LA PRIMAVERA DE SU NOMBRE

 

Pequé gravemente al referirme a su calvario cotidiano, porque traté de asesinar su recuerdo. Yo entonces era joven, pero ahora siento que el mundo se ha identificado con su corazón. Me duelen sus ojos, me duelen sus lágrimas, me duelen los vestidos que se ponía y los que dejó de ponerse, me duele su mirada arrugada, me duele el arco de sus cejas, me duele la caja de música de su confianza quebrantada. Y ahora, ¿dónde me recogeré? ¿Ante quién debo disculparme, si yo no tengo otras alas que las de mi reflexión muda? Díganlo los capiteles corintios del Tiempo, que nos vieron pasar por su puente, que nos vieron caminar por las calles atestadas de cucarachas de miseria, que nos vieron besarnos al borde del puente sobre la roca viva del agua. A estas horas, los capiteles se habrán desprendido en el aire como golondrinas naufragadas en un abismo de duda azul zafiro. Si no fuera porque mi pensamiento es ella, diría que las amapolas me dan miedo porque tienen el color de mi sangre.

Como mi debilidad es un libro de páginas blancas, voy a hacer el esfuerzo de escribir su nombre en ellas, sucesivamente, porque resulta imposible pronunciar ese nombre con un único soplo de voz. Ella no era nada más que lo que he visto. Había muchas mariposas en el estuco del día y el ante-yo – todavía era una presunción- deambulaba con levita de nubes cerca de las tres menos cuarto. En el día del Carnaval – que quiere decir la fiesta de la carne, la orgía de lo visible-, el Colegio de los Elementos llenaba las calles de algarabía. Unos imitaban payasos coloreados de teoremas matemáticos, otros parecían príncipes con diadema de estrellas y gregüescos electrónicos, y los más eran mujeres con el colorete de la lujuria en las mejillas. Se paseaba mi premonición por entre aquellos fantasmas de apariencia radiante cuando- siempre hay un cuando, aún cuando resulta imposible decirlo- vi a aquel Perro Pobre entre los carruajes, los automóviles y los caballos. Se acercó a mí con la lengua colgando y la mirada de yeso, porque se asomaba a mi mano como un busto de silencio. Reconocí en su acento el de un amigo. Su cabeza se colocó debajo de las yemas de mis dedos. Tenía llagas de brasa por todo el cuerpo, desde el hocico a la cola, llagas de un tono apagado, a punto de extinguirse en la mirada. Pero, no obstante, movía la cola como la aguja de un reloj, a cuyo compás bailaban sin tregua las máscaras. Y, lo más desconcertante, no se le oía respirar.

Una bomba explotó cerca de las Candilejas, en el barrio pequeño de arriba, y una llamarada incesante hecha de soledad purpúrea ascendió como el cuchillo de una herejía para espolear al gallo de la aurora. Era la cavatina de la costumbre, que salía al balcón a aquellas horas. Et in Arcadia ego. El Perro Pobre ladraba al humo proceloso del mármol informe que definía aquel espectáculo. Las farolas del sueño argumental de la hora se estiraban para comprobar que el acontecimiento tenía una linda cara. Y los ociosos elementos, asociados en corrillos moleculares aburridos como esferas de un ballet, hacían anfiteatro y exigían trompetas.

¡ Que traigan al dragón! ¡Que lo traigan!- decía un Diagrama con raya en medio.

¡Que traigan el dragón, que traigan el dragón!- coreaba un Isótopo con Barba Postiza, bastardo y expulsado de la Corte sin pensión.

Y como las frases de la multitud son todas iguales, en la revolución del tumulto y el redoble de las declaraciones de derechos no se oía más que la bohemia de un grito unánime con lenguas y con espiritrompas. El instante empezaba a tomar cuerpo de niño recién nacido. ¡Qué de ovaciones, qué de calumnias festoneaban el evento! Se le cayeron los anillos al Dolor, que ya estaba achacoso y anciano en una silla rococó hecha de refranes, y levantó el bejuco como para poner orden, aunque ni el gato de raso le prestó atención, con la prisa que llevaba.

El Perro Pobre ladraba, y yo me saqué el sombrero de fieltro sarcástico para enjugarme la frente, que la llevo siempre anegaba de todos los océanos. El sol hacía su papel en el cielo, sin despeinarse. En todas las caras había una letra escrita con tinta china, aunque podrían desollarme con cuidado si sé cuál era. Estaban los álamos tomándose el té del deseo cuando llegó su carroza como una nave de oro y piedras preciosas –yo creí que era un espejo- y un colibrí de plata anunció el piano de su caminar. Descendió así- y presten atención, si no tienen dinero- así como un trasatlántico de transparencia. Llevaba encima de la cabeza una petunia con los brazos abiertos que cantaba ópera o, por lo menos, ponía los pétalos en do mayor, o en do de pecho; calzaba chapines de carey y fumaba un cigarro del tamaño de un rascacielos con muchos humos en figura de saltamontes de gozo que hacían piruetas en el corazón. Yo solo le vi aquellos ojos que eran como atolones con corales y anémonas y me quedé petrificado por tal disparate de belleza. Estaba siempre sonriente hasta que me vio con el frac de la esperanza, bien aspergido de colonia en las axilas del alma. Saqué un pañuelo del bolsillo –un pañuelo de batista con las iniciales D.H. ( «Disculpe, hermano/a»), emblema de la cortesía- y me soné con todas mis fuerzas, expulsando por las fosas del averno de la nariz una petaca de ámbar y un ramito de hierbabuena. Ella comprendió mi señal y, sacando del bolso el abanico galáctico, se puso a enseñarme el zodiaco salvaje con las posturas insinuantes de sus sienes de nácar. Mientras estábamos en este ejercicio- el Perro Pobre seguía a mi lado con la sonrisa entre las piernas-, la cintura de una paloma desteñida colocó suavemente una cagada esférica en la hombrera de mi traje que bendijo aquel encuentro. Ella no cesaba de liberar de la cárcel de su pecho suspiros tuberculosos que salían en camilla a la plaza del mundo y que afilaban o ponían de punta los cabellos de las entrañas. Aquel detalle fue la ráfaga de granizo que deshizo el muro decapitado de nuestra separación. Ella hizo descender el abanico que se posó en el asfalto de terciopelo del suelo sibarita –siempre estirado y con el orgullo de la gravedad de su centro ardiente de avaricia que se apropia de todo lo que cae- y se posó en la punta de mi arrobamiento. Había que iniciar un diálogo, pero en el instante en el que la vi desapareció encantado todo el paisaje y me quedé en la nada con ella, en la nada que es la más astuta de las alcahuetas. Quería señalar aquello o lo otro pero no había qué señalar, porque todo se había ido sin despedirse. Entonces hice mi papel de caballero y me monté en el caballo para que ella se cayese del burro. El caballo es un decir y dicho queda. El burro apenas sabe parecerlo. Y lo demás es un actor.

No he visto unos ojos del mismo tamaño que los suyos- confesé con un hilo de voz.

Nadie me había dicho jamás algo parecido- sonrió la dama, mostrando una empalizada de dientes finísimos, casi etéreos.

Y entonces comenzaron a ponerse las cosas en su sitio. Soborné al viento para que me permitiese subir en sus lomos de dragón, cuyas erizadas vértebras habían permitido el inicio de este romance. Le dije a mi dama que me aguardase al borde de una fuente con taza de lapislázuli leyendo los Versos del Día. Yo- pues ahora ya puedo decir que era yo, después de conocerla- me fui al Jardín de las Horas, que estaba justo detrás del Ayuntamiento, donde acuden a orinar las ilusiones, y pedí un simón aunque no se llamaba Pedro. Después, en llegando a un parterre colonizado por una plaga de rosas, saqué del bolsillo de la solapa unas enormes tijeras de podar con las que Goliat podría cortarse las uñas, y tonsuré el parterre rapando los rosales, que quedaron mondos y lirondos, despojados de sus tafetanes y despejados de sus florituras. Comenzó a llover. Las alas del sombrero de fieltro se me cayeron hacia abajo, chorreando un río lleno de peces y moluscos, y, entrándome por el cuello de la camisa, se almacenaron en un embalse a la altura del tiro del pantalón y derribaron con su plomada mi apuesta elegancia. Volví a saltos hacia donde estaba mi dama, como un canguro de bronce –tal era mi resolución- y con un millón quinientas mil rosas en un ramo que con sus espinas podría coronar la desmesurada cabeza del destino. La calle estaba sucia de tanta limpieza. Las estrellas se habían caído como calcetines fláccidos y relumbraban de una manera imprudente agrupadas en constelaciones – la Osa, Orión, los Dioscuros, el Boyero, la Estrella Polar, las Pléyades, las Híadas y sus familiares- que no me dejaban ver con tanto resplandor en dónde ponía los dichosos pies. Pero como sabía que ella me estaba esperando, aceleré la marcha como un motor de explosión a unos 1111 km/h, o tal vez un poco menos, teniendo en cuenta que no quería deshacerme la raya tan bien trazada en mi engominada cabeza. Fue entonces – o creo que fue en otro momento- cuando me salió al paso el fantasma, que por ser chulo e incorpóreo, no pude verlo a pesar de mi interés por encontrarlo. Estaban apagando la luz en el cielo paulatinamente, para evitar que el pueblo de los elementos protestase o escribiese un artículo en la Mañana, el diario de cada día. Salían a pacer los murciélagos y los ornitorrincos, a quienes les encanta hacer de las suyas y no de las de los demás, cuando he aquí que me encontré con el enano Basilio, pero solo llegué a verle los pies de muselina, porque tenía la cabeza perdida en el pasillo azul del cielo. Sabía que había llegado el momento, pero ignoraba cuál. Para romper el hielo, tomé piqueta y punterola y me puse a deshacerle la paciencia a preguntas de un interrogatorio salomónico, tan dividido que no tenía principios y se entiende que no podía tener tampoco fines, porque un final razonable no puede carecer de principios.

– Buenas indigestiones tenga usted- comencé- ¿Es usted sueco o tal vez se lo hace?

– …

– Desde luego- respondí- Aparenta usted muchos más años de los que tiene, por esa genuina estupidez que lo caracteriza. ¡Está usted hecho un Solón! ¿ O tal vez vive acompañado?

– …

– ¿Y la familia? ¿Qué tal está su madre? ¿Sigue en activo?

– …

– Sí, todos estamos orgullosos de nuestros hijos – confesé- Yo tengo un bebé de ochenta y nueve años. Le voy a poner de nombre Matusalén, si le cabe. Ahora estoy criando dos cuervos para que me saquen los ojos, a ver si se me parecen.

– …

– Su hijita es una preciosidad. La veo poco, porque no existe, pero si no fuera por eso, no la vería tampoco, para no comérmela. Es que soy un poquito antropófago, ¿sabe?. En mi casa me han enseñado a comer de todo.

– …

– ¡ Y ahora me pide eso! Haberlo pensado antes, cuando le disparó. Si lo ha matado, ¿cómo quiere reconciliarse con él? Yo no puedo decirle nada a su suegro, porque a estas alturas ya debe de haber bajado al cielo, si no ha subido al infierno, porque a él siempre le ha gustado hacerse notar en los gallineros, y la ausencia de gloria debe de parecerle una gloria.

– …

– Don Basilio, no se haga ilusiones, no son para usted. Esta tonelada de rosas no son para su futura lápida. Es que… – y cuando dije esto, me hinché como un pavo desbordante de plomizo plumaje- estoy enamorado. Sí. Al fin he decidido no pagar impuestos a solas y amar a mi señora con el intestino, para digerir todo lo que ella diga.

– …

– ¡Si tiene usted una retórica que parece un asianista! Yo siempre pensé que era de aquí, del universo. Pero me inclino a pensar sin encorvarme que usted es como Cicerón, de Atenas, o como Demóstenes, de Roma, si estuviesen casados por gananciales. ¡Usted es de todas partes! No hay pueblo que no lo apadrine, ni nación que no lo reconozca como hijo suyo, según todos los probables padres que lo engendraron.

– …

– Desde luego que lo haré. Déle un saludo a su madre de mi parte, dígale que conserve su grandeza, que tiene en usted su prueba, señor eminentísimo enano Basilio, y que conserve también su horario de visitas para que los interesados puedan, como siempre, entrar cuando quieran y satisfacer en ella sus esperanzas.

– Señor, usted se está burlando de mí – confesó el enano con estentórea y eólica voz- ¿No cae en la cuenta de que soy mudo, y no puedo hablar?

– ¡Caramba! ¿Y como no me lo dijo usted antes así, calamo currente? ¿Cómo no me lo dijo? Hablando se entiende la gente, y los mudos tienen el deber de expresarse en la sociedad civilizada, para que los poderes públicos les oigan.

– Pues ya lo sabe. Por cierto – y el enano se quitó la chistera y descubrió un impúdico cráneo en pelota, como si acabase de abrirlo- estoy encinto.

– ¿Cómo así?- me sorprendí escondiendo las manos en la cara- ¿ Usted también? ¿ Y su mujer qué dice? No me imagino que ambas consecuencias provengan de la misma causa.

– Padezco un horrible embarazo que no me deja vivir- repuso el enano como un gigante- Y todo se debe a que los dos pretendemos a la misma mujer.

– Pues eso tiene fácil remedio – declaré- Deje usted de pretenderla y el problema estará resuelto.

– Prefiero seguir una solución más razonable, más caritativa – sonrió mi microscópico rival- Lo reto a usted en duelo.

– Me parece muy asequible – reflexioné- ¿A muerte?

– A muerte.

– Pues deje que lo apunte en la agenda – dije sacando un rollo de papel higiénico- Todos estos apuntes y misceláneas tengo que pasarlos después por el ojo, para ponerlos en limpio. ¿ Le viene bien dentro de cien años? ¡Pero que no sea el martes! ¡Ese día tengo cita con el pediatra!

– No será el martes – bramó el corpulento enano como un ruiseñor- Será hoy mismo. Aquí mismo. In hoc loco.

– Hay que estarlo, sin duda – reconocí- Pero antes dígame con quien tengo el gusto de retarme, para que si abandono este mundillo, pueda avisar después a la policía.

– ¿ No dijo que me llamaba Basilio?- preguntó el gran microbio.

– Sí, pero ese nombre en griego quiere decir Rey – objeté sin objeto- y yo soy liberal, y prefiero llamarle Napoleón. Creo que tal personaje está a su altura.

– Sea Napoleón- consintió esa fiera de hombre- ¡En guardia!

– ¡ Pero qué hace, Tifeo belicoso!- exclamé- Cierre la petrina del pantalón. Las espadas son por ley más pequeñas.

– No uso espada, sino pistola.

– Ya veo, ya.

– Y me ayudo de una granada de mano. Hace tiempo que le quité el seguro a una, y no sé dónde la dejé.

– Pues cuando la encuentre cómasela, o visítela si tiene tiempo- comenté- Por cierto, ¿para este rito es necesario ser armados caballeros o solamente ser armados?

– Ah, disculpe- y el jayán concentrado extrajo un libro y leyó en voz alta- » Efemérides. Un avión cayó en el Líbano y tardó una hora en levantarse. La Bolsa sube tres puntos y conquista el cero. Roma ha sido saqueada por un ejército de bárbaros y por fin está habitada. En el estrecho de Bering un piojo muere asfixiado».

– Siga, siga – confesé- La última noticia no es verídica, ¿ o acaso es usted un impostor?

– Soy el que no soy, porque ser no depende de mí- dijo el enano con la teología en los cabellos invisibles de su cabeza monda- Pero en fin, dichos quedan los refranes y las fórmulas. Solo resta pelearse mutuamente, como buenos hermanos. ¿Qué arma escoge?

– Ninguna – repuse como buen proveedor- Con ella le venceré.

– Sea- dijo el enano- Yo emplearé mi revólver.

Y, contando doce leguas hacia atrás, se dio la vuelta como última dádiva. Después contó hasta tres empezando por el final para terminar antes. Acto seguido, se volvió estropeando su hazaña anterior como un relámpago sin brillo – dicho de otro modo, su conducta carece de comparación- y disparó una bala lentamente. Tuve que cuadrarme en el escenario de la disputa para que el proyectil me impactase a la altura del corazón. Si no llega a ser por mí, el acto hubiera sido inútil. Caí al suelo – es decir, mi cuerpo cayó al suelo, mi alma es imposible que lo haga- como ordenan los cánones, y procuré hacerlo del modo más estético posible, con la cara por delante, para que mis facciones se ensuciaran con el polvo. El enano saltaba de alegría, y yo apostaría en la ruleta de la Fortuna – que es, amigo, ninguna ( esta rima es intraducible, discúlpela, desprestigiado y necesario lector)- que en aquel momento creció más de dos palmos, aunque fuesen de narices. Estando en el suelo, me tenté la herida practicada por la bala a la altura del corazón, y esta empezó a manar sangre como una fuente que puso el suelo de gala, esto es, púrpura como las togas de los senadores romanos. Descubrí que mi músculo cardíaco había cesado de latir, por lo que dándole cuerda, lo puse en hora guiándome por el sol, que estaba hecho un ascua a consecuencia de su soberbia, que busca alturas siderales para no ver su humilde reflejo en el agua. El enano se acercó a mí y me preguntó qué me ocurría. Yo le dije que él me acababa de disparar y que yo intentaba agonizar con educación, porque las formas no deben perderse nunca, aún cuando no se tengan. Me puso un sudario mojado con agua templada en la frente, para que la herida continuase manando con tranquilidad, y me dio un rosario para que rezase por él, que me había dado muerte. Yo le agradecí aquellas muestras de preocupación y le aseguré que tenía muy buen fondo. Tanteando la herida con los dedos, sonsaqué la bala de mis costillas y la limpié con los dedos para volverla a colocar en su sitio, y en esto he aquí que se me cae el corazón al suelo rebotando como una pelota, y yo lo tomo sin bebérmelo y descubro que su fortaleza brillante está intacta, y que sigue en hora y amarrado a la leontina de las venas y arterias que lo encadenan al pecho.

– Ni un rasguño – dijo el enano- Está intacto. Habrá que dispararle varias veces. Yo no tengo la culpa. Usted no me avisó de nada.

– No hay remedio- dictaminé- Es oro puro, el material más duro del mundo.

– Pues déjelo estar- comentó el enano- Y de aquí en adelante avise a sus rivales para que lo tengan en cuenta. Yo no voy a vivir siempre.

– De este modo- dije- Habrá que aplazar la muerte.

– Sí- cabeceó el enano, con la chistera hecha un chiste de tanto bamboleo- Usted tiene mi teléfono. Cuando quiera avíseme, pero procure no pedírmelo mañana, porque tengo un entierro.

– Dispense – le dije al enano guapo- Es probable que no se lo pida nunca, a más tardar.

– Encantado de haberlo conocido, de haberlo tratado y de haberle disparado al pecho- me confesó tendiéndome la mano- Y ahora, si no le importa – porque a mí me importa bastante, se lo aseguro- me voy a mi imperio en Camelot, para despachar los asuntos de Estado. Solo se trata de firmar unos papeles y de cobrar unas pólizas. La gente necesita un verdugo. Compréndalo.

– ¿Pero no recuerda que lo de emperador me lo inventé yo, cuando decidí llamarle Napoleón?- pregunté sin responder.

– No importa cómo se ha llegado al poder- aseguró aquel pedazo de pan- Lo importante es mantenerse, porque yo leí en cuento chino que me contó un babilonio, hace tres o cuatro milenios, que no hay nada más difícil que conquistar el poder de una nación nacida, y nada más fácil que perderlo.

– ¿ Es usted luego el Rey Arturo, ese que vivía en las nubes y que veraneaba en la Bretaña Francesa?- me sorprendí en sorprenderme.

– No, yo no soy ese- aseguró el enano- Yo no veraneo en la Bretaña Francesa. Pero soy vecino de las nubes. Una urbanización preciosa, aunque bastante barroca. Tiene una torre casi tan alta como yo, donde viven alquilados una pareja de ángeles.

– De ese modo, será como la torre de Babel –sugerí- Con vistas al infierno.

– Se llama Eiffel, no Babel, pero tanto da- se encogió de cuerpo el enano, a consecuencia de querer encogerse de hombros- Nos han quitado de allí el infierno para instalar un coliseo. Ahora nos aburrimos como ostras.

– Bueno, amigo – quise decir y terminé diciendo- No podemos continuar dialogando, porque yo tengo que irme al Cuerno, con perdón de sus particulares, y usted debe marcharse ineludiblemente a freír espárragos. Ya nos veremos cuando seamos ciegos, y buen viaje sea el suyo, recomendablemente lejano.

– Igualmente, amigo. No se me ocurre una despedida más deseada. Y ya sabe, cuando quiera tomar un café o simplemente ansía que le pegue un tiro, avíseme por teléfono o por paloma mensajera, si desea que le conteste rápido.

– Hasta luego. Piérdase usted.

– Después de usted, estimado enemigo.

Y nos fuimos cada uno por su lado, como tortolitos.

Recogí del suelo mi tonelada de rosas, la metí en el bolsillo envuelta en el pañuelo que me regaló don Ovidio, que es una mortaja, y me encaminé a ver a mi amante, caminando como un húsar para pasar desapercibido entre los Gatos Europeos, que estaban celebrando un tratado de paz con los Ratones Africanos. A no ser por la corneta que tocaba y por el altavoz con el que me anuncié, aquello no hubiera salido de allí, del orbe. Iba caminando por la calle empedrada de basalto con alas en los pies, cuando vi un cometa que se había quedado enredado entre las ramas de unas escuálidas secuoyas. Me quité las alas y volé hacia la cúpula de hojas advenedizas, todavía verdes, y cogiendo al cometa por la cola, le pregunté su nombre. Me dijo que se llamaba César con estas palabras:

Me llamo César.

Me refirió también que su historia era tan larga como la del mundo y que necesitaba un momentito eterno para contarla, porque había nacido ayer. Contó que viajaba como grumete en un barco pirata muy honrado en compañía de dos notarios que no sabían escribir y de un loro con los dientes agudos como gubias que le caían muy bien, porque empezaban a envejecer. Estando en el barco descubrió un día un tesoro en un inodoro de topacio y lo extrajo para permitir que desaguara la cañería, la cual estaba llena de cadáveres de marineros que había asesinado para no enfrentarse a ellos, por decoro. Descubrió un enorme hipopótamo de yeso con estrabismo que le ofreció una mirada nueva y le sirvió para iluminar su vida, porque estaba lleno de aceite de ballena engrasado con el que encendió mil novecientas noventa y nueve bujías, que pudieran ser dos mil si no fuera porque se equivocara al contarlas. Con aquellas candilejas navegó por unos mares desérticos, llenos de olas que alcanzaban el cielo con las manos, vio a varios monstruos antediluvianos en los retratos de unos parientes suyos que estaban clavados en su camarote, de pie y en cuatro cuartos, porque no tenían mayores caudales para figurar en lienzo, y por último, vio una isla en forma de manzana, sola y suspendida sobre el aire, aunque aprobada por el océano. Creyó que aquella isla sería sin duda la misma Duda que se tropezaba en su camino, porque no tenía ni idea de cómo era ni cuáles eran sus intenciones. Creyó también – creer nunca está de más- que aquella isla en forma de manzana reineta era el famoso – no infame, que a menudo estos dos términos suelen confundirse y no son hermanos ni primos- Jardín de las Hespérides griego, el Edén Bíblico, el Avalón celta, el Valhala germano, el Dorado americano o la Casa de Tócame Roque- que había leído de chico en el catecismo, y descubrió que era todas esas cosas y a la vez ninguna, porque no tenía nombre ni perro que le ladrase, y apenas tenía unas quinientas yugadas de pulga, pegadas unas a las otras. «Sí, aquello mucho de paraíso no tenía», reconoció el cometa con nostalgia ardiente, «pero yo terminé queriéndole, porque siempre lo tenía debajo, y nunca protestaba de que yo estuviera encima, como buena cabalgadura. Sabía que me comprendía». Y de hecho tenía toda la razón. Lo comprendía porque él había vivido dentro de él. Así, siguió explicándose el cometa, habitó cincuenta y cinco años en una tierra que solo tenía arena y palmeras. «Con tantas palmas pudiera haber sido un mártir» confesó sin bendición el pícaro cometa, » solo que aquellas eran datileras, y no daban más que higos, amén de unos olmos que daban peras todo el año, de lo que me alimenté durante todo el tiempo que allí estuve, y aún me alimentara hoy de tales viandas si en lugar de estar aquí estuviera allí, se lo digo con el corazón en la mano». «Guárdeselo» le había dicho yo, » y procure que no se le ablande la piedra». Siguió contando que la isla Reineta – como las bautizó por su apariencia comestible- estaba llena de pájaros como su cabeza, que reptaban por el suelo y silbaban como serpientes y árbitros de fútbol, aunque no tenían veneno, a diferencia de estos últimos. También vivían en ella animales nunca conocidos, como unicornios y escolopendras, quimeras y concursos de acreedores. Pero con estos no podía hablar porque desconocían su lengua – o mejor dicho, » no la tenían», había testimoniado el cometa convencido, «no tenían lengua y desgraciadamente no podían comunicarse más que por correo, y tardaban al menos un mes en contestarle una pregunta sencilla, si no estaban excesivamente ocupados». «Esos animales podrían pasar por hombres, pero nunca por mujeres», aseveré, «porque es inverosímil pensar en una mujer sin lengua, ni siquiera es un farol de la mitología». Además de tales animales, con perdón, conoció el cometa a una tribu de funcionarios de la isla que se dedicaban desde tiempos inmemoriales al noble oficio de la antropofagia, que por tradición había ido pasando oralmente de padres a hijos. Eran funcionarios, dijo, porque trabajaban solo por las mañanas, y el resto del día lo pasaban jugando a los dados, ociosos y despreocupados. Tenían la piel de color azul celeste, y la mirada sin pintar. Los hombres llevaban largos cabellos y las mujeres largas faldas, y los caciques del pueblo largas por respuesta. Eran apenas unos miles de millones, cuatro gatos, concentrados en una aldea con rascacielos bajos. No bebían más que vino. Aborrecían el agua. Lo mejor que tenían eran los guisantes, grandes como calabazas, que se empleaban, al igual que estas, como atributos del desdén. Eran tan hermosos físicamente, tan agraciados y tan simpáticos, que avergonzaban a cualquiera. «Lo primero que se me ocurrió antes que lo segundo fue enviarles una embajada para conocerlos personalmente, así que, después de nombrarme embajador con plenos poderes – tuve que superar la oposición antes y vencer en examen público a todos mis contrincantes- pedí prestado un caduceo a una higuera y una corona de olivo a un abedul y acudí a ver a aquellos salvajes tan educados» comentó el cometa de mundo, y siguió hablando sin ayuda con un lenguaje idéntico al mío –por lo que deduje clínicamente que sabía hablar mi lenguaje-, » Los encontré reunidos en asamblea, los hombres a un lado y las mujeres con los hombres, comentando cuestiones de gobierno y censo de las poblaciones, reuniéndose todos a la vez a causa de una peregrina costumbre digna de mención, que mencionaré tanto si me lo permiten como si no, y que era esta: tenían la costumbre de contar con los dedos las cabezas existentes de individuos sin tener en cuenta los cuerpos, por lo que muchos de ellos no figuraban en el censo, y lo hacían de una forma peculiar, contando no por ábacos ni por calculadoras sino por los dedos, y como no había suficientes dedos en un individuo para contar a todos los miembros de la tribu, se reunían en asamblea para tener dedos suficientes para todos los individuos. Causaba admiración su forma de vida, tan diferente a otras distintas, su organización electoral tan compleja, donde no existían poderes públicos de ninguna clase, porque todos los poderes eran privados y de todas las clases. No existían tribunales, jueces, magistrados, fiscales, abogados, escribanos y otros males de nuestra sociedad, sino que un único individuo detentaba todo el poder político, cargando él solo, valientemente, con toda la responsabilidad y todo el beneficio, tratando a los demás como esclavos suyos, sin distinción de linaje, porque ninguno lo tenía y todos se llamaban unos a otros de la misma manera. A consecuencia de esta uniformidad nominal había bastantes malentendidos, porque cuando se les llamaba, acudían todos en masa como un sujeto homogéneo, y era imposible mantener una conversación sin que hablasen todos a la vez. Quise conocer en persona a tan humanitario monarca como tenía la tribu, a un individuo tan preocupado por el bien común que lo había tomado como propio, para que no se le escapase de entre las manos. Sin embargo – no soy yo una entidad de crédito- no pude cumplir mi deseo infinito de ver a aquel dulce tirano en persona, y no porque no me lo enseñasen con el dedo, sino porque no era una persona, era un mono macaco que se rascaba como los ángeles. Lo habían nombrado los dueños de la isla Emperador de la Inteligencia y Padre de la Patria, instituyéndolo primus inter pares y primate del pueblo.

Lo que ocurre – traté de convencer a los delicados antropófagos- es que su monarca es un mono, no un hombre, y por lo tanto, no pueden obedecer sus órdenes, porque no puede darlas por medio de la palabra.

Eso no es asunto nuestro – me dijo el pueblo con voz potente y nauseabunda, porque no tenían costumbre de lavarla después de usarla, ni de vender sus decibelios a una ideología política- Él no nos ha dicho nada.

Tras un mes de convivencia con aquellos hombres de la isla Reineta, comprendí que tenían toda la razón en ofrecer la Inteligencia al mono, al no saber a ciencia cierta qué hacer con ella. Estando en convivencia con la muy ilustre nación de Súbditos del Mono – sentían el don de la libertad con este apelativo- comencé a sentirme enfermo del estómago. Los médicos de la isla no sabían a qué achacar la súbita enfermedad, porque yo estaba vacunado contra casi todo y, aparte de un incidente en el cual, en una competición deportiva con navajas afiladas, me habían cortado por la mitad para provocar una inocente diversión, no se me conocían antecedentes patológicos. Empezaba a preocuparme porque pensaba ocuparme más adelante del asunto, sobre todo cuando me dijeron que cada año moría en la isla una persona de muerte natural. Me ofrecieron al chamán de la isla disfrazándome con un pellejo de piel de cabra, y poniéndome en la mano un tirso y en la cabeza una corona de plumas de guacamayo, me exhibieron por las aldeas de la población para invocar a los espíritus de los antepasados mi curación, y también para hacer reír a los curiosos, que eran la mayoría. Los espíritus enviaron un telegrama al chamán a cobro revertido, por lo que este permaneció más de una hora invocando a la madre de tales espíritus con palabras directas y significantes que no precisaban traducción, y después leyó delante de mí el documento que era a la vez el dictamen que contenía el quid de mi extraña patología. El documento lo remito a continuación y lo incorporo de puño y letra de los espíritus que lo escribieron, que debían ser demasiados según los descomunales errores ortográficos y gramaticales que tenía, que no podrían ser urdidos por una sola cabeza. Por pudor los he suprimido, por lo cual también he suprimido el documento, que no podría separarse de los inherentes y garrafales errores que lo caracterizan. Pero como no quiero dejarle a usted y a los testigos de esta historieta con una desazón metafísica a causa del supuesto documento suprimido, que es una loable catástrofe, la he reconstruido siguiendo los cánones griegos, que son similares a los persas y a los merovingios, y he aquí el resultado resultante:

 

Al chamán don Absoluto Papanato, pontífice de la isla Reineta y accionista de la Sociedad de Valores Vanidosos, e íntimo amigo de los suyos:

TELEGRAMA

Por la presente le informamos de que hemos estimado su solicitud de administrar la curación al primer turista de nuestro territorio. Se trata de un acto de soberanía porque así resulta ser y así lo hemos establecido nosotros a través de la consulta a todos aquellos que carecen del derecho de la existencia, y ellos lo han ratificado presencialmente. Nuestra asamblea reunida por separado ha llegado a esta conclusión después de haber llegado a otras anteriormente, y no de mayor, igual o menor importancia que las anteriores y posteriores, registradas en nuestro archivo actualmente extraviado. Los extranjeros que visitan nuestro país tienen la posibilidad de encontrarse enfermos o moribundos, y de curarse si así lo deciden. La Asamblea de los Muertos no se opone a la Ley de la Naturaleza ni tampoco la deroga por otra necesariamente idéntica aunque reformada en los circunloquios de su redacción. Lo único que demanda es cautela en lo que se refiere al procedimiento, cautela para evitar posibles conflictos entre los muertos y los vivos que podrían desembocar en una guerra civil produciéndose numerosas bajas en ambos bandos. Otra recomendación es que haga exactamente lo que usted le venga en gana cuando quiera y como quiera, siempre que su actuación no colisione con los intereses ajenos, para lo cual se recomienda prudencia, eliminando al titular de todo interés opuesto antes de que el conflicto pueda terminar violentamente. Por lo demás, cuídese con lo que tenga a mano y preocupe molestar lo menos posible a quienes trabajamos por la comunidad no haciendo nada por ella, permitiendo que sus iniciativas no colisionen con las nuestras, que son ningunas. El amor que nos une a nuestro pueblo, el interés por que progrese y se desarrolle, es completamente nulo, y esto nos permite escribir un comunicado tan tedioso, tan prolijo y tan cursi. De modo que, acongojado chamán, arréglese como pueda y como quiera, que nosotros haremos lo mismo por nuestra parte, manteniendo una relación constante de incomunicación entre los vivos y los muertos – aunque esta distinción en poco tiempo no resulta necesaria- mientras dure nuestro mandato, que será por siempre hasta nueva orden, que será por nunca.

Suyos hasta la muerte y después de ella,

LA ASAMBLEA DE SUS POSTRIMERÍAS

¡Qué contento me sentí después de que el chamán me leyera la carta! ¡Qué saltos de canguro daba, qué sonrisa de oreja a oreja se dibujó en mi halo! ¡Podía curarme cuando quisiese, según el comunicado, del modo y forma que prefiriese! ¡Qué sensibilidad tenían aquellos muertos, qué ardientes eran sus entrañas! Estaba como unas castañuelas, sabiendo que los muertos no se oponían a mi curación y que la aprobaban con fórmulas animosas. Con este remedio farmacológico me retiré a mi domicilio, me acosté en la cama y me puse a leer la Biblia, como los misioneros. Fue entonces –con estas piadosas costumbres- cuando descubrí de qué pie cojeaba mi enfermedad porque supe que estaba enfermo, cosa que antes desconocía, porque no me había parado a pensar en ello. También deduje que podría haber ayudado al desenlace de la sintomatología el hecho peregrino y cosmopolita de no haber comido a manteles ni de haber probado bocado en todo el tiempo que estuve en la isla, y para persuadirme de la veracidad de esta hipótesis, les pregunté a los habitantes de la tribu genuina de hombres y mujeres de pro o tal vez de contra si seguían la costumbre general de llenar el estómago, o si por el contrario lo dejaban vacío como una caja fuerte desvalijada. Me dijeron que no sabían lo que era comer. Cuando se lo expliqué se echaron a reír y tuve que recogerlos para que no se derramasen en el mar de la ironía, cuyas orillas están sumergidas, y también les dije que, por respeto a mí, que era extranjero, deberían mantener la compostura procurando al menos reírse solamente a mis espaldas.

Es que – se explicaron- comer es el ejercicio más estúpido del mundo, según nos lo describe, y solo puede compararse a arar en el mar o a esconder una vela encendida en un pozo y luego cerrarlo.

Díganme la causa- quise querer saber.

Pues la causa no precisa de excesivas consecuencias para hacerse notar- me explicaron los insulanos- porque si usted hace lo mismo que deshace, expulsando por un orificio lo que por otro introduce, actuará como Sísifo – no me dijeron exactamente Sísifo, aunque sin duda quisieron decírmelo- y echará a perder el trabajo realizado.

Es la ley de la naturaleza –argumenté- Nadie puede quebrantar la ley, exceptuando a la propia ley inquebrantable.

Pues esa ley no ha pasado por el parlamento de esta isla –me aseguraron- así que para nosotros no tiene aplicación.

¿Cómo no?- repliqué- ¿Acaso están ustedes fuera de la naturaleza?

No es eso- argumentaron con modestia los isleños- Es que la naturaleza está dentro de nosotros.

Son ustedes muy soberbios- volví a la carga por la rabia que sentí cuando me dieron una respuesta tan certera.

La soberbia está dentro de usted, no dentro de nosotros- me confesaron.

Desde entonces comprendí que hay que visitar muchas islas para comprenderse nítidamente a uno mismo. Y también comprendí lo que significa el verbo comprender, padre de todos los verbos, que consiste en asumir internamente a través de lo invisible – la ciudad sobrehumana y divina- la ironía perfecta y consumada de lo visible. Es decir, se necesitaba un sacrificio, y todos los espejos me acusaban. Aquellos isleños me trataban a cuerpo de rey, y aquello tendría que resultar sospechoso teniendo en cuenta que con tanta popularidad solo un mono era capaz de hacerme sombra. En la isla Reineta no hay oro ni plata, ni siquiera petróleo, sino solamente caucho y ambrosía. Lo demás es selva y arena, amén de algunas montañas y termiteros con vistas al mar amarillento, que algún profeta del Antiguo Testamento no dudaría en llamar con voz de quincallero mar de luz. Las más de las veces se disfrazaba de azul pero interiormente estoy seguro de que tenía este color, y la prueba de ello es que no hay nadie excepto yo mismo que pueda decir lo contrario.

Un día llovió bastante, aunque la lluvia caía sin mojarnos, pidiendo permiso y apartándose cuando se acercaba a nuestras ropas de gala. Determinamos todo el pueblo y yo excepto el mono, que a la sazón estaba entretenido con el periódico del día, como hacen los de su especie, de hacer una expedición al volcán del Ardiente Beso, que estaba domiciliado en el centro sur de la isla, para ir a recoger ambrosía y caucho, que como ya indicado, es lo que más abunda en esa región difícil de imaginar. Tomamos el Tren de los Troles – aunque los más de ellos eran Trolas, de sexo femenino-, unos seres mitológicos que calzan zapatos deportivos con una cámara de orgón y pueden desplazarse a muchísima velocidad, haciendo ondear sus cabellos largos y sucios, que se ponen de punta con el rozamiento del aire, dándole ese aspecto tan característico que hace que parezcan informales y feos, aunque yo los he visto quietos y doy fe de que son hermosos como cualquier entrañable alimaña. Gracias a su alta velocidad alcanzamos la cumbre del volcán antes de ver siquiera la base, y pusimos los pies en lo alto con mucho cuidado de no precipitarnos al lugar que habíamos sorteado. Vimos una enorme boca gigantesca que no nos dijo nada, pero que nos dejó estupefactos al mostrarnos una lengua de lava en su interior, una lengua muy larga, mucho más larga que la de un murmurador, y un poco más corta que la de una murmuradora, a la cual si le daba por echarse a conversar sería allí Troya para nosotros. Entonces sentimos miedo y comenzamos a arrimarnos unos a otros como para no coger frío, aunque de hecho, las nubes livianas se derretían en agua con el calor. Entonces, con unos prismáticos de noble plástico contemplamos la caverna incandescente del volcán y pudimos admirar la Morada de los Grifos, que construyen sus nidos con caucho y ambrosía – y un poco de betún de zapatos- y no cesan de escupir lava por sus picos de plomo, como grifos que son. Un grifo – para los naturalistas curiosos sea dicho- es un bichejo del tamaño de una cabra, cuadrúpedo y cubierto de plumas – actualmente, a causa de una modificación genética patentada por unos comerciantes europeos, tienen el cuerpo cubierto de billetes de dólar- y se dedican a construir nidos para sus polluelos, así como a acumular grandes sumas de dinero para concederse préstamos entre sí. En aquel momento estaban distraídos cotizando en Bolsa, que es un enorme pellejo de cuero de cabra lleno de excrementos de nácar que relumbran como una luna artificial – como esa luna de los astronautas-. Decidimos que yo bajaría a la lengua del volcán – la incandescencia de mi piel entre la incandescencia de la lava pasa desapercibida si no se mira demasiado- y que pondría una pica en las entrañas del desafiante beso de la tierra que estaba a punto de seducirme. Dicho y hecho. Veni, vidi, vici. Quiero decir, que me eché como un Empédocles al vacío de aquella sima de metal fundido que gemía como una parturienta para rescatar – ¡codicia humana, a dónde te precipitas!- oro podrido de bilis y ambición para llenar unos estómagos sin fondo. La codicia seduce incluso al más puro de los hombres, como sedujo a aquellos buenos moradores de la tenebrosa isla que flota en mitad del mar universal, sostenidos en la Divina Providencia. Vi a los grifos. Ellos me vieron a mí. Nos enfrentamos en una lucha sin cuartel, yo contra diez mil de ellos que gritaban y clamaban como un millón de demagogos. Los cogí a todos por la cola y los zarandeé en el aire hasta volverlos fuego puro que me hizo elevarme en la caverna volcánica como si estuviese en el ascensor de un misil. Me elevé por encima del dinero, por encima de los hombres de la isla, por encima de las ambiciones humanas, y pertenecí para siempre al territorio del cielo. Mi cabeza se metamorfoseó en una partícula de piedra durísima e indestructible, y cabalgué a lomos del palafrén del tiempo hecho sangre de fuego, esa misma sangre que somos, esa misma sangre de la verdad que se llama Espíritu, y que en una ocasión y para siempre se vertió sobre nosotros otorgándonos el don de la palabra. Ahora soy un héroe ejemplar que viaja por el cielo, más allá de los abismos volcánicos del pecado y la maldad humanos, hecho antorcha de santidad y libre y completamente feliz por consiguiente, como una forma que se hace materia en la mente de cada uno que la encuentra, comida y bebida de comprensión, de esa comprensión inaugurada por el que vino antes y está por venir ahora, por ese mar de luz en el que la isla se sostiene, y que no es otro que el vino de la alegría sobre el pan de lo imperecedero, fuente oscura nunca del todo conocida y perpetuamente sólida y manifiesta en el canto de toda forma».

Así concluyó el cometa el Cuento de la Historia, que siempre es la misma aunque narrada por generaciones diferentes. Aún así, no comprendí la causa por la que el cometa había quedado enzarzado entre las ramas de un árbol. «Fue un simulacro», me confesó, «como toda tu vida anterior. Ahora empieza tu verdadera vida, más allá de la isla de la tristeza, sobre las aguas del mar de la música». «Estoy enamorado», le dije, pero ya se había vaporizado en el espacio de rostro sin límites y de facciones emocionales.

Me quedé solo.

¿Dónde estaba la tonelada de rosas que le rendiría a mi amada en sacrificio?. No las veía por ninguna parte. Era de noche y el ballet de las estrellas relumbraba como un lejano espectáculo. ¿Qué tenía que hacer ahora cuando mi papel de ante-yo había terminado? Ni siquiera tenía nombre. «Necesito un nombre», pensé, «aunque sea conocido y vulgar». La calle estaba vacía y la plaza en la que me encontré con ella tenía la forma de una lágrima. Oí un ladrido. Era el Perro Pobre de mi última hora, cubierto de llagas, un tanto cansado de esperarme, famélico pero nunca rendido. Recordé el duelo con el enano de mi egoísmo, el disparo que había rebotado sobre el corazón, y luego el cometa que me había hecho comprender y despertar. «Solo falta ella», pensé. Intenté encontrar su mirada dibujada en alguna parte. Nada. Vacío sin intención de cambio. Y el Carnaval de los Elementos había desaparecido.

Ven – escuché una voz familiar.

No era el perro de mi Última Hora. No era el dragón del viento. Era su voz. Solo su voz de pie delante de mí, pero aún no la veía.

Mírame –escuché.

Miré de nuevo. El Perro Pobre estaba sentado a sus pies y ella me sonreía, me hablaba con un acento más antiguo que el tiempo, y con la suavidad de una caricia. El surtidor de la fuente había puesto fin a la noche cuando desperté en los brazos de mi madre con el nombre nuevo que me introducía en la vida: Amor.

De «Tríptico de la verdad»

 

LA CIUDAD DEL SENTIR

 

 

Buscábamos un Final. Durante toda nuestra vida buscábamos un Final, y en usted, el oído que escucha, lo hemos encontrado. La justificación sería la Carta de las Letras, que acabamos de sellar con su anillo argumental, el sol que nos alumbra.

No, usted no debe preguntar nada. Ya ha hecho todo lo que tenía que hacer, ha leído nuestra vida y nos ha interrogado sobre nuestras circunstancias. No queda nada salvo la espera, y esta es un paisaje sin árboles.

Fíjese. Le será sencillo leer esta carta pero le será muy difícil comprenderla si no sigue estas instrucciones. Antes de tratar de entender, lave su mente y únjala después con estos enunciados, átelos a las estrellas de sus pensamientos y colóquelos encima de los límites de las caprichosas facciones de la Tierra de la Memoria. Usted y yo tenemos algo en común, y es que no nos conocemos de nada, y por esa razón estamos en contacto. Trate de no romper esta tela hasta que termine la narración. Después, rasgue si quiere el lenguaje de las sensaciones y transfigure en una idea gloriosa como la luz lo que no es más que una heredad de hierba sin resplandor inteligente.

Éramos cinco hermanos, ¿recuerda?. Cada uno tomamos una mujer y nos fuimos de la casa de nuestro padre, que nos había criado, y depositamos un beso en la mejilla de nuestra madre. Fuimos a buscar un trabajo en la ciudad, como tantos jóvenes, huyendo de las tareas del campo, y lo conocimos a usted. Era un terrateniente rico, con muchos ganados y mucha servidumbre trabajando en sus eriales. Había automóviles caros a su puerta, y los comerciantes venían de lejos para proveerle de vituallas para su granja. Le pedimos un préstamo, ¿se acuerda?, porque los bancos cobraban muy caros los intereses y no teníamos con qué hacer frente a los pagos y a los vencimientos cuyas aguas diluvianas podrían llegar a rebasar la gola de nuestros cuellos. Mi mujer y la de Tomás estaban encintas y la de este último de siete meses, por lo que precisábamos ayuda inmediata. Nuestro padre no sabía nada de esto porque no se lo habíamos dicho con el fin de no preocupar a nuestra madre, que siempre rezaba por nosotros y se angustiaba con la más leve de nuestras tribulaciones.

Usted nos dijo esto, sosteniendo la azada en la mano derecha:

Puedo daros un trabajo provisional en mi granja para que recojáis los fondos necesarios para trasladaros a vivir en la ciudad. El contrato será por seis meses, pero con esta condición: todos debéis trabajar en la granja, incluidas vuestras mujeres y cobraréis un salario conjunto que os repartiréis entre vosotros según vuestras normas, porque yo no quiero mediar en vuestros conflictos ni intervenir en vuestras disputas.

Aceptamos. Al día siguiente Pedro, Ignacio, José, Tomás y yo, que me llamo Miguel y soy el más joven de los cinco, nos pusimos a trabajar en la granja. La jornada era dura. Había que levantarse a las seis de la mañana, llevar el ganado a pacer en las eras, ordeñar a vacas y ovejas, separar los terneros de sus madres, sacar de los establos el estiércol en carretas para abonar los huertos, dar de beber y de comer a las bestias y, por último, vigilarlas para que no contrajesen enfermedades. Todo esto lo hacíamos entre hombres y mujeres, interviniendo cada cual según sus posibilidades, como manda la equidad, sin desavenencias ni reproches mutuos. El patrón estaba contento. Comíamos a su mesa y a la de su mujer, y no nos peleábamos salvo por ayudar. El pan que comíamos era nuestro trabajo, y el vino que bebíamos nuestra alegría. Todos teníamos la esperanza de marcharnos pronto para la ciudad, pero por otra parte, sentíamos nostalgia de lo que dejábamos atrás y suspirábamos por el cariño que respirábamos en la granja. La explotación marchaba perfectamente. Sembrábamos y recogíamos a nuestro tiempo, quiero decir, los ganados se criaban estupendamente con nuestro trato y abarrotábamos el mercado de la feria con nuestras ofertas.

Pero no estábamos plenamente satisfechos, buscábamos un Final más allá de usted, de su persona, de su trato, de su afecto. Buscábamos otro Final.

La situación preliminar se hizo más tediosa cuando llegó su hijo, ¿recuerda?, su hijo que venía de estudiar en la Universidad. Era un grácil mozo como nosotros, pero con una cortesía aprendida en los centros de estudio, y con un metodismo ejemplar. Se llamaba Julio, usted le puso ese nombre. Yo diría que aquel rapaz tenía a la Sabiduría por hermana, tan bien hablaba que daba gusto oírle los días de invierno contar cuentos junto al fuego. Era la virtud de su padre y la alegría de su madre. Incluso los animales, ¡fíjese usted, los animales que no tienen uso de razón como nosotros, aunque sienten y hablan a través de nuestras emociones, lo reconocían como dueño y señor de toda la granja, y cuando él se acercaba, bajaban la cabeza! Le juro que es verdad lo que digo, si no, me callaría. Y este hombre, a veces, nos ayudaba a transportar el heno en las carretas, a manejar el tractor por los eriales para arar y sembrar el trigo que precisábamos para alimentarnos nosotros y los ganados, que eran cada vez más abundantes. No tenía reparo ninguno aquel hombre estudiado en echarnos una mano a nosotros que no teníamos estudios y trabajábamos a jornal en la casa de su padre, y cuando conversábamos no sabíamos qué decir delante de él. ¡Qué hombre! ¿Dónde se vio otro igual, dígame usted? ¡Y era su hijo, el que llevaba su nombre por el mundo! ¿Qué mayor consuelo puede haber para una persona mortal el ver que su hijo lo hará inmortal, como una voz multiplicada en las aguas del tiempo? ¿Qué cosa hay que pueda comparársele? Ni cien mil hectáreas de trigal se le comparan, ni otras tantas cabezas de ganado que podrían alimentar países enteros. Yo le digo con el corazón en la mano que no conocí en toda mi vida hombre como él, y esto lo digo para poder decir lo que viene más adelante, lo único que puede explicar este hecho, porque sin explicación, de poco nos sirven los hechos, por grandes o pequeños que sean. Yo vi que Pedro, mi hermano, se retiraba a hablar con él para preguntarle cosas de estudio, y se apartaba de nosotros para que no lo oyésemos, y ni siquiera le decía a su mujer lo que escuchaba de sus labios. Ignacio y yo, que somos curiosos, espiábamos detrás de la puerta del establo para escuchar lo que se decían a escondidas porque no se nos cocía el pan pensando qué se podían estar diciendo. Y las más de las veces no escuchábamos nada, pero poníamos la oreja como si nos fuese la vida en ello. Mi mujer ya había dado a luz una criatura y yo le puse mi nombre, como se acostumbra a hacer en el pueblo, aunque Dios sabía quién había tomado parte en el asunto, de tantos como allí éramos, aunque mi mujer ya estaba de meses cuando llegó a la granja. Y mi hermano Tomás también tuvo un hijo y le puso su nombre. ¿Y aquel hombre, Señor, no se me viene un día a la cuna donde dormía mi chiquillo y no le regala un sonajero de plata, se lo juro por mi pellejo, de plata y con varillas de oro? ¿Y no le dice esto, pecador soy yo a Dios, como si fuera su pariente cercano?:

Esto es para ti. Cuando crezcas, tendrás de plata los estribos de tu caballo.

Yo le dije:

Señorito, ¿qué he hecho para que me haga tanto bien?

Lo comprenderás más adelante- me respondió.

¡Que me maten si no era aquel el Final que estoy pronunciando a cada paso, que me maten si no lo sabía de antemano cuando nosotros tardamos tanto en comprenderlo! ¿No le dije que aquel no era un hombre solo, sino un ángel mismo, y que se sabía de memoria todo lo que estaba escrito y lo que más adelante se escribiría? ¡Cómo no lo va a saber, Señor, si usted es su padre! Es la costumbre que tengo lo que me hace repetir las cosas, aunque bien sé que usted ya sabe todo esto, y aún así se lo digo para que vea que tengo buenas intenciones, y que quiero dar ejemplo de buenas conductas, porque que yo no sea estudiado no quiere decir que no tenga corazón ni entrañas, a fe que no.

Pues con esto le doy a entender lo que me fijaba por aquel entonces en lo que nos acontecía, como si quisiera grabarlo en mi corazón mismo. Aquel mozo, su hijo, no había cosa que no hiciese bien, por pequeña que fuera, por liviana que pareciese. Y sabía contar chistes como el primero, a pesar de saber teología y esas cosas que se estudian en la universidad. No se me olvida una vez que estaba sembrando en el huerto unas nabizas y unas remolachas, y tenía la semilla en la mano y, como vi que era mucha –porque después usted, Señor, me reñía si dejaba el terreno muy castigado de la labranza- cogí los granos, que no eran ni granos de arena de lo pequeños que eran, y los tiré en el camino y los pisé, para que luego el amo, que era usted, no echase de ver que había perdido parte de la semilla. Y el mozo se acerca a mí de pronto por la espalda y me pregunta «¿Qué haces?», y yo con el susto no sabía qué responderle y balbuceaba como un niño, porque los hombres que no sabemos de letras, como yo, no hablamos tan deprisa como los que saben latín y estudian las ciencias del mundo, y a la hora de dar excusas las más de las veces nos quedamos con la palabra en la boca. Y entonces le dije muy quedo, como pidiendo perdón por el mal que había hecho:

Excúseme, señorito, tomé demasiada semilla y tuve que tirarla, porque su padre se enfada si abarroto el campo.

Así le dije. Pero él, que era hábil como nunca conocí varón, me replica:

¿No será más bien porque te da pereza el sembrar por lo que derramas la semilla? Nunca se tira una semilla, por pequeña que sea, porque los árboles nacen de las semillas, y de los árboles se hacen bosques. Y no te engañes, nunca se toma demasiada semilla, porque siempre hay más tierra de baldío que sembrada, pues la tierra no tiene término ni se termina en los lindes que les marcan los hombres. Siempre son escasas las semillas que se plantan con trabajo, y abundantes las malas hierbas que no se siembran.

No sé, señorito –le contesté- Es que su padre me riñe y yo soy un mandado de su señor padre.

Esto no ofende a tu obediencia –me dijo- Eres tú el que yerra. Lo que quiere mi padre es que no se siembre la semilla toda junta, para que unas plantas no ahoguen a las otras, pero no que no se siembre. Ese es el sentido del mandato. Así debes entenderlo.

Y, diciendo esto, se agacha él mismo y coge del suelo las semillas que había tirado una a una y se pone a esparcirlas por el sembrado como si nunca hiciera otra cosa en su vida, con una diligencia que no era propia de un hombre que se había pasado la juventud entre libros.

– ¿Lo ves? – me dijo riendo- Mira, Miguel, cada semilla es como un mundo o como una persona. Todas son necesarias e imprescindibles, porque todas glorifican con frutos al que las ha sembrado. ¿Acaso te glorificará el polvo del camino? ¿Pues entonces, cómo arrojas la semilla al exterior, donde es pisada y no da fruto? ¿Y cómo puede querer mi padre que se pierda su fuente de riqueza, el sentido de su esfuerzo? Quítate eso de la cabeza. Mi padre no quiere que no se siembre, sino que se haga bien para que todas las cosechas salgan a su tiempo y ningún fruto se pierda.

¡Qué manera de hablar tan concertada! ¡Qué razones tan bien puestas en su sitio que admiraban a quien las escuchaba! Después le decía esto a mi mujer y me decía ella que el hijo de usted era un hombre ejemplar al que nunca había visto hacer nada fuera de lo correcto y más allá incluso de lo correcto, porque no se conformaba con cumplir la ley que le debe el hijo al padre como hijo que es, sino que también procuraba agradarlo en todo, y ayudarnos a todos nosotros, que no le éramos a usted nada.

Pero buscábamos ese Final que estaba escondido ya en el Principio. Ese Final que le da dirección a los acontecimientos, porque los nuestros todavía no la tenían, como se verá más adelante si usted lee lo que sigue, aunque ya lo sepa de antemano pero le guste que alguien próximo a la verdad como yo, que soy ignorante y no miento, se lo cuente con palabras que no me salen de la boca como las de los charlatanes de la feria, sino del corazón.

Se lo digo así, de corrido. Era día de feria –ahora que saqué la palabra- y fuimos los cinco hermanos al mercado como era costumbre todos los domingos, para vender diez terneros. Nosotros, por la experiencia, sabíamos algo de tratos y no precisábamos quién nos dijese esto o aquello en tales negocios, pero ya sea por curiosidad o por vigilancia, su hijo, patrón, decidió acompañarnos en el camión que nos conducía, y que era suyo, como todo lo nuestro. Y nada más poner los pies en la feria, mi hermano Tomás, que anduvo cabizbajo todo el viaje, nos lleva aparte diciendo que íbamos a transportar los terneros y que necesitábamos que el hijo del amo no nos acompañase para terminar más pronto la tarea, por lo que él se quedó esperándonos bajo el toldo del mostrador, y ya separados de su hijo, se pone a hablar mal de usted y de su descendencia, ya diciendo que usted nos esclaviza para su provecho, ya contando testimonios falsos de cosas que usted hacía a escondidas y que no están bien vistas. Y, con estos cuentos, le dice mi hermano Ignacio, que era el mayor, enfadado:

¡Cállate! ¿No comes de su mano acaso?

Él se puso como una fiera y soltó no sé cuantos tacos maldiciendo, con perdón, la familia de usted. Todos nos pusimos en contra y le recriminamos su conducta con el peor apelativo con el que se puede tildar a un hombre, que es el de desagradecido. Pero yo me preguntaba por qué causa mi hermano se había puesto en contra del patrón y de su hijo, y encontré la explicación en esto: Mi hermano Tomás fue siempre el peor de todos nosotros, poco amigo de trabajar y por ello muy amigo del vicio. Por esta razón tenía la costumbre –desde que nos habíamos puesto a trabajar en su heredad para reunir dinero- de distraer parte de los frutos de la hacienda que le debíamos como obra y de venderlos por su cuenta para obtener lucro secreto. Eso es un robo, y todos los robos hacen del hombre una bestia que no puede vivir en sociedad y que debe ser encarcelada y castigada y separada del resto de sus semejantes, porque pone en peligro la paz de la convivencia e introduce en los demás el veneno de la discordia. Haciendo esto, un día el hijo del patrón le descubre, porque su hijo vigilaba como ninguno, y le dice que no está bien lo que hace. Esto él ya lo sabía, y se molestó de que se lo recordasen, porque cada día se lo recordaba la voz inteligente con la que había nacido. Y no le dijo nada más, ni lo castigó, y esto lo enfadó muchísimo, porque se creyó a merced del hombre que había sido testigo de su robo y que en cualquier momento podía levantar la voz a su padre no para decirle que había robado y lo había desobedecido, sino también que, amonestado por él mismo, era un reincidente y un malhechor. Por este motivo lo odió a escondidas, y este odio creció –pues el odio crece más deprisa que la hierba- y se extendió también al padre, que a través del hijo obraba. Y esta fue la chispa mínima que encendió la paja de la contienda, pero nosotros entonces no sabíamos nada de eso hasta que el Final nos lo contó. Tomás, viendo que sus argumentos no prosperaban, atacó por el punto más débil, por nuestra esperanza:

Vosotros habéis ido a trabajar para obtener dinero con el fin de viajar a la ciudad y emplearos allí, ¿no es verdad?- nos interpeló.

Sí- contestamos.

¿Y quién os dice que el patrón nos retiene y no nos da el jornal que nos pertenece solo para que nunca podamos viajar a la ciudad y para que nunca dejemos de servirle?.

El patrón nunca haría eso- confesó Pedro- Es un buen hombre.

Y su hijo nunca lo consentiría, porque siendo la imagen viva de su padre – reveló José- nos defendería delante de él y delante de él declararía nuestros méritos, pues es testigo de todo lo que hacemos.

¡Qué poco sabéis!- exclamó Tomás- El hijo no siempre estuvo con el padre. Estuvo fuera, en la universidad estudiando, y allí, ¿quién sabe lo que hizo? A lo mejor era un ladrón. Y después, para heredar al padre, se hizo pasar por buen hijo. Nosotros ya conocíamos al padre antes de que viniera el hijo, pero al hijo no lo conocíamos antes de conocer al padre.

El hijo es como el padre, y el padre como el hijo – dije yo- solo que el hijo se manifestó después del padre, porque vino después –así lo vimos venir nosotros- y nos enseñó para que pudiéramos servir mejor al padre, porque este, al ser el patrón, por razón de oficio siempre mantuvo la distancia con nosotros, y su hijo, por medio de sus enseñanzas, nos vinculó con él, de modo que ahora somos como una familia, como hijos adoptivos del patrón, gracias al amor que nos tiene el hijo legítimo.

¿Sabes tú acaso si es legítimo o hablas por conjeturas? – habló aquel terco de Tomás- ¡Qué poco mundo tenéis! Yo no he nacido ayer, y he visto salir el sol algunas veces, y tengo el mapa del tiempo grabado en la piel. No hay quien me engañe a mí ni quién me diga cuántas son cinco. La intención del muchacho es esperar la muerte de su padre para heredarlo, y una vez hecho esto, aprovecharse de nuestro trabajo y reducirnos el jornal, porque sabe que después de tanto tiempo como transcurrió desde que salimos de nuestra casa estamos a su merced. Por eso de momento, el salario es bajo para que hasta la muerte del padre no reunamos lo suficiente como para viajar a la ciudad y hacernos ricos. Quiere que seamos siempre sus servidores, y nos retiene engañándonos, y el padre lo sabe y lo consiente.

¿Qué pruebas tienes de tal cosa?- preguntó Ignacio.

La experiencia de mi vida es mi prueba- contestó el malvado- él me confesó un día que cuando falleciese su padre, él mandaría sobre todos nosotros.

¿Te confesó eso?- pregunté- A lo mejor quiso decir otra cosa y tú entendiste eso, porque piensas mal.

Entonces, con la rabia que cogió después de que yo dijera esto, se puso a jurar y a perjurar que había querido matar a su hijo y al mío, con otras mil acusaciones que salieron de su boca como sapos y culebras sobre nosotros, para tratar de convencernos con alaridos de lo que no podía darnos a entender con razones. No sabíamos que era su pecado el que hablaba por él, y como era nuestro hermano le creímos. ¡Malditas calumnias, víboras del mal, que no pudiendo vencer por vuestros medios, tratáis de convencer de sus acusaciones a los débiles, y de llevarlos como ciegos al precipicio! ¡Malhaya de los calumniadores, que quieren recoger donde no sembraron, que quieren arruinar a quién no pueden vencer, lenguas que incendian las voluntades y puertas abiertas a la discordia y a la destrucción! Pero nunca vencerá una calumnia a un testimonio, y este mío, que no es más que un Final, es la prueba de que digo verdad.

Volvimos junto a su hijo turbados, y como éramos hombres poco dados a encubrir nada, se nos notaba mucho que veníamos atormentados por un presentimiento o una culpa. Su hijo nos preguntó qué nos ocurría, y como nadie despegaba los labios para contar lo sucedido, el joven se turbó en extremo –porque nos quería, de no ser así no se hubiese turbado- y nos riñó diciéndonos que no podía haber rencillas entre los trabajadores de su padre, porque ponían en peligro la seguridad común. Todos callamos, pero aquel demonio de Tomás alzó su voz atrevida y petulante, como la de aquel que no sabe lo que dice y por esa causa se enoja contra el que le contradice, y dijo gritando:

-¡ Usted no manda sobre nosotros, sino su padre!.

– Pero yo soy el apoderado de mi padre, de modo que todo lo que yo digo él lo confirma, y todo lo que él dice lo confirmo yo- contestó su hijo pacientemente.

– Nosotros nada sabemos de ese negocio –arguyó Tomás- y solo obedecemos la autoridad de quien nos contrató.

– Pues entonces no respetáis la voluntad de mi padre, que es esta, e incumplís su mandato al que estáis obligados por contrato- declaró su hijo demostrando sus estudios y su doctrina.

– Este hombre es un impostor- dijo Tomás señalándolo con el dedo queriendo metérselo por los ojos- Nosotros no somos sus criados. Él no nos paga. ¡Vámonos de aquí! ¡No tiene derecho a exigirnos nada!

Y diciendo esto, tomó el camino para marcharse. Entonces su hijo, ¡se me llenan de lágrimas los ojos al contar esto, Señor!, queriendo castigar su denuesto y su mala conducta, le dijo:

– Quedas despedido. No vuelvas a poner los pies en la casa de mi padre.

– ¿Quién eres tú para impedírmelo?- protestó el malvado- El dueño no eres tú, es él. Y si él me despide, por tu culpa lo hace, porque eres su hijo y te hace caso, pero no por dictamen de la verdad.

¡Qué sabía él de la verdad, maldito sea por siempre! ¡Él, que había sido el inductor de la reyerta, la mecha del Crimen! ¿Por qué no le hicimos caso a su hijo, Señor, y preferimos creer al demonio aquel solo porque era nuestro hermano?

Ahora mismo- dijo- ahora mismo tomo a mis hermanos de grado o por la fuerza y me voy.

No harás tal- contestó el hijo- porque si por fuerza obras, por fuerza yo te lo impediré.

Tomás se volvió riendo hacia nosotros como el malhechor que cree que ha llegado el momento de consumar su delito. Nosotros estábamos paralizados, confusos, hechizados, y no sabíamos qué hacer ni qué decir. Entonces lo vimos. Vimos la sangre del Crimen, vimos, ¡oh, perdónenos, Señor!, a su hijo ensangrentado rodando por el suelo, con cinco heridas de cuchillo, una por cada uno de nosotros, en su divino cuerpo, que solo entonces compadecimos verdaderamente. Sus últimas palabras fueron para nombrarlo a usted. Después ladeó la cabeza, gimió entregando su alma al viento como el ángel que lo había de conducir a la morada de las luces y de las explicaciones, donde el sol es el único paisaje. Tomás lo miró de pie, con saña y un temor que le recorría la columna vertebral, y sostuvo el cuchillo goteando sangre sobre su mano derecha, sobre la mano que debería haber cortado antes de… ¡Señor, me cuesta acabar mi oración que es un cuento que usted ya conoce, pero tengo que hacerlo, tengo que dar testimonio porque su hijo lo merecía y me sale un lamento del alma, de modo que creo que mi alma es tan solo un lamento, es la propia sangre de su hijo!

Tomás estaba de pie, como una estatua frente a su víctima, y en aquel momento juraría que tenía tanto miedo que preferiría haber muerto y no sobrevivir a su homicidio, o bien sabía, tal vez, que él también había muerto y ahora solo quedaba de él el infierno de la culpa. Todo esto había sucedido cuando regresamos de la feria y nadie nos había visto, salvo los animales y las bestias del campo. Ellos, siendo irracionales como son, estaban horrorizados y olían la sangre, cuyo grito ensordecedor les decía: «Venid y ved al Hombre muerto, venid a ver el Crimen consumado y saciaos con las entrañas del caído». Pero el caído no era su hijo, sino nuestro hermano Tomás, de modo que el primero estaba vivo para nosotros y el segundo había muerto, y la verdad y su figura se habían trocado para cambiar para siempre el Tiempo y unir el principio y el final, ese Final que esperábamos.

Estábamos todos perdidos, todos condenados y todos asustados. Ignacio fue el primero que preguntó a Tomás:

¿Qué has hecho?

Y la máscara de la muerte cabía en esa pregunta. Tomás no respondió. Tiró el cuchillo al suelo y dijo:

– De esto, ni una palabra a nadie.

Pero de pronto y sin saber muy bien cómo, Señor mío, nos echamos los cuatro sobre él y Pedro le dijo:

Entrégate a la justicia o eres hombre muerto.

¿De qué parte estáis?- se revolvió hacia nosotros con un semblante que parecía el de un lobo el maldito criminal- ¿Sois o no sois mis hermanos? ¿O acaso os ha comprado ese hijo de perra?

Sí, nos ha comprado- me adelanté a responder- Nos ha comprado con la sangre que derramaste.

Él, hecho una furia, trató de huir, pero lo sujetamos entre todos y apenas podíamos con él, porque tiraba con la fuerza de un toro bravo.

-¡ Si queréis entregarme, será con los pies por delante!- exclamó arrebatado de ira, y trataba de mordernos las manos como una fiera y no como un hombre, aquellas manos que había estrechado cuando era niño.

– ¡Estáte quieto, estáte quieto o lo vas a lamentar!- le gritaba Ignacio, pero él seguía bufando como si tuviese la rabia, y en uno de sus intentos por liberarse de nosotros, me golpeó con el puño en la mandíbula y me tiró al suelo. Mientras estaban mis hermanos preocupados por mí, logró escaparse mientras gritaba:

– ¡Nunca iréis a la ciudad, hijos de perra! ¡Os han engañado! ¡Os han engañado!

Estaba demente y se precipitó hacia la carretera, sin saber a dónde dirigirse para estar seguro. Un criminal que no ha purgado su crimen no está seguro en ninguna parte. El cielo se enturbió y empezó a llover. De repente, José quiso decir algo y gritó a pleno pulmón:

¡Cuidado!

¡Vete a la mierda!- le respondió el criminal ( ¡Señor, no puedo llamarlo ya por su nombre!)- ¡Vete a la puta mierda, hijo de perra!

No tuvo tiempo de decir otra cosa, cuando el impacto de un camión lo arrolló como a una hoja de álamo, y dejó la carretera teñida de su sangre culpable. El conductor ni siquiera lo vio, y cuando pasó (¡Válgame usted, Señor, para contar esto!) hizo crujir sus huesos contra el pavimento de la carretera. No he podido olvidarme de ese sonido terrible, parecido al de una trompeta que se escucha desde todas partes, y al que no hay manera de eludir. Su cadáver quedó descuartizado y sin memoria, porque aún hoy tratamos de olvidar que tuvimos un hermano y que vivió entre nosotros, pues su imagen ha desaparecido sin dejar rastro. A su hijo lo tomamos en brazos y lo trajimos hasta su casa entre lamentos y lágrimas tristes.

¡Pero no puede ser este el Final que esperábamos, porque no esperábamos este Final! ¡No, Señor, un justo no puede morir así, un justo no puede morir!

No quiero decir lo que aconteció cuando llegamos a su casa, porque su casa no estaba en el mismo lugar en el que la dejamos. Ni usted tampoco estaba. Ni la granja, ni los ganados, ni los coches a la puerta del establo. No estaba lo que tenía que estar. No estaba.

Lo buscamos y no lo encontramos. Pero en cambio vimos en el monte a su hijo, vimos en el horizonte a su hijo, y en las nubes y en los pájaros, y en los mares cuyo oleaje llegaba hasta nuestros oídos, y en las altas estrellas, y en el cielo añil y negro. En todo estaba su hijo. Su voz nos llegaba desde todas partes y su sangre estaba en la nuestra, su ser en el nuestro, y su corazón asesinado era el nuestro vivo que latía como siempre, sin término. Y a usted también lo vimos finalmente, pero cuando le miramos al rostro, no vimos su rostro, sino el de su hijo. Y estábamos ya en la ciudad.

Nuestros cinco sentidos no esperaban otro Final.

                                                                       De «Tríptico de la Verdad»

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL REY Y EL POETA

  
 

Su nombre es Luis, su nacionalidad, francesa; su condición, humana. Tuvo la fortuna de no nacer en una barraca de los alrededores de París, la ciudad de la vanidad y del atractivo telón del vicio. Lo bautizaron con el título inherente de Luis XIV, delfín de Francia. La fiesta de la coronación –su entrada a la vida pública- se hizo en Reims, donde unos siglos atrás San Remigio había bautizado al bárbaro Clodoveo. Desde entonces, ninguna ocupación diferente a la de sentarse en un trono de marfil y tapices de Holanda ha inquietado al joven soberano. Luis esgrime magníficamente, monta a caballo magníficamente, baila magníficamente, come magníficamente y se ríe con mucha gracia. En invierno le gusta jugar al billar en compañía de los cortesanos a los que vence siempre y jamás avergüenza, porque ellos no viven para otra cosa que para servirlo. En eso se divierten. En verano, Luis prefiere el juego de pelota, los simulacros de batalla, en las que se comporta como un Alejandro o como un César, y los desfiles y carruseles a la vista del pueblo que lo admira. Ha leído en Tácito: “Con la distancia aumenta la majestad”. Lo creyó un buen consejo. Por aquel entonces se estaba edificando la ciudad del Vaticano, domicilio de la Santa Sede en la tierra. Sin saber cómo, un día empezó a experimentar una molestia en el vientre, no podía dormir por las noches y le dolía la cabeza. Los músicos venidos de Alemania no conseguían adormecerlo, y las canciones y los conciertos le aburrían. Cuando su confesor le preguntó lo que le ocurría, no supo qué responder. “Estoy molesto, muy molesto” decía, “ estoy molesto con ese Emperador de la Fe que vive en Roma. Tiene una casa mejor que la mía”. “Es un pecado de envidia entristecerse con el bien del prójimo” le aconsejó el confesor, “la ley del amor, revelada por Nuestro Señor Jesucristo, pastor de la humanidad, prohíbe tales conductas”. Desde entonces se alegró mucho, porque se le ocurrió una idea para llevar a ejecución la sentencia de Tácito. Dispuso que una parte importante del presupuesto del Estado se emplease en la construcción de un palacio digno de su persona. Cuando algunos ministros le informaron de que semejante medida podía producir males en el reino, y perjuicio para el Estado, él respondió con simpatía: “El Estado soy yo”. Y sonrió pensando: “Estoy matando dos pájaros de un tiro: sigo el ideal clásico y purgo el pecado de la envidia”. Mandó contratar a pintores, escultores, arquitectos e ingenieros de Italia, donde estaba el motivo de su malestar, y retiró con un gesto abundantes hectáreas de terreno para edificar una Corte a su medida. Lo que a él le preocupaba infinitamente era la tardanza en la edificación de su vivienda-ciudad, donde, para evitar enfrentamientos, encerraría en habitaciones de mármol, coral y pétalos de rosa a cada uno de sus cortesanos, y les daría vestidos nuevos y un ceremonial elaborado para saludar en público. Allí trabajaron, en la comarca de Versalles, los artistas del Renacimiento y del Barroco, el último grito de la moda de las naciones europeas. Quiso ser original, además de magnánimo, y ordenó a Colbert, Harduin- Mansart, Le Notre y Coisevox que se encargaran de la dirección de un diseño cartesiano, glamuroso, reticulado, y en palabras de Verlaine, encantador. Resultaban imprescindibles unas buenas vistas, unos jardines surcados con fuentes de cisnes y reproducciones imaginarias de divinidades paganas, espectáculo, ante todo. Las estancias del palacio debían ser tan sutiles como burbujas, tan tersas como algodones, tan elevadas como un sueño. Sobre todo, tenían que distraer la mirada de lo vulgar, porque lo vulgar es el aburrimiento, la sensación insoportable de no saber qué hacer y la angustiosa caída en la cuenta de que no hay nada que hacer. El Palacio debía ser, por lo menos, tan grande como el Vaticano y no menos divertido que aquél, porque si esto no se lograba, se corría el inminente riesgo de echar a perder la obra que tanto caudal había costado, por no encontrarse a la altura de las pretensiones del monarca. Una vez terminado el palacio, cuya fachada se repartía entre dos hemisferios, los jardines ortogonales con floraciones matemáticas y la vasta región del París incógnito, dominado por la enfermedad y la pobreza, la suciedad y el mal olor, el Rey se instaló en él –en sus propias palabras o similares: “al igual que el Sol en su circuito celeste”- e hizo los honores a un prodigioso servicio de manutención y comodidad aristocráticos. Años atrás el médico Jean Nicot había hablado de las excelencias de una nueva panacea traída del Nuevo Mundo, donde los hombres y las mujeres todavía se comportaban como niños, una hierba mejor que la de Ulises, cuyas hojas secas se fumaban para prevenir el dolor de cabeza y otras molestias corporales, a modo de analgésico tan milagroso que ponía en segundo orden de importancia las reliquias de los cruzados o la capa de San Martín. Su nombre era tabaco, y a Luis le encantaba aspirar su exótica esencia contemplando un cuadro de algún artista alegórico en el que se representaba al Redentor en figura de pastor crucificado en un monte, a cuyos extremos se encontraban el jardín del Edén y la torre de Nemrod. Entonces se le ocurrían sus mejores máximas que anotaba en un cuaderno de piel de ciervo sobredorada, como por ejemplo: “La verdad nunca miente”, “Un Rey cristiano ha de imponer la fe a los que no la tienen, y combatir a protestantes, judíos y hechiceros a sangre y a fuego, para vengar a Nuestro Señor y aliarse con el Papa”, o aquella tan celebrada por el ministro Colbert, que afirmaba: “Nemrod era un buen tipo, pero se equivocaba en el método, porque no construía con cemento, sino con brea, y por eso fue maldecido por Dios, amante como buen Creador de los edificios sólidos”. Aunque solo fuera por estos intervalos de inspiración, merecía la pena ser el Rey de Francia. De todos modos, aparte de la teología y de la filosofía de su propio real cuño, también era experto en arte, y lo hizo notar especialmente un martes por la mañana del año 1670 – la fecha es histórica, notoria y renombrada-, cuando se encontraba paseando por el Salón de los Espejos, donde siglos más tarde el país de los teutones se asombraría después de ganar una guerra y donde, un poco más tarde se pondría fin a otra. Todo empezó así: se acababa de tomar su chocolate hervido con canela cuando mandó llamar al escultor Bernini, que a la sazón se encontraba en Versalles tras abandonar la corte papal y le preguntó, mirando el cuadro alegórico del Pastor Crucificado en el monte verde, con la sangre salpicando el suelo donde crecía la hierba, qué le parecía la escena. Bernini, experto en la ciencia de la adulación, la principal de todas, la cual había aprendido en sus años de trabajo en la Santa Sede, le confesó que nunca había visto nada tan bello, ponderando la maestría del pintor por encima de Zeuxis y de Apeles. Pero se sorprendió al ver el ceño fruncido del monarca, y su sonrisa de ironía cuando le dijo: “A ojos profanos el cuadro es bello, pero un educador del estilo como soy yo” – y se detuvo después del pronombre personal que se refería a su sagrada persona- “sabe que la sangre de Cristo desluce bastante con la placidez bucólica del cuadro, con ese rojo intenso, casi cardenalicio, tan impropio de una escena pastoril a la manera de Dafnis y Cloe, de Celadón, de Coridón y Alexis o de la Arcadia de Sannazaro. Se ve que el pintor era italiano. Estos excesos de Caravaggio no combinan bien con el estilo francés. Yo sustituiría” –confesó guiñando el ojo- “el color rojo por el color rosado, mucho más agradable, menos violento, que invita al recreo y festeja con mayor suavidad los recursos y efectos del conjunto”. Aunque Bernini no era pintor, no dejó de encomiar el juicio sabio del monarca, comparándolo con Salomón, que no hubiera tenido un acierto semejante planteado el caso. Mientras se extasiaba al místico modo en piropos al Rey-Sol, Hardouin-Mansart, que tuvo oídos invisibles para escuchar la conversación, no quiso quedarse atrás en los elogios y evitar alguna migaja de benevolencia que cayese de las manos del monarca. “Majestad” reconoció, “En todos los años que llevo de servicio de su real persona, y en todos los años de mi vida cortesana, no he escuchado una opinión más acertada que la vuestra. ¿Por qué, diamante de Francia y sol de las naciones, no lleváis a ejecución vuestro propósito? Decir, en vuestra lengua, equivale a hacer, pues fuisteis coronado por el mismo Dios para orgullo de Europa y del mundo, que imita a Europa. No digáis, oh Rey, quiero, sino hago. Lo que sale de vuestros labios es ley para los hombres de carne y sangre del Reino, a quienes protegéis con vuestra mirada de padre y defendéis con el legítimo título de señor natural”. Por supuesto, el soberano ni se fijó en estas chamarilerías ni zarandajas oídas tan a menudo que llegaban a producirle espasmos de indiferencia, lo mismo que un travieso niño cuando hace sonar los cascabeles marchosos de su sonajero. Tampoco se impresionó mucho de que aceptaran su idea, pues una real idea es una ocurrencia que, como el cómodo adjetivo indica, lleva la ejecución aparejada en su mismo real término, y no cabe duda de que, por muy imaginaria que esta sea, ha de ser real definitivamente. Desde entonces, el color de rosa alegró un poco más al monarca, quien cada vez que paseaba por el Salón de los Espejos, cuyas lunas artificiales multiplicaban su figura, recordaba escenas galantes con mujeres de todas las condiciones, que lo abrazaban ardorosamente entregándose a él con gesto apoteósico, aprendido, y mientras practicaban el acto conyugal propio de animales y hombres, que Adán y Eva se avergüenzan de confesar, no parecía sino que la mujer amada en cada momento, cuyo rostro jamás se repetía, creía acostarse con la estatua de un héroe, y no con un hombre de estatura normal y ademanes tan grotescos como los de cualquiera. Admirado de su virtud y resolución, acudía cada mañana al Consejo de Estado con peluca empolvada y bucles sibaríticos, manto de armiño, chapines de tacón con un simpático lazo único en el mundo y cetro de oro y gemas que exhibía con aplomo. La corona no la llevaba porque le pesaba bastante, aparte de ser una costumbre medieval, arcaica, que no estaba a tono con el movimiento de regeneración de la moda francesa. Antes de que Luis se sentara, los consejeros debían levantarse y saludarlo, imitarlo cuando se sentasen de nuevo y observar el vuelo de las moscas – no abolidas todavía por Real Decreto aunque si difamadas por los discursos intempestivos del amo de llaves- en torno a los bustos de antiguos emperadores romanos, elegantemente decorativos, antes de aterrizar en los tapices que representaban batallas nacionales. Acto seguido, el Rey dejaba que todos hablasen hasta cansarse sobre la política interior y exterior, y cuando terminaban extenuados con la lengua saliente como los perros, decía: “Bien, ahora va a hablar Su Majestad” –siempre en tercera persona y con voz grave de tuba- “El caso es el siguiente: el Rey no quiere dar audiencia hoy porque está cansado de que sus cortesanos abusen de su benevolencia y le proporcionen amarguras con el levantamiento de las Provincias Unidas, los asuntos de Indias, la guerra contra los protestantes y el Gran Turco, el ascenso desagradable de la casa de Habsburgo y la acuñación de la moneda según el metal disponible. Ahí tienen a Colbert” decía señalando a un consejero lampiño y ojeroso, “el Rey lo ha nombrado Ministro de Hacienda para algo. Escúchenlo como un oráculo, porque lo estoy ordenando de forma bastante clara. En representación del invencible Luis XIV, cuyas hazañas están inmortalizadas en la columna Vendôme, superando a las de Trajano, les doy licencia para que se vayan vuestras mercedes al cuerno”. Y dicho esto, se marchaba de la Sala de Audiencias a sus aposentos, no sin antes girar sobre sí mismo y apuntar con picardía, “pero cuidado con lo que vuestras mercedes dicen, que el Rey lo ve todo”. Una cordial carcajada lo despedía y, acto seguido, Colbert comenzaba a promulgar las directrices del Gobierno. Esto entretenía al monarca de las tediosas obligaciones inherentes a su sacrificado oficio. Por la tarde paseaba por los jardines de Versalles con los dignatarios de Europa que acudían cada día a visitarlo, se disfrazaba de pastor – pues tenía en su mente aquel remoto cuadro del zagal de sangre recientemente rosada- y se entrevistaba con alguna dama de la nobleza por la que bebía los vientos desde hacía cuatro días. Visitaba la Gruta de Apolo, cuyo semblante era el suyo, celebraba suites y bailes galantes en el Trianón, iba de caza con arcabuz español y una jauría de perros y de criados, subía con deportiva parsimonia los Cien Escalones, se reía libremente en la alameda de los Monigotes, se emborrachaba disfrazado en el estanque de Baco, se burlaba de los jansenistas, herejes consumados que no sabían leer a San Agustín, y de los quietistas de Miguel de Molinos, adoradores de las piedras, en el Gran Canal subido a una góndola incrustada de nácar, menospreciaba la columnata de la Plaza de San Pedro que no tenía la serenidad de la suya, tomaba un café tres veces al día con nata recién ordeñada, jugaba a los naipes con el duque de Orleáns y se enfadaba cuando le ganaba la baza, abusaba del jengibre, del clavo, de la canela y del azúcar en las comidas, oía misa los domingos con celebrado continente en los Inválidos y con semblante piadoso en su capilla privada, se enfrascaba en lecturas de Plutarco y mandaba leer a las doncellas pasajes de las Mil y Una Noches cuando padecía insomnio, discutía con la Reina Madre sobre asuntos amorosos con mozas plebeyas, y finalmente, hacía sus necesidades en un inodoro de marfil patentado por Isabel I de Inglaterra. Cuando disponía de tiempo libre, daba un breve paseo por los alrededores de París con numerosa escolta – había que prevenir atentados como el padecido por su antecesor Enrique IV- y regresaba pronto a casa para no resfriarse con los aquilones septentrionales. Al pueblo, lo que se dice al pueblo, la comunidad orgánica de sus súbditos, no lo conocía más que de oídas, por lecturas de la Antigüedad, que lo presentaban –por ejemplo, en época de Nabucodonosor de Babilonia, aquel que soñó con una estatua de metales preciosos destrozada por una piedra lanzada por Dios, que representaba las cuatro edades del mundo exterminadas por el Tiempo- como un sujeto radicalmente necio, cuadrúpedo y mudo, aunque terrible si se enfadaba demasiado, y capaz de las mayores abominaciones, como la adoración del becerro de oro por encima de los mandamientos divinos y de los preceptos de los sabios, imagen del Dinero conquistador de voluntades plebeyas. “El pueblo se compra con dinero” pensaba Luis al pie de su buró de madera lacada de Brasil rubricada con las iniciales de su nombre. “¿Cómo, pues, gobernar para semejante bestia repulsiva?. Gente sin linaje, que sería capaz de apropiarse de las tierras que por derecho a la nobleza y a la monarquía pertenecen, valientes que con el acero de sus armas aseguran la paz de todo el orbe. ¡Malditos! Así padecen enfermedades, malas cosechas, guerras y castigos”. Daba un sonoro puñetazo en la mesa fabricada por un carpintero flamenco con viñetas que reproducían escenas de la vida de los reyes de Francia, desde Hugo Capeto hasta él, recreada en una viñeta mayor que la del resto su gran cabeza, testa absoluta que dejaba que desear a la de Luis IX el Santo. Seducido por los caramelos argumentales de Maquiavelo y de Hobbes, a quien consideraba el Padre del Buen Gobierno por lo bien que hablaba de los soberanos como él, entornaba los ojos, mandaba llamar a su ayuda de cámara, y le explicaba con acalorado acento: “Algunas malas lenguas de las Cortes europeas se atreven a hablar mal de mí, como esos jenízaros de las Provincias Unidas o el mismo rey de España, imitador ridículo de Carlos V. Está bueno, y ¿qué te parece de lo que ha ocurrido en Inglaterra, eh? ¡Dímelo! ¿Qué te parece de lo que ha ocurrido en Inglaterra?” El ayuda de cámara, un anciano de setenta años contratado por Luis XIII por consejo de Richelieu, que era un tanto pariente suyo, confesaba bajando la cabeza, con insegura voz: “Majestad. Desconozco lo que ha ocurrido en Inglaterra”. “¿Cómo?” se escandalizaba el Rey, “¿tan poco sabes?”. “Es que” se excusaba el criado, “Vuestra Graciosa Majestad, hace algunas semanas ha aprobado una pragmática por la que se condena a la horca a todos cuantos difunden las noticias de Inglaterra, y yo, por no contrariar las órdenes de la muy justa pragmática, me abstuve de conocer nada de lo que con tal asunto se relacionase”. El monarca bajaba la cabeza ante sus propias órdenes: “Bueno, bueno, si lo he dicho en una pragmática no hay nada que hacer ni que decir” reconocía, “pero, con todo, ¿qué te parece, con sinceridad, lo de Inglaterra? ¿No te parece mal?”. “Si a Vuestra Merced le parece mal, a mí también” declaraba el servil criado. “¡Pero hombre! ¿No tienes criterio? ¡Te estoy preguntando para que me digas la verdad, no para que me adules, pardiez! ¡Tienes menos cabeza que un mosquito! ¿No te das cuenta de lo que supone condenar a muerte a un Rey y proclamar una República pagana, fundada por un hijo de presidiario, por ese sacamuelas de Cromwell? ¿Y todo por qué?, por que ese Carlos I, imitador mío, disolvió el Parlamento y declaró la guerra a Irlanda, especie de Borgoña inglesa donde todo está permitido, y gastó en financiar la campaña todo el erario público, y después los irlandeses lo hicieron perder… ¿Te parece bien eso? Di, ¿te parece bien ahorcar a un Rey soberano? ¿Qué te parecería si el día de mañana a alguno de mis descendientes fuera sacrificado en el patíbulo? ¿Estarías contento, eh, bribón?” El criado se apresuraba a decir: “No, señor, sería un pecado contra Dios y un delito contra la Patria”. “¡Ah, claro, qué bien te lo sabes!” exclamaba el Rey apuntando con la fusta de plata y esmeraldas a su interlocutor, “¡Es muy fácil aprenderse la lección de memoria, como tú y cualquier súbdito del Tercer Estado que se precie, pero quien soporta el yugo de la política sabe lo difícil que es ponerle el freno al caballo! Si no fuera por Mí” y este pronombre lo elevaba en un puñado de decibelios por encima de su timbre habitual, “Si no fuera por Mí, que me da asco el Parlamento, donde todos hablan y nadie se entiende, porque todos están comprados por treinta monedas de plata, ¿qué sería del Estado y de la aristocracia? ¡Hola! Estaríamos en el país de los Lestrigones o en el de los Caribes de Ultramar… Aristóteles dice muy claro que vale más un buen gobernante que muchas leyes, y los romanos, tras un lapso de conjura republicana derivada de los excesos de Tarquino, proclamaron el Imperio con los Césares descendientes de Eneas, alabados por Virgilio y por Tito Livio, y eso te da entender –pues los romanos son los autores del Derecho de Gentes- que el mejor sistema de gobierno es la monarquía, la monarquía absoluta, como la de Carlomagno y la de los califas musulmanes, que tuvieron en jaque a Europa desde el siglo VIII, y todavía hoy nos dan guerra los otomanos en Tierra Santa… Si el día de mañana Europa, cuna de la cultura y de la religión representadas en Grecia y Jerusalén respectivamente, se volviese democrática, y todos fuesen iguales que todos para todo como los salvajes, ten por seguro que se acabaría el mundo… Los validos del ejército fabricarían piezas de artillería que destruirían pueblos enteros, exterminando naciones como quien se come un pastel, y sobrevendría el Apocalipsis para los principios de la razón y del sentido común… Sería peor que una herejía, más terrible que la Reforma de Lutero, tan nefasta como el Diluvio Universal… Porque has de saber tú, bergante, que esos degenerados seguidores de Copérnico y de Galileo, que niegan el tenor literal de las Sagradas Escrituras, están conspirando para apropiarse del mundo con fórmulas de alquimia y leyes astronómicas; quieren saberlo todo, como esos presuntuosos de Descartes, Leibniz y Newton, que se oponen a la teología del Concilio de Trento, y quieren invertir el orden de las naciones para que la plebe sea noble y la nobleza plebeya. Ese Leviatán invisible amenaza los tiempos venideros, y solo yo lo veo venir. Dentro de unos cuantos siglos habrá una Revolución, las langostas de la ciencia se comerán a los hombres, si no ponemos remedio a estas nefastas novedades que son nuevos ídolos que pretenden ocupar el altar del Ser Supremo. ¿No crees que mi dirección política es la más adecuada en los tiempos que corren? Yo quiero mostrar al universo que un Rey vale más que cien mil marionetas republicanas, porque tantas como son las cabezas, así son los pareceres. Una sola cabeza, como la de un padre de familia, gobernará sabiamente un Estado, y lo conducirá a la seguridad de la salud presente y la salvación futura, que son las dos metas del cuerpo y del alma de los hombres”. Luis se detuvo en seco después de esta retahíla de argumentaciones y se limpió la frente con un pañuelo de seda que olía a agua de rosas. El criado, a pesar de mantener un servilismo hereditario que se había ido acumulando en su árbol genealógico de generación en generación hasta llegar a él, no pudo callarse lo que sentía, y le dijo: “Majestad, os aseguro con todo mi corazón que habéis predicado mejor que podría hacerlo el mismo Santo Tomás, Dios me perdone y la Inquisición no me procese, pero os tengo que decir algo de verdad en esto aunque amargue, y lo digo porque os quiero bien, y aunque yo no soy quien para hablar delante del Rey de Francia, no quiero callarme, porque tampoco se callaron los santos cuando hablaron delante de los gobernadores de Roma, aunque los martirizaron y los persiguieron como declara la Santa Madre Iglesia Católica y Apostólica, única verdadera por ser la que difundieron los apóstoles que convivieron con Cristo y oyeron directamente sus enseñanzas, y expandieron por el mundo la alegre noticia de su Resurrección, y…”. “Basta, basta”, dijo a la sazón el Rey, “ya veo que has aprendido catequesis. Esto no es un Auto de Fe. Dime lo que tengas que decirme y termina, que pareces una peonza, según das vueltas y revueltas a lo mismo”. “Pues digo” confesó el pobre criado persignándose antes, “vuestra Majestad me perdone, que no hacéis bien en una cosa”. “¿En qué?” preguntó el Rey con curiosa sonrisa. “En que pretendéis cambiar el mundo…”. “Sigue hombre” protestó el Rey. “Y no sois capaz de cambiaros antes a vos”. El Rey se quedó pensativo durante aproximadamente un minuto de tiempo, minuto de profunda agonía en la que el criado se vio varias veces condenado y sometido a un diverso género de horribles torturas, y tal era la ansiedad que sentía en su interior que ya estaba dispuesto a romper el silencio, aunque le costase la misma pena capital, porque si hay algo más terrible que la muerte es la certeza de una muerte próxima cuya imagen nos petrifica en el temor de la preocupación, cáliz que hasta al propio redentor de la humanidad le había hecho sudar gotas de sangre. Hizo el criado un gesto incontenible para alzar la mano en petición de gracia, y no pudo concluir su ademán, que no superó la tentativa, cuando escuchó la estrepitosa, extraña y catastrófica carcajada del monarca, capaz de hundir la intimidad del aposento. “¿Dónde has leído esa respuesta, calavera? Estoy seguro de que te has pasado la vida encontrando una falta en la que juzgar al monarca, y cuando tuviste la oportunidad me la soltaste, como en la fábula del burro que terminó tocando la flauta por casualidad. ¿Lo leíste en Montaigne o en Rabelais? ¿En Plauto o en Terencio? ¿En una pieza de Corneille o de Racine?”. “Señor” confesó el criado, “yo no sé leer más que las vocales y la eme, la pe, la ese y la erre”. “No te creo, tunante” bromeó el Rey dándole un fustazo a su interlocutor en la espalda que poco faltó para que lo tirase al suelo. “Tienes cara de judío. ¿No sabes latín?”. “No, señor” reconoció el criado con la mirada baja, por miedo a que el Rey lo tomase por un pretencioso. “Mientes, bellaco. Te podría mandar azotar, porque estoy seguro –y yo nunca me engaño- de que has tenido confidencias con los calvinistas de Ginebra, que ponen a los poderes públicos en tela de juicio” declaró el Rey abriendo su tabaquera de rubí y aspirando por la nariz unos polvos de rapé de las Indias Occidentales y sonriendo con la sagacidad de un letrado o de un médico que acaban de descubrir el quid de la cuestión planteada. “Señor, os juro por Nuestra Señora que yo…” confesó el criado arrodillándose. “Cállate, necio” se enojó el Rey. “¿Te he dado permiso para hablar? ¡Desde cuando hablan los siervos delante de los señores! ¡Me dan ganas de despellejarte vivo, inepto!”. El Rey estaba enfadado. Era la primera vez que le llevaban la contraria desde que a la edad de cinco años, la nodriza, por orden del tutor real, le había denegado servirle la leche de sus pechos, por haber pasado el delfín de la edad de la lactancia, y tanto se había enrabietado entonces que juró mandar quemar en hoguera pública a la nodriza por haber desobedecido al futuro “rey del universo”, según él mismo se hacía llamar, contra las amonestaciones de su confesor, que con suave acento le decía que ese título estaba reservado al propio Jesucristo, redentor de los seres humanos. ¡Desventurado criado! No sabía que hacer para dar lástima al monarca, y como no tenía permiso para hablar, se echaba a los pies del señor y besaba el suelo como un musulmán, juntando las manos y sollozando, de modo que más que lástima, aparentaba más la burla de una comedia italiana, y otro que no fuera el Rey se hubiese reído bastante al ver tan ridícula pantomima. “¡Levántate y vete de mi presencia!” le ordenó el este cuando se hubo serenado un tanto. “Hasta disculpándote pareces un hereje o un turco, besando el suelo como si fuese yo un ídolo pagano. Lárgate, animal, que no tienes criterio ni sentido común. Esto me pasa por darle confianzas a la servidumbre, que por algo es lo que es. Nero dat quod non habet”. El criado no sabía por donde escaparse más rápido. Tal era su miedo, que después de dar inconscientemente un beso en la palma de su mano y de mostrársela luego al Rey –pues no sabía cómo despedirse de él, y temblaba cuando el soberano le había llamado hereje y turco- salió corriendo de la estancia como un carnero que a punto de ser sacrificado, se hubiera liberado de sus verdugos por milagro. Esta escena, sin saberlo el Rey, había sido presenciada por toda la Corte entre bastidores, pues en los palacios los tapices oyen y los espejos ven, y aunque callar sea la norma para conservar la cabeza sobre los hombros, no por eso la curiosidad no pica más que la propia sarna. En los momentos de intimidad, los ociosos aristócratas comentaban la huída del criado, el saludo a la turca, el discurso del Rey sobre los sistemas de gobierno a un pazguato que cuando oía “política” creía que era una enfermedad – y en eso, confesaban los nobles, tal vez no estuviera desencaminado-, el beso de despedida al soberano y la frase final del Rey, quien queriendo dárselas de latinista, había dicho “Nero” por “nemo”, retratándose a sí mismo con la frase, pues su autocracia era muy similar a la de Nerón, con la salvedad de que no había ordenado incendiar su ciudad – cosa que podría comprobarse algunos años después- , y el “quod non habet” le iba de perlas a quien presumía de estar por encima de los demás en todo. Fue un chiste tan sonado el derivado de la anécdota que se comentó en las tertulias de los cortesanos varios meses después de sucedido, con aportaciones hechas por la imaginación de cada contador, y adaptaciones en las que el Rey se comparaba con un león afónico que pretendía enseñar a rugir bien a un borrego, enseñándole a vocalizar mientras el merino, asustado, bajaba la cabeza dando topetazos contra el suelo. La misma palabra “Nero”, solo con pronunciarla, aludía al chiste, y se nombraba para referirse a cualquier acontecimiento gracioso, o cuando se quería avergonzar a un erudito de sentencias clásicas, y hasta el ministro Colbert , cuyos escrúpulos eran inversamente proporcionales a su ambición, se tapaba la boca delante del Rey alegando dolor de muelas cuando éste rememoraba algún aforismo convencional, y, a pesar de ser un adulador consumado y un mentiroso profesional, le salía sin querer a la punta de la lengua el “Nero” y no podía aguantarse la risa, haciendo amago de toser y expectorar cuando le venía el ataque. Era una lástima que el pueblo no tuviese acceso a estas bromas, pues de seguro hubiese soportado con mayor tesón los sinsabores de su esforzada vida. El único que no se enteró en el palacio del regocijo general fue el Rey, quien no compartía el destino de su nación, viviendo aislado en una envidiada pompa. La reina apenas tenía acceso a sus caricias, disputadas por la práctica totalidad de las damas de la Corte, elegidas a dedo por el monarca para la diversión de una noche, según su estado de humor – recreado en la tipología de las facciones de la dama elegida- y olvidadas al día siguiente como sueños de madrugada. Pero no por eso su costilla se sentía ofendida, sino que hacía otro tanto con sus amantes, pertenecientes a todos los estamentos de la sociedad, y por esa razón se terminó enterando de la broma y la celebró con el duque de Buckingham, embajador de Inglaterra y hombre alegre para los asuntos livianos y amorosos de temporada, como un Don Juan a la española, confesándole entre viciosas muecas que incitaban al rígido inglés que, además de testarudo como un ternero, el Rey era, también como un ternero, cornudo. Como el soberano estaba distraído por entonces con su adorada Madame de la Vallière, en cuyos cabellos, semejantes a los de Lilith, estaba preso su corazón, no echaba en falta la compañía de su esposa, y se pasaba las horas recitando sonetos de Ronsard que se sabía de memoria, con el fin de entretener su alma asida a una mujer sin escrúpulos, que lo utilizaba según le convenía y dirigía desde el tálamo del Rey los asuntos de Estado, moviendo los hilos de su voluntad para que el enamorado dijese “si” o “no” a su capricho. De todos modos, la voluntad de Luis XIV no era tan frágil como la de su padre, y quería siempre tener la última palabra en todo, aunque en realidad él era el último en tener la palabra en las decisiones políticas, para ello sus adláteres hacían lo que en sus manos estaba para distraer al monarca con halagos, galas, fiestas y cuentos extravagantes mientras ellos se peleaban entre sí, al modo de las aves de rapiña, por manejar las riendas del poder, que a los ambiciosos puede. Uno de estos cuentos de viejas era el inventado por el propio poeta Ronsard y sus vástagos cursis de la Pléyade, quienes, en un ramalazo de locura, que por entonces – ¡entonces y siempre, porque ayer es mañana!- era la moda de las Cortes coloniales europeas ( no en vano escribieron Erasmo de Rotterdam y Miguel de Cervantes ), se inventaron una leyenda ditirámbica, al modo de una anacrónica Eneida, que vinculaba el trono de los Capetos de Francia al hijo de Héctor el Troyano, Astianacte, a pesar de que en la Ilíada se decía bien claro – tal vez Homero ya previese este triste desenlace- que el niño había sido arrojado por los griegos desde el balcón del palacio de Héctor en Pérgamo. Por otra parte, ningún historiador se quiso meter con esta interpretación, ya fuera por temor o tal vez por miedo, y dejaron hacer a los cronistas de fantoche lo que quisieron, llevando su farsa a los escenarios de teatro algunos dramaturgos que pretendían hacerse valer en la Corte propagando una piadosa calumnia. En Italia, por aquel entonces, Ariosto había hecho otro tanto en el Orlando Furioso con sus generosos mecenas en cuyas mansiones comía a manteles, desplegando sus sirenas ante los navíos recargados de sus benefactores, quienes no dudaban en dejar caer un fragmento de su cornucopia en las mandíbulas de perro fiel del fabricante de azucaradas octavas. No le había salido tan bien a Camoens en Portugal, porque en lugar de báculos de oro en que apoyarse, había encontrado fosas en que poco había faltado para que lo precipitasen sus enemigos antes de concluir, con un ojo de menos y una musa de más, su sincero y melancólico poema Os Lusíadas. En Inglaterra, el simpático Shakespeare, con media cara de burla y otra media de veras al modo de Arlequín, había capeado la situación para hacer un hueco a la verdad en el pinchado globo del espectáculo. Alemania todavía no sabía cómo se llamaba, y en España, Don Luis de Góngora y San Juan de la Cruz, padres de la poesía desde Garcilaso y Fray Luis de León, junto con el desengañado Francisco de Quevedo, siguiendo las escuelas de Marino y Santa Catalina de Siena, representaban al arte en medio del mercado burdo de Lope de Vega. Por esa causa los franceses no se sentían aislados en su capricho de potenciar la autoestima de su nación en tiempos en los que el dinero venía de América, y no dudaban en llamar a Luis troyano, hijo de Héctor, Paris para las mujeres y París para el mundo. El Rey Sol, cuya política consistía en una constante propaganda, quería ser el heraldo de la Fama, extender su personalidad por las naciones extranjeras aparentando ser un Justiniano de las leyes y un Alejandro de la moda, y esta idea de una noche de juerga le había parecido la piedra filosofal de su gobierno, y había premiado a sus inventores con un laurel simbólico. Le sobrevino entonces la fiebre de retratarse en todas las poses imaginables – de cuerpo entero con un manto de armiño, encima de un caballo pura sangre que hacía corvetas graciosas, con armadura sobredorada y un cetro de flores de lis aplastando una piedra en el camino, en medio de sus cortesanos distribuyendo honores, delante de un enano mostrando lo grande que era, jugando al billar con manguitos de seda de la China, tomando café en porcelana de Sévres, estornudando en un pañuelo con sus iniciales y un largo etcétera no recomendado- y los retratistas lo seguían por todas partes con el lienzo, el pincel y los colores, tratando de captarlo en cada una de sus frívolas facetas. Si bien es cierto que nunca había ido a la guerra, aparecía grabado en estucos dominando los pueblos más belicosos, sonriendo con superioridad al estilo egipcio delante de un rehén de guerra que le besaba las rodillas y que parecía decirle que se había enamorado de él. Su manía por verse en todas partes, por dominarlo todo, hasta lo más nimio, y por ordenar cualquier cosa con tal de que le obedeciesen, le había llevado a congregar a todos los cortesanos en su dormitorio para enseñarles cómo había que desnudarse antes de ir a cama. ¡Qué difícil era entonces la vida en la isla de Versalles! Los cortesanos esquivaban al monarca, y cuando lo veían en los jardines o lo anunciaban los guardias reales, se escabullían de su presencia para no ser hallados en falta en sus atuendos, en sus peinados o en el lustre de sus botas de montar. Preferían los habitantes de aquella Citera inexpugnable caer en un delito antes que en un defecto de ceremonial, porque las represalias del Rey eran mayores en este último caso. Lo que ocurría era que, aún con estas ridiculeces, el negocio de la monarquía absoluta era rentable para el fariseísmo reinante en la Corte, pues más valía gobernar al lado de un loco que no gobernar. Colbert, que tanto valía para un roto como para un descosido en política, era el preferido de Luis. Su labia lo seducía cuando hablaba de los asuntos internacionales y colocaba al monarca por encima de las estrellas. “América es nuestra” le decía al crédulo Capeto, “España está en decadencia y perderá sus posesiones en menos de quince años. Su Majestad posee la Luisiana en América del Norte, que proporciona enormes rentas de algodón y de tabaco. Es nuestra la Guayana en el Perú, donde extraemos más de la mitad del oro de las arcas públicas. Ahora, cuando el fruto está a punto de caer de maduro, es cuando hay que atacar con vigor a los galeones españoles. Inglaterra practica el corso con los buques de Castilla, ¿por qué no hacer nosotros lo mismo? ¿Acaso una isla en el atlántico norte vale más que Francia entera?”. Cuando esto oía, Luis no podía resistir el impulso de sonreír pensando en lo que podría dar de sí el reino si América fuese francesa. Aprovechando esta coyuntura, la oratoria ciceroniana de Colbert continuaba impresionando al coronado maniquí, y el valido, como un viajante de comercio experto en encandilar al oyente con el aire que se escapaba de su boca, proseguía su inacabable disertación: “He tenido noticia de un pirata de nacionalidad francesa que responde al nombre de Jean Bart y lleva haciendo pesquisas, pillajes, abordajes y hundimientos de navíos españoles en las Antillas desde hace casi una década. La política de Su Majestad se vería favorecida si le concediésemos una carta de corso al bandido, una concesión al menos por siete años, de modo que se convirtiese en un mercenario a nuestras órdenes con la condición impuesta a la nación de concederle algún grado militar. De esta manera, sin apenas gasto aparente, podríamos servirnos de él para aumentar al menos en un tercio los ingresos del Estado. La Reina de las Brujas ha hecho lo mismo en Inglaterra con Francis Drake, y tengo noticias de que con los dividendos obtenidos de esta operación financió la batalla naval de 1588, que se resolvió con la derrota de la armada española”. “Eres un Catón en política, Seyano mío” confesó Luis con orgullo, limpiándose las comisuras de los labios con un lenzuelo entretejido con gruesas perlas de Ormuz, “Haz lo que te parezca. Te doy licencia para que hagas lo mejor para Francia, pero sé más prudente que Richelieu y Mazarino. A pesar de la decadencia actual a la que se ven sometidos, esos Habsburgo son duros de roer”. “Bah”, despreció Colbert, “Los Habsburgo son los cartagineses de Europa. Roma tiene que terminar venciéndolos. Al principio firmaron con los portugueses ese ridículo Tratado de Tordesillas en el que se dividían el mundo a partes iguales, y nuestro señor Francisco I se rió de buena gana con semejante partilla autorizada por el Papa, que no parecía sino que portugueses y españoles eran los gemelos del padre Adán. Pero la historia terminó deponiendo su orgullo, y la Reforma Protestante les arrebató el Sacro Imperio y Holanda. Yo os aseguro, Alteza, que llegarán tiempos en los que Austria sea el único reducto para los Habsburgo, y la dinastía de los Capetos se anexione el reino de España, y Francia dé leyes a Europa entera y un caudillo valiente, representante de la grandeza francesa, se convierta en el embajador del Derecho, al igual que un Príncipe de la Civilización. Francia, el país conquistado por César pero nunca sometido a su magisterio, será el motor destinado a desplazar las aspas invencibles del molino de la Historia”. Llegando a un arriate de orquídeas, rosales y claveles en la fuente de Diana, Colbert pareció enmudecer después de su estudiada peroración. No se esperaba de ninguna manera que el Rey se detuviese en seco y mirase de repente a una rana que croaba entre los nenúfares del estanque de la diosa del misterio. Y menos se esperaba que el Rey le hiciese esta pregunta, con las pupilas pequeñas y negras de sus ojos adormilados clavadas en su apergaminado rostro de histrión: “Dime, hijo, ¿qué es la Historia?”. Colbert no sabía si la pregunta era una trampa, e hizo un amago de respuesta inacabada, con el fin de que el monarca cambiase la formulación de la pregunta, una técnica aprendida en su juventud consagrada a las clases de retórica. Pero el Rey, se rió antes de que el ministro contestase, y él mismo respondió: “La Historia, si es algo, tiene que ser algo más que lo que estamos haciendo nosotros. El Lenguaje, oh, el Lenguaje es un manto que tapa las vergüenzas, pero las cosas nadie las conoce. Las cosas…”. Y no terminó la frase. Después, olvidando por completo al Ministro de Hacienda, extrajo de una petaca de terciopelo de Utrecht de color ámbar una hoja de mejorana y, acercándola a la nariz, aspiró su perfume refrescante antes de arrojarla al agua fría y transparente del estanque en el que nadaba una pareja de esturiones, desplazada de su edén ruso a unas tierras extrañas donde los elementos eran pura figuración. El monarca vio como la débil hoja caía e el agua, y los círculos de energía ondulatoria que trazó su caída como un bello Génesis, y estuvo atento al instante en que las ondas devolvieron a la planicie del líquido de la vida el don de la quietud. Sonrió y se fue sin darse cuenta de que la chorrera de cachemira se le había caído al suelo, y que Colbert lo llamaba desde lejos sin atreverse a interrumpir su huída, con la chorrera en la mano como un pañuelo de despedida. El Rey permaneció un día comiendo en su aposento, ordenando que la servidumbre lo atendiese como de costumbre, y no se dejó ver en las fiestas de Palacio ni en el comedor común, distrayéndose un tanto con la lectura de libros piadosos, en especial textos místicos de Santa Catalina de Siena y de Santa Teresa de Jesús, caminando por lugares que no estaban a la vista de sus cortesanos dentro de su inmenso universo personal de Versalles, y hablando largas horas con su perro Faetón, un setter de orejas dóciles y porte dominante, tan parecido a él que por esa causa lo amaba más que a los casi mil doscientos perros de caza de todas las razas conocidas que alimentaba en las perreras reales. Se sorprendió de que había aborrecido los espacios abiertos y buscaba intimidades en cualquier rincón al que otorgaba el amor se su alma de verbena caducifolia, en especial un sombrío bosquecillo escondido en las proximidades del estanque de Flora, donde oía cantar los pájaros (ruiseñores, jilgueros, escribanos, petirrojos, canarios y algún que otra desafinada urraca, Piéride entre las Musas) y se adormecía contemplando una tapia con relieves antiguos de terracota cubierta por una mata de madreselva en flor, y su sueño terminaba por ser interrumpido por la caída de la lluvia, cuando los senescales, chambelanes, acólitos y jardineros colocaban una funda de varias capas de cuero, a modo de palio, sobre la cabeza del monarca dormido, y este se despertaba al oír el repiqueteo del diluvio bajo el cual su sueño reinaba. Este delicado velo de pietismo fue rasgado por una oleada de desenfreno algunas semanas más tarde, y la Corte no supo a qué atribuirlo, pero el Rey había invertido los papeles y ahora se entregaba con interés al vicio de jugar hasta altas horas de la noche y de conceder largas veladas a sus súbditos aristócratas, además de mostrarse partidario de legalizar la piratería contra los españoles, de combatir la nación de las Provincias Unidas por algunas injurias publicadas contra Francia y de coleccionar maquetas de todos los estados conocidos, que guardaba celosamente en su gabinete de estudio donde se desplegaban los mapas del mundo conquistado. Fue la cuestión que Colbert, comodín de la política real, aprovechando el cambio de humor del monarca, invitó a la Corte a Jean Bart para que fuese presentado al Rey Sol. Este llegó acompañado del ministro a la Sala de Recepción, mientras no paraba de abrir la boca, al modo persa, contemplando las riquezas que había en Palacio, donde el oro y las joyas se usaban tanto como el hierro y el cemento. Iba vestido con una levita roja y llevaba una valona desproporcionada, con una misión más recargada que elegante, y pisaba fuerte en el pavimento a la vista de la Guardia Real con sus botas de espuela, mirándolo todo con temor y desconfianza, como aquel que no las tiene todas consigo. Para él, las grandes mansiones de los potentados eran un peligro patente, donde colgaban las horcas que ajusticiaban a los delincuentes como él, y temía más a la pluma de los escribanos que a la espada del Cid. El Rey lo recibió sin demasiado continente, y el corsario se admiró mucho al ver al Apolo de Francia, a quien creía un gigante como Gargantúa, y apenas era un hombrecito de rostro adormilado que no le llegaba con la cabeza a los hombros. El pirata puso la rodilla en tierra y declamó fórmulas aprendidas el día anterior. El Rey le dio un golpecito en la espalda con la palma de su mano y le extendió un pergamino sellado y lacrado que contenía la licencia de corso. Después cada uno se fue por su lado: el pirata regresó a su mundo y el Rey al suyo, tan iguales en su diferencia. Un mes más tarde, se representaba en el Trianón Tartufo de Moliére. A Luis le entusiasmaba el simpático dramaturgo, en cuyas obras representaba al pueblo de Francia (única información del mismo contrastada por el soberano) y hacía desfilar delante de los nobles a los frívolos como Don Juan, los inocentes como la Agnés de La Escuela de las Mujeres, los chistosos avaros como Harpagón, los hipocondríacos como el protagonista del Enfermo Imaginario, los rabiosos como el Misántropo, y los esperpentos de la filosofía griega, caldo de cultivo de todas las Academias. Pero el día del estreno de Tartufo algo insólito sucedió en la Corte: a los clérigos encabezados por el obispo de París no les pareció nada bien aquella caricatura del hipócrita sin escrúpulos que simulaba una vida piadosa para aprovecharse de la ignorancia de sus huéspedes. A las mujeres, especialmente a la Reina, le hicieron mucha gracia los piropos de un presunto meapilas, quien disimulaba una pasión que no podía resistir por más tiempo, a punto de ser incendiado en el cuerpo de la mujer amada, infierno que lo consumía, dando a la carne lo que debiera estar reservado para el espíritu, algo que predomina en el género frívolo, entretenido y a veces hasta trascendente de la novela francesa. Cuando el dramaturgo bajó al escenario para saludar al Rey junto con la compañía de actores, se encontró con que el monarca no aplaudía y miraba con rostro serio el tablado, como si estuviera en un funeral. A su lado, el trágico Racine tampoco decía esta boca es mía, alegrándose en su fuero interno de que una buena comedia fuese despreciada ante las artificiosas tragedias encubridoras de hueras pasiones y vulgares repeticiones de pasajes clásicos, con excepción de Fedra, imagen de su tiempo y símbolo de Francia, que saturaban la producción del artesano de rimas. Los actores abandonaron el escenario con el consuelo de un breve aplauso de la Reina, entretenida con lucir su abanico de plumas de pavo real, y el propio Moliére, sorprendido (aunque sospechoso) de haber perdido el favor del soberano, que entonces era moneda de curso legal para los que querían matricularse en la difícil y sinuosa carrera cortesana, se ocultó detrás del telón, como un actor más, y les dijo en camarilla a sus compañeros de representación que por primera vez el viejo no se había reído. La Reina no trató de adivinar nada, pues su marido le importaba solo formalmente, y con tal de que no la acusase de adulterio le daba lo mismo que arase o que sembrase, y, antes de abandonar su butaca, le preguntó a Luis con despreocupada resignación: “¿Te vienes?”. “No”, respondió el Rey, quiero hablar con el realizador”. Sin insistir más, Madame se perdió entre los asistentes y El Rey permaneció en su asiento con gran sorpresa de todos, pero Hardouin- Mansart, con la venia del monarca, los tranquilizó autorizándoles que podían irse. Jean Baptiste Poquelin, de pseudónimo Moliére, con señales reprimidas de intranquilidad acudió a la llamada del monarca con un sombrero de piel de vaca de Normandía en la mano derecha, y nada más colocarse ante el Rey hincó la rodilla en tierra. “Nada temas” le dijo Luis adivinando su pensamiento, “solo quiero hacerte una pregunta”. Moliére empezó a preocuparse. Su cabello largo y negro peinado por las Musas contrastaba con la palidez mortuoria del semblante, acentuada por el miedo a la muerte, instinto animal difícil de vencer por obra de la divina inteligencia. Su boca se torcía en una casi inapreciable mueca cómica, tapizada por la brevedad de su bigote de farandulero, que hasta en el temor resultaba simpática. “Responde a esto con sinceridad” ordenó el soberano, “¿Te parece que yo soy un hipócrita?”. Aquella pregunta solo fue oída por un soldado de la guardia que, por orden del Rey, se había quedado a velar por su persona. Moliére comprendió la malicia de la pregunta, digna de un fariseo o de un periodista ( especie no modelada todavía en los talleres de la sociedad humana), y decidió responder con la astucia griega y no con la caridad cristiana, que hubiera podido comprometerlo delante del poder temporal. “Majestad, de ninguna manera me parecéis hipócrita, sino el mayor de los reyes que tuvo Francia. Vuestras obras colosales engrandecen a la nación, mostrando al mundo el poder del país que un día oyó tañer las trompetas de los galos. No hay una Corte en toda Europa tan fastuosa como la vuestra. No fueron mayores la Villa Adriana en el Tibur, ni más espectaculares los jardines colgantes de Babilonia, ni más grandiosas las pirámides de Egipto, ni más majestuoso el Coliseo de Roma, ni más elaborada la mansión de cedro del sabio rey Salomón. La Antigüedad, avergonzada, le otorga el laurel a vuestra cabeza. ¿Cómo, pues, no vamos a estar todos los franceses orgullosos de nuestro Rey? Sus manos derraman oro, su noble corazón destila perfumes embriagadores, las máximas de su boca son leyes justas, su mirada compasiva sobre los pueblos es nuestra victoria”. Moliére creyó suspirar aliviado después de esta apología que acariciaba las orejas de cualquiera, pero el monarca, lejos de quedar convencido, se volvió hacia él con un ceño que lo retaba, un ceño que a pesar de su cuidado recorte, no había logrado parecerse al del Júpiter de las estatuas del pasado. “Eres un poeta, y no te cuesta nada declamar tantos encomios e hilvanarlos de manera que seduzcan al oyente, porque a nadie amarga un dulce, pero yo he leído algo semejante en Marcial, y en Estacio, y en Petrarca, y también en Horacio y en Virgilio. ¿Por qué empleas el estilo de las odas? Habla ahora como un satírico, como Juvenal, y dime lo que piensas realmente. Yo sé que no puedes decírmelo, porque si lo hicieses, tú dejarías de ser Moliére y yo Luis XIV. Los hombres llevan toda una vida viviendo juntos, y terminan muriendo sin conocerse. Sí, ¡me he vuelto filósofo a mi edad, después de una vida pecaminosa orientada a distinguirme de todos los que me rodeaban! Me gustan los cuadros y las ventanas, porque temo a los espejos; me gustan los trajes y el boato, porque temo a la desnudez de mi pobreza; me gustan las mujeres, porque quiero olvidarme entre sus caricias de que nunca he amado; me gustan los jardines y las extensiones de terreno, porque me imagino que soy libre sin salir de la comodidad de mi choza; me gusta la elegancia porque soy un vulgar paleto sin sensibilidad para apreciar la belleza de las cosas más sencillas; y por último, me gusta ser Rey porque cuando ordeno, solo Dios sabe quién es el enano que se ha disfrazado de gigante, el ratón que se ha vestido de león, el mosquito que se ha introducido en el cuerpo muerto de un águila, que preside los destinos del pueblo siendo dueño de sus personas y de sus haciendas, y que no puede darse una sola orden a sí mismo, porque no es otra cosa que el fantasma de la grandeza y de la majestad, un pellejo hinchado que he visto dibujado en mi cuadro preferido, un espectro de aire vano que sopla con vigor antes de perderse en la infinitud de la verdadera vida”. Si al dramaturgo lo pincharan en aquel momento, en lugar de sangre de su herida saldría opio, de tan asombrado como estaba de una declaración sin precedente clásico alguno, ignorada por las monografías de Plutarco y por las curiosidades de Aulo Gelio y el sensacionalismo de Dión Casio. No supo qué contestar, porque en aquel momento su persona se encontraba fuera del tiempo, y todo lo que dijera sería tan inútil que ni tan siquiera la elevación instrumental del poeta podría hacerlo materia de arte, sacralizándolo de generación en generación, pues el acto en sí ya era sagrado y milagroso, cuerpo mismo del Sentido formado por las percepciones de todos los hombres, pájaro de la eternidad o rostro del Ser, que es el Dios que formamos. El Rey siguió hablando, pero mientras hablaba se iban desvaneciendo sucesivamente la sala con sus juegos de cortinajes, sus máscaras de ópera polimorfa, las bambalinas, las plateas del teatro, el guardia hirsuto y taciturno, el grandioso Versalles con sus canales y sus fuentes, los trovadores de los sentidos, la majestad de la dimensión, los perfumes a mirra y a palo de rosa, los sobredorados instintos del monarca –caballos de plástico sueño-, y el propio dramaturgo que por fin comprendió el argumento de la comedia que estaba esclareciendo sus metáforas. “Veo el cuadro de la realidad, donde se representa el Sentimiento, que es el Amor, en figura de pastor que se entrega derramando su sangre purpúrea como la energía de la vida, que yo, en un delirio por disfrazarlo todo y ocultarlo detrás del decorado de mis prejuicios, mandé pintar de rosado, color de la vanidad, que es la fantasía del mal que diseña las seducciones inestables del mundo – representación del estado del alma o esencia de la existencia-, los abismos pasionales de la Creación, los lejanos astros y los cercanos postres del placer, cuya presencia exterior es una proyección cinematográfica de la tierra prometida del corazón humano, escala hacia la Divinidad o el paisaje del Ser unido, del Espíritu, suma de los colores de la materia. El Lenguaje, la apariencia, representa el universo en la pantalla infinita de la Nada, que es nuestra ignorancia, y parece que sus máximas científicas son reales, cuando en el fondo son el tinte rosado de la verdad del amor, templo en el que se recoge la conciencia humana, es decir, la música del tiempo, de la cual mi vida es campana sonora. Crear un Lenguaje, crear un Estilo, es al fin y al cabo terminar en la pantalla de la Nada cuando la representación se desvanece. Solo quedo yo, y tal vez tú, intérprete que me escuchas; y la Historia, la Creación, es únicamente una caja de resonancia de nuestro diálogo por los siglos de los siglos”.