Caminé por el borde de la playa
mirando el mar despierto y vigilante
que me hablaba con mis propias palabras,
como si mi pobre esperanza
se viese agrandada por su abrazo antiguo,
y me dijo tantas cosas que no recuerdo ninguna,
pero sí lo que sentí,
como si mi cuerpo se abriese como una flor
que, ardiendo, diese luz al mundo.
Y yo decía: “que este instante sea mi vida
porque más no deseo, ni puedo aguardar”.
Y la arena, bailando entre mis dedos,
acariciaba el secreto más íntimo de mí,
esa joya que no labré y que desconozco,
esa alegría que son los demás,
aquellos que me rodean y con los que a veces
mi voz se tropieza
como por casual monotonía.
Entonces, estando solo, escuché los corazones
y los deseos de quienes me rodeaban,
como una llama recorriéndome
y deslizándose, a medida que el viento me golpeaba,
desde la externa y remota claridad del día,
y no puedo decir, porque no sé
la causa de encontrarme solo en todos,
plenamente libre y aniquilada
mi presencia visible en su silencio,
que me comprendía desde su distancia.
El mar, que veía, era solo una imagen
de lo que era ahora, un ritmo naciente
que prolongaba hasta el fin de la vida.
Y yo, solo en todos, fui plena verdad.