de pelos?
– Mozo o diablo que seas- dije en correcto alemán de lieder- No entiendo tu jerga. Si sabes usar de la palabra, articula los sonidos y no los esputes.
– ¿Con chulería me vienes aún, cerdo?- protestó el gañán- ¿Qué quieres, que te rompa la cara? ¿Que te parta la cara quieres?
– Persistes en gruñir, y no te entiendo –dije- Mucha testosterona tienes, como los becerros. Para hablar, usa la boca, no soples de atrás.
Desbocado por la ira, el mozo de mulas, que no sabía qué hacerse, me soltó un salivazo para provocarme, como hacían los malos reyes con los buenos profetas del Antiguo Testamento. Y yo, que soy educador como un San Juan Bosco, lo así por la solapa del traje y lo levanté a tres metros del suelo, como Hércules había hecho con Anteo en África. Dejé que patalease un cuarto de hora y lo amonesté suavemente, como un padre haría con su hijo, de modo que ni Krause ni Juan Bautista de La Salle lo harían con más tacto. Estuvo maldiciendo a Schubert durante un rato, quiero decir que vomitó el espíritu de pecado del que estaba poseído en antifonías contrarias a las sinfonías en si bemol de Schubert, que en lugar de agudas eran casi esdrújulas. Después de un periodo de forcejeo, el mal espíritu lo abandonó y lo dejó liso y planchado como una toalla, sin arrugas ni recaídas. Entonces lo deposité sobre el suelo, ya curado de su mal, y le dije en voz baja, como lo haría el Divino Maestro:
– Anda, vete y no vuelvas a pecar.
Y el hombre se fue sin decir nada, reconciliado y libre. Estuvimos Marcelo y yo en el pabellón del té, en la Casa del Dragón- “Europa”, le había dicho, “tiene forma de dragón en el mapa. La cabeza es España, la frente es Portugal, el lomo es Francia, la garra es Italia, el tronco es Alemania y los países eslavos, las alas son Escandinavia, el fuego que sale de su boca son las islas de Gran Bretaña e Irlanda, y el humo del fuego es la remota Tule o Islandia. Asia es la crisálida de la que sale el dragón. Las islas de Oceanía son el rastro de la metamorfosis. África es el corazón hacia el que se dirige Europa, y América es la bailarina de la Música que marca el ritmo del derrotero de los continentes en el mar del tiempo. Los polos son los ejes helados de la columna vertebral de la isla terrestre que navega como una embarcación en el océano infinito de la Creación o la Conciencia”- levantamos un trofeo en el Templo de la Amistad con unas hojas de laurel y olivo y descansamos a la sombra de los hayedos de Cecilienhof. Por último, nos holgamos y recreamos con la vista de la Orangerie, desnudo de gloria que, como un cadáver incorrupto, aguardaba la voz del despertar mientras – siendo como era sede de las embajadas- el Embajador de la Cultura y su alumno párvulo le llevaban un mensaje de alegría, lacrado y sellado por sus buenas voluntades. Finalmente nos despedimos de Prusia con un adiós azul marino, con el “pañuelo de las despedidas” que canta Mallarmé en la iglesia de San Nicolás, y partimos en tren hacia Baviera. Pensando en el destino del Homo Sapiens, al igual que Przybyszewski, versión experimental del barro humano, hacíamos el camino. Las nubes se amontonaban en la cúpula azul y desencadenaban una breve tempestad de rayos y truenos que arrojaban granizo a los cristales. No nos sobrecogía el Sturm und Drang o la Tempestad en aquella jaula de Faraday, la cual, como si estuviera hecha de laurel, mantenía a distancia los eléctricos venablos de Júpiter.
Veíamos arder los bosques en el crepúsculo alcanzados como la noche, como brasas dentro de un cuadro de Rembrandt, o como luciérnagas en un sueño. La oscuridad poblada de águilas reales que volaban hacia sus nidos, con los gañidos característicos de estos otros emplumados, me traían al magín los combates épicos entre romanos y germanos, entre el imperio de la civilización y su carga absorbente y totalitaria, semejante a la del cazador Nemrod, y la defensa y resistencia del idilio de la patria y la virtud de la cultura, que acabaría venciendo a la primera cuando la Torre de Babel se derrumbase estrepitosamente, en el preludio cancioneril de la Edad Media. Recreaba en aquel escenario vegetal y caballeresco el triunfo del Hermann que caracterizó Klopstock sobre las legiones de Varo, y no lograba identificarlo del todo con el subversivo Arminio salvaje y sucio que describen los historiadores romanos. El héroe es visto como salvador por unos y como una fiera demente por los otros, pero su aparición marca el fin de una edad y el comienzo de otra, el fin decadente de la civilización y el comienzo glorioso de la nueva alianza, la cultura que del paisaje surge y que en el ser humano por él modelado se materializa. El corazón humano necesita héroes, y un héroe es un ejemplo de valentía que une a los hombres separados por sus intereses. Así, el modelo de los héroes o santos, Cristo, alcanzó una victoria trascendente sobre el corazón humano y lo sembró con su sangre, para conquistarlo para el amor que ha de venir, y que anuncia el futuro anhelado por la esperanza.
El tren se detuvo en Suabia, en las proximidades del Lago de Constanza, tras una noche de literas y malas posturas en el vagón que me causaron cierta lumbalgia. ¡Imagínense la gravedad que puede revestir la lumbalgia de un gigante! No hay analgésico ni fórmula magistral que alcance a amansar músculos y tendones de mis vértebras como sillares de Abu Simbel o como atolones del Pacífico, ni prospecto draconiano, aunque sea el Talión de Hammurabi, que meta en cintura a mis veinticuatro vértebras libres, ceñidas de vestidura blanca y crujientes y musicales a veces como los veinticuatro ancianos del Apocalipsis. Solamente el calor piroclástico o el lapilli de un volcán como mi Etna natal pueden amansar a semejante hidra de tantas caviladoras cabezas.
En el lago de Constanza descansaba el Rin de su agreste viaje, el Rin de Wagner, de Sigfrido y del dulce vino que se bebe en copas de cristal de Bohemia. El Erídano griego, donde aterrizó la temeridad de Faetón, cometa adolescente que descendió tan pronto como había ascendido, nos trajo la placidez de las veladas de Hoffmann, la rotunda plegaria de las sinfonías de Beethoven – sordo a la vulgaridad y traductor del idioma del agua que brota cantando- y las contemplaciones alpinas de Hölderlin, Mendelsohn y Schumann.
– Esta es la tierra de los suabos o suevos, que por estos dos nombres se conocen – le expliqué a Marcelo a la vista del lago azul engalanado de embarcaciones blancas- los celtas que habitaron esta región y que darían identidad a los pueblos eslavos de la Europa oriental, cuyo origen es el mismo, aunque los idiomas se separaron porque los suevos fueron germanizados y los eslavos no. Una estirpe de los suevos, los boyos que tienen al buey por emblema, darían nombre a la Baviera alemana y a la Bohemia checa. Durante el siglo V, ante la amenaza de la expansión demográfica de los hunos de Atila – que ya sabes que eran los húngaros actuales- los suevos gobernados por su rey Hermerico, se trasladaron junto con los vándalos y los alanos a Hispania – la España actual- y, tras combatir con los vándalos de Gunderico en el 419, se instalaron en Gallaecia, actual Galicia, que toma su nombre de los celtas galos que la habitaron y que le dieron su identidad cultural. Años más tarde serían vencidos por los visigodos escandinavos que habían recibido el encargo de los romanos de someter a los bárbaros de Hispania que no pagaban tributo a la metrópolis, bajo el mando de Leovigildo el arriano, cuyo hijo, Recaredo, declararía en el 589, durante la tercera convocatoria del Concilio de Toledo, su fe católica, y haría de España un estado especialmente observante de la iglesia cristiana de Roma, poniendo las bases de la Reconquista contra la expansión musulmana y de la evangelización de la América descubierta por Cristóbal Colón. Pero esto ya lo estudiarás por tu cuenta más adelante, cuando te crezca la barba y comiences a interesarte por tu árbol genealógico y por los linajes de los hombres, que constituyen la genética del ADN y de los cromosomas en el núcleo de las células de tu cuerpo, archivos de los anales del tiempo.
– No me pica esa curiosidad- confesó Marcelo acariciándose el mentón- porque si somos todos hijos del mismo padre universal, ¿por qué ese afán por marcar las diferencias?
– Unos hombres quieren diferenciarse de otros cuando pretenden someterlos- expliqué- En eso tienes razón al extrañarte de que se establezcan diferencias entre los que la naturaleza hizo iguales. Pero el conocimiento de los linajes permite esclarecer los orígenes, y permite corroborar al que los estudia de que las diferencias aparentes entre los hombres se sostienen en una homogeneidad trascendente, la teología del sentir que es el ser – o sersentir, si se quiere-, expresada en la economía de la historia, imbricada de un tejido aparente que tiene su fundamento en la pintura que lo recubre- como ocurre en los cuadros- y que le da vida y significado, aunque solo es visible desde la distancia de la perspectiva, esto es, desde la contemplación de la quietud o conciencia.
– ¡Eso mismo siento yo!- exclamó Marcelo- ¡aunque no sé decirlo con tus palabras!
El Lago de Constanza al pie de las montañas del Jura relumbraba como la hoja de una partesana. Me senté en una enorme roca de granito que miraba al espejo del universo, el agua revestida de sonido o el Verbo encarnado, la música del Ser, en la postura del Pensador de Rodin, con Marcelo sobre las rodillas distraído con los reflejos irisados de las aguas, las embarcaciones como máquinas estelares orbitando sobre la superficie y los lejanos silbos de las aves.
– Fíjate, Marcelo- declaré- El agua besada por la energía de la luz incorpórea alumbra como una madre la vida por dondequiera que va. Es como la Cinta de Mobius con la que soñaron los matemáticos, una línea que no termina, o como el dragón físico de los oscuros cabalistas de la ciencia caldea – los positivistas de la era industrial se identifican con ellos, y su deseo de interpretar el mundo a través del análisis para dominar sus fuerzas es análogo en su disparatado o erróneo intento- cuya cabeza muerde su cola, uniendo el fin con el principio. El barro material del que estamos hechos – según la ciencia analítica, un poco de carbono enlazado con hidrógeno- parte del agua donde se posó la energía del Verbo durante el acto de Creación, según expresa el Génesis. Unos ínfimos vegetales que guardaban en secreto la vida, bajo el nombre genérico de fitoplancton, fueron los demiurgos de los organismos vivos, pero cuando se formó el hombre – dice la ciencia analítica que fue a partir del mecanismo natural de la evolución- Dios mismo puso su mano espiritual sobre él comunicándole el secreto de su nombre. La ciencia explica el mundo a partir de las sensaciones, pero la teología o mística emocional lo hace a partir de los sentimientos. Los sentimientos entran en el centro mismo del misterio y lo desvelan, en tanto que las sensaciones apenas rozan su superficie y no pueden sumergirse en su sentido, porque precisan la bomba de oxígeno de las referencias temporales. Siempre es preferible educar a los seres humanos mediante la mansedumbre de los sentimientos y no mediante la palmeta de las sensaciones. El segundo método roza su piel, y solo el primero entra en su alma. La distancia entre la piel y el alma es la misma que la distancia entre el ignorar y el comprender. ¿O acaso, qué consideras más efectivo para tu aprendizaje, Marcelo: la corrección de una bofetada, o la corrección de una explicación?
– Con una bofetada no se aprende- confesó Marcelo- Lo que se hace para eludir una bofetada es fingir para evitar el golpe, pero en cuanto cesa la corrección, se vuelve a la misma conducta. En cambio, con una explicación se entiende la enseñanza y se respeta.
– Pues esa es la diferencia entre ciencia y religión – declaré como un Melchor Cano- La primera analiza la naturaleza a partir de lo visible o sensorial. La otra lo sintetiza a partir de lo invisible o sentimental. Ambas tienen idéntico fin bueno, pero la religión es más convincente que la ciencia, porque es capaz de encontrar donde la otra busca. La religión es una senda estrecha; la ciencia es una senda ancha, pero con la primera o interior se llega antes al fin que con la segunda o exterior. Pero la verdad de la religión necesita que se haga el esfuerzo de arrinconar los instintos para que se manifieste, mientras que la otra ofrece una solución a corto plazo con menos esfuerzo, aunque también con una duración perecedera. ¡Las cosas son como esas montañas, Marcelo hijo, gigantes inmóviles, pero si nosotros nos movemos, entonces ellas también se mueven!
Comenzaron a saludar nuestros oídos unos cantos de ninfas del lago que vistas con la doble mirada de los hijos de Adán eran unas armónicas tocadas suavemente por un grupo de excursionistas jóvenes que parecían salidos de un cuadro de Seurat, alegres y dicharacheros, eufóricos y atrevidos como lo son todos los jóvenes. Me recordaron a los maestros cantores de Nuremberg, lampiños y chistosos, decididos a raptar a cualquier chica con su música encandiladora, y decididos también a abandonarla en mitad de la campiña una vez satisfecho su deseo.
Detrás de las montañas de nieve se escondían las plantaciones de lúpulo, la flor en que según las Metamorfosis de Ovidio que recogen la tradición mitológica griega, se transformó el héroe dánao Ayante de Telamón después de traspasarse el pecho con una espada bien afilada, y cuyas hojas sirven, una vez fermentadas, para fabricar cerveza con un sabor parecido al hidromiel que bebían los Caballeros de la Tabla Redonda, como buenos celtas que eran.
Madame d’Stäel afirmaba que el clima brumoso alemán favorece el idealismo filosófico, mientras que el clima cálido y templado del sur de Europa, más próximo al trópico de Cáncer, ampara el racionalismo. Yo considero que ambas son caras de una misma moneda, pues el calor y el frío son dos sensaciones que se corresponden con los sentimientos de presencia y ausencia, respectivamente, necesarios e imprescindibles en toda vida humana.
Se me ocurrían cuentos breves y frescos como los de Sherwood Anderson, impresionistas en su relámpago comprensivo de instantánea fotográfica, cuando veía asomarse a los ancianos abrigados a aquel repentino sol del veranillo de San Martín, procurando que el revitalizante baño de luz alcanzase su piel y llegase hasta sus huesos que también aguardaban la primavera. Marcelo tiraba piedras al lago y canturreaba una glosa infantil con ritmo de alemanda en su dialecto de Palermo. El viento flagelaba los hayedos y las robledas y arremolinaba mi cabelludo pelaje. En el cielo, los cúmulos eran torreones de gloria.
Le hablé a Marcelo de Lohengrin y le expliqué que había fallecido hacía poco su cuerpo, pero que su alma de sochantre recorría la tierra cantando. Había dejado en Neuschwanstein un castillo de cuento en el que gastó toda su fortuna familiar, unos seis millones de marcos de oro, una villa de retiro en Linderhof con una cueva interior excavada en sus jardines e iluminada con electricidad, y una recreación del Versalles francés sobre una isla del Chiensee. Era conocido legendariamente por Lohengrin o el Caballero del Cisne pero su nombre de pila coincidía con el de Luis II, rey de Baviera y mecenas de Richard Wagner, para quien había ordenado edificar el teatro de Bayreuth donde se representarían sus óperas y preludios. Era un hombre pequeño de cuerpo, bigote y barba a la europea y cabello peinado hacia atrás. Había tratado de vencer a Prusia y convertirse en emperador de Alemania, y aliado con Austria, donde reinaba su cuñado Francisco José, había sido derrotado en Sadowa en 1866. Desde entonces se había hecho lacónico y triste, se había encerrado en sus posesiones para alimentar su leyenda de paladín exiliado y melancólico, hasta llegar a entregar su cuerpo ahogado en el lago Starnberg. Vivió como un cisne y entregó su alma como un cisne, cantando.
Terminada mi narración, Marcelo se quedó con los ojos muy abiertos, mirándome de hito en hito.
– ¿Y ahora, dónde está ese caballero?- preguntó con la curiosidad de un Laplace el niño.
– ¿Cómo quieres que lo sepa?- repuse- Los cisnes emigran, y Lohengrin se asió a las plumas del cisne para no volver y para ocultar su origen familiar –quiero decir, la genealogía de su pensamiento- en el misterio que construye esta leyenda. Fue un caballero que alcanzó el grial, el ideal caballeresco por excelencia, que se identifica con el servicio fiel a una causa.
– ¿Qué es el grial?- preguntó el niño con interés- ¿Es un caramelo?
– El grial es un premio incorpóreo de gratitud – repuse- el cual está representado por el cáliz en el que José de Arimatea, según testimonio de los evangelios, recogió la sangre que manaba del costado de Cristo. Esa sangre representa la entrega absoluta a una misión sellada con la propia vida, a imagen de un martirio. El martirio es el más alto grado de santidad y una imitación perfecta de Jesús. Lo que ocurre es que no todos los sacrificios personales son perfectos y santos, o lo que es lo mismo, no todos los griales son martirios, porque el martirio es el sacrificio por amor, y se dan casos de sacrificios personales que no son por amor, sino por orgullo, como el suicidio. Un ejemplo claro de esto es el suicidio de Catón el Joven en África cuando le comunicaron la victoria del dictador Julio César. San Agustín explica en su ensayo “La ciudad de Dios” que el suicidio de Catón fue un acto de valentía y por eso es virtuoso, pero también fue un acto de orgullo como reprobación de la tiranía, y en esto no debe ser imitado, porque nuestras vidas son misiones individuales e insustituibles, y no podemos disponer de ellas a nuestro antojo. Nosotros mismos no nos hemos dado la vida, y por lo mismo no nos la debemos quitar malversando nuestra libertad aunque sea por desesperación, la cual es una forma de orgullo, porque siempre quedan esperanzas por las que vivir, y la victoria está en la paciencia. Y si bien es cierto que ante el dolor insoportable es lícito darse la muerte, como explican los autores clásicos griegos y romanos, como Séneca, llamando a esta modalidad de suicidio terapéutico “muerte por eutanasia”, si el dolor es soportable, debe padecerse durante un tiempo – siempre existen medios para calmarlo- hasta que desaparezca, porque el dolor es un estado anormal del organismo que tiene como finalidad avisar de un peligro inminente, y una vez pasado el peligro, pasa también el dolor, pues cesando la causa, cesa también el efecto.
– ¿Y ese Lohengrin que dices, se suicidó?- preguntó Marcelo con inocencia- Si lo hizo, no sería por mal, sería porque tenía un dolor insoportable de esos que dices, y entonces está justificado. Y no creo que lo hiciese, porque con esos castillos todos que nombraste debía estar bien tranquilo, pues podía hacer con ellos lo que quisiese. Y además, con el grial ese de su mano, no tenía por qué envidiar a nadie.
– Eso estaría bien si pensase como tú- declaré- pero quién sabe, quién sabe. El misterio es la clave de una leyenda, porque a partir de lo que no se conoce se puede especular imaginativamente lo que se quiera, y esa propiedad configura un relato colectivo que pertenece al dominio público, y que nace, crece y se reproduce como un ser vivo en la mente de cada uno.
– Pero aún así- aconsejó Marcelo- no hay que pensar mal. Él no se suicidó, él murió como es debido.
– Sea – consentí- puesto que así lo quieres.
– Sea- me corrigió Marcelo-porque así lo quiere la buena voluntad.
Me reí de aquella salida prosélita que podría servir de conclusión a un discurso de Martin Luther King o a otro de James Monroe. Se nos ocurrió tomar el camino hacia Salzburgo rumbo a Viena por los pastizales alpinos de Kempten y Rosenheim. Decidimos inaugurar un nuevo método de viaje. Nos colocaríamos a la orilla de la autopista y haríamos autostop. ¿Se imaginan a un mastodonte paleozoico como yo, a un jayán de más de mil arrobas de peso y una masa inconmensurable y nitidísima elevando el pulgar peludo de su mano derecha para solicitar asiento en un turismo familiar? Si no son capaces de imaginarse esto, ni hay semejanza poética que lo escenifique, con más razón no serán capaces de imaginar, ni con la ayuda de un aguafuerte de Goya, a un niño de ocho años a sus pies con una rama de mirto en la mano saludando a los coches con una voz de jilguero e invitándolos a que se detengan como si fuesen caballos de posta. Y, por supuesto, no superado este reto más atrevido que los doce trabajos de Hércules, ¿cómo serán quiénes de recrear la escena que no es posible grabar en vídeo de un camión de ganado porcino deteniéndose en mitad de la calzada e invitando a subir con un ademán de los sudorosos dedos del conductor a los dos bizarros estafermos? Pues por más que no se lo imaginen, señores míos, así fue. El conductor del camión era un turingio con jersey a cuadros y obesidad considerable que no daba ni una palabra. Nos preguntó a dónde íbamos. Le dijimos que a Viena.
– ¿Usted se dirige a Viena también?- le pregunté.
– Desde luego- contestó el camionero- ¿A dónde cree que llevo todos estos cerdos?
No era un teorema difícil de demostrar. Si, según atestiguan los caminantes, todos los caminos conducen a Roma, en germanía de camioneros, todos los cerdos se dirigen a Viena. Por suerte para Marcelo, justo debajo del asiento delantero encontró, en formato infantil e ilustrado, el Cuento de Hansel y Gretel.
– Es de mi hijo pequeño –reveló aquella réplica del holgazán de Eichendorff- Puede leerlo el niño si quiere.
– Sí quiero- contestó Marcelo sellando el pacto sin necesidad de sacerdote.
Más allá de la ventanilla, los vientos azotaban los pastizales y bamboleaban los robles y los castaños. Una trebonada de viento molestó a los cerdos, que gruñeron con su característico y onomatopéyico oink oink en el compartimento de transporte. Empezó a caer una lluvia muy fina de color rojizo.
– ¡Mira, papá, llueve en rojo!- gritó Marcelo dejando caer el cuento al suelo.
– Es lluvia de sangre- dijo el camionero por toda información.
– ¿Están sangrando las nubes?- preguntó Marcelo aterrado.
– No es eso- contesté- La lluvia de sangre es un fenómeno meteorológico que se da en la región de la Baja Alemania y que consiste en que los vientos que soplan de los desiertos subtropicales arrastran partículas de arena y la arrastran hasta zonas más altas. Este fenómeno produce este particular efecto cromático.
– ¿Pero el viento viene de tan lejos?- preguntó Marcelo- ¿Y quién lo sopla con esa fuerza?
– El fuelle de Eolo- respondí.
– ¿Quién es Eolo?- se extrañó el niño- No lo conozco de nada.
– Eolo es un ser mitológico- contesté.
– ¿Es tóxico?- interpretó Marcelo- ¿Mata a la gente soplando?
– Si se enoja mucho sí- confesé- Pero normalmente es benigno.
– ¿Es de vidrio?- se interesó el niño- ¿Y no se rompe?
– Creo que te estás confundiendo demasiado- repuse- El viento es una nota más de esa armonía preestablecida llamada Creación, pues es posterior a nuestra conciencia que participa de la divinidad o Creador. La ciencia – la mitología actual- entiende que el viento se forma en el ecuador, donde la luz del sol incide sobre el aire calentándolo y haciendo que se desplace. Cuando el aire desplazado llega a los treinta grados de latitud en ambos hemisferios del globo, alcanza un centro de altas presiones o anticiclón que lo secan y lo comprimen despojándolo de nubes, formando así el clima de los desiertos subtropicales, como el Sáhara en África. Ante la presión más alta, parte del aire comprimido se desplaza hacia el ecuador, formando los vientos alisios, y otra parte viaja hacia zonas templadas, como la nuestra de Europa, y al chocar contra los vientos polares forma los frentes y las tempestades. Hay regiones de la atmósfera donde la presión del aire es mayor que en otras, debido a la diferencia de temperatura y a la atracción solar y lunar cuya gravedad imanta los cuerpos más pequeños atrayéndolos con su energía hacia su materia. Los centros de altas presiones se denominan anticiclones y son secos, porque comprimen el aire despojándolo de humedad. Los centros de bajas presiones se denominan borrascas y son húmedos, porque la humedad despojada de los anticiclones se concentra en ellos. Debido a la fuerza de Coriolis, que es una ley física que explica el movimiento sobre la superficie de los cuerpos rotatorios, el viento se desplaza de suroeste a nordeste y arrastra las nubes en esta dirección, por lo cual las lluvias suelen venir casi siempre del oeste, aunque se dan casos, como el de los monzones de Asia suroriental, que no obedecen a esta ley general. No obstante, si consideramos que el mito es simplista, también debemos considerar como simplificación cualquier ley científica deducida a partir de la experiencia heredada por la investigación de unos pocos que tratan de sobrepasar el refrán popular del mito, porque sus conclusiones están limitadas por la reducida visión del mundo que tiene el hombre, como parte del mundo que es, y al final solo queda – para entender el mundo- el argumento de la fe en el sentimiento del amor, que nunca se experimenta por completo en el camino de la apariencia, pero que cuando se experimenta, absorbe la tiniebla de cualquier misterio.
– Se nota que es usted estudiado- comentó el camionero con un deje de masón cabalista, de esos sórdidos científicos infectados de vanidad como “El Egoísta” de Meredith o el pedante de Hegel que creen que pueden ser dioses si se peinan adecuadamente – Solo alguien que ha pasado por la Universidad puede hablar tan bien.
– Usted se equivoca sin lugar a dudas- le confesé al flaco Vigilante del Grande Oriente de aquel camión de inmundos huéspedes, por el penetrante olor que desprendían- No es la erudición lo que hace prudente al hombre ni al cíclope, sino la sabiduría. La primera es un conjunto de preceptos de escuela memorizados académicamente según el sonido y no según el sentido, que repiten hasta la saciedad los estudiantes y los científicos como si fuesen dogmas. Si usted quiere, esos cerdos que se oyen gruñir detrás de nosotros se comportan como ellos al repetir siempre la misma cantilena sin que por esa razón aprendan una mayor limpieza. Y los papagayos pueden, según esa regla, obtener la más alta cátedra. Por el contrario, la sabiduría es la facultad de aprender a partir de la experiencia propia, que no ha de ser prolija como nave de locos, y de asimilar las enseñanzas en su memoria, para ponerla en práctica en su vida. Resulta más sencillo aprenderse de memoria un texto que comprenderlo, pero sin este requisito último no se puede aprender, porque lo que se aprende se olvida como irracional que es. Tenga en cuenta, amigo, que en la reflexión está el pensamiento, y en el pensamiento se sostienen todas las cosas. Da lo mismo ser camionero que mariscal, porque si no hay reflexión, no arraiga la semilla de la palabra en los cascos.
– Pues dígase como se quiera, amigo- se explicó el camionero- pero el caso es que usted sabe lo que dice.
Y ya estábamos a la altura de Salzburgo cuando aquel Simplex Simplicissimus dijo aquello. ¡La ciudad de la sal! Salzburgo es una ciudad renacentista y neoclásica. No conoció el barroco. El espíritu inquieto de Wolfrang Amadeus Mozart llena las calles y las tabernas. El Palacio de la Residencia me pareció la representación arquitectónica de la sinfonía “Júpiter”. La catedral y el castillo de Hohensalzburg reproducían fielmente, con el ámbar mediterráneo de un Corot, su “Impresión del atardecer dedicada a Laura”. ¿Dónde estaba aquel Príncipe de la Música, aquel genio hijo de Apolo, aquel Lino mismo, el Lino que había inventado el canto al herirse con una flecha, conmemorado por las elegías de Rilke? Por fin su alma podrá rimar con la Gloria de los Justos, que es la absoluta felicidad, pues es seguro que rima con nuestros corazones. ¿Quién más que él supo poner música a los pensamientos? Entre divertido y trascendente, entre irónico y formal, Mozart fue el espíritu de la Música. Mi memoria, como una pantalla de fuego, se iluminó con los títulos de algunas de sus obras: “La crédula fingida”, “Bastián y Bastiana”, “Mitrídates, rey del Ponto”, “El rey pastor”, “Idomeneo, rey de Creta”, “El rapto en el serrallo”, “Las bodas de Fígaro”, “El libertino castigado o Don Juan”, “Así hacen todas”, “La flauta mágica”, “La clemencia de Tito”, su célebre ballet “Las naderías” representado simbólicamente en París, y las sinfonías “ Haffner”, “Linz” o “Praga”, junto con las marchas “Serenata nocturna”, “Pequeña música nocturna” o la “Broma musical”, antes de rematar en la corona de su “Réquiem”. ¡Cómo se alzaban mis cerdas al compás de su música! Semejaba un fauno primaveral mi espíritu, danzando en la bucólica de mi mente. Se encendían las amapolas en mi recuerdo, las fuentes reían, los pájaros tejían la armonía y atacaban con sus trinos y staccattos. Mi cuerpo orográfico parecía flotar en el aire, como el átomo de Smollett y sus increíbles aventuras. Por un momento, mi profusa masa se estaba volviendo etérea.
– Padre, ¿qué estás haciendo con la cabeza?- me preguntó Marcelo.
– Nada, hijo- le respondí- Estoy intentando imitar a los pájaros. ¿No te parece que lo hago bien?
No era “El pájaro en la red” de Valente ni tampoco los “Pájaros del Hambre” de Daniel Laneri, ni los herrerillos que se bañan en las acequias, ni los escribanos palustres, ni los jilgueros ni canarios que cantan trinando en las jaulas de los hombres, era mi cabeza bamboleándose como una turbina de embalse lo que asombraba a Marcelo, como hubiera podido asombrar a cualquiera.
– Papá- tornó a preguntar Marcelo- ¿Qué río es ese que baja junto a nosotros y que relumbra tanto, con campanarios de iglesias a ambos lados y con islitas en el centro?
– Es el Danubio azul- dije- El Danubio, el padre de los ríos de Europa. Ese río marcó durante muchos siglos el límite del imperio romano. Por ese río vinieron los celtas a Europa desde la India del rey Bharata, los celtas, artesanos del bronce y descendientes del Tubalcaín bíblico, inventores de las gaitas y de las zampoñas que son la gloria de Escocia, de Irlanda, de Bretaña y de Galicia, besadas por el Atlántico de los Tartesios de Platón y Schulten.
– ¿Quién era el rey Bharata?- preguntó Marcelo- ¿Se llamaba así porque cobraba poco o porque pagaba menos aún?
– El rey Bharata era el hermano de Rama- expliqué- y Rama es el héroe del Ramayana.
– Pues con eso me he quedado como estaba –dijo el niño- ¡Desde luego…! ¡Si para responderme a una pregunta me sales con otra, será como el cuento de un rey que tenía tres hijas y las metió en tres botijas y las selló con pez! Después yo digo, ¿quieres que te lo cuente otra vez? Y así no acabamos nunca.
– No seré yo un sofista ni un escéptico ni un estructuralista – repuse- Te explicaré los orígenes mejor que Orígenes, y estas controversias mejor que André Suarès. Bharata es el rey epónimo de la India, que se llama en sánscrito Bharat, o “Región del fuego”, porque el fuego es tomado como el símbolo de la cultura y de la organización social. Bharata era el rey de Ayodhia, que significa “reino del día”, y su hermano Rama era la imagen de su virtud. Los descendientes de Bharata, los Pandavas y los Kuravas – metáfora de los dos linajes humanos, buenos o legítimos y malos o ilegítimos- se enfrentaron en una batalla de dieciocho días por el control de Hastinapura o “reino de la noche” que significa la decadencia cultural y el inicio de la civilización urbana. Gracias a los ardides del pícaro Krishna, réplica de Ulises y héroe corrupto de la civilización, los Pandavas o “pálidos” ( imagen de la decadencia o la noche) vencieron a los legítimos Kuravas y dominaron Hastinapura, instaurando la cuarta edad de la sociedad, el Kali-yuga, en la que los valores decrecen debido al engaño y al fraude de los ritos urbanos, frente a la naturalidad de los ritos rurales. En Occidente, la Ilíada y la Odisea son las versiones europeas del Mahabharata y el Ramayana, pues los pueblos procedentes de la India son los mismos que colonizaron Europa, descendientes de Jafet o Jápeto, hijo de Noé en el Génesis y de Prometeo en la mitología griega. La noche de esta cuarta edad del hierro, ancianidad o Kali-yuga, preparó el advenimiento del Cristianismo, cuyo mensaje representa el surgimiento del día en las tinieblas de la noche de los tiempos, y cuyo héroe es la imagen más acabada de la valentía, manifestada e identificada con la caridad. Ahí tienes a Viena, la Vindobona celta o “ciudad blanca”, de la que surgen todos los linajes europeos, pues los celtas que la habitaron fueron los primeros pobladores de Occidente, cuyo nombre viene de “saefes” o “serpientes”, que rinde homenaje a su fuerza o ferocidad –a veces violenta, por desgracia- , solo vencida por la cruz que lograría someter a tal dragón.
– ¡Cuántos edificios!- exclamó Marcelo- ¿De quién es esa estatua de un hombre a caballo?
– Es de Francisco José de Austria- repuse- Estamos en la estación de Francisco José. ¿No ves cómo se detienen los trenes aquí, esas largas culebras de hierro que vomitan hombres por sus bocas?
– ¡Sí!- gritó el niño- ¡Qué gente tan bien vestida, con fox terrier incluido, y nosotros en este camión rodeados de cerdos!
– No desprecies a los puercos- repuse con acento de predicador- Ellos no ocultan su mal olor bajo mantos de marta cibelina, como hacen muchos otros.
– ¿Qué marta cebollina? – preguntó Marcelo- Los hombres llevan traje, corbata y chaleco, y las mujeres abrigos de visón y colas de zorro en el cuello.
– Los visones- argumenté- ocultan terribles miserias a veces, los trajes esconden dagas y puñales para herir al prójimo, y en cuanto a los zorros… no deseo hablar de infidelidad a estas horas.
– ¿Qué es infidelidad?- preguntó el niño.
– Es una traición al amor y a la confianza- expliqué- Algo que los que son como tú nunca harían, porque esa sí es una acción pestilente, y estos cerdos a su lado olerían a hierbabuena.
– Señores, yo me dirijo con estos cerdos al matadero- habló el conductor del camión- ¿Ustedes se apean aquí?
– ¡Sí!- gritó Marcelo, y tapándose la nariz, agregó- No aguanto más el perfume de este vagón.
El camionero se echó a reír de aquella salida.
– Hasta pronto, honorable Automedonte- me despedí del camionero- ilustre pastor de cerdos. Gracias por el viaje y por la compañía. Vamos a echar de menos el suave olor de su proximidad y su agradable y reiterada conversación, amenizada con coloquios de terceros.
– No hay de qué- respondió el primus inter pares- Me voy con mis diputados a otra parte.
– Si quiere seguir mi consejo- dije cuando ya salía de la limusina- llévese a esos hermanos a un partido político, lávelos y friégueles el hocico y propóngalos de candidatos a las elecciones. Con un micrófono delante sus gruñidos se escucharán más. La democracia urbana, de abolengo ateniense, precisa buenos amplificadores e impetuosos chilladores, amén de hocicos pronunciados para atreverse a cualquier cosa.
– Lo tendré en cuenta- declaró Su Excelencia- Váyanse yendo, que la prisa que tengo no es poca.
Allí nos dejó en la estación y se esfumó con su piara. Entre la “rebelión de las masas” de los pasajeros, nos hallamos confundidos ante los vectores que desplazaban a la muchedumbre. No sabíamos qué dirección tomar. Sentado sobre un taburete, un organillero tocaba un vals como podía.
– Oiga- le pregunté en alemán- Quisiéramos ir al Palacio de Schönbrunn, antigua residencia de los Habsburgo. ¿Nos puede indicar el camino?
– ¿El Palacio de qué…?- preguntó.
– Nada, amigo, siga tocando- le dije- que lo hace con mucha gracia.
– Vamos al Ring, hijo mío- le expliqué a Marcelo mientras él me tomaba de la mano.
– ¿Qué es eso?- me preguntó.
– El Ring es la antigua muralla de la ciudad de Viena- contesté- construida por los ávaros, un pueblo mongol instalado en Europa Central. Los ávaros se dedicaban a saquear Occidente durante la Alta Edad Media y guardaban su tesoro, bajo las directrices de su khan, en un campamento de la ciudad de Viena llamado Ring, cercado por nueve murallas. En el año 796, los francos de Carlomagno se apoderaron del Ring y necesitaron quince carros de bueyes para transportar el tesoro de los ávaros a Francia.
– Los ávaros eran entonces muy avaros- declaró Marcelo.
– El sustantivo procede de la misma raíz que el adjetivo- repuse- La avaricia es la condición de ser como los ávaros y atesorarlo todo sin emplearlo en obras pías, hasta que la muerte separe al avaro de su riqueza. Carlomagno nombró a Viena capital de Austria, en franco Ostmark, que significa “marca del Este” o “frontera” a cuyo mando puso a un marqués, título que deriva de la función que desempeñaba como guardián de la marca. En la época del Imperio Austrohúngaro, tras la extinción de la rama de los Babenberg por Federico II hasta la separación de Hungría de Austria en 1918, el Ring se convirtió en el centro de Viena. En 1860 se trazó un bulevar poblado de edificios que reproducían estilos antiguos en la línea de las viejas murallas. A finales del siglo XIX y principios del XX, en mayo de 1897, los artistas vieneses quisieron fundar un estilo nuevo, y se agruparon en torno al pintor Gustav Klimt en la Asociación de Artistas Austríacos, llamada también Secesión, por su deseo de escindirse de las escuelas oficiales. Fundaron el Jugendstil o “estilo joven”, también llamado Modernismo, manifestado principalmente en la arquitectura, que recuperaba la tradición de la observación directa de la naturaleza para crear sus modelos libres. Al norte del Ring campea un pabellón erigido por Olbrich, discípulo de Otto Wagner, en el que se lee: “A cada época su arte. Al arte su libertad”. De esta manera se libera a los creadores de la tiranía de las escuelas, que son prejuicios institucionalizados. El Ring sigue siendo el ombligo de Europa, como Delfos lo fue de Grecia, y la Viena de Schnitzler y Hugo von Hoffmannsthal contiene en sí misma la psicología de Occidente, a medio camino entre la cultura y la civilización, entre la educación y la barbarie. Mira, hijo, se me ocurre una idea. Vamos a vestirnos de gala porque, estando donde estamos, no es bueno que estemos como estamos.
– ¿Y qué quieres hacer, luego?- preguntó el niño mientras le miraba la cara a los pasajeros que salían del tren, cada uno con su equipaje propio, como hormigas que salen de un hormiguero.
– Tenemos que pasar por la peluquería – dije como un Brummel- ¿Cómo vamos a ir a Schönbrunn con estas cerdas? Yo tengo que afeitarme y echarme colonia en el colodrillo. Tú tienes que peinarte, que pareces un puercoespín de la sabana. Debemos sacarnos los piojos antes de comparecer en las veladas del Gran Mundo.
– ¿Qué veladas?- preguntó el neófito- ¿ Qué Gran Mundo?
– Ya te explicaré por el camino- le susurré como si hablara desde un confesionario- ¡Oh, mira, la Fortuna nos sonríe! ¿Ves ese letrero donde se lee FRISIERSALON en una placa de bronce? Pues ahí es donde debemos ir para que nos tonsuren, porque parecemos ahora mismo unos tártaros.
¿Quién no se echaría las manos a la cabeza exclamando “Miserere mei” al ver entrar por la puerta de su Salón de Belleza a un jayán peludo como yo, terrible como un susto y con la estatura de un tornado? Imagínense o traten de imaginarse – porque la identificación resulta imposible- a unas mujeres delicadas como ninfas colocando sus dedos de nácar sobre la Selva Negra de mi cráneo, oscura como el país de los Cimerios, donde no llega el recibo de la luz. ¿No sienten un temblor que recorre todo su cuerpo tan intenso como la colisión entre dos placas tectónicas? Pues si eso han sentido solo con pensar en ello, consideren lo que irá de lo vivo a lo pintado. Las lindas peluqueras de aquel serrallo, procurando no contemplar la terribilidad de mi rostro reflejado en el espejo, me preguntaron con mucha educación cómo deseaba raparme.
– Háganlo a su gusto, náyades del Danubio- les susurré con el timbre de voz más dulce que salió de mi laringe- pues solamente con que coloquen sus yemas de marfil sobre mis parietales me consideraré más honrado que Lanzarote, el que de Bretaña vino, del cual se dice, como refiere el hidalgo manchego de Miguel de Cervantes, que “doncellas cuidaban de él / princesas de su rocino”. No gozó de tanta fortuna el físico Zhukovski, cuando sintió las brisas del aire en su avioneta rozando sus blanquecinos cabellos, como gozo yo cuando siento el tacto de la epidermis de estas hijas de Jerusalén sobre mi cuero cabelludo.
– ¿Qué peinado desea?- me preguntó una rubia de oro puro con ojos como antorchas, que llevaba un letrero a la altura del pecho en el que se leía el nombre “Monika”.
– Deseo el que tú quieras darme, Mónica –repuse- Alguno que me despeje la frente como la incógnita de una ecuación y que me siente bien al ojo, que lo tengo grande como una adarga. Eso sí, raya al medio, como establece el canon de la ortodoxia capilar.
– ¿Quiere gomina?- me preguntó riendo una morena en su punto.
– Por supuesto- declaré- Écheme el cabello hacia atrás y enchárqueme el bigote como si fuera un Rocambole, pero no me lo afile como si fuera un Dalí. ¡Y pódeme las cejas, que miden más de la marca! Denle un aire enigmático a mis barbas para que atraigan como un imán al sexo opuesto, que se desvive por las curiosas frivolidades. Tálenme las garras, que según están me hacen parecer un director de Banco, y rícenme los pelos del pecho para que den qué hablar a la aristocracia. Y échenme un barril de colonia en los sobacos para que no exhalen fétidos miasmas ni fragancias de pantano, y sáquenme las legañas con unas tenazas y frieguen mi pelambre con jabón de Marsella, para que brille y relumbre.
– Necesito ayuda- dijo Mónica a sus compañeras- Yo sola no puedo con este señor.
– Llámame monstruo, querida- le hablé a la chica- Llámame monstruo, que hay confianza.
– Traed tijeras- ordenó Mónica- Muchas tijeras.
– ¿Qué estás haciendo, niño?- protestó una de aquellas náyades, que llevaba el pelo recogido, cuando Marcelo, sentado en su butaca, quiso saber qué había debajo de su falda breve.
– ¡Cuidado con ese Don Juan a la española!- avisé a todo el gineceo con alerta roja- ¡Las apariencias engañas! Es pequeño, pero matón. No se fíen del tamaño.
– ¡Si solo tiene ocho años!- se sorprendió una peluquera con mechas.
– Para el galanteo es como si tuviera la edad de Matusalén – dije- No se le escapa una mosca. ¡Ea, mujeres echen el cerrojo a sus vestidos antes de que arda Troya, que una vez que prende bien, resulta difícil apagar el fuego!
Aquel harén vienés tardó unas tres horas en hacernos la manicura a nosotros dos. Las peluqueras sudaban la gota gorda, suspirando ante la prolijidad de semejante trabajo de chinos, más digno de Atenea que de Aracne, como se puede comprobar casi como una réplica en Las Hilanderas de Velázquez. Si estuviese allí Teóphile de Viau, podría redactar otro “Parnaso Satírico”. Finalmente quedamos como patenas, mientras el suelo de la peluquería quedaba tapizado de pelos gruesos como sogas cuya capa enredada alcanzaba la altura de un codo. Item más, mandamos encargar dos fracs y dos chisteras para padre e hijo, amén de unos quevedos para Marcelo y un monóculo para mí, que nos daban un aire de articulistas de la prensa. Mi frac era en verdad una amalgama de franela que podría hamacar a un hipopótamo, y el de Marcelo era un retal tallado con navaja. El sastre que había labrado las hechuras de tales prendas merecía una estatua de basalto para él solo, y le encargó a su cobrador que afilase la guadaña de la deuda para amortizar un gasto tan chillón, pero nosotros nos escabullimos de sus malas artes con un “hasta luego, hermano” antes de depositar un beso de despedida en la mano del cobrador y un ósculo de gratitud en las tersas mejillas de las peluqueras.
– Huye, Marcelo, huye- le dije a mi pupilo mientras escapábamos del cobrador- que solo aquel que huye escapa.
– No está bien engañar a la gente- protestó Marcelo.
– En ocasiones la mentira está amparada- comenté- siempre y cuando su fin sea el servicio de la verdad.
– No comprendo- declaró el niño sin dejar de correr.
– Te lo explicaré, como lo hace San Juan Crisóstomo, el gran orador, en los Seis Libros sobre el Sacerdocio – insinué- Verás, cuando el que miente lo hace para aprovecharse de quien engaña para beneficio propio, o para lucro personal, ejecuta una mala acción, pero cuando lo hace para beneficio de aquel a quien engaña, para su exclusivo provecho, esta mentira, llamada piadosa, es el fruto de una buena acción. Con este ejemplo, puesto por el propio Crisóstomo, lo entenderás mejor: imagínate a un enfermo febril que, aunque conserva la razón, el dolor lo acucia, y desea beberse un vaso de vino, sabiendo que el licor empeorará su estado, pero aún así, espoleado por el dolor, lo desea. El médico aconseja que beba agua, pero el enfermo la rechaza y pide vino. Entonces el médico lo engaña de esta manera, para lograr su curación: llena de vino una vasija de barro el tiempo suficiente para que los poros de la arcilla se empapen del olor del vino, y una vez hecho esto, la vacía y vierte agua en ella. Después ordena apagar las luces de la habitación del enfermo para que no se dé cuenta del engaño, y le sirve la bebida. El enfermo acepta la mentira y se cura. ¿No está justificada en un caso así la mentira?
– Sí- contestó el niño- Pero nuestro caso es distinto.
– Te demostraré que es un caso análogo- repuse- Nuestra misión es educar el criterio de los hombres, esclarecer sus dudas históricas y conducirlos al verdadero camino hacia la felicidad, que es la comprensión. El hombre, como se lee en Wergeland, el hombre en su total dimensión de amor puro sin vicios de interés, es nuestro motor y objetivo. Lo que ocurre es que la humanidad, sumergida en las tinieblas de sus intereses cotidianos, de sus pequeños erarios, de sus debilidades y de sus defectos, no percibe la luz cuando pasa a su lado más que después de transcurrido un tiempo. ¿Puede cobrársele a aquel que viene a traer el mensaje de la reconciliación a todos los hombres? Es como si una ciudad sitiada en guerra por un ejército enemigo le pide cuentas al ejército que ha venido a liberarla, sabiendo que de no ser por él, sus vidas no serían conservadas, siendo la vida el primero de los bienes, en el que se sustentan todos los demás. Nosotros somos como ese ejército que viene a salvar las vidas, pues tratamos de salvar la parte digna e inmortal de la persona, que es su alma, su mente y su corazón. Pero aquellos que nos deben la gratitud y el reconocimiento no nos comprenden todavía, porque todavía no están preparados para comprendernos, y no nos tratan como quien somos, sino como quien perecemos, un monstruo salvaje y un niño inocente. Entonces, para administrarle al enfermo la medicina a tiempo, empleamos la astucia y el engaño, no para nuestro beneficio particular, sino para el de todos, que es también el nuestro porque unidos estamos unidos al conjunto de los hombres.
– Así, sí- consintió Marcelo- Haberlo dicho antes.
Con esta prédica nos fuimos al Palacio de Schönbrunn, abierto al público desde 1918, pero en el cual se había cedido una sala a los embajadores de la ONU, que a la sazón estaban renovando un tratado de cooperación política y económica con los jefes de estado de los países africanos, emancipados de su status de colonias a partir de la Conferencia de Bandung celebrada en 1955. En los jardines del palacio había cocheros de librea y chóferes de abolengo que circulaban como la sangre, con rapidez y sin salpicar a nadie. Tomaban las llaves de los automóviles de los legítimos propietarios, joyas mecánicas cuyos tubos de escape exhalaban volutas de humo sibarita, y los conducían a los garajes, a las antiguas caballerizas imperiales. Los gentileshombres y las damasdealcurnia avanzaban con la frente alta como parejas de pavos, con mucha flema y otro tanto moco. El camarlengo los recibía con frases hechas y sonrisas comerciales – disculpen este símil canónigo para referirme al senescal o portero, en vil caló- y les preguntaba su nombre pidiéndoles a continuación una tarjeta de invitación, comprobado acto seguido en un libro de memoria encuadernado en tafilete negro si estaban incluidos en la lista de invitados y no se habían colado para degustar las viandas.
– Atiende bien, muchacho – le dije al oído a mi pupilo- Te enseñaré la ciencia del mundo.
Y, diciendo esto, avanzamos hacia la gloriosa entrada con el pecho hinchado y el gesto grave, las piernas algo separadas y la mirada desafiante. Los circunstantes nos observaban con tal extrañeza que podrían sobrecoger a un tímido y espantar a un vergonzoso, pero a nosotros dos, que éramos Seyanos y Mazarinos en tales intrigas, nos resbalaban los ceños y los asombros de los próceres de medio palmo, que apenas me llegaban con la nariz a la rodilla, y tratábamos de mirar por encima del hombro a quienes nos contemplaban desde su miopía.
– Disculpe, señor, ¿cuál es su nombre?- me preguntó el camarlengo, que por su cara de pánfilo podría hacer la voz principal en “Caballería Rusticana”.
Me quité el monóculo.
– ¿No me conoce?- preguntó sorprendido.
– No, señor- confesó el doméstico- ¿Está usted invitado?
– ¿Qué te parece, hijo mío?- dije irónicamente volviéndome hacia Marcelo- ¿No te digo que la cultura es tan escasa como el tungsteno? Si yo le preguntase a esta acémila si se ha leído el “Tractatus Logico-Philosophicus” de Wittgenstein o “Sobre la interpretación de los sueños” de Sigmund Freud, cuyos autores son vecinos suyos, raro sería que me respondiese afirmativamente. Pero si le pregunto quién es este que viste y calza, con un solo ojo en la frente y estatura de gigante, y me responde que no sabe, prueba de que no ha leído la Odisea, y que sabe tanto de mitos griegos como de integrales y derivadas.
– Disculpe, señor, ¿tiene usted tarjeta?
– Mi tarjeta es mi rostro, mozo- repuse encarándome al petimetre- que es visible a buenos y a malos, pero mientras a los primeros agrada, a los segundos irrita, como puede comprobarse fácilmente de su reacción, muchacho, una reacción propia de quien carece de los elementales rudimentos de la cortesía.
La discusión y la controversia briosa que hubiera puesto confuso a Belarmino atrajo la atención de los curiosos, especialmente de las mujeres, sensibles al señuelo de los cuchicheos y a la prensa rosa de las anécdotas triviales y sin importancia. Ellas – aquellas que notaban los varones en la falta de una costilla-, atrevidas como Pandoras, se desvivían en preguntar al oído de sus maridos, medias protegidas por sus abanicos, quién era tal engendro de la naturaleza que así discutía con los criados, y la mata de pelo que emergía por las mangas del frac, que era tanta que hinchaba desmesuradamente sus vestiduras, las atraía con un misterio oculto que aún con riesgo de caer en la sima de la infidelidad conyugal les hubiera gustado desvelar. En esto, una mujer llegó a picar tanto a su marido, un diplomático de la UNESCO, que este tomó partido en mi defensa y, acercándose al camarlengo – vuelvo a retomar el símil- le aseguró que me conocía muy mucho, que había coincidido conmigo en múltiples congresos internacionales y que era una vergüenza que así me tratase un mayordomo a quien no le habían salido todavía las muelas del juicio. El portero se disculpó como pudo, juró y perjuró que nada sabía y casi se arrodilló delante de nosotros para pedirnos perdón.
– Menos apoteosis, hermano- le dije- Que la adulación tiene un límite, y es el sentido común. Solo a Dios adorarás y solo a él darás culto.
Con esta táctica astuta pasamos a la sala, cuyos estucos y lienzos nos trasladaban poco menos que al séptimo cielo, y allí las huestes de fotógrafos se cebaron sobre mi melena. En las meas había vinos del Rin, Champagne, ron de Jamaica y whisky escocés de pura cepa, de ese que abundaba en la corte de santa Margarita porque ella nunca bebía, y tantas viandas de postín, tanto foie-gras y caviar, tantas langostas y langostinos, tantos meros, rodaballos, lampreas, anguilas, angulas, corderos lechales, codornices, faisanes, pichones y lechones, que el tesalio Erisictón o el yantador Victor Hugo, de haber estado allí, hubiesen engullido las paredes de la sala también. Marcelo se atiborraba con el caviar que se le derramaba por las comisuras de la boca, untado en pan de trigo candeal tan blando como la manteca, y con la sal de aquel manjar le entró sed, y gritó en italiano que quería agua, porque el vino le hacía cosquillas en la garganta y le hacía arder las mejillas.
– No digas que quieres agua- le aconsejé con un susurro- Es un término muy ordinario. Di mejor que quieres H2 O. Hablar en términos de la tabla periódica es más chic. Cuando quieras pan, dile al camarero: “Por favor, ¿le importaría acercarme unos polisacáridos?”. Si deseas azúcar, pídele a cualquiera “unos cristales de sacarosa”. Como notes que algo está salado, explica: “¡Cuán saturado está este (filete, porción o lo que sea) de cloruro sódico, cómo estimula la tensón arterial!”. Si quieres carne, manifiesta: “Se me quejan las mitocondrias de escasez de proteínas, no le vendría mal a mis ácidos gástricos una procesión de aminoácidos”. Y si deseas fruta, confiesa sin temor: “Necesito reponer el alfabeto de mis vitaminas, dispénseme de masticar de la A a la Z”. ¡Ya verás qué luego prosperas en el Gran Mundo, que en verdad que es muy pequeño, y de la noche a la mañana te harán racionero de alguna prebenda o canonjía, que las hay como soles, y te sentarán frente a un bufete y no harás nada en toda la vida!
– ¿Para qué quiero yo una celosía?- preguntó Marcelo.
– Canonjía, no celosía- le corregí- Una canonjía es una cosa muy buena. Solo se sabe cuando no se tiene.
– ¿A qué sabe?- preguntó el niño.
– Sabe tan bien- le aseguré- que tales cargos y sillas – que sillas y cargos son lo mismo, y bien lo ha deducido Eugéne Ionesco- son muy codiciados, y los próceres compiten entre ellos por colocar allí a sus parientes, aunque vistan coroza y lleven cencerro. Sí señor, esta es la política de los optimates.
– Yo no quiero parecerme a los primates- confesó el niño- La política es cosa de tontos.
Cogí a Marcelo del brazo, como padre putativo que soy suyo, y le expliqué la diferencia que existía entre chimpancés y orangutanes, gorilas y macacos, y miembros del ejecutivo, que a fe que había que ser tan malicioso como Daumier para confundir a los unos con los otros. La claridad de la vida, como la que inspira a Francis Vielé-Griffin, era lo que quería inculcarle al infante. Como mis métodos pedagógicos distan mucho de ser los de san Alfonso María de Ligorio, tenía que vocear como un mayoral para que aquel pillastre me oyera. Y quien me oyó fue un individuo de chorrera que fumaba un enorme puro y que se acercó a examinarme el mostacho.
– Hace tiempo que lo observo – me aseguró- Tiene usted una constitución física chocante. ¿Le gusta Mahler?
– Me apasiona Mahler- aseguré.
– Eso, combinado con sus rasgos faciales- corroboró el puritano del puro- implica un desahogo de la personalidad indicativo de una megalomanía sexual.
– Megalonio me llamo, en efecto- consentí- ¿Y usted?
– Mi nombre es Anastasio Schwanitz- dijo tendiéndome la mano- Soy psicoanalista.
– Encantado de conocerlo –repuse- Disculpe que no me saque la chistera. La he dejado en casa, ahora que me acuerdo, a pesar de que tales artículos no son gangas.
– Mi interés por usted es exclusivamente científico- argumentó el taumaturgo, chamán o comoquiera que se llame un druida como este- No soy periodista, amigo.
– Me quita un peso de encima- musité- No sabe usted lo que es tener siempre los flashes en los talones.
– Le invitaría a que, si le apetece, acudiese a mi consulta en el número 33 de la calle Belvedere, cerca de los Salesianos- solicitó el augur versado en la ciencia de Tages y en las anotaciones de Freud- Espero que acepte la cita. Tengo por costumbre, como canónico psicoanalista, de consultar a pacientes y charlar con amigos sobre un diván de terciopelo muy cómodo, en total intimidad y exclusiva confidencia como establece Hipócrates, el legislador de la Medicina.
– No tengo inconveniente en sentarme en ese diván, siempre y cuando sea para fines honestos, pues yo soy un sujeto decente, y no ando de casa en casa ofreciendo mi compañía carnal a cualquiera- declaré como un metodista de la escuela de John Wesley- Además, este niño está a mi cargo, y no debo darle malos ejemplos.
– Descuide, amigo- aseguró el caldeo- que mis dedos no tocarán el templo de su cuerpo.
Mientras conversaba de esta guisa con el alquimista, se me acercó un gentilhombre muy pintiparado, con profusa barba a lo Habsburgo y el tórax echado hacia adelante, pequeño de talla, aunque de talante impetuoso, como un militar. Y, haciendo una reverencia, me preguntó:
– Disculpe, ¿de qué país o región es usted embajador?
– Soy Embajador de la Cultura- repuse- uno de los países o regiones más pequeños que existen. Aún así, está destinado a ser el más grande, porque es el patrimonio de todas las naciones, el espíritu de todos los pueblos y el mensaje de todas las lenguas. La Palabra es la luz que lo comunica; quien crea en su virtud se salva, porque permanece en su virtud; y quien no, se condena, porque reniega de ella y nada de lo que funda permanece.
– ¿De quién ha recibido tal potestad, amigo?- me interrogó el diplomático- Yo la he recibido directamente de la Asamblea de las Naciones Unidas.
– Yo la he recibido –confesé- del Espíritu del Amor, que a través del relicario de mi corazón me la ha comunicado. Si no es suficiente autoridad esa, no hay otra que reconocerse pueda.
El diplomático se quedó confuso y corrido, pues su malvada pretensión era desacreditarme, e investigaba en su fuero interno todos los medios para lograr su cometido, ponderando los pros y los contras de sus trampas, procurando no caer él mismo en las que había urdido para otros. Como después de esta respuesta lo dejé in albis, se retiró buscando una ocasión más favorable, pues la maldad es terca y no retrocede hasta llevar a la ruina completa a la persona que le da asilo duradero en su interior. Marcelo se fijó en que había en la sala algunos invitados de raza negra provenientes de los países africanos, otros árabes con turbante y almalafa y mujeres con velo o burka.
– ¿Por qué hay tantos negros y moros?- preguntó Marcelo.
– Se trata de un ágape internacional – declaré- Es lógico que haya gentes de diferentes razas y etnias.
– ¿Por qué los negros son negros?- me interrogó el niño.
– Los negros, según la genealogía del Génesis – expliqué- proceden de los descendientes de Cam, hijo de Noé. Su piel es más oscura porque viven en regiones más cálidas, y su epidermis se protege con una capa de melanina que absorbe los rayos del sol y evita la producción de quemaduras. Su pelo es rizado, para liberar el calor de las partes que cubre.
– ¿Y los moros, por qué llevan esos sombreros tan abombados y las moras, por qué llevan pañuelos en la cara?- quiso saber el pequeño Diderot.
– Es sencilla la respuesta- repuse- Los sombreros árabes se denominan turbantes, y son así para aislar del sol la cabeza, de los beduinos, porque al ser de tela, dejan salir el calor y forman en su cavidad una cámara de aire fresco que refresca la temperatura corporal. Según la costumbre de las tribus nómadas del desierto, los hombres son polígamos para impedir que ninguna mujer quede sin marido y muera de hambre – pues el número de mujeres es mayor que el de hombres-. Esto provoca que las mujeres estén menos vigiladas y puedan ser infieles con más facilidad, produciendo anormalidad en la descendencia – por ejemplo, teniendo más hijos de los que pueden alimentar- Para evitar este problema, la capacidad de seducir a las mujeres se restringe tapándoles la cara, que es la parte del cuerpo más expresiva y la que engendra el deseo sexual, para evitar que cuando salen fuera del harén, sean solicitadas por otros hombres. La tradición del Génesis afirma que los árabes descienden de Ismael, un hijo que Abraham, patriarca de los hebreos, tuvo con su esclava egipcia Agar, antes de que naciera su hijo legítimo Isaac de su mujer Sara. Los árabes se instalaron en la península arábiga y se dedicaron al comercio y a la ganadería, pero vivían aislados los unos de los otros y sometidos al resto de los pueblos hasta que en el siglo VIII, Mahoma los unió en una sola nación mediante la religión musulmana del Corán, que es una refundición de la Ley de Moisés judía con el proyecto ecuménico del Cristianismo, proyecto que ellos denominan Yihad o Guerra Santa. La religión musulmana es monoteísta y muy influenciada por la judía – de la que procede el monoteísmo- pero hereda los errores del judaísmo fariseo, que no acepta al Mesías bajo la apariencia del Crucificado a causa de la misma soberbia que le hizo exclamar a Moisés: “Este pueblo tiene dura cerviz y honra a Dios con las palabras, pero su corazón está lejos de él”. Por esta razón, el pueblo musulmán es, al igual que el judío fariseo del Talmud, fanático y violento, irracional en sus costumbres anacrónicas e irreconciliable con el resto de las naciones. Su doctrina se basa en el temor y en la ignorancia, y no en el amor ni en la sabiduría. No obstante, su credo ha de ser respetado pues su seguimiento es una decisión libre de sus fieles, y la libertad del hombre vale tanto como el hombre mismo, aparte de qque será la persuasión y no la violencia la que los conducirá al camino correcto.
En estas pláticas y comidillas estábamos cuando se anunció el baile. Las damas se agitaron como un campo de narcisos a la brisa del atardecer. Cómo no, Strauss y “El Danubio Azul”, vals cancioneril, hicieron su debut. Tuve la fortuna de estrechar por la cintura a una mujer que tenía por oficio ser bella, era polaca y se llamaba Tania Walenska. Mientras yo la dirigía sacándole casi una cabeza, cuerpo y extremidades, ella estaba extasiada admirando los pelos tupidos – podría decir crines- que asomaban por el cuello abierto de mi camisa, y que daban idea de la profusidad capilar de mi interior, en la que corría el riesgo de enredarse cualquier moza. Mi pequeño gran pupilo, aquel conquistador en miniatura y Napoleón de bolsillo, no se daba abasto a abrazar damas, y como no le llegaba con la mano más que al glorioso término de la cintura, donde la espalda pierde su casto nombre y adopta el volumen y la consistencia del placer, gozaba el muchacho de lo que muchos hubieran codiciado para ellos, y además, sin sospecha de culpa, porque no alcanzaba a tocar más arriba. Fue una velada memorable, y antes de marcharme del salón, como buen cortesano que soy a veces, tomé una camelia blanca del suelo – de entre las que le habían arrojado a los violinistas- y se la regalé a mi pareja de baile, susurrándole al oído: “Si en otra ocasión coincidimos, ojalá sea antes de que esta flor se marchite”, por imitar los ademanes de La Traviata inspirada en “La dama de las camelias”. Con tanta pompa veníamos del ágape que se nos hizo mucho más duro que otras veces dormir prácticamente a la intemperie, esta vez bajo un puente en compañía de nuestros hermanos pobres, y la aridez de tal experiencia solo fue suavizada por el murmullo del Danubio que corría rumbo a Budapest, y que era hecho de la materia de nuestro sueño. Por la mañana fuimos al Belvedere, pasamos por la ópera donde se representaba “El Murciélago”, visitamos la basílica de Carlos Borromeo, vimos la Casa de las Mayólicas de Otto Wagner, pirueteamos por la Academia de Bellas Artes entre lienzos de Kokoschka y de Egon Schiele, paseamos por el Ring con sendas fustas de fresno y sendas chisteras a juego pertenecientes al ajuar del cobrador, y, por último, ya perdidos en el Santuario de los Libros, esto es, en la Biblioteca más bella del mundo o la Biblioteca del Belvedere de Hildebrandt, declinamos en el consultorio del doctor Schwanitz. La consulta se encontraba en un segundo piso sin ascensor – o mejor dicho, con un ascensor antediluviano que parecía una cesta de pesca sostenida por un hilo de araña anémica que no era quien de soportar mi enorme peso – al que accedimos por una escalera de caracol tan sinuosa que, para no marearnos ni arrojarnos desvanecidos por el hueco de la escalera, tuvimos que asirnos como áncoras al pasamanos de caoba. Al pulsar el timbre, una asistenta asustadiza gritó al confundirme con Frankenstein o con algún antiguo o moderno Prometeo, y yo me sorprendí de que aquella enfermerita se asustase de un ratón y no del elefante a quien servía, a aquel Doctor Faustus que practicaba su magia negra o de color en aquel laboratorio de alquimia, donde, de vez en cuando, las voces infernales de la materia manipulada se dejaban escuchar a través de los chismorreos de un loro verde que hacía monólogos desde su jaula colgada en la pared. El harúspice me salió al encuentro vestido de bata blanca como los médicos.
– Bienvenido, don Megalonio – me saludó- Lo aguardaba como a mi propia persona. Estuve toda la noche de ayer pensando en su venida.
– Tampoco es preciso exagerar la cortesía, hermano- confesé con la modestia de un Villaurrutia- En el término medio entre dos vicios está la virtud. Tal vez se hace muchas esperanzas y quizá no pueda este servidor satisfacer de una manera plena sus pretensiones.
– Disculpe si soy molesto- se justificó el psicoanalista- pero es que estoy especialmente entusiasmado con usted. ¡Su complexión tanto física como psíquica es tan interesante!
– Ya lo creo – confesé- Yo la llevo conmigo a todas partes, y no la cambiaría por nada del mundo.
– ¡Por favor, pase y póngase cómodo!- me invitó el anfitrión arrastrándome a la consulta.
– Trataré de hacerlo –musité.
Marcelo se quedó en la sala de espera entretenido con la enfermera, mientras yo descendía a los Avernos por la puerta de Cumas. Me sorprendí bastante al sentarme en el sofá de cuero pintado de caqui y contemplar frente a mí la majestuosa estatura de un esqueleto desnudo y descarnado que no me quitaba ojo de encima, y que estaba el mísero en los huesos.
– Es mi ayudante- me explicó el brujo- Le contaré su historia, para que se regocije un poco. Ese esqueleto pertenece a un criado de mi padre, se llamaba Ulrich y era su amo de llaves. Murió de infarto a causa del alto colesterol que tenía, pues aunque no lo parezca, era un auténtico tragaldabas. Le vendió a mi padre su esqueleto por un millón de marcos allá en el año setenta y nueve. Hizo un buen negocio, el pícaro. Ahora trabaja a tiempo completo en mi consulta. Miré por dónde, ha alcanzado la inmortalidad, él, que nunca profesó en ninguna religión ni se le vio en misa jamás, y no hizo otra cosa que comer y beber toda su vida. Le llamo “Eclesiastés” por el símil bíblico.
– Y para tanto comer y beber, tan flaco se quedó- argumenté- Bien dice la Escritura: “Acuérdate de tus postrimerías, y no pecarás”. Si hubiese reflexionado a tiempo, ahora estaría más ufano.
– Le hubiera llegado la hora igual que a todos – confesó aquel enterrador- El Necronomicón no falla.
– La hora es la misma para todos, pero la cita es diferente para cada cual –repuse- Cada cual recibe el pago de sus obras.
El que se vinculó a la carne, con la carne muere, y el que se vinculó al Espíritu, con él vivirá por siempre.
– No soy ducho en dogmas de fe- explicó el psicoanalista arrellanándose en su silla- Yo trato de hechos simplemente, y los hechos prueban la certeza de la muerte, la descomposición de los cadáveres y la desintegración de los organismos. Si usted cree, como los egipcios, en la entrada al Más Allá de la memoria colectiva, que es la única que puede dar la inmortalidad, bien está, pero todas esas fantasmadas del cielo, los infiernos, los purgatorios y los nimbos, déjelo para los supersticiosos y para los niños de teta.
– Le explicaré el error en el que se encuentra – hablé dispuesto a esclarecer dudas- La ciencia no tiene dominio sobre la metafísica ni sobre el reino de las causas, pues solo –y esto apenas- afecta a los hechos, que son perceptibles por cualquiera. La experiencia de los hechos fundamenta las leyes de la ciencia, pero como las conclusiones de un niño ante el comportamiento de un adulto son tales juicios que no ven más que la apariencia de las cosas. Por esta razón, la ciencia se puede comparar a la mitología o a los refraneros populares, que aciertan en lo inmanente, pero dejan de lado lo trascendente. Y las razones que ofrecen para explicar los hechos son irrisorias e insuficientes, como son las que ofrecen los mitos. La ciencia ve la ausencia de un organismo vivo en un cadáver, pero solo ve la ausencia, no puede explicar más que por flacas conjeturas la razón del hecho, y se queda a las puertas de la ultima ratio, como un niño se queda a las puertas del juicio de un adulto. Al contrario, la experiencia de vida que ofrecen las religiones formula una respuesta completa al problema de la existencia a partir del sentimiento o del amor, que va más allá de la sensación, porque establece certezas y no meras conjeturas que posibilitan el desarrollo pleno de la persona. Por medio del sentimiento o del amor –como por medio de la luz en el mundo sensible- se alcanza la comprensión del universo, que es llamada también felicidad, y que esclarece todo como si lo crease de la Nada, y es por eso que se denomina simbólicamente Creación, siendo el Creador el el amor o el sentimiento, identificado con el Ser General del que emanan todos los Seres Particulares, la Divinidad. Este amor permanece sobre todas las cosas y las justifica. Las cosas pasan, pero el amor queda, como queda la energía mientras muere la materia o el teatro de las formas. La Muerte, según esta verdad, es el paso de una forma a otra, conservando la energía. Es una metamorfosis, reencarnación o metempsicosis. Pero el espíritu, el alma o la energía, sostenidos en la sustancia de este amor, son inmortales, mientras las formas en el movimiento se suceden.
Si el esqueleto que me miraba estuviese dotado de vida, hubiese aplaudido aquellas razones, pero tal carcasa era solamente la huella de un éxodo glorioso, una miserable máscara de la que se había liberado su legítimo propietario. Era la mueca fósil de nuestra pobreza humana, que se reía irónicamente, con sus treinta y dos dientes, de nuestras falsas esperanzas puestas en los bienes del siglo. No obstante, con su silencio me enseñó más que pudieran haberlo hecho los siete sabios de Grecia, y su callado discurso me mostró el objeto de la vida y me desengañó de la vanidad de la riqueza material, que en tal estrechez se resumía. No quiso dejarme ir el psicoanalista sin hacerme un interrogatorio pormenorizado sobre mis vivencias de infancia y juventud, y yo le aseguré que eran las mismas que las suyas y las de todos los hombres, a saber: nacimiento, aprendizaje, enamoramiento jocoso en clave bufa, asentamiento de las ideas y partida sin equipaje en un futuro rumbo al pasado de la plenitud. Después pasó a Marcelo, que venía mohíno a causa de haberlo separado de la enfermera con la que venía contemporizando, y le hizo otras preguntitas a las que el niño respondió como un Vivier, meneando la cabeza de arriba a abajo para afirmar y de derecha a izquierda para negar.
– No hables con gestos – trató de convencer el chamán al angelito- Di algo.
– Déjese de tonterías y déme la piruleta – ordenó el enfant térrible como un Diocleciano.
– ¡Ah, perfecto, tenemos un estímulo! – exclamó el taumaturgo caldeo, casi a punto de hacer un conjuro- ¿Quieres la piruleta, niño astuto? Pues entonces responde a lo que te pregunto.
– Quiero la piruleta antes – declaró el microscópico Maquiavelo- Si no, no hay trato.
– ¿Habrase visto…?- se sorprendió el brujo- ¡Este niño sabe más que el diablo! Toma… Y ahora espero que respondas, impúber. ¿Con qué sueñas habitualmente?
– Con caramelos –respondió el niño.
– Y esos caramelos, ¿qué forma tienen?
– De caramelos.
– ¿Se parecen a lo que tienen los niños y niñas entre las piernas?- preguntó atrevidamente el doctor alquimista.
– ¡No! ¡Qué asco!- exclamó Marcelo mirando para mí- Eso está sucio. Es una porquería.
– ¿Y a qué se parecen entonces?
– Se parecen a los caramelos de la tienda.
– ¿ A qué tienda te refieres?
– A la de caramelos.
El interrogatorio se prolongó lo suficiente para que Marcelo obtuviese como botín una bolsa de piruletas, y una vez pagado el tributo a aquel “azote de Dios”, el psicoanalista se declaró rendido a los pies de la Inocencia, pues no podía sonsacarle a esta Dama del Lago los secretos de su oficio, como el mago Merlín no pudo hacer confesar sus mañas a la hechicera Bibiana.
Abandonado el consultorio, determinamos que ya habíamos hecho en Viena todo lo que hacerse puede, que era, a saber, pasear por el Ring, beberse un café con nata, acudir a un Congreso Internacional – más concurrido que el de 1815-, visitar los monumentos y obras de arte, dar qué decir en la Ópera – los compositores competirían más adelante por dedicarme un libreto-, dormir junto al Danubio, disfrutar de la bohemia de no tener un duro y acudir de visita a la casa de un charlatán.
– Nos queda París para acabar de correr la feria de vanidades – confesé como un Falstaff- Allí haremos juramento de dejar la sopa boba y dedicarnos exclusivamente a las obras pías, pues esta vida muelle que nos estamos dando, entre nata, azúcar y caramelos, es capaz de convertir al propio Aquiles en un perezoso de sofá.
Y tomamos el tren en dirección a París para proseguir el sarao antes de llevar a cabo nuestro propósito de enmienda.

22. DON MEGALONIO APRENDE A DECIR “OÚ LA LÁ” Y SU PUPILO ENTRA SÚBITAMENTE EN SU EDAD MOZA POR OBRA Y GRACIA DE BELLAS INSTITUTRICES, CON EL NO POCO DELEITE QUE SUPONE SER TESTIGO DE LAS ANDANZAS DE UN CÍCLOPE EN PARÍS

«Monstre enorme, effrayant, ingénu» escribe Baudelaire para referirse a la Belleza. Tanta es la satisfacción que experimenta el sabio historiador Literano al narrar por boca de su monstruoso protagonista esta gran monografía que Pluterco no se atrevió a acometer él solo, ni tampoco Flavio Josefo, ni tampoco Dionisio de Halicarnaso, que quisiera dejar la pluma o el bolígrafo, arma más aguda que la más aguda espada, y más detonadora que el explosivo más artillero, sobre la mesa, quieta e inerte, para poder recrearse «a solas y sin testigo» como confiesa Fray Luis de León, con los encantos de su modelo. «¡Pero no, no!» exclama este Hércules de las Letras, este Einstein de las metáforas, «¡No dejaré que el placer me prive de cumplir mi obligación de ofrecer al mundo un ejemplo de conducta que ponga a raya a los hombres, que admire a los jóvenes y sorprenda a los ancianos! Mi comida es mi deber, y mi bebida el ministerio de la palabra, el mejor de los ministerios. ¡Adelante, Cíclope Dandy, triunfa, allana los caminos, redondea las montañas, suaviza los desfiladeros! ¡Tuyo es el mundo, eres el único que puede comprenderlo y hacérselo comprender a toda criatura racional desde un escarabajo a un agente de Bolsa! ¡Por ti tomo la pluma, por ti madrugo y me quemo las cejas para hacerte un retrato digno, por ti paso vigilias y vigilancias, para que tu alma se manifieste entre los hombres como se merece!». Dicho esto, el infatigable Literano se sieta en su despacho como un escritor, no como un escriba, y aspirando el aire que le soplan las Musas desde la astenosfera, copia todo lo que oye, sin una letra de más ni de menos. Así prosigue el Cíclope:
– ¡A Lutecia vamos!- grité desde el vagón de nuestro tren de alta velocidad, que devoraba la vía con el ansia de alcanzar la Ciudad de los Sortilegios.
Si Zacharias Werner estuviese con nosotros, con lo buen dramaturgo que era, hubiese representado esta escena mejor de lo que yo la describo. Íbamos tan bien vestidos -pues contra la voluntad del cobrador vienés, nos habíamos alzado con fracs, chaleco, zapatos de charol brillante, chisteras y camisa de seda fina – que todo el mundo nos trataba con una deferencia sobrenatural, y hasta para mirarnos, parecía que sus pupilas se arrodillaban. El filósofo Demetrio dice que no hay mayor bien que la pobreza, y tiene toda la razón, pero como hay pocos sabios y los más son sabidillos a lo Barry Lyndon, pues la mayor parte de la gente prefiere la riqueza por ser más indiscreta. De la riqueza viene la industria, y también el diseño de la moda tan alabado por Nikolaus Pevsner, y la volubilidad del tiempo, y la soledad, el remordimiento y la tristeza. Pero sería de todo punto difícil que un Rothschild o un Disraeli se fueran a vivir, arrepentidos de sus excesos, al barril de Diógenes por el resto de sus días. Frente a nosotros iba un matrimonio que podría celebrar sus bodas de oro, porque la madurez afortunadamente los delataba. La mujer cuchicheaba al oído del homnbre, y el hombre callaba y soportaba pacientemente los murmullos, hasta que, ya saturado de información, replicaba: «Vale, vale; ya, ya», tosía un poco y miraba para el techo. Al lado de los que no tendría inconveniente en llamar Filemón y Baucis, un individuo solitario y observador anotaba algo en una libreta. Tanta fue la curiosidad que me acometió que le pregunté quién era.
– Mi nombre es José- me dijo tendiéndome la mano- José Saramago. Soy literato.
– ¡José Saramago!- exclamé- ¡Dichoso yo por haberlo visto! Es usted el espíritu de Portugal, de modo que de Pessoa a usted no hay un palmo. ¿Qué le trae por aquí?
– Voy a París -comentó- Estoy intentando dibujar su fisonomía en esta libreta, para escribir una novela cuando llegue a casa. ¡Nunca pensé que encontraría un protagonista tan cerca! ¡Vivir para ver!
– Disculpe, amigo- le informé- Es usted un mimado de las Nueve Hermanas, pero mi biografía está reserrvada a un noble historiador, así como la de mi hijo, que aquí me acompaña, y me pesa mucho de no poder satisfacer sus deseos.
– ¿Cómo pues?- se sorprendió el lusitano- ¿Se me habrá adelantado una tortuga?
– No es tortuga – respondí- sino uno de los más favorecidos varones que ha dado la cristiandad después de Gildosio y de Beda el Venerable.
– ¿Cuál es el nombre de ese relámpago?- preguntó don José.
– Literano es su nombre – repuse con solemne acento- destinado a ocupar los palcos más elevados de las bibliotecas.
– ¿Laterano?- pronunció en portugués- Se llama como el palacio de la Roma imperial. Nada bueno puede salir de tal sujeto que tiene el nombre de un palacio.
– Literano, que no Laterano, ilustre amigo- le corregí- No pronuncie como Viriato, sino como Escipión Emiliano.
– Bueno, pues entonces, si ese pícaro se me ha adelantado – confesó Don José- no hay nada que hacer. No está la Propiedad Intelectual, desde que Beaumarchais la propuso, como para plagiar textos ajenos, q por una coma que coincida con la de un pelón o pelona lo ponen a uno de revista. No basta con ser premio Nobel para que lo dejen en paz los envidiosos, aunque eso del premio Nobel, lo estimo yo tanto como la flor del cantueso.
– Alfred Nobel, el excelente dinamitero – comenté- no supo lo que hizo cuando instituyó ese galardón en su testamento, porque su intención era estimular las obras filantrópicas por la humanidad, y su espíritu acabó pervirtiéndose por la corrupción del lucro que no tiene nada que ver con las buenas obras. Por esa razón el gran escritor Jean Paul Sartre lo rechazó con valentía, pues su obra valía mucho más que todos los premios temporales , y no quería que una empresa le comprase aquello que no entendía. Las obras del espíritu están fuera del comercio de los hombres, y cuando se venden al mejor postor, se pervierten,porque dejan de tener un sentido universal para adquirir el sentido particular de una ganancia inmediata, y por treinta monedas de plata, se entrega la vida a la usurera muerte.
– Me parece muy bien lo que dice- confesó don José- Yo creo que apunté algo precido en mi «Ensayo sobre la lucidez». Me recuerda a Solzhenitsin, que ponía por encima de todo la independencia del artista, y sobre todo, del escritor. Pero resulta muy difícil resistir la tentación de aceptar un obsequio, y yo creo que el más íntegro siente esta debilidad.
– «No aceptes dones, que aún los prudentes ciegan» aconseja el Libro de los Proverbios – Los dones más valiosos son los inmateriales, y estos los concede Dios a quien quiere, como amor inteligente que es. Lo demás es basura que pudre el tiempo.
– Es verdad – respondió Don José- Pero, ¿quién puede resistir la tentación? Solo aquel que tiene a Dios por soberano y no a los diabólicos poderes del mundo. Es preciso ser santo para eso. Recientemente hablaba de las tentaciones en mi novela «Caín», que se centra en la personalidad del primer malvado y criminal según la Biblia, que asesinó a su hermano por envidia y se exilió de su tierra, que no le daba fruto alguno, para dedicarse al comercio y a la industria y edificar la ciudad de Enoc, llamada como su primogénito, y sembrar la codicia, madre de la volencia, que produciría el diluvio y la demolición de la Torre de Babel, que separó las lenguas de los hombres e introdujo las idolatrías que hoy abundan: la avaricia, la soberbia, la lujuria, la envidia, la ira, la pereza y la gula, es decir, los siete pecados capitales. Claro está que es una historia alegórica, pero todas las buenas historias son alegóricas, pues transmiten por medio de sus figuras un mensaje revelador para la vida de quien las lee o las escucha.
– Así pretendo que sea mi vida- confesé- si ese sabio monografista no se deja en el tintero ningún detalle de mis andanzas.
– No creo que se lo deje- comentó don José- porque según usted me lo describe, debe saber más que Matusalén.
– Matusalén es célebre por su longevidad- expliqué como un Menéndez Pidal- no expresamente por su sabiduría.
– Pero si la sabiduría la da la experiencia- coroboró Don José- con los 969 años que vivió ese hombre, ni la Sorbona ni Harward, ni Oxford ni Cambridge, ni Coímbra ni Salamanca, ni Bolonia ni Columbia, ni Tubunga ni Gotinga, ni Sydney ni la Patagonia pudieron darle tantas lecciones, y supongo que con tal bagaje no solo sería una lumbrera del camino, sino un león de las aulas. Por eso no me duele que me retrate en su obra, si afortunadamente lo decide, porque trazando mis facciones con el cálamo, me dejará padre, como dicen los mejicanos.
– Sí, usted déjese hacer -aseguré- que nos tonsurará bien a los dos. Y no solo a nosotros, porque también verterá en el papel las excelencias de este niño que me acompaña, el cual representa el mundo, tal como es, redondo, inocente y sin una arruga.
– ¿Cómo le llama a este niño?- me preguntó Don José.
– Me llamo Marcelo- respondió el aludido- Aunque soy pequeño, sé hablar mejor que muchos.
– Es mi lazarillo, ¿sabe?- le confesé a don José- Porque aunque usted no lo crea, soy ciego, lo que ocurre es que, por cariño a la Seguridad Social del ilustre Beveridge, no me declaro minusválido, pues con mi ceguera y todo, veo más que cuatro.
– ¿Quiere decir que no ve nada con ese ojo tan grande que tiene?- sesorprendió don José, mirándome de hito en hito- Pues le aseguro que es un ojo descomunal, y solo puedo compararlo, si no es impiedad confesarlo, con las pinturas simbólicas del ojo divino, llamado Providencia Universal.
– Ta, ta- repuse- No se me vaya por el camino de la idolatría, que soy hombre con pelo y miserias de delante y de atrás, ni se extasíe con evangelios apócrifos. Cíclope nací y cíclope soy, aunque le agradezco sobremanera la buena vista que tiene, tan contraria a la mía, para alabar a los amigos.
– Eso es cierto, no lo niego- confesó don José- Pero, con todo, su grandeza es nítida y evidente.
Con estas pláticas llegamos a París. Marcelo sentía ya hambre en su estómago, y mis tripas declamaban en todas las lenguas del orbe. Habíamos arribado en el área suburbana de Vitry, y ya el Sena nos saludaba con las voces de Verlaine, de Baudelaire, de Rimbaud, de Mallarmé, de Corbière, de Cros, de Verhaeren, de Claudel, de Victor Hugo, de Vigny, de Cocteau, de Breton, de Char, de Supervielle, de Aragon, de Lautreamont, de Éluard, de Apollinaire, de Celan, de Bataille, de Maeterlinck, de Laforgue, de Huysmans, de Moreás, de Leconte de Lisle, de Musset, de Gautier, de Barbey, de Lisle Adam, de Villon, de Céline, y de tantos otros poetas – muchos contemporáneos míos- que ahora no me vienen a la mente y que convierten a la Ciudad de los Sortilegios en el Parnaso de la Era Industrial. Tres siglos fueron la Edad de Oro de las Letras Europeas, el siglo XVI con el Renacimiento Italiano, el siglo XVII con el Barroco Español, y el siglo XIX con el Sturm und Drang alemán y con el Simbolismo francés. Pero estas épocas gloriosas no son nada en comparación con las venideras, y he aquí que en el siglo XXI empieza en tímido brote a consolidar un fuerte árbol, ante el que los cedros del Líbano de la Antigüedad se admirarán inclinando hacia el suelo sus frondosas copas.
¡París! ¡La capital y sus misterios! Los barrios por donde pululan los advenedizos y los veteranos, los mercaderes y los artistas, los perros y los gatos. ¡París, donde los carruseles son perennes, los cabarets no cierran nunca para quien paga lo que valen, donde en la noche la luna se asoma para ver pasar al caballero galán Gaspard de la Nuit! ¡Cuántos Rastignacs, cuántos Fréderic Moreau, cuántos Servien habrán gastado en veladas los capitales que les enviaban sus familias provincianas, como el hijo pródigo de la parábola, y habrán vuelto a sus casas con una mano detrás y otra delante para que no se les cayesen los pantalones remendados por sus falsas amantes! ¡Oú, la bohéme! Madrugar a las cuatro de la tarde, almorzar los restos de la cena de anoche – celebrada con las coristas del Moulin Rouge y con dos pintores cubistas- y salir a la calle con lo puesto – la gabardina colgada detrás de la puerta y los pantalones de pana que empiezan a desfigurarse-, para acudir al periódico, donde hay que escribir el artículo del día con la voz del director, para poder seguir cobrando tus veinte francos mensuales. ¡Oh París! Tus pisos de alquiler sin agua corriente, tus chinches calentándote la cama, tus paseos largos para confundir el hambre, tus largas conversaciones con las porteras de los edificios públicos -que tienen un mapamundi en la cabeza – , tus restaurantes baratos con vinos que saben a lejía, tus romances de novela con la Mona Lisa – así le llaman a la modista del sexto izquierda en un piso sin ascensor-, tus viajes por el Bosque de Bolonia para besar a hurtadillas a la chica fácil del otro día, tus siestas en las Tullerías para evitar que el casero te adose la factura de este mes, tus furtivas visitas a la Rue Dauphine – ¡los hombres jóvenes tienen sus necesidades, qué caray!-, tus flirteos editoriales con tu único amigo Poulet-Malassis… ¡Oh, París! ¿A quién no se le ha llenado la boca diciendo: «cuando yo caminaba por Montparnasse!» como si caminase por las nubes, «estando yo en el Campo de Marte», con la misma solemnidad que si fuese el camposanto, o «a las puertas de Nôtre Dame» pronunciando «Nôtre» con los labios en forma de pepinillo, sabiendo que no conoce París más que por las postales de su abuela paterna, que en paz descanse, donde aparece la silueta de la torre Eiffel besada por manchas amarillas de humedad? ¡Oh, ah! ¡Pero estas cosas, estos spleens, estas cursis confidencias, estas presunciones de miseria son capaces de hacer refinado a Clodoveo, y a Carlomagno, que no conoció la navaja de afeitar, un sibarita! ¿Qué harán de un monstruo como yo entonces? Lo convertirán sin duda en el capricho de las mujeres, en un vicio que no se atreven a confesar, en su secreto de almohada, en su perfume de pasión, en su pirulí de tocador. Bien dijo el rey Enrique IV, «París bien vale una misa». Si Luis XVI viviese, yo creo que hubiese dicho otro tanto después de coger en las manos su cabeza cortada – ¡como la de san Dionisio, hélas!- por la cuchilla impía y popular de la guillotina.
Así que prepárense, prepárense como espectadores de una varieté para ver al legendario cavernícola que le puso los pelos de punta a Ulises echándose colonia en los sobacos y manteca de cerdo detrás de las orejas, mirando con ese ojo tan suyo a las turistas y silbándoles un piropo con su voz campanuda, chapurreando galo como Benjamin Constant y echándose gomina sobre su cabeludo cuerpo para parecer más dinámico. Y prepárense también para ver a mi pupilo hecho un hombre por las enseñanzas de la vida que siempre llegan a su tiempo.
Voy a empezar a narrar casi como Balzac, con la voz suave que pone para contar un chisme. Salimos de Vitry- creo recordar- cuando sin decir el cielo esta boca es mía, se puso a llover con poca educación sobre nuestras cabezas.
– Mal nos recibe la Cité des Lumiéres- casi parafraseé a Rousseau- ¿Es esta la cortesía parisiense, recibir al huésped con un jarro de agua fría?
– No tenemos paraguas- aseveró Marcelo.
– Es la ironía de la vida- declaró don José- Llover sobre mojado. Pues aún así, tendré que coger el metro hasta mi hotel, en el Faubourg Saint Jacques. Lamento tener que despedirme de ustedes. Les dejo mi tarjeta, con mi dirección y teléfono, por si quieren seguir en contacto con este artesano de la caligrafía, en el mejor sentido de la palabra.
– Hágame caso- repuse- Venga con nosotros, que le queda más cerca la Academia Francesa. Queremos hacer una entrada digna de este infierno, y para ello necesitamos un guía, como Virgilio lo fue de Dante.
– Virgilio no precisa de Virgilios, hermano- me aseguró don José- Cuando salga de París, estoy seguro de que la ciudad será mejor que cuando entró.
– Si la ciudad persiste, seguro que sí- aseveré.
Nos despedimos del gran cronista lusitano, discípulo de Camoens y su melancolía, de Pessoa y su incertidumbre, de Eça de Queiroz y su pesimismo estratégico, de Castelo Branco y sus pasiones tardías, de Teixeira de Pascoaes y su telúrico sentimentalismo, de Torga y su soledad metafísica, de Ferreira y su existencialismo de hijo pródigo, de Almeida Garrett y su dulzura, de Gil Vicente y su alegría campesina, de Sá de Miranda y sus amorosos suspiros, de Quental y Braga y su renovación cultural, de Herculano y su erudición a lo Groussac, de Casais Monteiro y su entusiasmo social, de Castro, de Namora, de Dantas, de Melo y su gongorismo, de Resende, de la monja Alcoforado y sus “Cartas portuguesas”, de Ribeiro y la ternura de su “Menina e moça”, del padre Vieira y su oratoria mélica, de Sá Carneiro y su atrevida vanguardia, y de tantos otros que se me olvidan, y que allende el Atlántico, como Drummond de Andrade, Mario Quintana o Rafael Amado, continuaron en Brasil la cultura portuguesa, hecha de marítima saudade.
De Vitry al Faubourg San Victor ( o barrio de san Víctor) apenas hay para mí una zancada. Tomé a Marcelo en brazos, para que sus pies no tropezasen con las piedras, y hasta allí lo conduje mientras se abría ante mí la ciudad de los Doce Pares y del Emperador Carlomagno, cuyo heredero sería el belicoso Napoleón Bonaparte, vástago corso y, por el ánimo de adquirir Europa para sí, también corsario. El escudo de París es azul y rojo con un emblema latino que reza: “FLUCTUAT NEC MERGITUR” que recuerda a la célebre composición poética “Le bateau ivre” de Rimbaud, que es una fiel radiografía de la Ciudad de las Revoluciones. Los dos colores de París y de su Ayuntamiento recibieron la interpolación del blanco, símbolo de la monarquía, para configurar la bandera francesa, diseñada a imagen de la Escarapela Tricolor que Lafayette le hizo besar al inseguro y ejecutado rey Capeto Luis XVI, que como una reliquia la honró antes de pisotearla con sus botas absolutistas. El 14 de julio está inscrito en el bronce de la atmósfera que circunda la ciudad, y la Bastilla, la cárcel demolida, da voces todavía en cada corazón, voces que dicen LIBERTAD con todas las letras, LIBERTAD para el pobre, LIBERTAD para el triste, LIBERTAD para el solitario, LIBERTAD para el oprimido, LIBERTAD para el anciano, para la mujer, para el niño, para el hombre, LIBERTAD para todos y para cada uno, porque todos y cada uno somos hijos de su nombre. ¿De qué sirve el pan de la existencia si no se acompaña con el vino de la libertad y de la alegría? Sea nuestro pan la Palabra y nuestro vino el Canto de la Comunidad, el Amor o la Caridad, para que, renovando fuerzas para el camino, podamos subir al Monte de la Paz y de la Felicidad, de la Unión y de la Comprensión, que es el Dios que hacemos todos y el que a todos nos hace, el Dios que vence a la Muerte, a la Separación y a la Ausencia, a la Tristeza y al Mal. París, no invoco tu nombre en vano, no en vano rememoro la esclavitud demolida y sus cadenas rotas, no en vano hablo de 1789, de la sangre derramada por los derechos del hombre, por el Derecho del Hombre, no en vano quisiera escribir la crónica de tus Cinco Repúblicas, que podrían formar otras Décadas tan señaladas en moral cívica como las de Tito Livio, no en vano en alma y cuerpo acudo a visitarte, a contemplar el Arco de Triunfo de los valores que han hecho a Europa y al mundo. Esta libertad nacida aquí, ¿vamos a dejar que se pierda por el golpe de Estado del nuevo tirano que quiere decapitar al pueblo, por el capital que sale de las fábricas armado y que amenaza, como una bomba expansiva, como un átomo herido, con tragarse el trabajo de quienes asentaron los cimientos de la Patria Universal? ¿Serás, París, como la Roma que se prostituyó para los Césares que la pondrían en manos de los bárbaros hasta convertirla en abominación para el resto de los pueblos? Pero aún así, como Roma, serás siempre un símbolo, y si en la primera se asienta la Sede del Papado perseguido por el poder corrupto, en ti se asentará el archivo de las constituciones del mundo, y serás un monumento del buen gobierno, frente a la traición subterránea de las sociedades secretas. Así que a la Grève me voy, no a hacer huelga de hambre, que no es lo mío, pero sí a levantar el puño, como hacían los simpatizantes del Frente Popular, pues bien saben ustedes que nací hijo de obreros en la forja de mi padre, que era cíclope herrero.
¿Y cómo, a la altura de Nuestra Señora de París, cuna del célebre Quasimodo, que tanto a mí se parece, no recordar a Santa Genoveva, patrona de la ciudad? Me acuerdo como si fuera hoy de esa mujer valiente – que tendría su réplica en Juana de Arco- que animó al pueblo, allá por el 451, a resistir la invasión de los hunos. En su honor se levanta el Panteón con su cúpula que tanto admiraba Lautréamont, y que se convertiría en el relicario de las joyas de Francia. Los restos de esta encarnación de la libertad, las cenizas de su cadáver, serían arrojadas al Sena durante la Revolución por obra de sus mismos discípulos, que no reconocieron en ella a su maestra.
Pero regresemos a la Bastilla. Regresemos, que Marcelo quiere hacerme una pregunta:
– ¿Por qué se demolió la Bastilla?- me preguntó- Podrían haber aprovechado el edificio para otra cosa, pero tirarlo de más trabajo que construir otro nuevo.
– Es verdad- hube de reconocer- Pero si no lo hubiesen demolido, sería un permanente recuerdo de la tiranía para todos. Por eso, dicen las crónicas de París que el pueblo entero – el Tercer Estado del Antiguo Régimen- acudió en masa a la antigua cárcel y, dando libertad a los siete prisioneros que cumplían condena en ella, comenzó a arrancar con picos, martillos y punterolas las piedras de la estructura, a las que un cantero llamado Palloy dio forma del edificio demolido, como múltiples maquetas que se vendieron por Europa con fines propagandísticos.
– ¿Y el rey qué hizo?- preguntó el niño.
– El rey no hizo nada, porque poco se podía hacer, salvo esconderse en sus posesiones de Versalles y esperar a que pasase la tempestad –comenté- Aún así, de poco le valieron sus cautelas. La Convención Nacional – la Asamblea Legislativa, pues el Poder Judicial todavía pertenecía al Antiguo Régimen- se encargó de juzgar al rey y lo declaró responsable de delito de alta traición, al descubrirse su correspondencia con los enemigos. Se le aplicó la pena de muerte y se le guillotinó el 21 de enero de 1791. Un precursor suyo fue el rey de Inglaterra Carlos I, quien fue ejecutado en 1649 por traición al Parlamento.
– ¿Y por qué no les perdonaron?- preguntó el misericordioso pupilo mío.
– En otras épocas las penas eran más duras y gravosas y no existía el indulto más que en casos extremos –comenté- Como la sociedad era más inestable, resultaba necesario aumentar las penas para evitar la comisión de delitos. Sin embargo, a medida que la sociedad se estabiliza, se hace más pacífica por la ley y la cultura, y las penas se hacen menos gravosas.
Estábamos en Saint Antoine y los turistas se paseaban con sus caras burguesas y sus gafas de sol – ¡que a fe que en aquella estación no hacían falta!- mirándonos como si fuésemos estampas del Museo Carnavalet, y procurando fotografiarnos a hurtadillas. Aún llevábamos los fracs y las chisteras, pero de dormirnos y de tumbarnos con ellos, estaban más arrugados que la piel de la Sibila de Cumas.
– ¿Por qué nos mira todo el mundo?- preguntó Marcelo escolásticamente.
– Nos miran – repuse- porque somos atractivos y bellos, y agradables a la vista, admirados por los hombres y deseados por las mujeres.
– ¿No será por las arrugas del traje?- sospechó mi lazarillo.
– No creo –contesté- No hay cuero liso que a una arruga se compare. Y arrugas tan definidas como las nuestras pueden causar sensación – y es lógico que la causen- en París, desde los Campos Elíseos hasta las Tullerías.
– ¿Por qué las fachadas de los edificios son tan desiguales?- preguntó el niño- Parece que las han cortado a pico al borde de la carretera.
– Es que- repuse- no son todos los edificios de la misma época. No existe ningún plan de urbanismo, por muy exhaustivo que sea, que pueda frenar el crecimiento espontáneo de una ciudad. El diseño de una ciudad es ortogonal en sus inicios, para facilitar los accesos a las principales vías, pero a medida que la población de la región se incrementa – a consecuencia del aumento del nivel de vida con respecto a las zonas periféricas- el trazado se va haciendo más irregular – como es irregular la propia naturaleza del relieve- hasta desfigurar con sus ensanches el territorio ortogonal del casco antiguo. Es este un proceso natural y necesario, porque la geometría humana – como la medida del hombre- no es la medida de la naturaleza, y las previsiones del ser humano son limitadas, frente a las previsiones ilimitadas de la naturaleza sostenida por columnas divinas. Con las ciudades ocurre lo mismo que con las opiniones, las modas o las civilizaciones: una forma de vida es continuada hasta que ya no resulta rentable, porque la competencia humana es tan atroz en ese determinado territorio ideológico que engendra esclavitud en una clase social cada vez mayor, hasta que esa clase social, absorbiendo a la mayoría de la población, se rebela contra la minoría que la controla, destruyendo esa forma de vida y dispersando a la multitud por un territorio más amplio, engendrando otras nuevas formas de vida. Parece como si la primitiva forma de vida se reprodujese en otras nuevas, abarcando un territorio mayor. El ejemplo prototípico – hablando en términos europeos- es la ciudad de Roma. El nivel de vida romano llegó a alcanzar tales cumbres de bienestar que convirtió a la periferia de su influencia en un imperio o un dominio creciente. La población de la periferia competía por alcanzar el centro, y los habitantes de la ciudad se aprovecharon de esta demanda esclavizando a todos aquellos que anhelaban asimilarse a la forma de vida romana. Pero luego, ¿qué ocurrió? La población esclavizada fue tan grande que dominó a la privilegiada, y abolió el privilegio. Al hacerlo, abolió también la forma de vida romana, y la población se dispersó por todo el imperio, fundando nuevas ciudades y estados a semejanza de la Ciudad Madre, y fundando nuevas lenguas románicas a partir del latín. Roma se convirtió entonces en una ciudad simbólica, ya sin poder efectivo o temporal pero sí con poder ideológico o espiritual, como madre que era de todas las ciudades de Europa hijas suyas. Se convirtió en una ciudad-museo con una soberanía cultural, y pervive en el territorio de la memoria con imagen de virtud cívica a través de sus instituciones, que configuran con sus experimentadas fórmulas el Derecho del mundo entero.
A París le sucederá lo mismo que le sucedió a Roma: será llamada Madre de Ciudades, y símbolo perenne de la Unión Europa, porque ha sido la madre del liberalismo del nuevo Derecho formado a partir de las declaraciones de derechos individuales y sociales emanados directamente de la doctrina cristiana y de su moral universalizadora. ¡Bien puedes estar orgullosa, Roma, de la hija que te ha nacido, pues si toda la antigüedad converge en ti, toda la modernidad converge en ella! Madre e hija os desposaréis con el Pasado y con el Futuro, hasta que ambos sean una sola carne en el vínculo de vuestro parentesco.
– ¡Mira, padre, mira para esa capilla que se ve de frente!- exclamó Marcelo- ¡Tiene dos torres, y le salen unas patas de araña por los flancos! ¡Parece que se va a echar a correr, aunque bien sé que es de piedra y las piedras no se mueven, que sería ese mucho atrevimiento para las piedras!
– ¿Será posible, mequetrefe deslenguado – le grité cariñosamente al alumno de mis entrañas- que le llames capilla a la colosal e inconfundible catedral de Nuestra Señora de París? ¿Y cómo confundes con patas de araña a los arbotantes que sujetan el ábside, a esa prodigiosa obra de ingeniería que permite que la fachada no se derrumbe con el enorme peso de las bóvedas? ¿Dónde viste tú en tu pueblo, aunque sea Palermo, un edificio de tales dimensiones?
– ¿Es una catedral?- preguntó con ironía Marcelo- Es que como la veo de lejos, tal vez por eso la veo pequeña.
– No es pequeña más que en tu imaginación, muchacho –repuse- Esta catedral se terminó en la segunda mitad del siglo XII, y es un auténtico encaje de minucia y tracería para el vestido de luz de la Virgen. El exterior no es nada en comparación con el interior, morada de la transfigurada imagen de la Divinidad, el Verbo encarnado en la Ciudad de la Luz, que es el emblema de la Memoria, de la Salvación y de la Inteligencia. Hay tres estilos fundamentales en la arquitectura europea: el grecorromano o antiguo, el moderno emulado – románico y renacentista-, y el gótico o germánico, que podríamos denominar estilo medio. El grecorromano es el del arquitrabe y la bóveda empleando en basílicas y templos, que resume la imitación de la naturaleza egipcia humanizada por medio de los mitos griegos. El moderno emulado tiene dos fases diferenciadas: en la primera se emplean los modelos arquitectónicos del bajo imperio romano buscando la solidez de los edificios destinados a instalarse en lugares apartados de las grandes poblaciones como monasterios independientes – este es el estilo llamado propiamente románico-, y en la segunda se redescubren las posibilidades del urbanismo grecorromano y se imitan y perfeccionan – así nace el estilo renacentista, cuyas tres subfases son la imitadora purista, la barroca o desarrollada y la neoclásica o académico-geométrica. El modelo gótico se llama así en honor a los godos, el pueblo germánico culturalmente más avanzado llegado de Escandinavia Sur – la región de Gotland, de donde procede el célebre héroe Beowulf- y especialista en el trabajo del metal y de la orfebrería. El estilo gótico florece especialmente en la Edad Media, es un estilo idealista –a imagen del idealismo germánico- que motiva la espiritualidad. A partir de la reforma cisterciense de San Bernardo de Claraval, centrada más en la mística que en las relajadas costumbres del clero secular de Cluny – casi secularizado-, la arquitectura le concede una mayor importancia a la luz del sol –símbolo del Verbo Encarnado de Dios, que dice por su boca: “Yo soy la luz del mundo”- y se amplían los ventanales de los templos para permitir un mayor acceso de la luz al interior, ocultando las ventanas con preciosas vidrieras de colores que recrean la variedad de las formas del universo. El abad Suger de Saint-Denis es el principal promotor del estilo gótico, y su influencia se deja sentir en Citeaux –de donde procede el nombre de Císter-, en Molesmes, en Claraval, en Morimond, en Reims, Chartres, Amiens, Troyes, Laon, Soissons, Noyon, Beauvais, Meaux, Auxerre, Bourges, Blois, Ruán, Senlis, Tours, Le Mans y París. Esto ocurre durante el reinado de Luis VI. Más tarde, el estilo gótico se extiende por toda Europa. ¿No ves ese rosetón que descansa entre las dos torres lombardas? Pues es el símbolo de la Rosa Mística, que representa a la humanidad entera alrededor del centro divino, y aunque por fuera la ves oscura y tenebrosa, por dentro la luz la hace majestuosa dando vida a sus colores.
– ¿Y por qué tiene tres puertas en la fachada? ¿Y por qué tiene los arcos en escalera? – preguntó el niño.
– Te lo diré, si me prometes no llamarle capilla más a esta catedral de catedrales – declaré- Las tres puertas son el símbolo de la Trinidad Divina. Eso que llamas tú escalera son las arquivoltas, que sirven para no dejar la fachada cortada a pico – pues los muros son muy anchos- y para permitir que se puedan aprovechar los espacios para esculpir imágenes devotas. El gótico es el estilo de Francia, y fue revalorizado durante el movimiento romántico del siglo XIX, hasta tal punto que todos los edificios públicos procuraban imitar el gótico para hacerse más majestuosos. Prueba de lo que digo es la reconstrucción del Parlamento Británico de Londres, o la mismísima Torre Eiffel de esta ciudad, cuya estilizada figura – emblema, desde Delaunay, de toda vanguardia- reproduce la escuálida elevación del gótico.
Ya en el interior de la que Marcelo llamaba “capilla”, paseamos por las tres naves y deambulamos por la girola, después de rezar un rosario y una letanía en latín y galo. Le estaba comentando a mi pupilo las excelencias del Ars Nova del siglo XIII, el dinamismo grandilocuente de su música orgánica y la amplificación de los salmos como piropos a la Virgen – que representa a la Iglesia en cuyo vientre el Verbo se encarna-, de los himnos corales de Léonin y Pérotin –precursores del oratorio-, de la conversión de paganos y gentiles como Claudel y Huysmans al escuchar las trompetas sinfónicas del órgano, cuando he aquí que recordé que hacía por lo menos seis meses que no pasaba por el confesionario.
– Yo voy contigo- repuso el niño cuando le expliqué los pormenores de mi resolución- Si tú haces algo, yo quiero seguirte.
– Tú todavía no has hecho la primera comunión – inquirí- No tienes pecados que precisen de absolución ni de perdón, pues tu tierna edad aún no te ha hecho completamente libre para ser completamente responsable de tus decisiones.
– Pero lo que yo quiero- aseguró el niño- es saber de qué te confiesas. Tengo curiosidad por saberlo.
– Pues te informo, pequeño cortesano y chismoso de oficina y cotilla de pupitre, pariente de charlatanes y sacamuelas, de ociosos y quincalleros, de periodistas y correveidiles, de alcahuetes y chilladores – repuse- que el sacramento de la penitencia es secreto, y solo el sacerdote, vicario de Cristo, puede tener acceso a la confesión, por estar revestido de la dignidad del sacerdocio, que es la potestad de presidir actos sagrados. El hombre que quiere conocer los pecados de los demás para acusarlos de ellos en sociedad es un malvado y un sembrador de discordia, pues no pretende el bien común sino prosperar a base de perjudicar a los demás, perjudicándose de paso a sí mismo, pues sin los demás, él no es nada. Nuestra libertad reside en el secreto de nuestra conciencia. Si tuviéramos acceso a las conciencias ajenas, y las conciencias ajenas tuviesen acceso a la nuestra, ¿dónde estaría nuestra voluntad y determinación? No la tendríamos. No seríamos personas, y no siendo personas, no seríamos.
– Entonces, ¿debo quedarme esperando por ti en un banco mientras te confiesas?- preguntó el niño inocentemente.
– Así es- le dije- Y reza por mí, si por ti no lo precisas.
Dicho esto, acudí al confesionario que tenía la forma de una caseta de madera, me arrodillé junto a la rejilla de los laterales para que el presbítero no se espantase contemplando mi cara peluda que semejaba una de esas representaciones medievales del diablo que aparece en retablos y capiteles, o también – pues soy consciente de mi grotesco atractivo carnal- para que no tuviese la tentación de incurrir en pecado de solicitación por mi culpa. Después hice examen de conciencia con mucho cuidado, le conté anécdotas de mi vida en Sicilia, amoríos no del todo lícitos con cíclopes del sexo opuesto e intentos fallidos de consumar un furtivo acto conyugal – cosas juveniles y casi infantiles- con lestrigonas casadas, reyertas entre cíclopes de mi generación que pudieron acabar de forma cruenta si no llego a poner remedio, también conté el episodio de Venecia y la muerte de los cuarenta ladrones que se nos habían echado encima, y en fin, para no dilatar la cosa mucho, añadí algunos malos pensamientos que había tenido al presenciar de propia mano los comportamientos de los hombres de doble mirada. Me sorprendí de que por penitencia solo me adjudicase un padrenuestro y dos avemarías bien rezadas, con devoción y pensando en lo que decía. ¿ Qué penitencia le pondría a un asesino? “Lo que importa” me dije después, “es el arrepentimiento, porque las fórmulas sobran. Pero en el arrepentimiento tiene que haber dolor por el pecado cometido. De no ser así, ¿qué arrepentimiento sería ese?”. Hice lo propio y después, recé junto con Marcelo por la Catedral, para que continuase –como el corazón de la Virgen- velando por el destino de Europa para siempre.
No puedo menos, al contemplar la fachada del Salterio de la Virgen, que parafrasear a Víctor Hugo: “Todavía hoy la iglesia de Nuestra Señora de París continúa siendo un sublime y majestuoso monumento, pero por majestuoso que se haya conservado con el tiempo, no puede uno por menos de indignarse ante las degradaciones y mutilaciones de todo tipo que los hombres y el paso de los años han infligido a este venerable monumento, sin el menor respeto hacia Carlomagno que colocó su primera piedra, ni aun hacia Felipe Augusto que colocó la última”. ¿No será este edificio el liberalismo democrático – por más que se quiera atribuir a las sociedades secretas del crimen y el compás el mérito de tal beneficio, pues el árbol malo no produce frutos buenos- patrimonio de todas las edades y trofeo de la Unión Europea, cuyos acuerdos han logrado la paz octaviana del mundo? Y si su cuerpo pétreo se termina derrumbando por las injurias del tiempo – que son a pesar de todo nuestras aliadas- su alma de Concordia y Sana Razón seguirá intacta, resucitada en nuestros corazones.
– Te voy a llevar a un sitio que te encantará, pequeño Giuseppe Peano de la persuasión- le dije a Marcelo- Es un lugar de ensueño, el palacio vaporoso donde se esconde la corona de un rey. Si fuese a visitarla, el propio Zola, con su sarcasmo naturalista, comenzaría a narrar como Chrétien de Troyes.
Lo conduje con los ojos cerrados –imagínense a un ciego guiando a otro ciego, sobre todo si el guía es vistoso como una cordillera- hacia un lugar idílico lleno de turistas y paseantes que fotografiaban una cúpula que resultaba ser, nunca mejor dicho, una fotografía del cielo.
– Abre los ojos- le dije al niño.
Cuando cumplió mi prescripción, acarició la piel del asombro.
– ¿Dónde estoy?- preguntó.
– Estás en la Sainte Chapelle de París- repuse- Esta es la Fiesta de los Colores- la “Fête des Coleurs” como dice los franceses- edificada por Luis IX, San Luis, para albergar la corona del rey más grande de la tierra, cuya autoridad acatan todos los reyes y vivientes.
– ¿Quién es ese rey?- preguntó el infante- ¿Existe un rey así? ¿Puedo visitarlo?
– Por supuesto que existe y que puedes visitarlo – comenté- Te dará audiencia segura y, a diferencia de otros reyes, se alegrará al verte.
– ¿Está vivo entonces desde tiempos de San Luis?- se admiró el niño- ¡No puede ser! ¡Mi abuelo no llegó a vivir cien años, y ese rey, que es mayor que mi abuelo, está vivo todavía! ¿No me estarás engañando?
– ¿Cómo te va a engañar tu maestro, que quiere tu bien? – protesté como Descartes lo hubiera hecho ante Cristina de Suecia- Ese rey está vivo, y lo estará por los siglos de los siglos, pues es el único viviente no sujeto a la Muerte, a la que ha vencido la espada de su alma, como Excalibur, salida de la piedra del Ser. Todos los que en él confiamos somos sus protegidos, y no moriremos nunca, porque en él vivimos como él vive en nosotros. Mira – le dije señalando una vitrina en la que se veía una corona de espinas- ahí está su corona, el atributo de su poder, que es el dolor redimido de todos los hombres, y aunque parece a la vista pobre y oxidada por el maltrato, vale más ella que todas las riquezas y que todos los recursos naturales habidos y por haber.
– Eso que está detrás del cristal- y puso la yema de su dedo índice sobre él- que parece un trozo de alambrada, y ese clavo tan largo a su lado, ¿son los atributos de un rey?
– No solo de un rey- expliqué- Son atributos de toda condición humana. Lo que tú llamas “trozo de alambrada” es nada más y nada menos que la Corona de Espinas que le colocaron a Jesucristo sobre la cabeza, la cual no es de oro como la de los falsos monarcas que esclavizan a sus súbditos, es de hierro en representación del dolor que los seres humanos sienten ante la Muerte, con las espinas del sufrimiento provocado por las pasiones. Como las zarzas, las espinas hieren la piel fina del sentimiento y hacen sangrar no el cuerpo solo, también el alma, pero como las heridas del soldado que lucha en la guerra con valentía contra el enemigo son gloriosas, porque alcanzada la paz, dan testimonio de su valor y justifican su premio, así también las heridas del sufrimiento humano dignifican al hombre y lo hacen merecedor del amor que se le entrega. ¡Cuántas alambradas, aún las más recientes de los Campos de Concentración, hieren la piel del hombre! Pero todo será para bien, porque el final es suyo.
– ¿Dónde encontraron esa corona?- preguntó el niño.
– La encontraron en Tierra Santa, y fue un regalo que el emperador latino de Constantinopla, Balduino II, le hizo al rey de Francia Luis IX – respondí- Originariamente había encontrado esta reliquia la emperatriz Santa Elena, madre de Constantino, y la había llevado consigo a Constantinopla, la actual Estambul. Cuando los cruzados saquearon la Constantinopla Bizantina en 1203 y 1204 a causa de la intervención en un problema dinástico, entronizaron durante un tiempo a un emperador latino, concretamente francés, y de esta rama dinástica procede Balduino II. El rey Luis IX quiso construir un relicario digno de esta reliquia, el mayor relicario del mundo para la mayor reliquia del mundo. Así, junto al antiguo Palacio Real, este piadoso rey ordenó edificar la Santa Capilla, donde nos encontramos ahora – ¡esta sí es una capilla, tunante!- con más de veinte metros de altura y una Biblia escrita en sus vidrieras, que inundan el recinto de luz tamizada por el velo de sus colores. Fue construida en dos plantas, y si reparas en ello, en la primera planta donde nos encontramos no se aprecia otra cosa que cristal enmarcado en columnas, siendo el cristal el emblema del cuerpo celeste de Cristo, cuya transparencia coloreada de emociones permitió que la luz del Espíritu del Padre, el Ser y el Amor, llegara hasta nuestros oscuros corazones. Ahí, en el baldaquino de madera que ves al frente, se guardaba la mayor de las reliquias, que fue trasladada a esta vitrina para que los turistas y curiosos pudiesen apreciar su imagen en tres dimensiones, como debe ser. Durante la Edad Media se apreciaban excesivamente las reliquias y las ruinas de tiempos gloriosos, pues se tendía a idolatrar el pasado. Hoy en día deberíamos abandonar la superstición del objeto para atender exclusivamente a su significado, lo que le concede valor ante nosotros. ¡Pero, qué haces, no te metas ahí, ese es un antiguo pasadizo secreto que comunica con el palacio, no es para ti, muchacho!
Marcelo, como siempre, hurgaba pícaramente por doquier, y trasteaba a semejanza de un alquimista antiguo o de un químico moderno, buscando la receta de la piedra filosofal, de la quintaesencia o del elixir de la eterna juventud, que no es otra que vivir para los demás y para con uno mismo sin hacer caso de tonterías. Pero el Belcebú de aquel niño no se podía estar quieto, y le daba exactamente igual encontrarse en el cielo que el infierno, en una mansión que en una cabaña, en una iglesia que en un casino, y lo suyo en todas partes era meterse donde no lo llamaban para dar qué decir a toda criatura.
Ya en el restaurante de Saint Denis, sujetando entre los dientes las magras carnes de un pollo en guarnición, comentábamos el suceso con unos polacos. Eran dos escultores que habían venido a París a formarse. Uno de ellos parecía picado de viruelas, con la cara redonda y afeitada con cráteres como los de la luna, el otro era pálido y escuálido y tenía una risa contagiosa.
– Nos gusta escuchar a Chopin cuando estamos aquí- confesó el escuálido- y no hacemos otra cosa que ver por las tardes la película “Cenizas y diamantes”. Desde que vivimos en París, nos sentimos más polacos.
– Es lo propio cuando uno está en el extranjero añorar su tierra natal- comenté por mi parte- A mí también me viene a la mente el paisaje de Sicilia, sus trigales sin término, sus ganados esparcidos por la pradera, su sol mediterráneo.
– Luego, ¿es usted siciliano?- me preguntó el de los cráteres, guiñándole el ojo a mi amigo- Yo creía que era usted pariente de Gargantúa, con esos hombros tan anchos que tiene.
– Y no solo los hombros tengo anchos- repliqué- pero no desciendo del linaje de Gargantúa, sino del de Polifemo, el célebre cíclope de la Odisea, aquel al que Ulises privó de la vista, el sentido más sutil. De él he heredado el nombre y su desgracia, porque el que hereda los bienes, también por fuerza ha de heredar los males.
– Pues yo juraría- aseguró el poroso polaco- que con tal bizarro refinamiento como usted demuestra en los ensortijados bucles de su frente, bien podría ser el discreto Pantagruel, aunque más gana en discreción su gigantesca persona. ¿Y afirma que es ciego? Pues que me zurzan si me había dado cuenta hasta ahora.
– Las apariencias engañan – declaré- Este joven vándalo que me acompaña es mi egregio lazarillo, el nunca suficientemente alabado Marcelo, natural de Palermo.
Marcelo saludó con la vista altiva, como el indio Asoka.
– ¡Dichoso niño!- exclamó el escuálido- Debe saber más él que Joséphin Peladan, y será el niño mejor educado de cuantos existen. Teniendo por tutor a un hombre de palabra, como es usted, no habrá enigma que se le resista.
– Todo hará falta – confesé- porque el enemigo del hombre es persistente, y toma la apariencia de sus deseos para engañarlo con el disfraz de su propia carne. La educación ha de ser permanente durante toda la vida, pues esta es, como dijo el santo, una tentación constante, y una evaluación continua.
– Yo no tengo miedo a nada- se envalentonó el niño delante de los extranjeros- Nada es lo suficientemente peligroso para hacerme caer.
– Dices bien- repuse- Pero tú mismo puedes hacerte caer a ti mismo, y este es el enemigo al que has de temer, la parte débil de ti mismo – tus pasiones o anhelos- de los que se vale el enemigo para hacerte caer. El secreto del triunfo es hacer que la parte noble de ti mismo venza en tu corazón a la otra. La educación buena consiste en actualizar siempre las mismas enseñanzas recibidas, y perseverar en ellas sin dejarse seducir por novedades que son espejismos de la voluntad, los cuales solo sirven, como reflejos deslumbrantes, para confundir al débil y derrotarlo. Para lograr ese propósito, los buenos ejemplos y los modelos de conducta deben estar escritos a fuego sobre la frente, y resucitados por nuestra memoria, nos guiarán como faros a buen puerto, porque la vigilia trae consigo la prosperidad, y el sueño y la pereza, el fracaso y la miseria de no alcanzar lo que se pretende.
– Parece el propio San Dionisio hablando- comentó el de los cráteres, agrandados por su asombro- o tal vez Camille Desmoulins, pero no, que este es uno de los fanáticos revolucionarios sangrientos de L’ami du peuple, y los aforismos de este hombre – o quienquiera que fuere, dicho sea de paso- son remansos de paz para el alma.
Con la gaceta verbal de aquellos polacos y su mecha gárrula nos entretuvimos durante la comida. Antes de despedirse de nosotros, los esclavos del norte, jaguellones de trato y Estanislaos de cortesía, nos dieron la dirección de su común domicilio en Montmartre.
– Vengan a eso de las nueve de la noche por nuestra casa-taller – nos informó el escuálido, cuyo nombre era Jaremía Gierowski- Si vienen antes, estaremos ocupados con lienzos y tallas, ¿no es así, Nowosielski?
– Así es- dijo el de los cráteres- Se me antoja hacerle un busto a usted, amigo, y también a su hijo- dijo dirigiéndose a mí- Si logro trasladar su fisonomía a la piedra, no habrá abstracción que se le iguale.
– Les recomiendo que no se atrevan con la temeridad de mis facciones – aconsejé- No es la primera vez que un artista plástico se cruza de brazos y deja los ojos en blanco reconociendo la abdicación del Arte ante la majestad de mi monstruosa figura, como el rey Creso de Lidia abdicó ante Ciro de Persia cuando lo vio venir con todas sus fuerzas contra él. Ya me sucedió en Berlín con un retratista que maldice la hora en que detuvo su mirada en mi laberíntica faz, capaz de provocar que Teseo y el Minotauro se abracen consternados.
– Nosotros no somos retratistas ni fotógrafos- declaró Gierowski con la resolución de un Chagall- Sabemos lo que tenemos entre manos y no nos asustamos cuando debemos acometer una obra difícil, y cada obra nueva es un esfuerzo que comienza desde cero, como el vacío anterior a la Creación Bíblica. No somos copistas ni plagiarios de encargo, de esos que venden su habilidad y prostituyen su talento para agradar al cliente, como el grajo que se disfrazó de pavo real en la fábula apologética de la naturaleza, pues el final de los hipócritas es similar al del grajo de la citada fábula: verse despojado de sus plumas falsas y excluido de la República del Arte, que es como decir de la Gloria de los Justos o de la Felicidad de los Buenos, porque sus obras malas morirán como las secas hojas, y las nuestras reverdecerán por los siglos. Todo lo que se hace para uno muere, pero lo que se hace para los demás vive eternamente, porque se multiplica en el corazón de cada persona, que es una nota más del preludio del paraíso prometido de la plenitud amorosa en el seno del Dios del Sentimiento. Por amor a la obra bien hecha no nos importa soportar contratiempos, obstáculos, pobrezas, vigilias, sudores, incomprensiones, persecuciones de la opinión pública, malentendidos, acusaciones, menosprecios, burlas, insultos velados, ingratitudes, odios y recelos, porque mayor que nuestros obstáculos son nuestros objetivos, las Verdades del Ser Humano y el Sentido de su Vida, las cuales justifican nuestras dificultades. Hay dos clases de justos o de hombres buenos: aquellos que proyectan sus vidas en un objeto o artistas, y aquellos que proyectan sus vidas directamente en los demás. De los dos grupos, los segundos tienen mayor mérito porque sellan su obra con su sangre al poner su vida a disposición de los demás completamente; para los primeros, también hay parte de satisfacción personal y amor propio en lo que hacen, y el placer de ser reconocidos públicamente como hombres de talento, pero el significado de su obra es desarrollar el espíritu humano, y esta razón los convierte en justos e inmortales. Los hipócritas, para lograr sus miserables objetivos vanidosos, pobres e inmediatos que solo benefician a la parte aparente de su existencia que ha de morir para transformarse en otra y perder su identidad, se disfrazan de estas dos clases de hombres, como la cizaña entre el trigo, para cosechar la admiración de la gente y dominarla sometiéndola a sus intereses, pero como es diferente lo vivo de lo pintado, así estoa hipócritas son diferentes a los justos, y los imprevistos de la inteligencia natural descubren su disfraz, y los sepultan en un infierno de dolor y remordimiento eternos como llamas que los cercan, pues no pueden ver con buenos ojos la ascensión y la gloria eterna de los justos.
– Marcelo –dije casi al oído de mi pupilo- Lamento no tener a mano papel ni bolígrafo para escribir con letras de oro lo que acaba de decir este hombre, pero el sabio Literano hará lo propio para apuntarlo en sus manuscritos, y la imprenta hará otro tanto para difundirlo en cada casa, y aún en cada galaxia. No se apuren, excelentes amigos, que comeremos y beberemos, como hoy, donde ustedes coman y beban, fiando cuando nos pidan cuentas, pues fiando nosotros, no será descomedido que nos fíen, y nuestra fianza son los buenos principios, que dejan muy atrás a monedas y billetes.
Después de esta corta despedida, nos fuimos a visitar el cuadrilátero hueco del Louvre, con pirámide de cristal incluida, que si no era la de Keops, bien podría ser la de Maslow, un poco más baja y un poco menos elegante, como el positivismo con respecto al idealismo. Adormilados por las Arcadias de Poussin con música implícita de Vivaldi, estupefactos por el enigma de la Mona Lisa, relajados por el hedonismo de Rubens, contagiados del misticismo de Rembrandt, entusiasmados con la precisión de Cézanne precursora del simbolismo cubista y de la abstracción rusa, recorrimos el departamento de pintura, y al llegar al de escultura, estábamos presenciando el refinamiento burdo de Coysevox, Girardon y Puget, precursores de la rocalla de Luis XV, cuando un admirador de las anticuallas, uno de esos laudantes temporis acti, con unos anteojos descomunales que hacían juego con las desmesuradas monturas de las gafas de sol de su mujer, nos rodeó, nos cercó como el círculo de fuego protector de los hindúes – antecedente de la fumigación y de la esterilización con aerosoles- y nos gritó como un poseso:
– ¡No se muevan nunca de donde están! ¡Qué maravilla!
Marcelo fue el primero en contravenir la orden. Señaló con su dedo índice a aquel Sileno y comentó sin ninguna modalidad de vergüenza:
– ¡Tiene ojos de sapo! ¿Será pariente tuyo, padre?
– Baja el dedo, hijo- repuse- No es de buena educación señalar y menos confundir los linajes de los hombres, siendo tan distintos este hombre y yo como el fuego y el agua. Además, recuerda que estamos en un museo, y debemos mantener las formas por respeto a las buenas piezas que aquí se exhiben.
– ¡Oh, no hablen, por favor, no hablen!- ordenó entonces la mujer del anticuario como una momia recién salida del sarcófago con la cara descoyuntada por la admiración, gorgona o fetiche polinesio que casi nos vuelve en las piedras que mirábamos- Sigan en la posición que estaban antes- y extrayendo una cámara fotográfica digital de su bolso en forma de embutido nos apuntó con ella.
Mientras tanto, por si este fuera poco enredo, su marido delirante se arrodilló y comenzó a gatear por el pavimento como si pretendiese hacer un homenaje al materialismo de las leyes de Darwin, que a pesar de no ser más que observaciones fisiológicas, su mala interpretación por parte del vulgo ignorante derivó en la alucinación de la idolatría científica que posibilitó las hegelianas sandeces, nodrizas de los errores de Marx y Nietzsche, y del escepticismo juvenil de Kierkegaard. Ver a un señor entrado en años arrastrándose a cuatro patas alrededor de uno solo puede compararse con el disparate de dar crédito a las teorías que pretenden hacer de la ciencia una religión, y no queda otra que imaginarse al pueblo llano olvidando la verdad y adorando la figura de un ternero que pace hierba, de un becerro que no puede hablar y que es tan irracional como él.
– ¿ Se puede saber qué trata de hacer, buen hombre?- le pregunté al anticuario bestializado- ¿Tantos millones de años de evolución de nuestro barro cocido y usted vuelve otra vez a las andadas?
– ¡Qué grupo escultórico tan sublime!- exclamó el anticuario desde el suelo donde estaba – ¡Casilda, por favor, sácale una foto a esta escena: el monstruo y el niño! ¡Qué caprichoso! ¡Cuán estiloso! ¡Qué natural!
– ¿Le parece natural – dije- que salga usted hecho una fiera en la foto, como Nabucodonosor el babilonio, que según atestiguan las Sagradas Escrituras, se pasó siete años de su vida a cuatro patas, se dejó crecer el pelo y las uñas y vivía de la caza de conejos como una alimaña del campo? ¡Levántese de ahí, vergüenza del género humano, camine sobre los pies y no sobre las manos y sea una persona y no un reptil! ¿Qué ejemplo le da a este pupilo mío? Él creerá sin duda que todos los hombres – si juzga a la especie por el miembro que tiene delante- serán tan irracionales como las lombrices.
Casilda nos sacó unas trescientas fotografías. En la pinacoteca, los curiosos nos rodeaban como si fuésemos obras de arte, y aún comentaban la duda que les embargaba acerca de lo que había querido expresar el autor con un grupo escultórico viviente que acudía a visitar un museo. Que a uno le confundan con una obra de arte resulta bastante fastidioso. Entonces – solo entonces- comprendí las adversidades ciertas de aquella escultura de Pigmalión que compartió lecho con su hacedor. El fanático del anticuario y su mujer exagerada no se nos sacaban de encima, y querían hacerse fotografías en todas las poses imaginables con nosotros.
– Hasta ahí podíamos llegar – clamé entonces como un maestro de ceremonias- que los límites de la camaradería están en la decencia, y yo he sido y seré siempre un cíclope decente. Vayan, vayan por el mundo a satisfacer su intemperante lujuria, que ya no soy de esos que se prestan a exhibir sus dones sexuales a cualquiera para gozo y entretenimiento frívolo, pues el tamaño de mis miembros no se hizo para el pecado ni la nociva diversión, sino para la prolongación de mi linaje, que es un linaje de cíclopes castos.
Y, diciendo esto, con notable desprecio, tomé a Marcelo de la mano y me fui con él de allí después de sacudir el polvo de mis sandalias. “¡Dios mío!” pensaba, “Ni con todo el pelo que tengo y todas las cerdas que amurallan mis vergüenzas puedo librarme de seducir a algunos livianos. ¿Qué sería si fuese lampiño de cuerpo? Allí se me echarían encima todas las huestes de intemperantes que hay en el mundo”.
– Hijo mío- le dije a Marcelo- El frac roto nos ha abandonado y por esta razón nos suceden estas desgracias. A París hay que venir bien tapados. De no ser así, los ánimos se enardecen.
– Esos hombres eran unos horteras – declaró el niño- Parecían escarolas y repollos que hablaban, con esas pintas que lucían.
– ¿Dónde has aprendido esa palabra?- le pregunté.
– ¿Dónde ha aprendido tú todas las que dices?- me respondió.
– Tú eres más joven que yo- confesé con dificultad- Lógico parece que seas tú el que dé explicaciones.
– ¿No me dijiste tú que la prudencia no se mide con la edad, sino con la discra… la discru…? ¿Cómo le llamabas?
– La discreción – apunté
– Pues eso- continuó el niño- Pues yo soy discreto o, como se diga, y no tengo que dar parte de dónde aprendí a dónde dejé de aprender tal o cual palabra, porque la prudencia que tengo me las enseña todas, y no hay que andar en cuestiones sobre si tengo madurez o no para organizar mi vida y dirigir mi futuro.
– Pues has de saber que no es de prudentes insultar – comenté porque quien juzga a los demás será juzgado por ellos. Aquellos que no son prudentes son como enfermos del alma, y hay que tener lástima de ellos y no orgullo por tu parte.
Con estos consejos nos salimos de los seis departamentos de aquel bastión iniciado por Carlos V que en un tiempo fue pabellón de caza y que, después de ser residencia real hasta Luis XIV, se convirtió en museo con Luis XV. Recordaba las amplificaciones monumentales de Napoleón I y las galas y revivales de Napoleón III, los intentos de convertir a París, mediante las reformas de Hausmann, en la capital de las reliquias de Europa. La gloria de la Galia conquistada por Julio César, del gran territorio de los jinetes y de los caballos, de las viñas y de los fuertes en los bosques, se manifiesta en la delicada fisonomía de la población de los celtas parisi, donde la dinastía de los Capetos – que tienen por emblema la capa que partió San Martín con el pobre- instaló su Corte que acabaría educando con su liberalismo democrático a todas las naciones.
Pero vamos a Montmartre, donde, según tradición, fue sacrificado San Dionisio, el primer obispo de París, y donde el emperador merovingio Dagoberto fundó una ciudad que hasta 1860 no sería anexionada a la capital francesa. El “Monte de los Mártires” está custodiado por la abadía de Saint Martin-des-Champs, iniciada en el siglo XI. Allí, en una calle recoleta, cuyo nombre no diré, nos esperaban, en un ático frío empapelado de lienzos, esculturas y estufas, los dos artistas polacos. Nos recibieron en su pobreza como Heráclito el filósofo recibió a los huéspedes que venían a verlo, diciéndoles: “Pasen y vean. También aquí hay dioses”. ¡Y cómo si no los había! Obras de arte arropadas en el amplio manto de la pobreza, como el Redentor en el pesebre de la humildad humana, se arrimaban a las paredes húmedas y descascarilladas sustituyendo cualquier mobiliario.
– Estas sí que son perlas en el fango, Marcelo hijo- dije a mi pupilo- ¡Ah, codicia, lacra de la Humanidad! Cuando la muerte sorprende al artista en la miseria, el Louvre hereda sus obras y las exhibe con orgullo a todos los hombres. ¡Capital enterrador, capital asesino! Primero cavas la fosa de un hombre vivo y luego edificas un túmulo y lamentas su muerte. Los padres matan al artista y los hijos lo alaban. ¡Hipócritas! Esto testimoniará contra vosotros y os adjudicará lo que merecéis, una muerte sin término por todos aquellos a los que tratasteis de dar la muerte. Después de esta maldición pronunciada no sin tiempo, nos sentamos a la mesa a comer con Filemón y Baucis, digo con los dos artistas polacos, y compartimos como mejor pudimos un plato de lentejas y una hogaza de pan blanco.
– Disculpe, honrado y honroso Megalonio- me dijo en voz baja Gierowski- disculpe la austeridad de las viandas, porque le aseguro que si tuviéramos cordero lechal o pichones asados para comer, los compartiremos con tan célebres huéspedes.
– Eso bien lo creo yo, amigo- repuse- que las intenciones no se corresponden siempre con los hechos valorados según el criterio viciado de la mayoría de los hombres, pero más prefiero comer en esta santa casa un pedazo de pan que un buey entero en la mansión de un malvado. Solo puede compararse esta cena a la de los discípulos de Emaús del Evangelio, que ofrecieron a su Salvador la hogaza de pan que tenían, y este lo partió delante de ellos equitativamente, mostrando con este signo de justicia su condición divina. Millonario me siento cada vez que otro comparte su vida conmigo, y no hay mina de oro o de plata, pozo de petróleo o caverna de piedras preciosas que me haga sentir tan satisfecho.
Saciados ya de la comida, los dos artistas nos propusieron que les acompañásemos al cabaret para presenciar otros aspectos pintorescos de la bohemia parisiense. Acepté, aunque con la condición suspensiva de que desde el momento que la velada se convirtiese de repente en inmoral, nos levantaríamos y nos iríamos como catones contrariados. Así fue como dimos con nuestros cuerpos en el cabaret, como nos sentamos entre un público de gente ociosa y divertida en un palco con vistas inmejorables y como nos sumergimos en la atmósfera grotesca de un cancán. Cuando Marcelo vio la hilaridad de las coristas, sus atuendos económicos por lo escasos, sus plumas de pavo real a la espalda y sus gestos desenfadados, experimentó una llamada hasta entonces desconocida para él. Se exaltó de repente y se puso a gritar lo mismo que la mayoría del público masculino, interjecciones entusiasmadas que rozaban lo indecente. Cuando se espolea el caballo del instinto, ya por sí mismo alterado, este tiende a desbocarse y a no obedecer a las riendas que lo sujetan. Excitar el instinto es como despertar a un león cuya fiereza puede producir grandes estragos. La sexualidad es una parte del ser humano que tiene una utilidad beneficiosa, que es permitir la perpetuación de la sociedad y estrechar sus vínculos de unión. Pero si se pervierte para el mero entretenimiento placentero, se convierte en un vicio, que, como todos los vicios, es fuente de conflictos y de divisiones entre las personas. Por la tentación de la posesión de una herencia y de una mujer, tuvo lugar la guerra de Troya, que puede ser la madre de todas las guerras y conflictos del mundo. El instinto por sí solo nos hace animales irracionales, insociables y sometidos a la naturaleza de la materia que es la corrupción. La razón – cuyo producto es el sentimiento del Amor- nos permite comprender las cosas y estar por encima de ellas, más allá de la corrupción que les afecta y de hermanarnos unos con otros por medio del sentimiento que experimentamos, el cual es el mismo espíritu del Amor emanado de una voluntad desconocida a la que llamamos divinidad.
Hay un instante en la vida de toda persona en el que se descubre la capacidad sexual que coincide con la capacidad racional emancipada ya de toda tutela, y en este instante de pubertad el ser humano adquiere el don de su libertad. A partir de la recepción de este don, habrá siempre para la persona dos caminos: el que sigue la cordura racional y sentimental del amor y el que sigue la locura irracional e instintivamente el apetito. El racional es el camino más difícil, que conduce a la felicidad o bien, el irracional es el más fácil, la senda ancha que lleva a la insatisfacción, a la perdición o al mal. La libertad es inherentemente una responsabilidad. Elegir lo correcto es el sentido de la vida.
Y Marcelo, como pupilo mío que era, todavía no estaba preparado para elegir, aunque sentía los primeros acometimientos del salvaje instinto. ¡Oh dique entre la razón y el instinto, entre el cielo y la tierra creados en el principio de los tiempos de la memoria humana, firmamento que separa las dos corrientes de agua y los dos destinos, a la luz de la conciencia del primer día de la Creación o despertar de los sentidos! ¡Tú divides al hombre, separas su parte más noble de su extremo limitado de débil barro de apariencia! Esta separación nos produce dolor, pero es necesaria para que nuestro pobre yo en el tú infinito y anhelado se funda por medio del espíritu del amor, porque nuestra libertad tiene que desear, por medio de las adversidades que la prueban y la acrisolan, la patria amada de la felicidad, tierra prometida – no temporal, sino espiritual- que solo es posible siguiendo la senda estrecha de los enamorados sabios que despreciando una baratija a corto plazo, han alcanzado la victoria de un tesoro, de unos dividendos y de unas ganancias a plazo eterno.
Marcelo no estaba en estas todavía. Él se veía atraído hacia aquellas hijas de Eva que procuraban enseñar sus atractivos cuerpos, labrados por una mano maestra, a la concurrencia que celebraba tales sobresaltos. Los dos artistas polacos se habían perdido entre el gentío que gritaba a pleno pulmón, tal vez para admirar a sus anchas aquellas varietés, como discípulos fieles de Toulouse-Lautrec. En un descuido – creo que fue un estornudo- perdí el compás de la opereta “Orfeo en los infiernos” que a la sazón se estaba interpretando maravillosamente por un coro de ninfas perneantes, y Marcelo desapareció de repente de mi vista. Entonces sí que sentí miedo, ¡por primera vez en mi vida comencé a temblar y mis rodillas se entrechocaron pensando que pudiera pasarle algo a mi hijo adoptivo! El cíclope que no experimentara temor desde que nació allá en las entrañas de un volcán, que podría poner a una montaña debajo de su dedo meñique y aplastarla como si fuese de mantequilla, sintió un escalofrío recorriéndole el cuerpo velludo. Me levanté del asiento con rotunda preocupación y con la ceguera profunda de mi ojo cavernoso, comencé a buscar a Marcelo por todas partes. Recorrí las bambalinas, soplé en las candilejas, subí un escenario como una fiera que buscara una presa, ante las protestas del público y sus bramidos guturales y estomacales.
– ¡Marcelo! ¡Marcelo! ¿Dónde estás?- grité.
Mi voz resonó como una detonación en el recinto. Cuatro guardias de seguridad me salieron al encuentro. “Busco a mi hijo” le dije. Me indicaron que les siguiera a los camerinos de las coristas. Entré en una enorme sala que estaba rodeada de espejos y que hacía las veces de tocador de las actrices que salían después al escenario. ¡Allí se encontraba el pícaro, sentado sobre las piernas de una ligera de ropa, totalmente distraído con el brillo de sus ojos!
– ¡Marcelo! ¡Ingrato!- exclamé- ¿Cómo huiste de mi presencia y te fuiste de mi lado? ¿Sabes el susto que me diste cuando volví la vista y no te vi junto a mí?
– Estoy bien , padre – me respondió el niño- No debiste preocuparte por mí. Ya soy mayor y sé lo que me conviene.
– ¿Cómo vas a saberlo, incauto, si todavía estás empezando a vivir?- me escandalicé- Y usted, mujer sin juicio, qué hace con un menor sobre las rodillas?
– Oh, no se enfade- se disculpó la corista con un gesto sensual- Yo lo vigilo. Me estaba contando anécdotas de su vida con usted. ¡Es que a mí me enternecen tanto los niños! No lo puedo remediar, cuando veo a uno se me cae la baba.
– Pues no será la única a la que le suceda tal contratiempo – repuse como un censor de costumbres y como un puritano de las modas- Deje a ese niño donde estaba y no se ande detrás de lo que no es suyo.
– ¡Papá, no me estropees la conversación! – protestó Marcelo- Estoy muy entusiasmado con esta chica que acabo de conocer. Se llama Nanette y lleva trabajando aquí desde pequeña.
– Podría llamarse Naná sin mucha novedad –comenté con malicia- ¿Así que abandonas a tu padre por una chica que acabas de conocer solo porque es preciosa y sumamente agradable? ¡O tempora, o mores!
– Relájate, querido, que todas somos buenas aquí- me dijo una rubia de ojos garzos y labios como fresones estrechándome por la pilosa cintura del grosor de un obelisco- ¡Uy, qué hombros tan anchos, qué brazos tan musculosos, qué peludas espaldas!
– Noli me tangere- repuse sin mucha fuerza- Atrás, atrevida mujer, que no es para todas el dulce. Espero y deseo que el historiador que cuente mi historia censure la vehemencia de estas escenas. Todo el universo sabe que soy un cíclope honrado, y que nunca se me ha visto en siruación embarazosa.
– Claro que eres honrado, mi amor – reconoció la sirena besándome en el cuello- ¿Quién dice que no lo seas, mon chéri? Pero tienes que dejar que tu hijo se haga hombre, y para hacerse hombre precisa de las enseñanzas de una mujer. ¡Mon Dieu, qué sólido pecho y cuánto pelo que me hace cosquillas! ¡Me privan los hombres peludos y salvajes!
– A mí me gustan los gigantes y los hombres del gran talla – dijo una morena que era la sensualidad en persona, con su media melena a lo Coco Chanel echándome los brazos al cuello- ¿Dónde tienes tu punto débil?
– Hacedme un sitio, aprovechadas – comentó una pelirroja de Renoir que le abriría el apetito a más de uno- Dejadme que le acaricie los cabellos de la nuca, que me relaja. ¿Con qué derecho os apropiáis de un bien común? Es un interés social el beneficiarse de un sujeto que no necesita predicado.
– No os echéis todas encima, que lo vais a ahogar – recomendó una ninfa con unas caderas como arcos indios- y después no quedará nada para mí.
De tal modo, como un clavo activado de carga eléctrica, según las leyes de Faraday – que es el Moisés de la electrofísica- atrae las limaduras de hierro de tamaño inferior al suyo, así atraía mi organismo pronunciado a las mujeres que se aproximaban demasiado a mi campo magnético con una energía irresistible. Marcelo se reía al presenciar aquel fenómeno físico, pero yo, navegando en un piélago de miembros femeninos que amenazaba con absorberme, clamaba como un náufrago a las estrellas de los principios morales, que desde el firmamento de mi conciencia me gritaban “¡Alerta! ¡Cuidado!”.
– Vade retro, tentationes – dije al fin- Más sufrió San Antonio en el desierto de la Tebaida con semejantes súcubos, y resistió divinamente como cabía esperar de él. Pues qué, ¿he de descuidar la misión que justifica mi viaje para, despreciando al Creador que me la ha confiado, adorar en su nombre a sus bellas criaturas? No se dirá tal cosa mí, ni habrá crítico corto de entendederas, por muy envidioso que sea, que me pueda achacar un error que no me permanece. Comprendo la debilidad que sentís por mi desgarbada talla, queridas y graciosas mujeres, pero así como yo resisto la tentación de abrazaros, vosotras debéis hacer lo propio conmigo. Yo no puedo ser vuestro, porque estoy enamorado de otra.
– ¿Estás casado?- me preguntó una esbelta actriz de medias altas y un jazmín en la cabeza engalanada con un sedoso cabello negro.
– Sí- declaré- Soy esposo de la más bella mujer que ha existido y que existirá nunca.
– ¿Y está viva todavía?- rió con gracia la traviesa y casi bañista pelirroja.
– Está viva- respondí- y jamás me abandona. Mi corazón le pertenece por completo.
– Dinos quién es – me pidió la primera que me había besado – ¿No es ninguna de nosotras?
– No es ninguna de vosotras, dulces damas- repuse- Mi esposa, amante, amiga y maestra de la Verdad. Por ella nací, por ella tomé el camino que recorro, por ella he aprendido a amar a los hombres y a comprender la razón de la vida, y por ella he aprendido también a ser feliz y a hacer felices a los demás para que el reino de la justicia se manifieste al final de los tiempos, cuando la confusión de la apariencia se desvanezca y todo sea nítido y claro como la luz del sol.
– Esa mujer no está aquí, guapo- se atrevió a calumniarme la que había gozado del tacto de mis labios- Está muy, muy lejos de aquí… Y mientras tanto, ¿qué? ¿Te vas a perder la oportunidad de disfrutar del cuerpo que Dios te ha dado?
– Ella vive en mi corazón, y está siempre contigo- repuse como lo hubiera hecho un soldado que rechazase el soborno para servir a su bandera- Yo disfruto de sus promesas que se cumplen en cada cosa que hago y en cada tarea que emprendo. ¿Cómo traicionarla, si es el sentido de mi vida? So yo me tropezase en el tálamo nupcial con alguna de vosotras – acontecimiento que daría por muy probable de no ser por la fidelidad que me impide desencadenarlo- estaría renunciando a la misión de agrupar a todos los hombres, según el espíritu del primer valiente que tuvo el honor de ser imagen misma de Dios al derramar su sangre por nosotros, y para formar una familia pequeña y mortal renunciaría a formar la familia grande e inmortal de la humanidad entera. Fundar una familia temporal es una tarea honrosa y aconsejable, útil y necesaria para la sociedad y el individuo, pero fundar una familia espiritual la supera como el espíritu, no sujeto al tiempo, supera a la carne sometida a aquel. Mi familia son todos los hombres, engendrados por mediación de la esposa que persigo, la Verdad, de cuyos favores espero hacerme merecedor.
Con estas razones bien concertadas, y con algunos aforismos de La Rochefoucauld, convencí a mis pretendientas de que la pupila de mi ojo solitario y ciego se había fijado en otra chica. Como pude, arranqué a Marcelo de los brazos y piernas de su concubina inocente, y prometiéndole a cambio de lo que había perdido un angelito de chocolate, pronto olvidó a su amor furtivo. ¡Pícaro niño, Huckleberry Finn de la seducción! Con lo que trataba de unir sus belfos a los senos contundentes de su amada no parecía sino que quería mamar de ellos.
A la salida del local encontramos a los polacos, que nos condujeron a su domicilio para que pasásemos allí la noche. Pasamos la noche bajo el mismo techo, aunque sobre lechos separados como puede deducirse de la firmeza de mis propósitos, que si son contrarios a la unión carnal legítima y natural, cuánto más lo serán de las sodomías viciosas, ilegítimas y enfermizas.
Gabriel Marcel bien sabe que cuenta con un amigo de su pensamiento en Lutecia, y Anatole France aplaude mis intrigas bondadosas y mi megalomanía colosal, a la que un francés no dudaría en llamar napoleónica. ¡Cómo habrían olvidado los hijos de San Luis y alumnos de Sièyes y Mirabeau, de Rousseau, de Bossuet y de Fenélon incluir a un pesonaje de un glamour parecido al mío en su Roman de la Rose! No tengo ninguna duda de que mi vigor capilar fue parecido al de Roldán, al de Oliveros, al de Gaiferos, al de Dirlos, al de Montesinos, al de Reinaldos de Montalbán, al de Durandarte, al de Belardos, al de Celinos, al de don Beltrán, al de Galván o al de Merián, e incluso al del arzobispo Turpín- que no por ser clérigo sería menos piloso que cualquiera de los Doce Pares contemporáneos suyos- y a su protector el emperador Carlomagno, enemigo de navajas y cuchillas de afeitar como platónico y anti-ockaniano que era aún antes de que Ockham hubiera nacido. Mi figura sucedida en páginas picantes y misteriosas ilustraría folletines exagerados que dejarían muy atrás a Los Misterios de París, Las Amistades Peligrosas, Esplendor y miserias de las cortesanas, El dinero, Moralidades Legendarias, El misterio de María Roget, La Pimpinela Escarlata,Jane Eyre, Cumbres Borrascosas, Los Desarraigados, Los Miserables, Papá Goriot, La Fanfarlo, Cuentos Crueles, Manon Lescaut, Cyrano de Bergerac o Los Monederos Falsos.
Fourmillante cité,
cité pleine de rêves
¡Cuántas vidas han pasado por estas calles sombrías que han visto crecer al niño y envejecer al mozo! Parece que al caminar por París siempre nos da la impresión de haber estado antes allí. Reminiscencias son del recuerdo, pues la vida no es otra cosa que el recuerdo de la emoción amorosa del Tiempo.
Estando en las Tullerías contemplando las hojas caídas de los árboles desnudos y líricos como las sonatas de Bradomín o los scherzos de Proust, dije a mi pupilo:
– Muchacho, el exilio del Tiempo hace meditar al hombre. La vida es una huida hacia un futuro presentido. El mundo se desviste de ropajes, se desnuda de apariencias y deposita el tesoro del Sentimiento en el alma, que es la Conciencia. La vida es como un río, decía Apollinaire, un río que pasa mientras nosotros quedamos.
– ¿Qué es lo que pasa o deja de pasar?- me interrogó el niño- Yo lo veo todo como siempre.
– Aún eres demasiado joven para saber escuchar el paso del tiempo, su tránsito hacia la Tierra Prometida de la Memoria –sentencié- Este jardín metafísico, por donde el Pensador de Rodin paseó como nosotros paseamos ahora, conoció épocas y modas muy diferentes: monarcas y cortesanos con sus séquitos, abates y prestes con sus Biblias, señoritas casaderas con sus pretendientes y señoras casadas con sus maridos y amantes, revolucionarios con sus carmañolas entonando el Ça ira y La Marsellesa, ejércitos sitiadores en guerra, niños como tú con sus cuidadores, mendigos como ese que está acostado sobre el banco – y señalé un asiento bajo un tilo donde un indigente alumno de Diógenes o de Antístenes estaba acostado con la boina sobre la cara para taparse del sol- y, en definitiva, tantas generaciones como estas hojas que caen sin tregua como campanadas lentas que miden cada paso que damos hasta el tránsito definitivo hacia las moradas eternas, cuyo símil – pues los conceptos del espíritu precisan de símiles para ser expresados- es la memoria y su monte elevado donde amanece y se pone el sol de la razón cada día.
– ¿Las Tullerías vieron nacer y morir a tanta gente?- preguntó Marcelo.
– Y todavía a más de la que te imaginas –declaré- pues la imaginación tiene sus límites, y su velocidad es menor que la del agua fluyente del río de la vida. Aquí hubo en los tiempos de Catalina de Médicis un palacio, y en el diseño de los jardines por los que caminamos trabajó el ingeniero André Le Nôtre, tan ingenioso como Arquímedes.
– ¿Y qué fue de ese palacio?- quiso saber Marcelo- Porque yo no he visto ni una sola piedra de él, y siendo como dices un palacio, debía de tener muchas.
– Muchas tenía, en efecto- asentí- pero ninguna quedó para dar testimonio de su procedencia. El palacio fue incendiado en 1871 y demolido en 1882. La Revolución de la Comuna terminó con él. ¡Ah, Lamartine, no eres en vano melancólico! ¡Ni tú tampoco, Gerard de Nerval!
– Cuéntame cómo fue- quiso saber Marcelo.
– Para ello tendría que contarte la historia de Francia desde la Revolución de 1789 hasta la República Actual –confesé.
– Pues hazlo- me ordenó el pequeño Condillac- pero resume los hechos y cuenta solo lo esencial, como si fuese una obra épica. No hagas como los historiadores romanos, que por querer contarlo todo se enrollan como persianas.
– ¿Cómo sabes tú cómo cuentan las historias romanos y griegos?- me sorprendí.
– Porque un día, mientras estábamos en la Biblioteca de Milán, tomé un libro en la mano que se llamaba “Historias romanas” de un tal Bribón Casio.
– Dión Casio- le corregí- Dión, no Bribón, que la diferencia es muy grande.
– Pues eso- continuó el niño- y para contar un cuento simple, daba vueltas y más vueltas a lo mismo y terminaba como había empezado.
– Trataré de seguir otro ejemplo que el de Dión Casio- le aseguré a mi asustado oyente- Pero tal vez tú interpretaste mal las palabras del historiador, porque eres muy niño y aún no conoces las técnicas de la narración.
– No interpreté mal, no- aseguró con inocente simpleza el lectorcito- que aún me acuerdo de algo. Se ponía el tal Bribón a hablar de un tipo que se llamaba Septimio Severo y contaba que cuando había nacido brillaban no sé cuántas estrellas en el cielo y que había empezado a llover sangre, y después se ponía a contar tonterías del Septimio ese: que si tenía un lunar en no sé dónde, que si tenía un remolino de pelo en el cogote… No le faltaba sino decir qué forma tenían sus excrementos.
– Ese “tipo”, ese Septimio Severo al que te refieres era un emperador de Roma- aseguré- y las anécdotas que cuenta son los prodigios que anteceden a su nacimiento, porque los pueblos gentiles como el romano anterior al Cristianismo eran supersticiosos y desconfiaban de cualquier extravagancia natural para explicar y temer un cambio político.
– Pues eso no lo dijo el Bribón en las siete páginas que leí- declaró el niño- Mucho hablar de lo que no importa, para dejar de decir lo más importante.
– Tranquilo- lo sosegué- Te prometo ser tan claro como Michelet y no tan confuso como Lévi-Strauss y tan breve como Augusto Monterroso, que en una sola frase resumió un cuento. Pues bien: In illo tempore, durante el reinado de Luis XVI, la progresiva urbanización de la sociedad y las consiguientes revoluciones científica e industrial produjeron tales cambios en la forma de vida, que el Antiguo Régimen de los Estamentos Privilegiados de la Edad Media – clérigos y militares cuya protección al pueblo llano les daba derechos sobre ellos hasta el punto de exigirles un servicio constante a cambio del usufructo sobre sus tierras- dejó de ser efectivo, y el pueblo llano, enriquecido a causa del comercio, comenzó a exigir derechos de propiedad que aboliesen los privilegios de la nobleza y del clero beneficiado de su influencia social. La negativa al reconocimiento de estos derechos originó la Revolución de 1789, en el curso de la cual el monarca Luis XVI fue ejecutado por traición a la patria. Napoleón, un general inteligente e intrépido, prometiendo la centralización del poder y el reconocimiento de los nuevos derechos, se hizo gobernante de Francia y su genio militar le permitió conquistar a la Europa que contra Francia y sus ideas combatía, pero su ambición desencadenó su derrota en 1815. La monarquía antigua fue restablecida, y se hicieron concesiones a los nuevos derechos sin llegar a reconocerlos plenamente. El monarca Carlos X quiso volver al Antiguo Régimen y fue obligado a abdicar en 1830. Se puso entonces a un sucesor de la rama de Orleans, a Luis Felipe, en el trono, pero la situación de los trabajadores de las fábricas, quienes reclamaban sus derechos frente a los empresarios titulares de las fábricas en que trabajaban – que se comportaban del mismo modo abusivo que sus antepasados los nobles- desencadenó una intervención armada en 1848 y la proclamación de la Segunda República que fue tan efímera como la primera, pues un sucesor de Napoleón, el cual se hizo llamar Napoleón III, después de ser elegido Presidente de la República, dio un golpe de Estado en 1850. Su tiranía terminó hasta que en 1870 fue derrotado por Alemania en la batalla de Sedán, y tras lo cual, debilitado políticamente, se retiró. De 1870 a 1871 se instauró en Francia una especie de gobierno revolucionario denominado Comuna de París. En 1871 se abolió la Comuna y se preparó un nuevo gobierno republicano, aprobando en 1876 la constitución de la Tercera República. La Segunda Guerra Mundial – originada a causa de la resolución abusiva de la Primera, cuyos antecedentes fueron la lucha por el reparto colonial del mundo- destrozó la frágil cohesión de Europa y las tropas totalitarias entraron en París en 1940, anexionándose la mitad de Francia. Ya reprimida la ocupación, la debilidad política de la Cámara Legislativa ante la enfermedad totalitaria que había surgido como alternativa al Comunismo Ruso, hizo necesaria la creación de una segunda cámara con el fin de reforzar la autoridad del primero de los poderes públicos. Para promover esta reforma esencial, se aprobó una nueva Constitución en 1946 que instauró la IV República. Resuelta ya la Guerra Europea y creada la Organización de las Naciones Unidas, se asentaron los principios del Derecho Internacional que había anunciado Hugo Grocio, y la cuestión del colonialismo industrial y del imperialismo comercial de Europa concluyó ante la presión social de los territorios conquistados por recuperar su identidad nacional y su libertad política. A causa de esta necesidad se aprobó en 1958 – tras un alzamiento militar en Argelia- una nueva Constitución que garantizaba la independencia de las colonias y la cooperación pacífica con ellas, siguiendo los postulados de Gran Bretaña. Así nació la V República, que permaneció hasta la actualidad como organización política. La pervivencia del Comunismo Ruso hasta 1989 provocó la división del mundo en dos zonas de influencia –la capitalista presidida por Estados Unidos y la comunista promovida por la Federación Soviética- que originó conflictos como el de Cuba, Vietnam y Corea, caracterizados por su crueldad y falta de lógica y de diplomacia. El Presidente de la República Francesa, el general De Gaulle, antiguo héroe de guerra, desarrollaba una política afín a estos conflictos con el desencanto patente de la intelectualidad de formación en su mayoría universitaria, hasta que en mayo de 1968 una huelga de intelectuales presidida por Jean Paul Sartre, provocó la caída del general y anunció el final del Comunismo Soviético. Esta fue la última gran revolución de Francia, caracterizada por su defensa de las libertades políticas y de los Derechos del Hombre reconocidos por el liberalismo frente a los abusos del imperialismo económico estadounidense y del totalitarismo soviético. En la actualidad, Europa está unida económica y políticamente en los prolegómenos del siglo XXI. La Unión Europea tiene por fundamento la Declaración Fundamental de Derechos Individuales o de Propiedad y Sociales o de Participación Económica consagrada por el Liberalismo Ilustrado, la cual tiene por referencia la doctrina de la Caridad Cristiana. Si los excesos de la industrialización y sus desequilibrios sociales y poblacionales –éxodo rural masivo y concentración demográfica en los núcleos urbanos, tasa de paro elevada a causa de la insostenible política del bienestar, contaminación de los recursos naturales y disminución de su valor económico a consecuencia de los vertidos industriales, crisis de valores debido a la instauración tecnolátrica del ritmo industrial- no consiguen deteriorar estos principios políticos de los que emanan las leyes, la estabilidad social reinará en Europa y en el mundo. Ahora bien, si la estabilidad social no se mantiene – pues cada persona es libre naturalmente para obrar el bien y el mal según su decisión, y mientras el mal exista, generará confusión y división entre los hombres- su castigo será también una enseñanza para los malvados y una prueba para los buenos, pues el mal existe en el mundo para probar en fidelidad a quienes se han de salvar como héroes de la memoria para justificar al resto por medio de su amor fraterno, que da unidad y sentido a todo.
– ¿Esa es la historia de París?- se sorprendió Marcelo- Me parece mucho más fácil de comprender y de asimilar que las perífrasis de ese Bribón Romano. Por lo menos no te paras a contar la vida privada de ningún tío, sea don Fulano o don Mengano hijo de Perengano, que no viene al caso, y te quedas en lo esencial, desviándote de lo superfluo.
– Todo aquel que cuenta una historia, sea real o ficticia –repuse- tiene que huir de la garrulería y del laconismo, de la prolijidad y de la estrechez expresiva. Estos son los dos escollos y extremos de los cuales, como de Escila y Caribdis los navegantes griegos, han de apartarse los buenos narradores. En el justo medio entre dos montañas, en el lecho del valle de la Virtud, discurre el río del movimiento, del tiempo y de la vida – y también, todo hay que decirlo, de la historia y sus hechos narrados por la memoria-.
Mientras hablábamos nos perdíamos como filósofos peripatéticos en los senderos de las Tullerías, en los artículos de razón del Jardín del Conocimiento. Como sucede en las novelas de Frapié, las más pequeñas cosas constituían claraboyas para descubrir la medida de las grandes. Me fijé en una pareja de jóvenes que, enlazados el uno al otro, miraban al cielo y hacían planes de futuro confundiendo su pensamiento con el vuelo de los grajos, los estorninos, los gorriones, las palomas y las urracas que pintaban el estuco del cielo vestido de gris. La escena era digna de un Degas o de un Seurat, por lo bien que resumía el vínculo que inaugura, tímidamente, el principio motor de la familia y de la sociedad. Tengo que resumir en una escena teatral el encuentro de los dos jóvenes de sexo opuesto, cuya complicidad carnal figura la complicidad espiritual del Creador con sus Criaturas, expresada fielmente en el Poema del Cantar de los Cantares:
ÉL (Besándola): Mañana tengo que trabajar.
ELLA (Abrazándolo): Yo también. ¿ Has pensado en lo que te he dicho?
ÉL (Apartándose un poco): Todavía es muy pronto.
ELLA (Sonriendo): Lo necesitamos.
ÉL (Volviéndola a besar): ¿No estamos bien así?
ELLA (Preocupándose): Quiero hacerlo.
ÉL (Consintiendo): Está bien, pero dame algún tiempo para asimilarlo.
Esta escena se repetía cada primavera como renovación del lenguaje, y también en otoño las parejas se preparaban concertadamente para abrir un camino a la nueva vida. Por los jardines también paseaban los solitarios meditabundos, de cuyas meditaciones brota la repentina fuente de la Idea como el destello de una farola en la noche del temor y de la duda. Caminaban olfateando las alturas los poetas, los ebrios dialogaban con su botella y en cada beso que le daban a su amante de cristal saboreaban un trago de alegría, se arrimaban al sol los ancianos para calentar sus huesos resfriados, los artistas paseaban con las manos en los bolsillos del pantalón y miraban para todo como si lo viesen por vez primera, los niños jugaban y gritaban como jilgueros alrededor de sus cuidadoras con los labios recién pintados y una mano de colorete en los pómulos como reclamo para algún adinerado petimetre deseoso de juerga fácil, las amas de casa y las trabajadoras del sector secundario se sentaban en los bancos suspirando y extendiendo los brazos, los negociantes y empresarios y los viajantes de comercio y los agentes y comisionistas, con el teléfono celular como una harpía escupiéndoles en el oído – tristes Fineos financieros- avanzaban imprecando y maldiciendo, maldiciendo e imprecando. Allá se veía un médico con anteojos y maletín hablando solo con un paciente imaginario, allí un funcionario del Ministerio se fumaba un cigarro a escondidas, en torno a los árboles cuchicheaban los turistas extranjeros palabras malsonantes en francés y reían sin cesar.
Un mirón de unos sesenta años, con un brillo juvenil en los ojos todavía, se detuvo repentinamente frente a nosotros y alteró sus facciones con sorpresa. Me acerqué a él, pues en su discreta fisonomía reconocí al autor de “La doble muerte del profesor Dupont” y de “El laberinto”, al fiel y conciso novelista Alain Robbe-Grillet. Me preguntó quién era y qué hacía en París. Yo le conté mi historia y grandes rasgos y le confesé que merced a mi biógrafo el cronista Literano, incansable y bondadoso, Sansón de la pluma y Salomón del ingenio, muy pronto conocería mi vida como la palma de su mano. Le presenté a Marcelo, que le pareció un papa niño, y después de hablar con él, me confesó que tenía más conocimientos que los que van a la escuela como aplicados liliputienses, y que no existía – según su criterio- tan buen plan de estudio académico como el de un velludo preceptor y mentor de un solo ojo a imagen y semejanza del que le hablaba.
– Estoy paseando por este inmenso jardín de las Tullerías- le expliqué- como si fuese el Jardín de la Historia, de cuyos símbolos se alimenta el entendimiento para edificar la patria de su lógica.
– Lo mismo hago yo- dijo el novelista sin dejar de observarlo todo- Quisiera retener cada objeto que miro para colocarlo en un lugar de mi memoria que me permita resucitarlo más tarde en todo el esplendor de la ficción, la realidad verdadera encarnada en nosotros.
– Magnífica idea- repuse- Así se descubre el Sentimiento que nos va iluminando por dentro, en la caverna de la mente, hasta crearnos de nuevo como plenos y felices, abolida ya la miseria del instante.
– Estoy componiendo la historia de mi vida en mi plena época de madurez- confesó el autor- pero esta narración no se la daré a los editores, porque tal vez nunca llegue a escribirla. La difundiré oralmente por medio de un oído atento que sepa escucharla. Ahora que se encuentra usted aquí, creo que no hay mejor oído que el suyo, ni mejor boca, aunque sea colmilluda, que esa misma que me habla. Mi relato póstumo se denomina “El suicidio de Modigliani”, y tiene por tema central la decadencia de valores de Europa y el nacimiento de una nueva mentalidad espiritual que ha de abolir la plaga de las costumbres rancias y del materialismo metafísico. Será un relato corto, mayor en tensión dramática que todas las novelas-pastiche que llenan las librerías y los kioskos y que no merecen el honor de las bibliotecas ni del mármol del recuerdo. ¿Le apetece escucharla?
– Cómo no- confesé- Pero prométame que no ha de ser más larga que mi propia historia.
– Desde luego- rió el novelista- Prometo liquidar la obra en apenas dos folios, pues un prejuicio burgués muy extendido es el pensar y considerar que la cantidad de letra es equivalente a la calidad del mensaje literario. No puedo menos que recordar aquella sátira de Horacio y sus graciosos versos: “accipe, si vis, accipiam tabulas. Detur nobis locus, hora, custodes. Videamus uter plus scribere possit”. Si escribir bien consiste en escribir mucho, con razón Orwell asegura en 1984 que en el futuro de la locura industrial las máquinas fabricarán novelas como ahora fabrican helados. Lejos de este disparate, yo me esfuerzo por ser un autor, y no un escriba de argumentos ajenos ni un plagiario de mis vecinos. Ahora sí, exijo, don Megalonio, que se esté muy atento porque el estilo sintético es más difícil que el analítico, y más próximo en sus metáforas al poema que a la crónica periodística o al dictamen pericial. Cierre el ojo a los destellos de la distracción, como se hace en la sala de cine apagando las luces, y ponga los cinco sentidos en el cuento. Aquí comienza el relato:

EL SUICIDIO DE MODIGLIANI
Encontraron su cadáver sobre la cama plegable de blancas sábanas una mañana de abril. El Pintor tuberculoso parecía un pedazo de pan que se había quedado seco. La cúpula del Panteón se enderezó del otro lado de la ventana. No había nadie en ninguna parte.
De la herida de su garganta brotaba un manantial de sangre, roja como fuego y líquida como agua. Bajo la cama, la sombra de un gato jugaba con un revólver.
Jeanne camina por el Panteón y mira al frente. Amadeo avanza por la rue Vaugirard donde la conoció con el peinado desordenado por una detonación iónica. Lleva diamantes como lágrimas en sus manos y un enjambre de mariposas entra y sale de su boca. Jeanne lo reconoce entre las estatuas. Le habla. Lo besa.
En el Panteón está nevando sobre todas las tumbas .Las tropas comienzan a ocupar la ciudad sitiada. Un ángel con uniforme de soldado ordena disparar. En el Casino hay peces muertos sobre las mesas de juego, los tapetes, merluzas en los tendederos donde agonizan las hortensias transparentes. Un toro vagabundo con una custodia en la cabeza huye por los tejados de la luna.
Jeanne está sentada en la terraza fumando largamente y acariciando la cabeza de un dromedario. Amadeo está a punto de llegar. Hace frío y los murciélagos de colores desmenuzan el rigor de la tarde. Un escarabajo con forma de reloj de aguja de sangre echa a volar desde la Torre Eiffel. Hace una hora que Amadeo ha venido. Ella acaricia su cuello sin cabeza de donde brota el suspiro del tiempo. Sus hijos – garbanzos de oro- están cantando alrededor del sol resplandeciente como una mezquita de azulejos. Amadeo pinta su retrato. Pinta a París, a los vivos y a los muertos. Detrás de él habla en pie la blancura del silencio.
En Saint Michel, un periodista reza desde una tribuna de zinc. Un ómnibus se detiene y deja caer al suelo algunas de sus plumas. Del ómnibus desciende el Diablo. Es un individuo de frente despejada y nariz de berenjena, con un diente de oro brillante colgado de la nada de su paladar sin reflejo. De su maletín de estudiante extrae un engranaje de hierro. Jeanne está sola y los bulevares se agrandan como agujas punzantes. Amadeo está pintado en su cuarto y no la ve. Los tacones altos lastiman los pies de Jeanne y ella escucha sus pasos que la persiguen hasta la cabina del ascensor de pieles.
Jeanne, la Modelo, acaba de peder un pendiente que ha caído por la reja de la alcantarilla. Los gendarmes la golpean con puños de cristal. A la orilla del Sena que arrastra calaveras de viento, una guillotina decapita un águila de electricidad.
El Panteón se derrumba como un alud y las imágenes del Dolor se desvanecen. Por la rue de la Madeleine cabalgan treinta borrachos sobre mil doscientos dragones entonando desde cientos de megáfonos La Marsellesa.
Amadeo pinta la sábana del mar con barcos de vapor que se pierden en un grito.
Una colosal cabra mecánica devora las piedras del Panteón y defeca tostadoras de pan envueltas en sudarios de plástico.
Jeanne, la Modelo, llora en las esquinas de donde surgen todos los animales. Su barra de labios, confundida con el agua, orina de rosa las calles.
El Panteón es una herida en el pecho de Jeanne. Los ejércitos saquean su alcoba y profanan los regalos de Amadeo.
Un corazón de gasolina arde en cada balcón de la ciudad.
Jeanne lee un libro de infinitas palabras titulado “La Princesa Europa”. Las hojas se echan a volar sobre sus lágrimas. Jeanne pronuncia el nombre de Amadeo. Amadeo, Amor, pintor de su imagen como una herida de existencia.
Al borde del final, ella lo ve melancólico detrás de la pantalla del Panteón donde la civilización duerme. Siente una pistola en su mano. Dispara.
Amadeo Modigliani yace muerto sobre la cama del hospital. De la herida de su garganta brota una fuente de fuego y agua parecida a la voz de Jeanne.

A punto de concluir el relato maestro, mis aplausos cerraron la sesión de las palabras.
– Le aseguro, amigo- confesé- que aunque es verdad que he leído pocas novelas porque la vulgaridad del género las ha hecho frívolas en su mayoría, si este relato es suyo, hay pocas novelas sin duda que se le igualen.
– Muchas gracias – declaró Allain ajustándose las gafas- Es la hermosa conclusión del final de una vida. Una historia de amor de dos amantes que pertenecen a mundos distintos. El Pintor representa el Arte, y la Modelo, a su vez, la Vida. El Pintor la dibuja desde el Taller de la Soledad y ella lo espera en cada lugar en el que se encuentra, mientras persigue su imagen por el mundo, que es el cuadro que él pinta. En todo lo que ve está él, como el Verbo en las cosas. El Panteón hace referencia a las imágenes borradas por el tiempo y convertidas en recuerdos que construyen la Pantalla de la Apariencia, la Ciudad por la cual la modelo camina. Para lograr la unión definitiva, la amante huidiza destruye la Pantalla – rasga la tela de las cosas- y se transforma en la herida del Pintor, que es la propia vida encarnada en el Artista.
– Solo le veo una pega- comenté- y esta pega es en verdad un prejuicio muy extendido. Su final es trágico y se anuncia ya en el principio. La narración es cíclica, aunque, pensándolo mejor, en el desenlace se anuncia algo semejante a una resurrección, con “la voz de Jeanne”. La voz, el hálito, el aliento, el alma. Sí, en verdad es un relato ejemplar, porque la tragedia aparece al principio como el misterio que el lector-oyente ha de desentrañar. El misterio atrae al hombre con el atractivo de una probable revelación. Y la revelación se produce al final, en ese mismo misterio que la ha originado.
– Es usted el mejor lector que he conocido, don Megalonio – me confesó el novelista- Si todos los críticos fueran como usted serían todos Larbauds y no Sainte-Beuves. ¡Usted sí tiene criterio y no desarrolla orejas de asno, como el rey Midas las descubrió en el falo del certamen entre las Musas y las Piérides! ¡Por las pestañas de Céline, que no soy quien soy si no promuevo su ingreso en la Academia Francesa! ¿Quién mejor que usted para ser Par de Francia y Académico Honoris Causa? ¡Si Malraux lo llega a saber! ¡Tiene usted mejor vista con un solo ojo que muchos con cien!
– Puede creerlo- asentí- pues a pesar de que soy ciego tengo alma de lince. ¡La Academia Francesa! No, déjelo, amigo. Como afirmaba el nicaragüense Rubén Darío:
De las Academias,
líbranos, Señor.

Es más, si me quisiesen nombrar académico y par de Francia – que esto ya lo doy por supuesto- tendrían que nombrar también a este hijo mío de siete años que no llega con los pies al suelo desde la silla.
– ¿Y qué mejor inversión que esa?- manifestó el gran Robbe-Grillet- ¿Dónde se encuentran dos personajes como ustedes dos en toda la haz de la tierra? Solo Don Quijote y Sancho pudieron ser tan célebres.
– A Cervantes lo leí yo de pequeño – manifesté con todo el orgullo que puede implicar leer a Cervantes- y aunque el Quijote es un espejo fiel del dualismo humano entre Materia y Espíritu – y en esto nos parecemos también nosotros en que somos dos y no tres ni uno- ni yo me parezco a Don Quijote, porque soy grueso y peludo y venzo en todas las batallas, ni Marcelo se parece a Sancho, porque su inocencia desprovista de barba de malicia o de glotonería adulta pone en un aprieto la elocuencia de Salomón.
– Pues con más razón la Academia los aguarda- concluyó Allain, y agregó- ¡Amigos míos, no rechacen esta oferta, no le hagan esto a Francia!
– ¿Qué dices, Marcelo?- le pregunté a mi pupilo- Tú eres mi lazarillo y mi guía en este mundo ciego. ¿Aceptas las proposiciones de este egregio novelista?
Marcelo colocó el dedo en la boca y miró pensativo las copas de los árboles.
– Bueno- consintió el niño- Pero quiero a cambio -¡no lo hubiera dicho Piaget mejor ni más claramente!- un huso de algodón de azúcar.
– Ay, cohechador, cohechador- le corregí- ¿Quieres prostituir tu sentencia al mejor postor? ¿Quieres torcer el derecho para incurrir en soborno? ¡Juez vendido! ¡Cupido sin alas! ¿Pides azúcar a cambio de la sana crítica de una recta resolución, Marshall del Parvulario?
– Déjelo, don Megalonio – me invitó Allain con un gesto del rostro contraído- Si quiere una montaña de algodón de azúcar, se la daré de buena gana, pues esta decisión me ha llenado de alegría. Vamos, amigos, “ A l’inmortalité”, como dicen en la Academia.
Y así fue, señores míos, como a cambio de algodón de azúcar ingresamos Marcelo y yo en la Academia Francesa, a la que Julio Verne accedió al final de su vida a cambio de un disparo en una pierna. ¡Cuánto va de Pedro a Pedro! La noble institución fundada en 1635 por el cardenal Richelieu y reconocida por Luis XIII, redactora del primer Diccionario en 1694, iba a aceptar en su seno a un miembro desgarbado y orográfico, hiperbólico y parabólico a juzgar por su abovedada corcova, con el alma de acero más tenaz que el que forjaban los Cálibes o que el que fundía Bessemer, y con el pellejo abrigado de un uro de Lascaux.
Nada más cruzar el umbral de la antigua casa de Valentin Conrart, los cuarenta miembros de la Sala – incluido su presidente- reunidos en sesión plenaria, levantaron la vista y vieron entrar a un niño y a un monstruo presididos por Allain Robbe-Grillet. Las interjecciones de admiración se intercalaban con las miradas de soslayo, con las risitas sardónicas y los comentarios de doble sentido. Allain nos presentó como héroes de la Cultura, y nos comparó con los héroes de la Antigüedad: con Hércules, con Atlas, con Perseo, con Momo. Les mostró a la Asamblea mis encantos en el hablar, mi racionalismo cartesiano que heredaba la lucidez de Michel Foucault.
– Sería un error- aseguraba Allain braceando- Sería un error histórico irreparable no vestir de toga y birrete a estos dos extranjeros universales.
– No lo dudamos –confesó el Presidente, el venerable y afable anciano Julien Green- Nada más verlos, esta Asamblea se ha enamorado de ellos, porque son dos personajes en busca de un autor digno. ¿Por qué no viene a visitarnos ese novelista del que hablan que se dispone a escribir la historia mayor que han visto los siglos, la cual recoge en su seno el nombre propio de la Cultura, encumbra a los antiguos y alumbra a los modernos?
– Eso no puede ser- aseguré en nombre del ilustrísimo Literano, copista de mis hechos y censor de mi vida- porque ese que usted ha llamado novelista, y que no es si no historiador – porque mi pupilo y yo somos personajes históricos, como ustedes pueden ver- se encuentra tan ocupado en la redacción de la historia que poco le falta para no comer ni dormir pensando en mí, como si fuese, peludo y bello como soy yo, nada menos que el amor de su vida. Deje, culto senado, al escritor con su ardua tarea – que no fue más ardua la construcción de la pirámide de Keops- y quédese con la figura de sus personajes, que son también personas, y hablan y sienten como cualquiera de ustedes.
– Yo voto por la admisión de estos dos nuevos miembros – confesó una mujer que fumaba sin permiso, en la que reconocí a la literata Margueritte Duras- Son auténticos como la vida misma, no monigotes pintarrajeados por un mercader de ilusiones.
– Yo también voto por ellos- levantó la mano gruesa un grueso señor con la barba pronunciada y blanca, como la del mejicano Juan de Dios Peza, cuyo nombre era Jean y cuyo apellido era Giono.
– ¿A mano alzada- preguntó Julien Green- quiénes tienen a bien el ingreso de estos dos nuevos miembros?
Votaron casi por unanimidad nuestro ingreso los presentes, pero hubo cinco que se abstuvieron de levantar la mano y que nos miraban con unos ojos malvados, a hurtadillas, procurando que mi enorme pupila ciega no se tropezase con las suyas. Uno de ellos, un joven enfadadizo y envidioso, levantó la voz sin poder soportar el disimulo por más tiempo, y gritó como si estuviese en un concierto al aire libre.
– ¿Pero es que se van a conculcar las ordenanzas de esta manera imprudente? ¿Cómo puede un niño ingresar en la Academia, si no ha alcanzado siquiera la mayoría de edad? ¿Acaso la locura se ha adueñado de esta institución?
A medida que hablaba, el joven se iba enardeciendo más, hasta que los colores le llegaron a la cara y su vergüenza contenida le incendió las mejilas delatando su enojo.
– Disculpe, don Pxxx – confesó el buen Green- No hay ordenanza que prohíba tal cosa, y si la hubiera podríamos aprobar una reforma por mayoría. Estos dos posibles miembros no son autores, sino personajes. Y usted sabe, como autor que es, que la libertad de expresión artística permite al artista cualquier género de recurso con tal de que sea respetuoso con el ser humano a quien se dirige, y un recurso puede ser convertir a un niño en personaje. ¿Qué mal hay en ello?
Entonces el joven se enojó más aún.
– ¿Cómo?- protestaba- ¿Es que vamos a confundir las cosas y a convertirnos en irracionales y fanáticos, como los detractores de Voltaire? ¿Quién cuestiona la libertad del escritor? No es la libertad, es el hecho de incumplir las formas que han hecho de esta institución lo que hoy es, es el respeto por las tradiciones… por los principios serios…
Al joven le faltaba el aire.
Desde atrás, unos cuantos que habían votado en contra azuzaban al muchacho para que hablase, pero ellos no decían ni una palabra. La situación era embarazosa. El muchacho se desgañitaba buscando apoyos para su retórica, pero cada uno se guardaba para sí lo que pensaba y, aunque la valentía del joven tenía partidarios, ni uno solo salía en su defensa y preferían que el atrevido cargase con todo el peso de su vergüenza. Viendo la envidia valiente del joven que, víctima de la tentación, se estaba traicionando sin saberlo, y viendo también la ayuda que le prestaban los que lo habían espoleado para que saliese al ruedo, exclamé para mis adentros: “¡Oh miserable codicia, cuánto es tu poder entre los hombres! Echas a perder al bueno y te aprovechas del malo, usura de Satanás, hasta destruirlo. Te introduces en el pensamiento y mueves sus engranajes para que el hombre diga lo que no quiere decir y haga lo que no quiera hacer, hasta perderse. ¡Libertad humana, tienes un enemigo! Así vemos el pecado en los demás pero, ¡qué difícil es ver el nuestro y reconocer la culpa que nos ha engañado con la espuela de la ira! con el fuego de la discordia que nos arrebata el don de la paz!”. Viendo también, ¡yo, que soy ciego!, que la causa del conflicto era nuestro ingreso en la Academia, acepté ofrecer eso mismo como víctima de reconciliación y dije:
– No conviene que ustedes se enojen por tan poca cosa como es la que les preocupa. Antes de venir aquí ya éramos quienes somos, y no vamos a cambiar de natural por haber venido. Quédense ustedes como estaban, que en mal momento vinimos a interrumpir una sesión ordinaria con esta extraordinaria visita.
Después de esta intervención, el joven se calló compungido. Hice un saludo bajando la cabeza, me di la vuelta con mi pupilo, y salí al vestíbulo. Allain no trató de detenerme. Salimos a la calle. Un repentino sol doraba los tejados. El Sena discurría cantando una tonadilla de Fauré. A la altura del Pont Neuf sentí que Marcelo me llamaba. Mi joven rival de la Academia Francesa estaba allí, frente a mí, con el rostro suplicante mientras me decía:
– Perdóneme, señor… Yo, me precipité… Le pido disculpas.
– No se preocupe por nada- le aseguré- No tiene importancia.
– Para mí sí la tiene, amigo- confesó el joven- Para mí la tiene. Actúe con maldad y sin educación, bajo los efectos de la envidia. ¡No me importa confesarlo! No, no, no me importa confesarlo. Siento un remordimiento en mis entrañas, un aguijón clavado en mi corazón. Cuando los vi a ustedes cruzar el umbral de la sala y cuando escuché a Allain anunciar que ustedes tenían la intención de incorporarse a la Academia, se me subió al esófago la bilis del estómago por el odio de sus éxitos y de sus dotes, porque les aseguro a pie juntillas que no he visto personajes mejores que ustedes para ilustrar cualquier historia.
– Por lo que a mí respecta –confesé también- no he conocido monstruo que en fealdad `pueda comparárseme, pues los miembros de mi familia son todos más hermosos que yo.
– No es eso- se explicó el joven- Usted sabe lo que le digo. Tienen ustedes ta-len-to – lo dijo silabeando- y ca-ris-ma. Son esos dones los que me incomodaban, porque quisiera ser yo el autor que llevase los méritos de su historia, y no ese Literano del que hablan que ni siquiera se dignó a aparecer por aquí, siendo tan grande honor la apariencia.
– Señor autor- dije al joven- Nuestro carisma y nuestro talento va a ser el mismo ingresando o dejando de ingresar a la Academia Francesa. No nos tenemos por afrentados por esto. El que quiera, que nos ame; y el que así lo decida, que nos aborrezca. En cuanto al sabio Literano, en este momento juzgo que debe estar muy ajeno a estas controversias, porque tiene mucho que escribir, y el tiempo es un soplo de aire.
– Por favor, don Vetulonio – me increpó el joven.
– Don Megalonio, si lo tiene a bien- lo corregí- Todavía no pertenezco a la Tercera Edad.
– Muy bien, don Megalonio- prosiguió el joven- Acepte mis disculpas y vuelva al lugar de donde salió. Las Quatre Nations, a pesar de ser un pastiche de Mazarino, no merecen este desplante de un gigante tan bien plantado.
– Marcelo- le pregunté a mi pupilo- ¿Perdonas la ofensa como un buen cristiano?
– ¿Qué ofensa?- preguntó el niño distraído con los coches que pasaban.
– Si tú no la recuerdas- sentencié- yo tampoco.
Y regresamos al Instituto de Francia como Phillpotts bien atildados. Al rebasar el umbral fuimos aclamados como héroes, tal cual si viniésemos a traer a París las llaves de la rendición de Ulm.
– No levanten la voz, señores- dije con voz cavernosa- No somos dignos de este revuelo. Es el amor el único que merece atención, y el amor es un ser invisible que vive en nuestros corazones sin coreografías ni zacapellas, y sin concesiones a la vulgaridad de nuestras ruines inclinaciones.
– ¡Vive le cyclope enciclopédique!- gritó una voz.
– ¡Vive!- aclamaron.
– ¡Vive l’enfant maître! – gritó la misma voz.
– ¡Vive!- aclamaron.
A menudo, cuando nos encumbran, nos volvemos soberbios y nos olvidamos del memento homo y del pulvis es. La soberbia es igual que la ceguera. El individuo soberbio no aprecia la belleza del paisaje del mundo y, encerrándose en la caverna de la vanidad, se llena de ignorancia y de tristeza. Ser soberbio es habitar en un castillo de sombra. ¡Cuánto mejor es dejarse habitar por el rayo de luz de la vida que ilumina nuestra intimidad hasta convertirla en un paraíso! Permitir que el cincel de la luz y de la inteligencia del sentimiento expresado a través de los demás exculpa nuestra soledad es concebir dentro de nosotros la estatua de miembros inacabables de la Alegría.
No puedo dejar de expresar en esta escena de mi vida la gratitud que experimentaron mis entrañas bestiales ante aquel sincero reconocimiento. Incluso mis hormonas, como las Nueve Musas, se arrodillaron ante el altar de la Divina Caridad alabando el nombre de la Dicha.
– Señores –dije situándome en el atril que se abría como las alas de un pájaro a punto de despegar sobre el auditorio- Ya que a pesar de mi hiperbólica masa corporal y de la tierna infancia de mi hijo adoptivo han decidido llamarnos a las filas de esta Institución, no les defraudaremos con grotescas manifestaciones de triunfo, que no valen nada porque nada son los ecos sin las voces, y nada son también los gestos sin las intenciones. Al contrario, les abriremos nuestros corazones a ustedes, para que sepan qué clase de tesoros guardan.
Y, diciendo esto, tomé la palabra y leí el papel de mi alma, con este discurso por texto:

DISCURSO SOBRE LAS ARTES Y LAS CIENCIAS
“Queridos amigos:
Todas las conductas de los seres humanos pueden clasificarse en dos grupos, según el dualismo inherente de la naturaleza: las que sirven a la materia y a la apariencia o lucrativas y las que sirven al espíritu y a la verdad del sentimiento o filantrópicas. Las primeras alcanzan los placeres; las segundas, la felicidad. De nada sirven los placeres en ausencia de la felicidad, puesto que estando nuestra conciencia en una jaula, poco importa que esta sea de oro si priva de libertad al que habita en ella, siendo la libertad o don de decidir la más preciada, y en esencia, la única de las cualidades humanas, pues todas las demás se subordinan a ellas.
Por esta razón, las conductas filantrópicas y los frutos de sus obras son las que, favoreciendo a nuestra libertad, nos hacen inmortales como los dioses de las cosas que en un solo Dios Consciente se sostienen. La felicidad tiene que ser necesariamente eterna o superior a la relatividad del tiempo, porque de no ser así, no podría ser plena o perfecta y no valdría más que lo que vale un pasajero placer. Las obras filantrópicas son de dos clases: las obras de caridad o conductas cotidianas de vida puestas a disposición de los demás y las obras de magisterio o ayuda a través a través del consejo. Las obras de caridad son las más difíciles y de más mérito; las de magisterio son menos esforzadas y más favorables al amor propio, porque otorgan autoridad a quien las desempeña. Las obras de magisterio son de dos clases: científicas y artísticas. Las científicas educan al cuerpo para que se adapte a las exigencias del espíritu, y las segundas educan al espíritu para que descubra su grandeza más allá de las miserias del cuerpo o de la apariencia.
Ciencia y Arte son dos hermanas – empleando la alegoría- hijas de la Inteligencia y del Criterio. Son tan parecidas que a menudo se confunden, aunque se diferencian en el modo de vestir: la Ciencia se viste de Sensaciones y el Arte de Sentimientos. La Ciencia de frutos y el Arte de las flores. Sin flores no hay frutos y sin frutos no tienen sentido las flores. Así pues, las dos disciplinas se complementan. Alguien – algún esteta- podrá pensar: “Una flor es bella por sí misma y no precisa de la evolución posterior del fruto”. Yo le refutaré cortésmente su argumento con este otro: “La flor es efímera, y para perpetuarse necesita del fruto que contiene la semilla que engendra la planta que la sostiene”. De este modo, el ciclo de la armonía se completa y la unidad del conjunto se consigue con el fin de mantener vivo por siempre el Ser que nos fundamenta.
Ciencia y Arte son inseparables la una de la otra. Tanto el científico que desde su laboratorio investiga la posibilidad de una nueva ley natural que favorezca el modo de vida de los seres humanos – aunque después el lucro haga del invento un desengaño- como el artista que en su taller investiga dentro de sí mismo para iluminar la conciencia de los demás contribuyen a la renovación del espíritu educando su criterio y liberándolo de las ataduras de su temor –el único de los males- y de sus prejuicios y debilidades consiguientes.
Ciencia y Arte son las dos columnas en las que se sostiene el edificio de la Inteligencia, templo que ha de ser lo suficientemente sólido para albergar a lo largo de los tiempos el aire oxigenado del Espíritu.
Por esta causa, señores, cuando se me hace el honor de ingresar en el Instituto de Francia, que es hoy por hoy el custodio de la Cultura, Princesa de la Paz y Jerusalén del mundo, de la mayor parte de Europa y del extranjero que recibe la influencia de los valores cristianos, mi corazón exulta de gozo por lo que para mí significa honor semejante. ¡Un cíclope peludo como yo en el Podio del Agradecimiento! Mil gracias por las que ustedes me han dado, pero les advierto que con solas las gracias me bastan, y que no quiero dineros ni bolsas, que detrás de la cruz está el diablo disfrazado muchas veces, y el crédito del Banco detrás de las felicitaciones para sobornar los ánimos. ¡Viva la Verdad y muera el Engaño, aunque tenga un millón de cabezas, que sola la clava de Hércules las segará todas a la vez!”
Los miembros de la Academia, en especial mi amigo Allain, aplaudieron con fervor. A continuación, mi hijo Marcelo – ¡no es por ser yo su padre que lo quiero poner sobre las nubes! ¡Juzguen por ustedes mismos!- pronunció su discurso de ingreso con severo continente impropio de su tierna infancia que hizo que incluso los más maliciosos académicos se enternecieran con el acento de la inocencia.
– Señores míos- dijo Marcelo con las facciones rígidas- Soy un niño débil y necesitado de tutela, pero no por eso mi palabra es irracional, sino la más sincera manifestación… – yo derramé una gruesa lágrima que me limpié con el pulgar curvado en la hoz de una garra desgarbada. ¡Había reconocido mi estilo propio de retórica en el hijo que estaba ante mí! ¿Conocen ustedes una satisfacción mayor?- … de la voluntad humana, la sinceridad, que aunque tenga forma pequeña como la mía, es en realidad algo muy grande. Solo les diré una frase por todo discurso: “Sean buenos y pórtense bien los unos con los otros, que merece la pena”.
¡Si Perrault llega a estar allí, les aseguro que lanzaría la peluca al aire compartiendo el júbilo de los presentes, que llevaban al extremo de la plenitud el desarrollo de la institución a la que el autor de “El gato con botas” había dado estatutos! Los presentes estaban a punto de sacarnos a hombros como a los toreros, pero al apercibirse de la voluminosa masa de mi discreto organismo, prefirieron que tal pensamiento no pasara de ahí.
Tanta algazara nos hacía comprender aquel salmo de David que reza que todas las cosas dicen con palabras diversas la unidad del nombre de Dios, que no es otro que la alegría, anterior al lenguaje de los hombres y a sus leyes aparentes. Pero como en este mundo de provisionales afecciones no hay nada que se prometa duradero, tampoco aquel reconocimiento trivial quiso ser una excepción, demostrando la debilidad del ánimo a la hora de mantener una norma de conducta.
El espectáculo de la atención pide sensaciones que se apagan casi al mismo tiempo que se encienden, pero únicamente el sentimiento de la verdad, aún pobremente comunicada, sacia el pensamiento y enciende la voluntad. ¡Cuánto agrada un actor y cuánto fastidia un profeta! Subirse al escenario de la Asamblea o Teatro de la Sociedad, como Hamlet, y detener la representación de la Costumbre para tomar conciencia, con la calavera elocuente del tiempo en la mano, de la condición trascendente del Ser, ¡cuánto enoja al que quiere divertirse! “Prosigue” dicen los banales espectadores de la pantalla de los gestos, “prosigue haciendo tus piruetas y no nos recuerdes la justicia ni las responsabilidades. ¡Queremos embriagarnos y huir a los bosques como las bestias a las que envidiamos, porque no conocen el remordimiento, el mal ni la culpa, porque no reprimen nuestros instintos, como nosotros, porque no necesitan cultura ni hay redención para ellos! ¡Vivamos como si estuviésemos muertos!”. Así hablan los bacantes del espectáculo. Da igual la época y la condición, el país y el idioma. Ellos quieren el agrado y el ritmo, la adulación y la emisión de sonidos. Que les refieran las excelencias del amor, que les declamen una por una a las estrellas, que canonicen su forma de vida, que labren una estatua a su tecnología, que coronen la enorme pompa de su vacío aplauso. En definitiva, que hagan prestidigitación con los dedos del lenguaje coloreando las tétricas mariposas de sus sombras.
Mucho podría decir el quejoso Schopenhauer acerca de este pormenor, y aún diría más Marcial y no tan comedido, pero es mejor poner punto en boca a semejantes cábalas, que se enredan en sí mismas como una cinta de Mobius o como una espiral de Arquímedes, de Cornu o de Airy, y contar las cosas tal como sucedieron.
Entraron a la sala dos bedeles muy conjuntados con camisa, americana y engominados cabellos, y nada más verlos a través de mi retina nocturna y noctámbula, le dije al oído a mi pupilo: “¿Tú ves a esos dos que parecen cónsules y diplomáticos, con agradable sonrisa hipotecada por la Banca del Interés, discretos, finos, charmantes? Pues prepárate para recibir de ellos dos el beso de Judas”. Y no se hizo de esperar el cumplimiento de la profecía del Sentido Comú